6. Verbo

La esperanza es como el sol,

si solo crees en el cuando lo ves,

nunca superarás la noche.

Star Wars VIII.


En cuanto pisó la gravilla que se abría paso entre la verde hierba, Miranda se detuvo. Ni siquiera había sido consciente de su paso por el pasillo que conducía al jardín, ni de los gestos, confusos y molestos, de aquellos que había dejado en casa; todo había desaparecido para ella. 

Sin embargo, la realidad se abrió camino hacia ella, haciéndole comprender lo que implicaba ver a Imanol, por lo que dudó si aquello sería lo correcto.

No fue complicado ubicar al Primogénito de Astrum en el jardín. Su cuerpo formaba un bulto, envuelto en el grueso algodón tejido de la hamaca. Redujo el paso, recordando aquella lejana noche en la que ambos habían pernoctado en esta, antes de que ella reconociera sus sentimientos y fuese consciente de los de él.

—¡Imanol! —murmuró, sintiendo que su voz no era más que un suspiro, aunque fue un llamado angustioso.

El Primogénito de Astrum detuvo el suave vaivén de la hamaca. Pronto, todo su cuerpo se sumergió en el palpitar de su corazón. También para él, el mundo había dejado de existir.

Con un rápido movimiento, se sentó. Entonces, la vio. Vestida de negro, con el cabello recogido en una trenza que caía sobre su hombro derecho y el rosal de Leticia Santamaría de fondo, proyectaba la imagen de una guerrera postapocalíptica que había llegado al pacífico jardín veraniego de los más legendarios miembros de Ignis Fatuus.

—¡Miranda! —murmuró, poniéndose de pie, con la piel y el alma cargados de emoción.

Corrió hacia ella, con una sonrisa en los labios y los ojos llenos de lágrimas. ¡No podía creer que había vuelto! 

La abrazó, sin dejarla reaccionar, aferrando su delgado cuerpo al suyo. Aspiró su sutil aroma a piña, y se refugió en ella, con sus ojos cerrados, dejando que su corazón sintiera, viviera.

Miranda quedó suspendida en la nada, entre la emoción y el dolor. Era desgarrador conocer lo que acontecería, pero se permitió sentir una vez más. Subió sus brazos, enlazándolos alrededor de Imanol, y reclinó su rostro en el de él. 

Bastó este gesto para que Imanol le diera un poco de espacio, hecho que ella aprovechó para subir uno de sus brazos y atraerlo hacia ella. Ahora era Miranda quien se aferraba a él.

Imanol sonrió con ternura, sin dejar de abrazarla. Tenía tantos sentimientos por expresar, tantos asuntos por explicar, que no sabía por dónde empezar.

—¡Imanol! —murmuró en su oído—. ¡Imanol!

—¡Estás aquí, Miranda! —Imanol la tomó del rostro, visiblemente afectado por la alegría del encuentro—. ¡Estás aquí, mi quetzalli!

Miranda sonrió emocionada, ¡hacia tanto que no lo escuchaba llamarla así! Entonces, fue consciente de que estaría cerca de él, quizás no como deseaba estarlo, pero al menos compartirían la misma época, combatirían hombro con hombro.

—Imanol... —susurró Miranda—, hay tantas cosas que tengo que decirte.

—Yo también deseo hablar, Miranda —confesó Imanol—. ¡Lamento tanto haberte herido como lo hice! No debí juzgarte con tanta crueldad. No debí dejarme cegar por los celos y creer que era tan poca cosa para ti, pensar que ni siquiera me considerabas digno de tu amistad.

—Imanol, nunca has sido poca cosa para mí —lo interrumpió Miranda—, todo lo contrario. Fuiste la única persona que no me presionó, ni me obligó a arriesgar mi vida por alguien o por algo. Tú jamás me has hecho sentir como un objeto, que para lo único que sirvo es para ser sacrificada. 

Imanol la vio, tomando su rostro entre sus manos. Sus ojos bailaron a través del lienzo de su rostro, y depositó un suave beso en su frente, allí donde una vez estuvo el Sello violeta de Ignis Fatuus.

