Tenía dos años la primera vez que las paredes hablaron. Dijeron lo suficiente para volverse confusas, pero muy poco para que todos pudieran escucharlas. Con una muñeca en la mano, la otra en la boca, me incliné hacia un costado para ver más allá del respaldo del sillón sobre el que estaba recargada jugando, arrodillada en el suelo. Ahí la miré por primera vez, de pie dándome la espalda, con la cabeza en alto, las manos empuñadas y los hombros tensos. Su cabello entre rojizo y castaño deslumbraba bajo el foco amarillento. Estaba peleando con el aire, discutiendo con la pared.
Es raro porque es uno de los primeros recuerdos que conservo no de mi infancia, sino de mi vida entera.
—¿Con quién hablas, mami? —le pregunté. Lo recuerdo muy bien.
Así como también recuerdo la manera en la que volteó muy lentamente para mirarme por sobre el hombro. Sus ojos no eran los que recordaba, los que había visto desde mi «siempre» de escasos dos años de vida. Fueron profundos, gélidos. Se extendieron como un mar tempestuoso a lo amplio de la habitación y llegaron hasta la sala, donde yo estaba.
—Con los cabrones que me están chingando, ¿no los escuchas? Escucha todo lo que me dicen.
Yo miré a la pared. En ese entonces la madera era blanca y tenía una especie de barniz que la recubría hasta el techo. Era una casa vieja que había sido remolcada y mi papá poco había hecho por cambiarla cuando había comprado la propiedad, que en ese entonces todavía estaba pagando.
Mi confusión, si fue evidente o no, no importó de mucho cuando mi madre volvió el rostro al frente y continuó hablando. Discutiendo, sería el término adecuado. Yo mecía la muñeca ansiosamente de adelante hacia atrás sin ponerle atención, mirando de reojo cómo su cabello enmarañado se agitaba, mientras intentaba descifrar qué tanto decía la pared que yo no era capaz de escuchar.
Miré hacia la puerta contigua a la de la habitación de mis padres. Mis hermanos, mayores que yo, estaban en su cuarto, ignorantes de lo que ocurría. Quise levantarme a preguntarles, pero sabía que ni siquiera abrirían la puerta si me escuchaban llamar. Cursábamos por una etapa en la que yo era la peste para ellos y no escatimaban en hacérmelo saber y sentir. Especialmente el mediano, dado que éramos tres y yo era la menor. Alguien le había metido en la cabeza que yo había llegado como una desgracia a su vida y como tal era su trato hacia mí.
Era tarde ese día. Quizás las cinco o seis. No sabía leer el reloj aún, pero recuerdo la luz grisácea, casi oscura, de la ventana, y la semioscuridad de la sala. La televisión estaba encendida con las noticias. Eso conllevó a la siguiente escena confusa para mí cuando el conductor, un hombre de bigote espeso, piel blanca y cabello negro abundante, se puso muy serio a hablar del aumento de crimen en el país.
Mi madre se volvió furiosa hacia él, salió a pisotones de la habitación y se plantó frente a la televisión. Yo me senté en medio de mis juguetes sobre el sillón, expectante, y la miré, conteniendo la respiración. No había visto actuar igual en ella jamás. No era una persona que tendiera a enojarse con facilidad, aunque siempre había sido de voz aguda y cantarina. Algunas personas la molestaban diciendo que su tono era un tanto incómodo para el oído al dar la impresión de estar gritando todo el tiempo, pero pocos habían manifestado desagrado hacia ella una vez que la conocían. Pocos, excepto la familia de mi padre, de los que después hablaré al ser parte importante de esta historia.
—¿A quién le dices eso? —preguntó mi madre, furiosa.
De nuevo, miré hacia la puerta de la habitación de mis hermanos.
No sé qué esperaba si ellos también eran unos niños. Quizás que me explicaran lo que estaba ocurriendo. Mi hermano mayor me llevaba por nueve años de edad, y el mediano por siete. Pasara lo que pasara, tenían un mejor razonamiento que el mío dado que lo que estaba sucediendo era nuevo y atemorizante.
