Central Park 🍁
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—Escúchame bien, Emely. Necesito que me digas que es lo que sientes cuando te sucede eso. Quiero que me expliques con muchos detalles a como puedas tus crisis nerviosas. —Ladea la cabeza, esperando mi asentimiento —¿Está bien?
Me está mirando fijamente, sus ojos rasgándome, desde su silla alta giratoria detrás de su escritorio, analizándome. Se supone que venir a un psicólogo me ayudaría, pero en cambio estoy peor que antes. Lo único que ha hecho esta mujer desde que me senté en esta silla es tratar de ganarse mi confianza con su amabilidad forzada, tratándome como a una niña de siete años a la que se necesita escuchar confesar. ¡¿Olvidó que tengo quince y que por lo menos sé dónde estoy sentada?!
Asiento en silencio y me preparo para hablar. —Siento como se paralizara todo. —Comienza o través en su trabajo de escribir —. Las crisis nerviosas normalmente vienen cuando creo que algo malo va a pasar.
Ella deja de escribir y levanta la mirada.
—¿Algo como que?
—No lo sé, un robo quizás.
Le cuento acerca de mi experiencia cuando creí que nos robaban. Ella hace una tanda de preguntas a cada tanto, mientras yo trato de conseguir un minuto para respirar.
Estoy haciendo un esfuerzo para responder todas sus preguntas, porque primero estoy analizando como contestarlas, que decir y que no. Desde que Leonardo convenció a Margareth de traerme aquí, y desde que entré por la puerta que ahora está tras de mi espalda, impidiéndome la salida a mi libertad, sabía que mi único objetivo era tratar de permanecer lo suficientemente cuerda durante el interrogatorio para evitar ser enviada a un manicomio, y que Margareth no se salga con la suya.
Pero estoy apunto de perder la compostura.
La doctora se estira en su silla, acomodando sus lentes y me preparo o través para escucharla.
—Mira, el miedo es una reacción que tiene nuestro cuerpo y se activa como mecanismo de protección cuando percibimos el peligro a nuestro alrededor. Pero, cuando esto ocurre seguido y incluso llega al límite de desfavorecer nuestra vida cotidiana, entonces estamos ante un caso de ansiedad.
Eso ya lo sé. Incluso he investigado las posibles soluciones para remediarlo, pero exponerse al problema no es una solución.
—Una de las acciones más frecuentes de los pacientes con ansiedad es evitar exponerse a esas situaciones que le generan ansiedad —continúa, como si me leyera la mente —. Muy pronto se acostumbran a eso, a evitar el peligro, a huir de todo, pero tarde o temprano les llegará ese momento que les va a hacer volver a salir a vivir sus miedos. —Hace un espacio de silencio —. Es por eso que una de las soluciones más efectivas para acabar con este trastorno es afrontándolo.
Me duele su mirada, está esperando escucharlo algo.
—Ok —digo, y no sé porqué.
Ella me ignora, y apoyando sus brazos sobre el escritorio, me pregunta:
—Dime, Emely, ¿a qué cosas más le temes?
¿A que cosas más les temo? Ella quiere saberlo. Pero, definitivamente no puedo decirle acerca de los extraños sucesos de la última semana. Ella jamás vas a creerme, me tachará de loca y se lo dirá a los demás. Entonces, lo único razonable que encuentro para decir es algo a lo que muchos temen y con lo que no me sentiré tan juzgada.
—A hablar en público.
—Hablar en público —repite mis palabras, su voz sonando suave —¿Qué hay de hablar con una persona en particular? ¿sientes algún tipo de incomodidad al hacerlo?
Digo la verdad: —No.
—Entonces sólo a hablar frente a una multitud. —Vuelve a decir, y me doy cuenta que lo único que quiere es comprobarlo, quiere que yo hable. Está bien.
Suspiro.
—Una cosa es hablar con una persona y otra muy distinta frente a una multitud, como usted lo ha dicho. Cuando ellos te miran fijamente y esperan que digas algo, ellos esperan que digas algo inteligente, entonces simplemente todo en mi mente ha quedado en blanco.
Trago el nudo que no sabía que mantenía en mi garganta.
Compruebo su mirada, nada. Sólo espero no salir de aquí para ir a parar a un manicomio.
Vuelve a ver hacia el frente —¿Te está generando incomodidad estar aquí hoy?
Si... no... ¡Por supuesto que sí! Estoy siendo interrogada sobre una estúpida enfermedad que me tiene al borde de volverme loca por una mujer que no conozco y que gana dinero por hacerlo.
Muevo la cabeza.
Cuando por fin, creo que esto va a acabar, llega la pregunta:
—¿Qué hay del trato con tus padres? —Ha subido la mirada ahora —¿Cómo es su convivencia?