—No —murmuró Imanol—, pero debí ser más leal a ti. —La miró fijamente—. No solo por ser tu amigo, sino porque me enamoré de ti.

Los trémulos labios de Miranda se unieron a sus ojos cargados de lágrimas. Pese a ser consciente de la atracción que ejercía sobre Imanol, pues cada palabra, cada gesto, cada beso, así lo revelaban, jamás pensó que él se atrevería a declarar sus sentimientos, ¡y más en aquel momento!

—¡Imanol! —susurró.

—No tienes que decir nada —confesó el chico—. Ni siquiera tienes que corresponderme... Sé que la he cagado contigo. ¡Dios! ¡Y mucho! Pero estoy dispuesto a remediar lo que he hecho... Quizás nunca llegues a amarme, pero...

Miranda negó, colocando su índice sobre los labios de Imanol. El Primogénito de Astrum calló, observando cómo las lágrimas comenzaban a abandonar los ojos de su amada.

—No, Imanol, no. —Se atrevió a decir Miranda—. Yo también tengo sentimientos por ti, pero entre nosotros se interpone mi deber, un deber que puede llevarme a tomar decisiones que para ti puedan resultar atroces, malignas, decepcionantes.

—No volveré a dudar de ti —le aseguró Imanol, sin soltar su rostro, mientras sentía sus propias lágrimas escocer sus ojos.

—No pronuncies palabras que quizás no puedas cumplir... No me des esperanzas que no puedas mantener, porque cuando veas mis manos manchadas de sangre, cuando descubras mi verdadera esencia, te sentirás horrorizado de la persona que soy.

—Miranda... Miranda —pronunció Imanol, negando—. Eso no pasará —repitió, mas ella seguía contradiciéndolo con sus gestos—. Mira, hagamos algo —le pidió, ganando su atención—, yo no insistiré con mis sentimientos hasta demostrarte con mis hechos que, pase lo que pase, estaré a tu lado, ¡te apoyaré! 

—¿Y si me convierto en un monstruo? —lo interrumpió Miranda, sin poder contener el llanto. 

—Entonces, yo lo seré contigo, porque no pienso dejarte.

—No, tú no puedes...

Imanol la besó, silenciándola. Ambos sintieron la calidez de los labios del otro, aun cuando el beso fue un ligero contacto de piel.

—Yo no puedo hacerte cambiar de opinión, Miranda —admitió Imanol—, pero tú tampoco modificarás mi decisión. Quieras o no, te acompañaré en esto, sea como un Kaiwono o como parte del equipo de Mauricio, ¡siempre estaré a tu lado! Seré tu aliado.

—¡He hecho verdaderas cosas monstruosas! —confesó Miranda.

—Entonces, comeremos pozoles por el resto de nuestros días —comentó Imanol, observando el desconcierto de Miranda—. Lo que quiero decir es que, no me importa a cuántos tengas que matar, ni cuántos corazones tengas que arrancar, yo estaré contigo.

Miranda bajó el rostro, recordando el corazón de Darío.

—Puedo llegar a ser una persona muy cruel, Imanol.

—Lo sé, Miranda... pero no olvides que estoy bajo la protección de Huitzilopochtli, un dios de guerra... ¡Soy el Primogénito de un Clan de guerreros! —La volvió a besar—. Te quiero en mi vida, Miranda, y te mostraré que, hagas lo que hagas, mi amor por ti nunca disminuirá... Estaré a tu lado, y cuando te convenzas de ello, volveré a hablarte de mis sentimientos, y te diré todo lo que hoy quiero expresar.

Miranda lo vio con ternura. Dudaba que él fuese capaz de soportar tan dura prueba, pero le daría la oportunidad, porque no solo se trataba de él, sino de ella: tenía que volver a creer.

—¿Y me recitarás poemas de Neruda después de que me declares tu amor? —preguntó sosegada. 

Imanol sonrió.

—Todos los días de mi vida, mi quetzalli. —La abrazó, refugiándola en su pecho—. Todos los días...

Dos horas habían pasado desde su encuentro con Miranda, tiempo en el que estuvieron abrazados, en la hamaca, sin decir nada.

