La imagen de la niña suspendida en un recuerdo


Las personas que nacieron en las ciudades y crecieron viviendo allí, olvidan que existen otras formas de vivir. Sin embargo, quienes como yo han crecido en un pueblo pequeño, seguramente vivieron rodeados de supersticiones y de chismes. Deben haber jugado en la vereda con sus amigos y soñado en secreto con conocer qué había más allá del espejismo que se dibujaba en la ruta, el único camino pavimentado del lugar.

Si alguien se marcha de su pueblo, un doble sentimiento le envuelve el pecho, pero no me refiero a cuando se va a pasar unos días a la costa o a visitar a algún pariente. No, yo digo cuando uno se va para no volver. Aunque al principio, cada semana intercambia cartas con sus amigos, casi sin querer, va perdiendo el hábito, hasta que los mejores amigos se van convirtiendo en desconocidos. Al menos, fue eso lo que me sucedió, pero aún guardo con mucho cariño el recuerdo de ellos, especialmente el de Paula.

Si bien a veces las personas lo olvidan, puede existir la amistad entre chicos y chicas. Esta puede ser completamente sincera y no estar cargada de dobles intenciones. Antes del día en que mis padres decidieron que nos teníamos que mudar, Paula era mi mejor amiga.

Casi siempre, después del almuerzo, yo iba para su casa o ella venía a la mía. Los adultos me decían que estaba enamorado, pero que todavía era muy joven como para darme cuenta. Teníamos que soportar comentarios y preguntas muy tontas. Yo solía responderles arrugando la nariz o poniendo los ojos en blanco.

Paula era una de esas personas a las que uno podía contarle cualquier cosa, con la que se podía mirar el mundo juntos y encontrar detalles que nadie más podría ver. Era una chica con muchas virtudes, pero por sobre todas las cosas era mi amiga y nos entendíamos bien.

Dicen que los momentos más felices que uno recuerda están en la infancia y en la mía siempre estaba presente Paula. Aunque también me acompañaba en aquellos momentos que no eran tan felices e incluso allí ella conseguía que fueran menos tristes.

No sé si cuando alguien se muda, extraña más el que se va o los que se quedan, pero recuerdo que cuando me fui ninguna ausencia me dolió tanto como la de ella. Fue la única de todo mi grupo de amigos que no respondió a ninguna de mis cartas y quizás eso fue lo que evitó que se convirtiese en una extraña, como sucedió con los demás. Con el tiempo, las ocupaciones de la vida y las nuevas personas que entraron en ella hicieron que casi dejara de pensar en Paula. Sin embargo, en aquellos días en que me pasaba a buscar la melancolía y me llevaba a algún recuerdo de la infancia, nuestra amistad permanecía intacta.

El próximo año yo quería ir a la universidad y, como quería estudiar en una que era católica, me pedían el certificado de bautismo. Aunque mi madre dio vuelta todos los cajones, no pudo encontrarlo. Aproveché que ya había terminado los exámenes para planificar un viaje al pueblo, seguramente en la iglesia quedaría alguna constancia de cuando me libraron del pecado original.

Era la primera vez que viajaba tan lejos sin que me acompañara alguno de mis padres. Estaba emocionado, pero también un poco nervioso. Durante el viaje pensé mucho en mi mejor amiga y en lo bello que sería reencontrarnos después de tantos años. Me imaginé su rostro en los cristales y me pregunté qué habría sido de su vida, si estaría pensando estudiar algo y si se habría enamorado.

Cuando bajé del micro, me recibió la familiar fragancia de la tierra húmeda que me recordó a las tardes en las que jugábamos al fútbol en la calle. Las casas permanecían tal y como las recordaba, como si hubieran quedado suspendidas en el tiempo.

Algunas personas me saludaron, no porque me recordaran, sino porque era la costumbre saludar a todo el mundo. Yo había cambiado mucho. Estaba más alto y mis hombros se habían ensanchado. Ahora mi voz era más grave y había conseguido que me creciera algo de barba para ocultar el acné.

Crucé el camino por el cementerio hasta llegar a la iglesia. El cura al que había conocido se había mudado a otro pueblo. El nuevo párroco era un muchacho al que recordaba de joven con el cabello largo y montado en una enorme Harley. Ya no tenía cabello ni largo ni corto y me costaba imaginarlo sobre una motocicleta.

Él no me reconoció, pero me dijo en tono amable que fuera a dar una vuelta mientras él buscaba los papeles que yo necesitaba. Mi madre me había preparado una mochila con una muda de ropa por si tenía que pasar la noche allí, pero el cura me prometió que no tardaría y que antes del anochecer podría regresar a casa.

Sin excusas para demorarme, emprendí mi camino hacia la casa de Paula. Aunque me detuve apenas un momento en el estanque para observar a un sapo saltando entre los nenúfares que brillaban sobre el agua gris.

Al llegar al portal de su casa, me sentí extraño, como si hubiera bajado de golpe sin ver que había un escalón en mi camino. Golpeé la puerta con el ritmo de la que alguna vez fue nuestra contraseña. Todos esos años sin vernos habían pasado demasiado rápido, pero los segundos en los que estuve esperando a que apareciera y me abriera la puerta, me parecieron eternos. Por fin, giró el pestillo y sus ojos confundidos se encontraron con los míos. Sentí que el tiempo se detenía en esa mirada.

Antes de que pudiera articular palabra alguna, mi mundo se derrumbó y sentí que me partía en pedazos. Ella no estaba sola. Un muchacho al que yo no conocía colocó su mano en la delgada cintura de Paula y le preguntó:

—Amor, ¿quién es?

—Nadie, solo un chico que vivía cerca de casa cuando era pequeña —respondió despreocupada, pero sus palabras pisotearon los trozos en los que me había convertido.

La palabra «nadie» comenzó a repetirse de forma interminable dentro de mi mente.

—Julián, ¿cómo has estado? Hace tiempo que no nos vemos, pasaron cuántos, ¿cuatro años? —me preguntó con una encantadora sonrisa que podría derretir hasta los glaciares.

Habían pasado siete años, tres meses y veinticuatro días, pero desde luego, no era yo lo bastante memorable. Al parecer no era nadie para ella. Quizás, tan solo intentaba lastimarme por el daño que yo le había hecho al abandonar el pueblo... y a ella, pero no me quedé el tiempo suficiente para averiguarlo.

Di media vuelta y me marché en dirección a la iglesia. Iba parpadeando rápido para disimular que estaba llorando y, aunque ella me llamó, no me atreví a voltear a verla. Comprendí ese día que cuando algo es tan perfecto, como el recuerdo que yo tenía de Paula, no vale la pena intentar cambiarlo.

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