Me he quedado de piedra de nuevo. ¿Ella cree, acaso, que parte de mi comportamiento se debe a la familia disfuncional que tengo? Aunque ella no lo sabe, eso es lo que intenta averiguar.
—¿Emely? —Su voz replicante, me hace volver a la sala del cruel interrogatorio.
—Pues está bien —digo con una sonrisa falsa —. No tenemos problemas.
Me arrepiento a los segundos cuando veo su mirada desconfiada. He escuchado que decirle eso al psicólogo es una señal gravísima de que todo está mal. Mierda.
—¿Ellos no tienen ninguna conducta agresiva contigo? —Me siento desmayar —¿Emely? Contéstame.
—No.
Ella oye mi voz vacilante, porque levanta la ceja y vuelve a preguntar —¿Estás segura?
Esto me está estresando.
—Sí, por supuesto. —Mi molestia es más que evidente, apretando las uñas contra las palmas de mis manos tan fuerte que las siento sangrar —¿Quiere que le diga mentiras, acaso?
De pronto, soy consciente de lo que dije. Esto ya no es una conversación amigable. Cualquier cosa que diga la puede tomar como una señal alarmante para mandarme al manicomio... Y ahora para meter a la policía en esto.
—¿Tú serías capaz de decirme mentiras? —Se inclina hacia adelante, acercándose más a mí. De pronto parece siniestra —¿Mentiras que hagan favorecer a tus padres?
¿Mentiras que hagan favorecer a mis padres? ¿De que se trata todo esto? Ahora lo que piensa es que sufro algún tipo de maltrato por mis padres y que yo los estoy encubriendo. Lo pienso un instante, y quizás, en cierta forma, este sea mi momento. Denunciar a Margareth, denunciar sus golpes, denunciar todo lo malo que me ha hecho. Entonces sería libre... ¿o no?
No hay pruebas de su maltrato, y sin pruebas no hay nada. La familia lo negaría, ya que para ellos Margareth ya no bebe, los vecinos no lo dirían quizás, y Leonardo no sabría nada. Por lo tanto, a pesar de las investigaciones, ella sería inocente. ¿Y qué sería capaz de hacer mi madre después de todo eso? Matarme. Y la familia sería un caos total.
No, no quiero eso.
Me obligo a sonar decidida y a enfrentarla, sin decir nada más de lo necesario y de no ponerla en alerta.
—No existe ninguna mentira aquí. Ya le he dicho la verdad.
Por debajo del escritorio, muevo mi pie nerviosamente. ¿Cuánto tiempo estaré más aquí?, ¿Cuántas consultas faltarán?, ¿Cuánto más insistirá esta mujer?
—Emely, necesito que me digas la verdad. —Ella deletrea cada palabra —. Mira, lo haremos más fácil, ¿sí? Si me cuentas la verdad yo podría ayudarte y así nadie saldría herido nunca más. Entonces nos haríamos cargo de lo correspondiente y tú estarías mucho mejor. Bien podrías afirmarlo o negarlo, ¿qué dices?
Me está poniendo una soga en el cuello. Un sí o un no bastaría para arruinarlo todo o para mantenerlo igual.
Aquí vamos, entonces.
Me obligo a sonar relajada:
—Es la verdad —digo, lo más real que puedo —. Es la verdad.
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Me obligan a ir otras citas más, haciendo el calendario de consultas, y me dan recomendaciones absurdas: "Trata de afrontar las situaciones que te hacen sentir asustada, trata de afrontarlas, sólo así te acostumbraras". La mujer no sabe nada. No sabe cómo se siente, no sabe cómo yo me siento. Sólo cuando está sucediendo, cuando eres el que lleva esa carga encima es que puedes saberlo, es que puedes entenderlo. Y es difícil afrontarlo, es difícil superarlo, es difícil dejar de pensar. Quizás puedas proponértelo, pero cuando es momento de sobrellevarlo es difícil, es demasiado difícil.
Margareth y Leonardo están cada vez más distanciados. Margareth no me habla, pero sé que pasa por su mente. Está esperando el momento justo para actuar, para convencer a Leonardo de enviarme a un internado. Y ahora que la psicóloga ha dado su conclusión le será mucho más fácil. Esto es lo que ella ha estado esperando por mucho tiempo. Deshacerse de mí.