El conductor de la televisión continuó hablando, ajeno por completo (y naturalmente) a la mujer que estaba al otro lado de la pantalla, como millones más, creyendo que la ofendía con la información que daba sobre alguna persona que no era ella.
—Eres como ellos. Sé que me estás hablando a mí.
—Es la tele, mami. No te habla a ti —le dije.
Miré de nuevo hacia la puerta de la habitación de mis hermanos, pero seguían ausentes. Estaban entretenidos jugando videojuegos. Unos minutos antes de que mi madre finalmente se cansara de mantener en silencio lo que hacía un ruido atronador dentro de su cabeza, yo había escuchado la música del videojuego que mis hermanos jugaban. Había querido entrar a verlo, pero no se me había permitido. Era común que me cerraran la puerta en la cara y esa tarde no había sido la excepción.
Quizás tenían razón. Erik, mi hermano el de en medio, se quejaba de mí preguntándolo y señalándolo todo. Al ser un niño también él, era natural que no me soportara, pero he de admitir que había ocasiones en las que su desprecio rayaba los límites del odio y eso había declarado una guerra sin precedente entre nosotros que yo ya comprendía a tan corta edad. Con Jesan, el mayor, las cosas eran más tranquilas. Él era centrado y tranquilo; le gustaba presumir de ser el más analítico de los tres y no perdía la oportunidad de tranquilizar los humos entre Erik y yo, aunque estaba de acuerdo con él en algunas cosas como no permitirme la entrada a su habitación, prestarme sus juguetes o sisearme silencio cuando era demasiado ruidosa.
Mi mama hizo el ademán de golpear la televisión y me espanté, pidiéndole que no lo hiciera. Quizás le temía más a la reacción de mi padre al llegar del trabajo si ella hubiera destruido la televisión, que al accidente en sí.
—¿Es que no estás escuchando lo que dice el estúpido? —señaló mi madre, agitando un brazo en dirección a la televisión.
Me miró con ojos desorbitados, irguiéndose sobre mí no para golpearme, sino para acentuar su desesperación, pero yo no sentí diferencia y me encogí. Éramos las dos solas contra una vorágine de confusión en ese momento. Empezábamos a enfrentar un mundo que había cambiado súbitamente para ella, y que empezaba a transformarse para mí. De la tranquilidad a la alerta constante. Del sopor de una infancia normal, al eco incesante de los murmullos y los susurros a toda hora. De la atención y el cariño, a las miradas ausentes y la indiferencia.
—Está hablando de las noticias.
—Me está insultando. ¿No ves lo que dice? ¡Yo no soy un mamarracho! —me gritó—. Yo soy mujer —dijo.
El noticiario hizo un corto para irse a comerciales y mi mamá regresó a pisotones a la habitación. Al ser la casa de madera por completo, sus pisadas sonaron con tanta fuerza que toda la estructura se agitó como si, al igual que yo, evitara hacer el mínimo movimiento por temor a desatar una tormenta aún peor.
No entré a la alcoba junto a ella. Me quedé en el marco de la puerta, mirándola sentarse en la esquina de la cama, donde guardó silencio por unos minutos. Quise acercarme a preguntarle si estaba bien. Quería saber si yo había malinterpretado lo ocurrido al simplemente no haberlo entendido, pero ella se adelantó cuando levantó la cabeza, agitando su cabello. Yo aún dormía en cuna, que estaba acomodada entre los pies de la cama de mis padres y la pared. Hacia allá volvió ella el rostro. Hacía allá masculló sarta de improperios y reclamos que yo apenas podía entender.
Regresé al sillón y tomé asiento entre mis juguetes. Podía escuchar de soslayo el rumor suave de sus susurros y el rechinar de la cama cuando se movía.
Cuando mi papá regresó del trabajo, la cena no estaba lista, y la pelea sacudió tan fuerte las paredes que creí que el peso de la casa nos aplastaría a todos.
No lo sabía entonces, pero de alguna manera comprendí que nada volvería a ser como antes.
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