Hacia el horizonte
De mi abuela heredé la risa, el cabello ondulado y la facilidad para encontrar problemas. No es que los buscáramos a propósito, más bien ellos solían venir a nuestro encuentro. Una vez salimos a navegar al alba en su bote a remo y nos atrapó la niebla. No sé bien qué sucedió, pero algo nos robó uno de los remos y al usar el otro para defendernos también lo perdimos. Regresamos a la costa sin ninguno, impulsándonos con las manos y una historia que nadie creyó.
Cuando cumplí los siete años vi junto a ella mi primer fantasma. Se presentó como un destello blanco que solo duró un segundo, pero la abuela me aseguró que era el alma del abuelo que, como la echaba de menos, a veces bajaba del cielo a visitarla y a la isla de Tabarca. No solo vivíamos aventuras paranormales, también me contaba cuentos como suelen hacer todas las abuelas. A veces, pescábamos algunos moluscos con los que después preparábamos la cena. Un día ella distinguió la cola de una sirena en el agua, pero yo no alcancé a verla porque estaba atándome los cordones justo en ese momento.
Cuando mis padres me dijeron que con motivo de mi onceavo cumpleaños podría ir a pasar unos días a la isla con mi abuela, me puse muy feliz. Siempre nos divertíamos mucho juntas y esperaba que ese año no fuera la excepción. Sin embargo, al llegar noté a mi abuela cansada, más pensativa y la piel de su rostro parecía un pergamino con un centenar de dobleces. No podía creer que hubiera cambiado tanto si tan solo habían pasado algunos años.
—¿Colocamos la red y vemos si podemos capturar a la sirena? —le pregunté con entusiasmo el primer día.
—Hoy no —se limitó a responder mi abuela.
—¿Buscamos indicios cerca de la muralla para ver si algún pirata dejó enterrado un tesoro?
—Quizás otro día —respondió.
—Entonces, ¿qué haremos hoy? —pregunté, comenzaba a sentirme frustrada.
—Sígueme.
Mi corazón se aceleró, moría de ganas por saber con qué aventuras nos encontraríamos. Después de todo solo tenía siete días para estar con ella y no sabía cuándo podría regresar. La seguí a paso lento hasta llegar al acantilado y cuando ella se sentó yo me acomodé a su lado.
—¿Vamos a nadar? —interrogué moviendo mis pies que colgaban del acantilado.
—Hoy no —dijo y luego llevó su dedo índice hacia sus labios para indicarme que debía guardar silencio.
Obedecí, pero a medida que iban pasando los minutos mi ilusión se fue desvaneciendo. Estaba aburrida, mis piernas se habían dormido y tenía hambre, también un poco de sueño.
Al día siguiente mi abuela volvió a llevarme al acantilado. Contemplar el mar Mediterráneo era hermoso, pero después de varias horas resultaba aburrido e insoportable.
—¿Te gustaría ir a visitar la casa del francés? —dije señalando una vivienda blanca con puerta azul que daba al acantilado.
—No.
—¿Puedo ir yo sola?
Volvió a negar, pero esta vez con la cabeza.
Suspiré y me recosté sobre el suelo rocoso.
—¡Mira! —exclamó mi abuela señalando hacia el mar.
Me senté y miré, las ondas en el azul del agua provocadas quizás por un pez muy grande.
—¿Qué viste, abuela?
—Si no fueras tan distraída, lo habrías visto. Quizás mañana tengas suerte —me dijo en tono de reproche.
El día siguiente fue igual de aburrido. Comenzaba a arrepentirme de no haberme quedado en casa jugando juegos de video en la computadora. Estaba a punto de decirle a mi abuela que si no hacíamos algo iba a enloquecer, cuando vi aquello que quería mostrarme. No podía creerlo.
—¡Santo Dios! —exclamé.
—Silencio o la asustarás —advirtió casi en un susurro.
La cabeza gigante de una tortuga acababa de emerger de las profundidades. Un pequeño temblor en el suelo me obligó a aferrarme al borde del acantilado para no caerme. Solo hablé cuando la cabeza gigante de la tortuga desapareció debajo de una ola y no volvió a salir a la superficie.
—¿La isla entera es una tortuga? —pregunté con incredulidad.
—Así es, y desde hace un año avanza unos centímetros al mes. Esperaba que no regresaras a tu casa sin que pudieras verlo tú misma.
—¿Hacia dónde se dirige?
—Solo puedo especular, pero creo que va en busca de otra isla.
—¿Tú crees?
—No lo sé, pero sería lindo que naciera un nuevo archipiélago.
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