La bailarina de las doce
La vi por primera vez justo cuando terminaba el peor día de mi vida. Lo recuerdo bien porque miré el reloj antes de abandonar mi nueva y poco confortable habitación. Ella bailaba sin música bajo la luz tenue de la luna y algo en esa danza me hizo olvidar por un instante lo infeliz que era. Sin embargo, el hechizo se rompió en cuanto me descubrió observándola y decidió interrumpir sus movimientos.
—¿Qué estás haciendo? ¿Me estás espiando? —preguntó con una voz que no reflejaba ni miedo ni enojo. Parecía más bien como si quisiera burlarse de mí.
—No... Yo solo estaba... Me acabo de mudar. Mi hermana alquiló esta habitación —atiné a decir y señalé la puerta cerrada a mis espaldas.
—Eso ya lo sé. Los vi llegar hoy hace un rato. Se perdieron la cena. Te pregunté si me estabas espiando —dijo y se cruzó de brazos apoyando su espalda y la planta de su pie descalzo sobre una de las columnas del patio.
—No, solo salí a tomar un poco de aire y no te quise interrumpir —expliqué y mis palabras se escucharon un poco más firmes que antes.
La joven tenía el cabello castaño recogido en un rodete aunque varios mechones rebeldes se deslizaban por su frente. Las calzas negras y el top que llevaba se ceñían a su delgado cuerpo y resaltaban su figura.
—¿Qué te pareció?
No sabía a qué se refería, así que guardé silencio.
—El baile, ¿te gustó? —insistió.
—No sé —respondí.
—Soy un desastre... Seguro que desapruebo la coreografía de gimnasia. Mejor mañana me rateo del colegio y listo.
—No. Estuvo bien... Eso creo. No sé nada sobre danza —agregué intentando enmendar la mala impresión que casi con seguridad le había causado.
—Bueno, puede que vaya. ¿Fumás? —preguntó sacando un paquete de cigarrillos de su top.
—Claro —dije mientras me acercaba a ella.
Jamás había fumado en toda mi vida y sabía muy bien que si mi hermana me veía, no viviría lo suficiente como para ver el siguiente amanecer.
—Me queda uno solo —comentó sacando el cigarrillo y un encendedor rosa del paquete.
—Tranquila, es tuyo —me apresuré a decir aliviado.
—No, no te preocupes. Lo podemos compartir.
Se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió. Arrugó el paquete y lo lanzó por la medianera que daba al patio del vecino. Debo haberla mirado con desaprobación porque exhaló una bocanada de humo y me explicó:
—El vecino es un viejo verde. Se merece eso y mucho más. Ya sé que no me preguntaste, pero me resulta raro estar hablando y no habernos presentado, soy Taly.
—Yo soy Nicolás. Lindo nombre Taly... ¿Es diminutivo de Natalia? —pregunté y me arrepentí apenas lo hice. Seguramente debía estar pensado que era un tonto.
—Sí.
Se hizo un silencio incómodo hasta que me ofreció el cigarrillo. Lo tomé intentando controlar el temblor de mi mano y me lo llevé a los labios del mismo modo que ella lo había hecho. Inhalé el humo y sentí que un horrible sabor amargo me invadía la boca. Cuando el humo llegó a mi garganta, comenzó a escocerme. No pude evitar toser y sentir que me ahogaba. Cuando me calmé, le devolví el cigarrillo. Ella se reía.
—No seas boludo, Nico. No tenés que hacer todo lo que hacen los demás. Me voy a dormir. Te veo mañana a las siete para desayunar —dijo a modo de despedida y me dio un beso en la mejilla.
Arrojó el cigarrillo encendido hacia la casa del vecino y se fue hacia su habitación que daba al patio, como todas las demás. Me quedé observándola hasta que desapareció detrás de su puerta, la tercera de la derecha contando a partir de la entrada.