Aun cuando debía conformarse con ser solo su amigo, la certeza de que lo quería era el aliciente suficiente para hacerlo continuar. Le demostraría que estaba a su altura, que podía ser leal, que no la juzgaría, que la apoyaría.

Entró en la habitación de Adrián, con la sonrisa de quién todavía tiene esperanzas, encontrándose al Primogénito de Ignis Fatuus de pie, frente al espejo. Este se acomodaba la oscura camisa.

—¿Piensas ir a algún lado? —preguntó Imanol, con cierta curiosidad.

—Sí, y vos irás conmigo —contestó Adrián, lanzándole una chaqueta.

—No está haciendo frío, wey —reclamó Imanol.

—No, pero te queda bien.

—¿Sabes que eso es un estereotipo? —se quejó Imanol, pero Adrián solo sonrió—. ¿Dónde iremos?

—A casa de Mauricio.

—Ahora siento que me vas a entregar a los verdugos.

—Exageras, hermano —le aseguró Adrián, sentándose en la cama, mientras Imanol se colocaba la chaqueta—. Las cosas han estado medio revueltas en casa.

—¿Qué quieres decir?

—Tal parece que las chicas han derrocado a Mauricio.

—¿Derrocado? —Imanol lo miró algo extrañado—. ¿Cómo que derrocado?

—Eso es lo que iremos a averiguar... ¿Y cómo te fue con Miranda? 

—Bien. No fue como me lo imaginé, pero al menos sigo de pie. —Sonrió.

—¡Me alegra, morro! —confesó Adrián, dándole una palmada en el hombro—. ¿Listo para la función?

El Primogénito de Astrum asintió.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Ainhara, cerrando la puerta del despacho.

Los miembros de Kaiwono, a excepción de Adrián, estaban reunidos con Ignacio y Miranda.

—Creo que la pregunta correcta es: ¿qué vamos a hacer con la chatarra comeflor? —intervino Caleb.

—¿Tanto te molesta? —insinuó Ainhara.

—Es como pisar mierda —aseguró Caleb.

—Imanol puede ser de gran utilidad para Kaiwono —intervino Dana—. Tiene un Donum que supera al de todos los aquí reunidos. —Miró a Ignacio—. Espero que eso no le moleste.

Ignacio subió ambos hombros, negando. A él lo tenía sin cuidado el poder de los Munera.

—No estamos aquí para hablar sobre Imanol. Si bien su lugar es junto a los Primogénitos, al igual que Adrián, es él quién tendrá que decidir si se queda o se va —respondió Miranda.

—No lo necesitamos, Miranda —insistió Caleb—. Ahora mucho menos que contamos con el apoyo de los antiguos Primogénitos y tú tienes tus siete Sellos. 

Miranda observó a Ignacio, quién, cruzado de brazos, miraba con arrogancia a Caleb.

—Ese es el problema, Caleb, que mis Sellos fueron provisorios y los Primogénitos no volverán.

—¿Qué? —murmuraron Dana y Ainhara.

—Entonces, ¿qué hace él aquí? —preguntó Caleb, señalando a Ignacio.

—No pertenezco a ninguna época, Custos de Mane —respondió Ignacio.

—Eso me deja en las mismas —replicó Caleb.

—¡Basta, Caleb! —intervino Miranda, intuyendo las intenciones de Caleb—. Que mi tío esté aquí es una ganancia para todos. Sin embargo, en estos momentos, lo que realmente les interesa saber es que, por el simple hecho de haber entrado en la Dimensión del Tiempo, yo no recuperé mis Sellos, de forma perenne, y que los Primogénitos no podrán volver mientras Horas esté en manos de Giovanna.

Los miembros de Kaiwono se miraron.

—¿Cómo le quitamos la Llave a Giovanna? —preguntó Dana—. Porque ya era una molestia sin Horas, ahora que la posee, y por lo que nos cuentas, su poder se debe haber incrementado a magnitudes desconocidas.

—Así es — admitió Miranda—, pero aún tenemos a nuestro favor el poco conocimiento que tiene sobre Horas. Mientras no la pueda manipular por completo, podremos apoderarnos de ella.

