VIII

El mismo tipo del mercado deambulaba por las calles, su alimento se había agotado, pese a que le acompañaban un par de conocidos aquél día, sólo uno de ellos le estorbaba, mataría dos pájaros de un tiro.

Irrumpió en una casa, en ella un hombre moreno y de gran estatura estaba tirado en la alfombra de su habitación por una terrible borrachera; de su bolsillo sacó una navaja y la clavó en la cabeza del hombre, un pequeño quejido salió sólo para anunciar el paso a mejor vida de la víctima.

El hombre joven procedió a lamer la sangre del arma, y a la luz de la luna, se podía ver una tez completamente blanca en él. Cortó un fino y pequeño trozo del brazo del sujeto muerto.

La escena era asquerosa, la sangre se regaba en el cuarto como si de un jardín se tratase. El perpetrador era bastante malo manejando el objeto punzocortante con los guantes de cuero que tanto le costaron, pero no podía arriesgarse a dejar sus huellas en su obra criminal.

Se retiró mientras quitaba un pedazo de carne entre sus anormales colmillos. No se le catalogaba como caníbal debido a que su naturaleza no era completamente humana.

De nuevo se revelaba el sol para anunciar un nuevo día, María había pasado toda la noche en la comisaría.

—Caramelito, he dejado a Luis y Gael en el colegio, ¿estás bien? —era el mensaje que su marido había dejado en el buzón de voz, tan amable y afectuoso como siempre.

La detective volvía a ignorar a su cónyuge, el recuerdo de su hermana le atormentaba, y el hecho de tener al inintencional culpable como compañero sólo la hacía sentir asco de sí misma.

Leopoldo no podía quitarse de la cabeza el hecho de que por fin el destino le había alcanzado, un reto al mismo nivel de sus capacidades, en sus palabras "un fenómeno que quiso ser benigno contra otro que por sus acciones demostraba ser maligno".

Lo paranormal era la columna central de su identidad, durante mucho tiempo intentó ignorarla, cuando se sintió confiado en ella le falló a quienes confiaban en él, había destrozado una familia con una muerte que él pudo haber evitado pero que su exceso de fé le traicionó.

Al otro lado de la moderna urbe, la religiosa volvía a patrullar una vez más, aunque igual no logró nada, así que nuevamente se reportó con su supervisor, encendió la caja boba y esperó al momento de su cita.

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