Volví a mi habitación y encontré a mi hermana aún llorando. Fingía leer un libro con la luz de la mesita de noche encendida. No me dijo nada y yo tampoco a ella. Me metí en la cama sin poder sacarme a Taly de la cabeza. Aunque, en el fondo, los problemas que me habían atormentado durante el día seguían estando muy presentes. Por mi mente se arremolinaban recuerdos del desalojo, de mi viejo en cana, de las cuentas congeladas, de la directora comunicándome que acababa de perder el año escolar por no poder pagar la cuota y de Taly.
Me desperté a eso de las diez de la mañana con el estómago rugiendo. Mi hermana no estaba en la habitación y su cama estaba hecha. Me había perdido el desayuno y como ya no iba a la escuela, no tenía nada que hacer. Intenté ir a ducharme, pero el único baño de la vivienda estaba ocupado por un señor mayor que alquilaba una de las habitaciones de la casa. Estaba seguro de que me iba a costar muchísimo adaptarme a mi nueva vida. Después de todo, nunca antes había sido pobre.
Fui al comedor y lo encontré vacío. Me dirigí hacia la cocina y me encontré con la señora Lucía Arena, la mujer que nos había alquilado el cuarto.
—El desayuno era a las siete. ¡Llegás tarde! —me reprochó.
—Me quedé dormido. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Taly? —pregunté.
—Mi hija está en la escuela y me parece que vos también tendrías que estar ahí. ¿Tenés hambre?
Mi estómago soltó un rugido respondiendo por mí. No comía nada desde la mañana del día anterior.
—Sentate, te voy a preparar un café con leche y un tostado de jamón y queso, pero que esto quede entre nosotros. A mi marido no le gusta que los huéspedes no respeten los horarios. El desayuno es a las siete, el almuerzo a la una y la cena a las nueve, viene todo incluido con el precio de la habitación.
—¡Muchísimas gracias!
No vi a Taly hasta la hora de almorzar. Llegué puntual al salón comedor porque no quería perderme la comida. Cuando entré, la vi sentada junto a su padre, un hombre corpulento que tenía siempre cara de estar oliendo algo en mal estado. Ella llevaba su uniforme azul de gimnasia.
—¡Hola! —saludé.
Taly apenas levantó la vista del celular y su padre murmuró algo parecido a un saludo. Me senté frente a ella y unos minutos después entró el otro inquilino.
—Jacinto García, a su servicio —se presentó el hombre con una voz que tenía cierta cadencia de tango antiguo.
Me presenté y volví a mirar a Taly, pero sus enormes ojos castaños no dejaban de evadirme.
—¿Esperamos a Sabrina para comer? —me preguntó la señora Arena sacándome de mis infructuosos intentos por conseguir captar la atención de su hija.
Lo cierto era que no tenía ni idea de dónde estaba mi hermana ni cuándo regresaría.
—Supongo que no —respondí encogiéndome de hombros.
—Decile que la próxima vez que se saltee una de las comidas me avise antes de que cocine. Los tiempos no están para estar desperdiciando nada —me regañó la mujer apoyando una cacerola en el centro de la mesa.
—Cuando la vea, le digo. No se preocupe.
El almuerzo consistió en un espeso guiso de lentejas que estaba rico aunque habría preferido que no lo hubieran servido en un día de tanto calor, por lo que solo pude comerme la mitad de mi porción. El señor Jacinto García se ofreció a terminar lo que yo había dejado y luego se comió también la porción de mi hermana. Cuando terminó, se desabrochó el cinturón y suspiró agotado.
No me apetecía comer postre y le dije al señor García que podía quedarse con mi porción de budín de pan. Salí al patio y agradecí la brisa fresca que me recibió. Me senté en el suelo y apoyé la espalda en una columna. Como habíamos tenido que vender mi celular y mi reproductor de música para pagar nuestra semana de renta en la pensión, no tenía nada que hacer. Solo podía pensar y cuando uno está deprimido, los pensamientos pueden convertirse en auténticas torturas. Por fortuna para mi salud mental, Taly no tardó en llegar a mi encuentro.
—Nico, levantate. Salgamos —ordenó cuando pasó a mi lado y continuó su camino hacia la salida.
—¿A dónde vamos? —pregunté levantándome y tuve que darme prisa para no quedarme atrás.
—Quiero moras —se limitó a responder.
—¿Moras?