Sacudo mi cabeza, como si con eso consiguiera limpiar todos mis pensamientos de mi mente. No sólo es mi situación familiar, emocional y psicológica la que me hace sentir ahogarme en una ola de preocupaciones, en la escuela también he tenido las cosas difíciles. Los últimos días, han estado obligándome a entregar las tareas que tengo pendiente, hacer muchos más trabajos y luego prepárame para los exámenes. Por supuesto, no he tenido cabeza para hacer todo eso, por lo que Jill amablemente se ha ofrecido a ayudarme con las matemáticas. El único problema es que tengo que ir directo a la casa de Jill para que ella me ayude, una idea que no me agrada del todo, pero me he convencido de que al estar ahí podría ayudarme a recopilar información de Nefertari y descubrir algunas cosas, sin embargo imaginarme estar en esa casa me hace sentir escalofríos.
El aire afuera es limpio, justo lo que mis pulmones necesitaban. A pesar de que ya estoy convencida de que hay algo maligno en este pueblo, no puedo evitar sentirme relajada. El paisaje es digno de un retrato: el sol del mediodía acentuándose más sobre el cielo, calentando las hojas de los árboles que reflejan su brillo, tostándolas hasta que ya no resistan más, los pájaros sobrevolando la zona, emitiendo canticos que indican que la primavera está por iniciar. Los jardines preparándose para florecer de una explosión en la temporada más colorida y fragante del año, borrando cualquier rastro de pueblo invernal.
A pesar que aquí no cae nieve, las tormentas tienen el carácter de una bestia y dejan todo el pueblo en charcos y con ese característico olor a húmedo, sin embargo esa estación ya ha quedado atrás.
Es verdad que es un pueblo pequeño. Todas las veces en las que he salido he visto poco tráfico de personas y autos, quizás por el hecho de que este lugar no está diseñado para eso. No hay ni siquiera una carretera; el camino es resbaloso y lleno de lodo, un carro no podría pasar. Tampoco es un lugar tan accesible ni importante. No existen casi comercios de gran relevancia, ya que la mayoría están ubicados en el centro, justo en Central Park. Ahora entiendo porque Margareth se está aburriendo de este sitio.
Todas las casas del pueblo tienen un aspecto rústico, como el estilo de una cabaña; las paredes de tablas crujientes barnizadas como galletas embarradas de chocolate, las tejas antiguas a punto de desplomarse, los hornos de las casas encendidos, lanzando humo al cielo desde muy temprano, el interior abrazado por más muebles de madera y otros elementos de piedra y bejucos.
Avanzo un par cuadras, y no es hasta que llego a la casa de Jill, que descubro que no vivimos tan lejos.
Toco la puerta un par de veces, esta se abre en el segundo intento.
—Hola —digo, al ver el rostro de Jill asomarse a través de la puerta.
—Hola.
Ella se hace de a un lado y me invita a pasar.
—Linda casa —murmuro por cortesía, aunque en el fondo para mí es sumamente aterradora. Juro que apenas entré, sentí un escalofrío abalanzarse en mi cuerpo, como pasó cuando pisé por primera vez este pueblo. Quizás, esa sensación es la misma que se siente en todas las casas de aquí y eso confirmaría que el pueblo en verdad está maldito.
Avanzamos por el pasillo y llegamos hasta la sala; una estancia pequeña pintada en color tierra que alberga la mayor concentración de calor de la casa. Hay muebles de roble impidiéndonos el paso, pero Jill consigue apartarlos y seguimos adelante.
Como es lo normal, la casa huele a madera vieja y moho, combinado con un intenso olor a detergente de rosas, lo que me indica que Jill está lavando.
Me pregunto si hay fotos de Nefera o algo que sea de ella. Quizás, si me da algo de tiempo, incluso podría llegar a investigar.
Jill me lleva hasta su habitación, donde empieza a desempaquetar cuadernos del año pasado al mismo tiempo que corre hasta la cocina y me ofrece una bebida.
—¿Quiéres té o café?
Asiento. Dirijo mi mirada hacia el café.
—¿Azúcar? —ofrece.
Muevo la cabeza.
—Gracias.
Arrebatándome los papeles llenos de ejercicios matemáticos, me tiende la taza de café y la agarro. No hay ninguna silla en la habitación, así que me siento en la cama, mientras ella empieza a leer.
—Vi esto el año pasado —dice al terminar —. No es difícil.
Levanto la mirada, hasta topar con la de ella. —Creí que tenías algún problema con las matemáticas...
—Dije que odiaba las matemáticas, no que era mala en ellas. —Jill me lanza una sonrisa arrogante —. Tranquila, no le cobro tanto a los amigos.
Ella procede a explicarme, mientras yo trato de hacer el más grande esfuerzo para comprenderla. Escuchar la forma en la que explica, lo profundizada que está en el tema, me hace darme cuenta que Jill es en realidad estudiosa y no es una mediocre como los demás creen.
En medio de su explicación, sin querer he derramado todo el café sobre la alfombra de su habitación. Jill, irritada, se levanta de la cama y empieza a limpiar, yo me disculpo avergonzada y la ayudo también. De repente parece enojada. ¿Está así por una ridícula taza de café que acabo de derramar, que ni siquiera toqué, sobre una alfombra que se puede lavar y que por supuesto yo lo he hecho?