—¿Eres consciente de que esta será una misión suicida? —intervino Ainhara.

—Lo estoy... pero debemos arriesgarnos —insistió Miranda.

—¿Y qué pasa si no podemos quitarle a Horas? —preguntó Caleb, ganándose la mirada reprobatorias de todos.

—Antes de pensar en un derramamiento de sangre, debemos agotar todas las opciones "pacíficas" —intervino Ignacio—. Plantear, desde el principio, una querella, significa destruir a Mane.

—Giovanna no nos dará la Llave —reconoció Dana.

—Quizás no a nosotros, pero ¿a Asier? —propuso Miranda.

Caleb sonrió resoplando.

—Mejor nos ponemos a practicar, porque creo que nos llenaremos las manos con la sangre de nuestros hermanos —aseguró el Custos.

—¡Caleb! —reclamó Ainhara.

—¡Ay, por favor, Ainha! Este tipejo no moverá ni una sola de sus pezuñas por nosotros, menos para quitarle la Llave a Giovanna... y si lo hace, esta no se la devolverá.

—En ese caso, Dana y tú tienen que prepararse para volver —declaró Miranda.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Seducirla? —dijo Caleb.

—No creo que sea un sacrificio para ti — respondió Miranda.

—Si sabes que eso sería semejante a una violación, ¿verdad? —contestó Caleb.

—Miranda —la interrumpió Dana—, no cree que a estas alturas, Giovanna debe sospechar que ambos estamos de su lado.

Horas le concede a su portador el poder de percibir los cambios en la línea del Tiempo, pero no el ver los acontecimientos en esta —explicó Ignacio—. Si Giovanna logra el máximo control de la Llave podrá someter los Munera, excepto los Maiorum, como mucho ralentizar el tiempo, pero no vigilarnos... y claro, se le hará más sencillo ir por Minutos.

—Entonces, cuenten conmigo para volver —aceptó Dana, mirando a Caleb.

—Te prometo que no permitiré que Gia abuse de ti. —Miranda se acercó a Caleb—. No tendrás que acostarte con ella... antes le quitamos la Llave.

—¿Y si no podemos? —preguntó Caleb, viendo a todos.

—Entonces, tendremos que acabar con ella —resolvió Ignacio.  

Camila caminaba, de un lado a otro, en la habitación. Inconscientemente, se había vestido con uno de sus trajes de combate. Las puntas azuladas de su cabello, recogido en una trenza, resaltaban en la blancura del uniforme.

Tenía serias dudas con respecto a su plan. Reconocía que sería complejo hacer que Adrián e Imanol volvieran, en especial si ella no mostraba un temple que pudiera asemejarse al de Miranda, a quien sus homólogos admiraban.

Así, con la ansiedad a flor de piel, la encontró Linette. La Primogénita de Lumen se reclinó del umbral de la puerta, cruzó sus brazos y sonrió, soltando un inusual silbido.

Camila se detuvo, dirigiendo su mirada hacia ella. 

—¡Qué sexy está nuestra jefa! —soltó a modo de broma, cuando percibió las mejillas sonrojadas de Camila—. ¡Vamos, loca! ¡Relájate! ¡Lo harás bien!

—Siento que esto no es para mí —confesó Camila, ante la mirada perspicaz de Linette—. No me malinterpretes, puedo asumir cualquier reto, pero siento que hay personas que están mejor preparadas que yo.

—¿Cómo por ejemplo? —quiso saber Linette.

—Adrián y tú.

Linette sonrió, mientras suspiraba.

—Sé que, históricamente, Lumen, Aurum, Ardere o Ignis Fatuus, son quienes han salido a dar la cara por la Hermandad. Sin embargo, esta vez te tocó asumirlo. Yo no he completado mi formación, y Adrián... —Linette negó—. Es muy difícil saber qué hará. Aunque puedo asegurarte que, dado el momento, él te apoyará en todo.

Camila asintió.

—¿Vamos? —preguntó Linette, verificando el estado emocional de Camila.

Ambas mujeres bajaron las escaleras, encontrándose con una silenciosa y dividida Hermandad: Adrián e Imanol esperaban de brazos cruzados, acomodados en el mismo sillón, siendo contemplados por Mauricio y Asier, y en medio de grupo de hombres, una expectante Ximena.