—Sí, moras. ¿Nunca las probaste?
—Obvio que las probé, pero me sorprendiste nomás. ¿Vamos a la verdulería?
—No. Ya vas a ver.
Taly caminaba rápido y muy decidida. Pese al calor, llevaba la campera azul de su uniforme de gimnasia y se había puesto la capucha. No pude evitar pensar que era una chica muy extraña, pero algo de esa excentricidad me atraía.
—¿Sabés trepar? —me preguntó deteniéndose en la plaza debajo de un enorme árbol de moras con robustas ramas.
—Puedo intentarlo —dije al tiempo que examinaba algunos nudos en la corteza que podrían ayudarme a subir.
—Mirá que las mejores están arriba. ¡No te vayas a caer! —aconsejó con malicia y comenzó a subir ágilmente.
La seguí avanzando mucho más despacio que ella. Quería asegurarme de tener un buen apoyo para no sufrir la misma suerte que el centenar de moras que yacían aplastadas cubriendo la tierra tantos metros por debajo de la rama en la que me encontraba.
—¡No mires hacia abajo! —me advirtió Taly y me dio la mano para que pudiera acomodarme donde ella estaba sentada.
Taly cortó una mora y se la llevó a la boca cerrando los ojos para degustar el sabor. La imité, aunque yo cerré los ojos, pero no por placer, sino porque me tocó una fruta especialmente ácida. Ella se burló de mí y me hizo sonreír. Me gustaba estar con Taly porque así podía olvidar, al menos por un momento, todos los problemas que tenía.
Pasamos el resto de la tarde en la plaza. Comimos algunas moras dulces y jugosas, aunque la mayoría estaban ácidas. Al bajar del árbol ella me arrojó una mora que recogió del piso y dio a inicio a una pequeña guerra.
—¿Vamos a la hamaca? —preguntó intentando limpiar la fruta de su uniforme aunque solo logró ensuciarse más.
—Dale —respondí; creo que en ese momento le hubiera dicho que sí a cualquier cosa que me propusiera.
Comenzó a correr y luego gritó.
—¡El último tiene cara de sapo!
—¡Qué tramposa! —me quejé y salí corriendo tras ella, aunque sabía que perdería.
Entramos al arenero, había tres hamacas y solo una estaba ocupada por un niño. Nos sentamos en las dos que estaban libres y comenzamos a hamacarnos lo más alto que podíamos. Ninguno lo había dicho, pero estaba claro que era una competencia. El pequeño se asustó de nosotros y se marchó con su madre que lo esperaba leyendo una revista.
Habían pasado años desde la última vez que me había divertido tanto en los juegos de una plaza. No me hamacaba desde que era pequeño y mi madre aún estaba viva.
—¡Saltá! —ordenó Taly desafiante.
—¿Estás loca?
—¿Por qué?
—Nos vamos a matar.
—No creo que nos matemos. A lo sumo, nos golpeamos un poco.
—Yo prefiero no golpearme.
Vi cómo Taly volaba por los aires hasta aterrizar en cuclillas sobre la arena. Su destreza me inspiró confianza y me solté de la hamaca, pero no tuve tanta suerte como ella. Caí a gran velocidad y con todo mi peso sobre las rodillas. Aunque atiné a poner las manos para frenar el impacto y no golpearme la cara, se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Cuidado! —me advirtió.
Estuve a punto de decirle que era tarde para eso, pero la madera de la hamaca me golpeó en la nuca. Me dejé caer de costado y me llevé las manos a la cabeza. Me dolían las palmas y las rodillas raspadas, pero nada se comparaba con el dolor punzante que sentía en la cabeza.
—¿Estás bien? —preguntó acercándose y deteniendo la hamaca.
—Sí —mentí aún hecho un ovillo en la arena.
—¿Por qué saltaste? —me reprendió.
—No parecía tan difícil cuando vos lo hiciste.
Taly negó con la cabeza mordiéndose el labio inferior, me miró y dijo:
—¿No ves que sos boludo? No tenés que hacer todo lo que yo hago. Además, si hubiera sabido que tenías la agilidad de un elefante, no te decía nada. Vení, sentémonos un rato en aquel banco.