Jill está actuando tan extraño ahora, sin embargo, no digo nada y dejo que ella continúe con la explicación.
—¡Por el amor de Dios, no era tan difícil! —exclamo, algo sorprendida por no haberlo entendido antes.
—¿Ves? El ejercicio es el mismo con números alterados. Pero me ha dado mucho sueño y estoy aburrida. —Rueda, hasta quedar al centro de la cama. Toma el control remoto y enciende la televisión —. ¿Noticias? Oh, mira, otro muerto en el Central Park.
Veo hacia la pantalla. Otra persona asesinada en el maldito parque. Contengo mi respiración.
Claramente, un chico de dieciséis años fue encontrado muerto degollado ayer por la noche. Los familiares dicen que salió de la casa para ir a comprar algo a la venta de la esquina más o menos a las ocho de la noche, pero cuando nunca regresó fueron a buscarlo, llevándose la terrible sorpresa de que el joven estaba tendido en el césped bajo un charco de sangre y sin su billetera.
Me llevo una mano a la boca. ¡También pudo haberme pasado algo así!
—¡Era sólo un niño! —digo, horrorizada.
—Dieciséis años. —Me recuerda —. Esto ocurre cuando no le hacemos caso a nuestros padres —y apaga la televisión de golpe.
Yo sigo aterrorizada con el suceso.
—¡He pasado por ahí tantas veces de noche! —digo, y recuerdo lo de la otra noche.
Ella se voltea hacia mí. —Te lo dije. No es el único al que han matado.
—Sigo insistiendo en porqué la policía no hace nada.
—¿En serio crees que van a hacer algo? —Jill me está mirando fijamente —. Son tan estúpidos.
No le respondo, me quedo en silencio. En vez de eso, veo todos los puntos del cuarto de Jill, como buscando la salida para que ella note que quiero irme.
—Creo que debería irme ya.
—Son sólo las tres de la tarde —apoya su cara en la palma de su mano, observándome como aburrida —¿No estarás asustada?
Pongo los ojos en blanco, reaccionando rápido a su afirmación.
—Por supuesto que no.
El ruido de un manojo de llaves cayéndose al suelo y seguidamente la puerta de la entrada siendo abierta me pone en alerta. Jill me había dicho que estaba sola, lo que significa que...
—¿Jill? ¿Esa es la chica de la que hablaste? —De pronto, hay una mujer mayor de cabello oscuro al filo de la puerta, observándonos atentamente.
—Ah, hola mamá. Mira, ella es Emely Smith...
Me alarmo, pero recupero mi compostura. La madre de Nefera.
—Smith —tantea mi nombre, por fin entrando a la habitación y clavando sus ojos en mí —. He oído tu apellido en alguna parte.
—Hola. —Es lo único que puedo decir. Estoy impresionada y algo asustada.
—Es la hija de Leonardo, madre —Jill habla por mí —. Ella y su madre acaban de mudarse hasta aquí.
La mujer voltea a verme, esperando que hable. Su mirada fría me congela y me deja sin aliento. Me pregunto si así sería estar viendo a Nefera.
—Sí, así es. Venimos de Nueva York.
La mujer se me queda viendo por un largo rato de forma analizadora. Veo mi reflejo en sus ojos verdes.
—Oh. No sabía que Leonardo tenía una hija. —Su voz es seria, demasiada seria, hasta el punto de ser incluso intimidante —. Yo soy Jillian Rawder.
Ella me estrecha la mano y yo la acepto. Mi respiración es irregular y pesada, pero lucho para que no lo note. A pesar de eso, siento que esta mujer está viéndome como un ratoncito a punto de ser lanzado al matadero.
Con ese saludo ella se despide, saliendo de la habitación sin nada más, diciendo que irá a la cocina a resolver unas cosas. Me quedo viendo un rato hacia la nada, intentando reaccionar. Acabo de conocer a la madre de la mujer que ahora me atormenta, acabo de darle la mano. Y estoy en su casa.
Mi mente no para de bombear pensamientos, perdiéndome del lugar en el que estaba, pero consigo salir de mi desasosiego y volver a la realidad.
Me quedo a solas con Jill o través, veo que se dirige a su armario y de el saca un cuchillo, algo que me sorprende.
—¿Qué demonios haces? —Mis ojos se abren de par en par al ver lo que tiene.
—Con esto. —Ella me señala el cuchillo y me lo tiende, sus ojos parecen brillar con una aura endemoniada —. Con esto podrás defenderte de todos esos malditos que intenten molestarte. Úsalo, ¿bien?
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