La tensión en la sala era evidente, por lo que Linette tuvo la iniciativa de carraspear para que ambos bandos dejaran de verse, y su estrategia funcionó.

—¡Camila! —saludó Adrián, poniéndose de pie junto a Imanol.

—Me alegra mucho que hayas aceptado la invitación —contestó la Primogénita, demostrando sinceridad en sus palabras—. Espero estén dispuestos a escuchar nuestras propuestas.

—Estamos aquí para ello —respondió Adrián, tomando asiento.

Camila se aclaró la garganta. Parecía que había pasado una eternidad desde aquel momento en que Adrián empujó su silla de ruedas en la Coetum azteca, mientras sanaba gracias al Donum Maiorum de Imanol.

Miranda se apretó con fuerza las muñequeras de cuero en sus brazos. Aquel había sido el día más largo de su vida, y aún no terminaba.

Ignacio la vio aparecer en la sala, donde se detuvo con las piernas ligeramente entreabiertas, señal de que se estaba dispuesta a librar un combate.

—¿A quién mataremos? —preguntó Ignacio, manteniendo su mirada por encima del libro.

—Me gustaría que me acompañaras a un lugar —pidió Miranda.

—Tú dirás —respondió Ignacio, poniéndose de pie, mientras dejaba el libro a un lado—. ¿Adónde iremos?

—Necesito reunirme con Mauricio... 

—¿Y eso?

—Lo he pensado mucho y tienes razón. No puedo emprender esta batalla sin darle una oportunidad a la Hermandad.

—¿Eres consciente de que tendrás que hablarle con total franqueza? —recordó Ignacio.

—Por eso te necesito a mi lado —contestó Miranda.

—¿Y qué pasará si no aceptan? —quiso saber Ignacio.

—En ese caso, tendremos a un enemigo más al que enfrentar —concluyó Miranda.

Gaio caminaba por los estrechos y poco iluminados pasillos de paredes de piedra ennegrecidas por el tiempo y la suciedad. Le era difícil respirar a causa del moho. No entendía cómo Yako podía habitar en aquella ala descuidada del castillo, cuando podía tener una mejor estancia, más iluminada y cálida, y no aquella mazmorra de mala muerte, donde se podía filmar una película de lo más gore. 

Al final del laberíntico pasillo, vio la gruesa puerta de madera, entreabierta. No se tomó la molestia de tocar, solo se deslizó a través de la abertura, consiguiendo al líder de los Harusdras repantigado en un cómodo sofá de cuero rojo, con una de las piernas colocada sobre el reposabrazos y una pajilla de madera en los labios.

Su actitud tan relajada no contrario a Gaio, lo conocía demasiado bien como para saber que algo se traía entre manos. No en vano era su maestro.

—¿Traes noticias del paraíso? —interrogó Yako, manteniendo la misma postura en la que Gaio lo encontró.

—Todo ha salido según has predicho. Los Primogénitos antiguos se han marchado, lo que significa que alguien más debe tener a Horas.

—¡Estúpidos niños! —masculló Yako—. Su arrogancia los terminará arrojando a la fosa, y yo me apoderaré de sus Sellos y sus dones.

—Pero no todos se han ido —admitió Gaio.

La mortal mirada de Yako se posó en los claros ojos de Gaio. ¿A quién se refería?

—Ignacio Santamaría sigue aquí —confesó Gaio.

Apenas escuchó el nombre de Ignacio, Yako se incorporó. Aquel era el momento por el que había vivido. 

—¿Y ella? —preguntó Yako.

—Acaba de llegar —respondió Gaio.

Una suave brisa se coló en la habitación. Pronto el ambiente se sintió pesado, el oxígeno era más denso, difícil de respirar. 

Una estela de polvo se fue concentrando en la estancia, en un movimiento envolvente, hasta solidificarse, mostrando la anatomía de una joven mujer de tez trigueña, cabello lacio y rasgos finos.

—¡Bienvenida seas, Ona! —Saludó Yako—. Primogénita de Darío. 


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