Me dio la mano y me ayudó a levantarme. Cuando me paré, sentí que los oídos me zumbaban y me mareé un poco.
La seguí con dificultad hasta un banco verde al que le habían rayado un sinnúmero de nombres, letras de canciones y algunas frases obscenas. Ella se sentó, sacó un cigarrillo de un paquete que estaba casi lleno y lo encendió con su encendedor rosa. Me acomodé a su lado. No me ofreció que fumara con ella, aunque tampoco hubiese aceptado.
—Vas a estar bien. Solo no te duermas durante la próxima hora —aconsejó.
La miré y levanté una ceja extrañado, por lo que explicó:
—Eso siempre decía mi mamá cuando me golpeaba la cabeza. Aunque quizás aplica mejor cuando te lastimás por la noche. No tengo idea. Solo sé que si te da sueño y te dormís antes de que pase una hora, es casi seguro que, con un golpe como ese, no te vuelvas a despertar.
—No creo que sea tan así. Yo creo que es un mito como lo de esperar después de comer antes de ir a la pileta.
—¡Eso no es un mito! A una compañera del colegio le dio un calambre por ir a nadar justo después del almuerzo y casi se ahoga.
—Seguro que fue casualidad. A mí me dieron calambres un montón de veces y no había comido nada.
—¿Querés escuchar música? —me preguntó, cambiando de tema porque era evidente que yo había ganado esa discusión.
—¿Qué escuchás?
—Pop en español, ¿te gusta?
Arrugué la nariz, prefería el rock en inglés.
—Por lo menos no es cumbia —dije.
Taly desenredó la maraña de cables que tenía en las manos y me pasó el auricular izquierdo. Me lo llevé al oído y comenzó a sonar una balada española que no estaba tan mal después de todo. Pasamos el resto de la tarde en la plaza escuchando canciones y conversando. Cuando se terminó la batería de su teléfono decidimos que era hora de regresar.
—Cuando lleguemos dejame entrar a mí y más tarde entrá. No quiero que mi viejo se ponga pesado si sabe que salí a solas con un chico —pidió mientras caminábamos y me dio un pequeño codazo en el brazo.
Lo había pasado mejor que nunca en mucho tiempo y se lo debía a Taly.
—¡Qué linda que estás, mamita! —le gritó un vecino que estaba sentado en la puerta de su casa.
Taly le mostró el dedo medio y me dijo en voz baja:
—Te dije que era un viejo verde. Te veo a la hora de cenar.
La vi entrar y me quedé en la vereda consciente de que el hombre tenía los ojos clavados en mi nuca.
—¡Qué lindo caramelito te estás comiendo! —exclamó.
Me di media vuelta y lo miré con el ceño fruncido. Calculé que debía tener unos cuarenta años. Llevaba la barba del día anterior y una botella de cerveza en la mano. La voz de mi hermana me hizo apartar la vista de aquel hombre tan desagradable.
—¡Nico! ¿Qué hacés acá afuera?
Se detuvo frente a mí y me miró de arriba a abajo. Mi ropa estaba cubierta de moras y el pantalón se me había rasgado en la caída dejando al descubierto mis rodillas raspadas.
—¿Estás bien? ¿Esto es sangre? ¿Te pegaron? —preguntó alarmada.
—No, tranquila. No pasa nada. No es sangre, son moras. Estuve jugando en la plaza —respondí con rapidez.
El vecino soltó una carcajada y empezó a aplaudir.
—¡Entrá ya mismo! ¡Vas a tener que lavar la ropa! ¡Pobre de vos si no sale, porque no estamos para comprar nueva! Parece que tuvieras diez años... —me gritó Sabrina y se adelantó para entrar a nuestro cuarto antes que yo.
—Perdón —articuló en voz baja Taly que estaba en el patio.
Entré a la habitación. Mi hermana se había puesto a desempacar la poca ropa que habíamos logrado sacar de nuestro antiguo hogar antes de que la policía nos echara de allí haciendo un innecesario uso de la fuerza.
—¿Dónde estabas? —pregunté con cautela, no quería que me volviera a gritar.
—Lo fui a ver al viejo.
—¿Cómo está?
—¿Cómo va a estar? Está preso —dijo conteniendo la rabia.
—¿Te dijo algo?
—Necesitamos plata para un abogado y mucha más para pagar la fianza.
—Podemos vender los libros —sugerí.
—No te van a dar nada. Necesito encontrar laburo —dijo y llevó una pila de remeras dobladas hasta el armario desvencijado que ocupaba la mitad de la habitación.
—¿Y la facultad?
—Ya fue la facu.
—Pero te estaba yendo re bien...
—Sí, pero estoy en primer año. Me falta un montón para recibirme y la plata la necesitamos ahora.
—Capaz que yo también puedo tratar de encontrar algún trabajo. Total, la escuela no la voy a poder retomar hasta el año que viene.
—Nadie va a contratar a un pendejo de catorce años. Es re ilegal eso.
—No sé, por ahí puedo encontrar alguna changa o algo.
—¿Qué decís? Si no sabés arreglar nada. Mejor andá a lavar esa ropa.
Sabrina tenía razón, no sabía hacer nada.
—¿Dónde la lavo?
Mi hermana se encogió de hombros. Busqué una muda de ropa limpia y Sabrina me prestó un toallón. El aroma a suavizante me recordó a mi hogar y la vida que había dejado atrás.
Crucé el patio, estaba oscureciendo y supuse que Taly se había ido a su habitación. Entré al baño y cerré la puerta detrás de mí. Dejé las zapatillas en la puerta y apoyé la ropa limpia sobre la tapa del inodoro. Abrí la ducha y me metí debajo de ella con la ropa puesta. Nunca había lavado la ropa a mano, pero me pareció una buena idea hacerlo de ese modo. Dejé que el agua caliente se llevara los restos de moras y la arena. Cuando consideré que las manchas que quedaban ya no saldrían, me desvestí, arrojé la ropa mojada al piso y terminé de bañarme.
Durante los siguientes días, mi hermana se despertó al alba para salir a buscar trabajo. Éramos conscientes de que solo habíamos pagado una semana de renta y el contrato estipulaba que ante el primer retraso en algún pago los dueños podrían tomar nuestras cosas y dejarnos en la calle. No era un lugar muy confortable, pero teníamos un techo bajo el que dormir y comida caliente en la mesa todos los días. Además, Taly vivía ahí y me gustaba pasar las tardes con ella en la plaza, en el patio o caminando por el barrio.
—Me parece que hoy sí que tu viejo nos saca a patadas de la habitación —le dije a Taly el domingo—. ¿Por qué no le preguntás a tu mamá si me deja ayudarla en la cocina a cambio de que nos quedemos uno o dos días más?
Se removió incómoda sobre la rama. Cortó una mora y se la arrojó a unas palomas que picoteaban migajas de pan en el suelo. Las aves revolotearon apenas y regresaron al mismo lugar.
—¿Vos sabés cocinar?
—No, pero puedo aprender. También podría lavar los platos, barrer el patio, lo que sea...
—Si querés le preguntó, pero estoy segura de que va a decir que no —dijo mirándome con ternura—. A mi viejo no le gustan para nada ese tipo de intercambios. ¿Por qué no venden algo? Así tienen unos días más hasta que tu hermana encuentre trabajo.
—Ya no nos queda nada. —Golpeé con el puño cerrado el tronco del árbol de moras.
—¿No tienen algún familiar o algún amigo que pueda darles una mano?
—No, ojalá. Todos los que pensamos que eran nuestros amigos se borraron apenas se enteraron de que teníamos problemas. Viste cómo es... Mi viejo está en cana, mi viejita se me fue al cielo y mi abuela vive en Salta, pero está más tirada que yo —confesé.
—Che, ¿y por qué tu papá está preso?
En ese momento estaba desesperado y Taly se había convertido en la única persona en la que confiaba después de mi hermana. No tenía sentido ocultarle la verdad, así que dije simplemente:
—Drogas.
—Ah. ¿Consumía?
—No, jamás. Dice que esas cosas te queman el cerebro.
—¿Vendía?
—No, tampoco. Al principio cocinaba y tenía gente que repartía. Después el negocio creció y solo se encargaba de administrar —expliqué algo avergonzado.
—¿Cómo lo atraparon?
—Cayó el socio y lo vendió. Seguro que a cambio de que le redujeran la pena. Los perejiles que quedaron afuera se llevaron casi todo lo que quedaba del negocio y la policía se habrá repartido el resto.
—¡Qué lástima, loco! ¡No se puede confiar en nadie! ¿Vos no sabés cocinar?
—No, pero si tu vieja me enseña puedo aprender.
Me golpeó con la mano abierta en el chichón que me había dejado el golpe de la hamaca.
—¿Y eso por qué fue?
—¡No seas nabo! Te preguntaba si sabés cocinar meta o lo que hiciera tu viejo.
—Ah, no. Nunca aprendí.
—¡Qué lástima! Podrías haber tenido un futuro brillante.
—Lo mismo me dijo la directora cuando me echó del colegio.
—Sí, pero lo mío iba en serio. ¡Vení, bajá! Yo te voy a ayudar a que puedas conseguir la plata y te puedas quedar.
—¿Vas a hablar con tu mamá? —pregunté mientras bajábamos del árbol.
—No.
—¿Entonces? —pregunté; había algo en su mirada que me ponía nervioso.
—Acá no, en la plaza nos ven seguido. Seguime.
La seguí por un laberinto de calles hasta llegar a un pasaje que estaba vacío.
—Tomá —dijo; comprobó que no hubiera nadie alrededor, sacó una navaja suiza rosa de su bolsillo y me la dio.
La miré extrañado y agregó:
—Está buena. Fijate.
Desplegué una lima que estaba gastada, pero también tenía un destornillador, un sacacorchos y una navaja afilada.
—Está un poco vieja, pero por ahí la podemos vender —comenté.
—¡Qué ni se te ocurra venderme la navaja! La tenés que usar para robarle al próximo que pase por acá.
Me reí, pensando que me estaba haciendo una broma, pero al ver que me miraba muy seria le dije:
—¡Estás loca!
—No, pensalo. Le sacás la billetera, salimos corriendo y ganás tiempo hasta que tu hermana consiga algún trabajo. ¿Preferís dormir en la plaza esta noche? —insistió.
—No. Mirá si voy preso o si me lastiman —dije e intenté devolverle la navaja, pero ella la rechazó con un gesto.
—Ahí viene alguien. Es tu oportunidad. Le robás la billetera o vos y tu hermana duermen en la plaza. ¿Vas a dejar que Sabrina pase frío y hambre? —dijo casi en un susurro, pero con más motivación que un director técnico de un equipo que se está por ir a la B.
Me dio una palmada en el hombro y se escondió en el umbral de una casa. Apreté con fuerza la navaja. Me sudaban las manos y sentía ganas de ponerme a llorar, pero aun así me acerqué al muchacho que caminaba distraído con la mirada perdida en su celular.
—¡Dame todo! —ordené y le acerqué el filo de la navaja a la panza.
—¡Tranquilo, pibe! ¡Tomá llevate mi teléfono!
—¡No! ¡Dame la billetera! —grité.
—Bueno, bueno, no te pongas nervioso.
—¡Dale, rápido la billetera!
El joven sacó la billetera del bolsillo de su pantalón, pero cuando estuve a punto de tomarla de su mano me empujó y salió corriendo. Maldije por lo bajo y me llevé las manos a la cabeza cuando Taly saltó sobre el muchacho, lo empujó e hizo que perdiera el equilibrio. Aprovechó la confusión para quitarle la billetera y fue a mi encuentro a toda velocidad.
—¡Corré! ¡Rápido! —gritó.
Me uní a su carrera. La adrenalina me recorría todo el cuerpo. Aunque la víctima del robo no nos perseguía, me sentía como si fuéramos Bonnie & Clyde. Supe en ese momento que si no moría pronto siguiendo a Taly en sus locuras, acabaría por enamorarme de ella.
Doblamos al llegar a la esquina y seguimos corriendo, volvimos a doblar y continuamos dos cuadras más. Cuando Taly se detuvo jadeando, la imité. Sentía que la garganta me ardía por haber estado corriendo con la boca abierta; mis pulmones clamaban por oxígeno.
—¡No estuviste nada mal! —exclamó.
La miré sin saber si me estaba cargando o si lo decía en serio.
—¿Qué decís? Si vos hiciste todo. A mí se me escapó... Además, estaba muerto de miedo.
—Vos lo habías asustado ya, por eso lo atrapé. No estuvo mal para ser tu primera vez. De verdad te digo —dijo y colocó su mano en mi brazo, aunque la retiró enseguida.
Me sonrojé y no supe qué decir.
—Mirá, tenía bastante plata y una foto de su perro. Está bonita, ¿me la puedo quedar? —preguntó mientras revisaba la billetera.
—Sí, no hay problema.
Comenzaba a sentir remordimiento por lo que acabábamos de hacer.
—Gracias. Sos un amor —agradeció con una sonrisa adorable en el rostro.
Parecía un ángel, pero empezaba a pensar que si fuéramos dibujos animados, sería como un diablillo rojo sentado sobre mi hombro.
—¿Alcanza para una noche más? —pregunté.
—Sí, para varias, y sobra un poco. ¿Puedo comprar algo de tomar?
Actuaba como si la billetera fuera mía, pero había sido ella quien la había robado y además la tenía en la mano.
—Sí, dale. Tengo sed —reconocí.
Toda la adrenalina que había experimentado hacía tan solo unos minutos había desaparecido para dejar lugar a un cansancio extremo.
—¡Vayamos al chino! —dijo con emoción.
A mí me preocupaba que el muchacho me reconociera o que de alguna forma mi hermana se enterase de lo que había hecho.
—A ver la foto del perro... —pedí.
Ella me la dio. Era un perro grande de esos que no tienen raza. Tenía cara de bueno, pero tal vez si estaba entrenado y me cruzaba con él, su dueño podría darle una orden para atacar.
—No te preocupes. Seguro que la plata que llevaba no era para comprarle la comida al perrito y, de última, tampoco importa mucho porque los perros comen cualquier cosa que encuentran en la basura.
—Bueno, me quedo más tranquilo —dije y le devolví la foto, aunque no era eso lo que me preocupaba en realidad.
La esperé durante algunos minutos sentado en el cordón de la vereda mientras ella entraba a comprar a un supermercado chino. Me sorprendió verla salir con una botella de cerveza en la mano.
—¡Mirá lo que compré! —exclamó.
—¿Cómo hiciste para que te vendieran alcohol?
—Le dije al cajero que tenía cuarenta años —explicó.
—¿De verdad?
—No, ¿cómo le voy a decir eso? Le di unos pesos de más —dijo poniendo los ojos en blanco.
Tomamos la cerveza sentados en el cordón de la vereda. No me gustó, era amarga y estaba caliente, pero tenía sed y, poco a poco, le fui agarrando el gusto.
—¿Qué le digo a mi hermana cuando quiera saber de dónde saqué la plata? —pregunté jugueteando con la botella que ya estaba casi vacía.
—Decile que ayudaste a mi mamá en la cocina —sugirió.
—No, mirá si le comenta algo y sale todo a la luz.
—Tranquilo. Tu problema es que pensás demasiado las cosas —dijo poniendo una mano en mi hombro.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de que estaba moviendo la pierna con nerviosismo.
—¿Le puedo decir que limpié el jardín de alguna de tus compañeras del colegio y que me pagaron por eso?
—Sí, dale. Decile —aceptó, me quitó la botella de la mano y terminó de beber lo que quedaba.
—¿De qué amiga?
—De Florencia.
—¿Te parece que Florencia podría mentir por mí si alguien le pregunta?
—¡Nico! —me gritó.
—¿Qué?
—No existe ninguna Florencia.
—¿Y si mi hermana quiere agradecerle o algo?
—¡Basta, Nico! ¡Dejá de darle vueltas al asunto!
Me lanzó una mirada fría y supe que no debía seguir preguntando, pero aun así estaba muy nervioso.
Taly tenía razón y aunque había inventado varios detalles de la vida de Florencia, mi hermana creyó en la historia que le conté y no pidió más información. Se alegraba de no tener que dormir en la calle esa noche.
—Perdoname, Nico. Ya voy a encontrar algo —dijo Sabrina y me dio un beso en la frente.
—No te preocupes. Igual Florencia es una chica copada y dijo que si vuelve a necesitar ayuda con el jardín me va a llamar. Bueno, no lo dijo. Más bien se lo indicó por lengua de señas a Taly, porque es muda.
—¡Qué bueno, Nico! Es interesante lo de la lengua de señas. Podrías decirle a Taly que te enseñe. Puede que te sirva para algo en el futuro —sugirió Sabrina antes de apagar la luz para ir a dormir.
Al día siguiente, Taly y yo fuimos a la plaza. Trepamos a nuestro árbol que ya se estaba quedando sin moras y aproveché para decirle:
—Che, estaría bueno aprender lengua de señas, ¿no?
—¿Qué es eso?
—Eso que hacen los mudos con las manos para comunicarse —expliqué haciendo gestos en el aire.
—¿Para qué querés aprender eso?
—Nos podría ser útil. Imaginate si algún día tuviéramos que... robar un museo, por ejemplo. Entonces, no podríamos hablar en voz alta porque alguien nos podría escuchar, pero con la lengua de señas nos podríamos comunicar. ¿Qué decís?
Pasamos los siguientes días en la biblioteca pública estudiando un diccionario para sordos. Aprendimos el abecedario y unas cuantas palabras, la mayoría obscenas.
—¡Nico, conseguí trabajo! —exclamó mi hermana una noche abriendo de par en par la puerta de nuestra habitación.
Tenía una sonrisa enorme en el rostro. Fui a su encuentro, nos abrazamos y la hice girar en el aire.
—¡Buenísimo! ¿En dónde conseguiste? —pregunté feliz por no tener que seguir consiguiendo dinero de formas deshonestas.
—En una casa. Necesitan alguien que cuide a unos nenes y que limpie. No pagan mucho, pero vamos a tener para el alquiler y si vos podés hacer algún trabajo limpiando el jardín de Florencia o lo que surja, vamos a estar re bien. ¿Qué onda la chica? ¿No te volvió a llamar?
—Sí. Me dijo justo que fuera mañana a verla que necesitaba ayuda con unas ramas. Esta vez la entendí porque Taly me está enseñando lengua de señas —mentí.
—¡Buenísimo!
—¡Sí, buenísimo! —exclamé fingiendo felicidad.
Taly me ayudó, o más precisamente, ideó todos los delitos que cometí a continuación. No estaba orgulloso de lo que hacíamos, pero en parte me gustaba la adrenalina que me generaba romper la ley. Además, amaba pasar tiempo con Taly. Mejor dicho, amaba a Taly.
Una tarde me senté en un banco de la plaza y ella se recostó apoyando su cabeza en mi regazo. Como el sol le daba en los ojos, los tenía cerrados y aproveché para contemplarla sin que se diera cuenta. Era muy hermosa. Aparté con suavidad un mechón de su rostro y el roce de las yemas de mis dedos sobre su mejilla la hizo estremecer.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó abriendo los ojos.
—Nada —dije apartando mi mano.
—Estás colorado. ¿Qué pasa? ¿Te gusto? —preguntó en tono burlón.
—Sí —me limité a decir.
Ella se levantó, me miró muy seria y me advirtió:
—Si es una broma te voy a pegar, porque...
Si bien había robado unas cuantas cosas, robarle un beso a Taly fue de lo único que no me arrepiento. Ella fue mi primer amor y aunque a veces me tentaba a tomar malas decisiones, no cambiaría por nada del mundo aquellos meses que viví con ella antes de mudarme a Salta con mi abuela. Sin Taly a mi lado me mantuve alejado de los problemas y aunque conocí a otras chicas a lo largo de mi vida, no volví a sentir un amor tan intenso, peligroso y único como el que sentí por ella.
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