9. El último

Al otro lado de la puerta

suele escuchar los pasos de la noche.

Luis García Montero.


Francisco pudo ver desde el enorme ventanal de la pastelería el auto negro de su padre estacionarse. Era momento de regresar.

Miró a su hermano mayor con cierta tristeza, sonriendo con la habitual melancolía que acompañaba sus despedidas. Asier asintió, entendía que no podía retenerlo más.

Salieron abrazados del lugar, sin decir una palabra. Finalmente se detuvieron a una cuadra del automóvil.

Asier tomó a su hermanito por los hombros, volteándolo para quedar frente a él.

—¡Te quiero mucho, chaval! —Lo abrazó, levantando el rostro al cielo, en busca de que sus lágrimas no salieran.

—¡Yo también te quiero, hermano! —respondió Francisco con una sonrisa en sus labios, emocionado y orgulloso de su hermano mayor. —Nos volveremos a ver, ¿verdad?

Francisco levantó la mirada, y Asier sonrió, afirmando.

—¡Crece bien, castaño! —le dijo, alborotándole el cabello.

—¡Ains! —se quejó Francisco, separándose de su hermano y acomodándose la mochila—. Sabes que no me gusta que me llames así. 

Asier sonrió, mordiéndose el labio con malicia.

—Bueno, ya me voy. —Francisco miró a su hermano. Sus ojos brillaron de felicidad—. Cuando crezca quiero ser como tú.

Asier no entendió su respuesta. Lo observó consternado; entonces, Francisco dirigió su mirada al Sello rosa metalizado que su hermano tenía en el dorso de la mano. 

Pero antes de que Asier pudiese decir algo, Francisco echó a correr con una risa que trasmitía felicidad. Asier dio un paso para cogerlo, mas prefirió dejarlo marchar.

Cuando Francisco llegó al carro, se detuvo. Con una mano sujetó con fuerza el asa de su mochila, y elevó la otra para despedirse de Asier. Este le respondió, dando una rápida media vuelta para marcharse.

Entonces, una explosión y unos gritos se escucharon en unas calles más lejanas, seguida de otras. Asier se encogió de hombros, llevando sus manos a su cabeza, como una reacción natural, aunque no sabía que era lo que estaba pasando.

Se dio la media vuelta para cerrciorarse que su hermano se había marchado, aunque no lo vio arrancar. Vio a su hermano sentado con la ventana baja, con una sonrisa que mostraba todos sus dientes blancos. Vio al chófer virar el volante, cuando el automóvil estalló por los aires.

El rostro de Asier pasó de la alegría a una agonizante distorción. Se cubrió, cayendo al suelo, y desde allí, con el corazón latiendole con vehemencia, corroboró con horror, que el auto de su padre había estallado.

 — Fran... cisco —balbució, parándose. Alrededor de él, la gente corría asustada. Sus labios temblaban. —¡Franciscoooo! —gritó con el alma desgarrada, echándose a correr hacia el autómovil en llamas.

Pero ya no estaba en las calles de Alcalá, ahora corría por un pasillo lleno de personas que lo veían con preocupación.

Se detuvo perdido, mirando a todos lados. Con el rostro desfigurado por el dolor.

—Fran... ¡Francisco! —gritó el nombre de su hermano. Un grito tan desgarrador que atravesó los muros de la Coetum azteca.

La líder de Kaiwono se encontraba saltando la cuerda en su refugio. Necesitaba descifrar el misterio de aquella visión que le habia trasmitido uno de los líderes de los Mercenarios. ¿Quién era ese niño y cuál era la relación con la Hermandad?

Se detuvo, tomando el envase con agua para hidratarse, cuando un zumbido agudo atravesó sus tímpanos, haciándola perder el equilibrio. 

Cayó al suelo, presa de un terrible dolor que se extendía por su cuerpo y pinchazos que se sintieron como estocadas de una aguda espada en su espalda, mano, clavícula, brazo, cuello, mejilla y frente, siendo esta última la más terrible de todas.

Su cuerpo se espasticidó al punto que pensó que moriría sola en aquel lugar.

Algo terrible había pasado, y ya no había vuelta atrás.

—¡Bienvenida a la Coetum! —saludó el hombre.

—¿Coetum? Disculpe, ¿me podría decir cómo puedo regresar a Cotui? —preguntó Linette.

—No hay manera. Es imposible, ¿señorita...? —El hombre la miró, invitándola a responder.

—Linette Altamonte —dijo—. ¡Usted no entiende! —continuó—. ¡Mis padres estaban siendo atacados! Debo volver por ellos. ¡Me necesitan! —reclamó.

El hombre iba a responderle con la amabilidad reflejada en su rostro cuando la puerta se abrió. Esta vez entraron dos fornidos hombres que llevaban entre sus brazos a una joven vestida con una blusa mexicana bordada, la cual luchaba por zafarse.

—¡Mi papá! ¡Déjenme ir por mi papá! —gritaba, mientras era soltada y volvía a ser repelida por los hombres.

—¡Acaso son unos matones? —reclamó molesta Linette—. Nuestros padres nos necesitan, así que déjennos ir —exigió, justo cuando el desgarrador grito de un nombre se escuchó.

Ambas chicas se vieron, aprovechando la consternación de los hombres para salir de la habitación, dando al pasillo en donde se encontraba Asier, luchando contra varios hombres que intentaban contenerlo.

Sintiéndose feliz con el negro atuendo que había escogido, Adrián salió al pasillo, caminando entre los miembros de la Fraternitatem Solem mexicana con la misma dignidad y orgullo que exhibía ante los suyos. Sin embargo, no existía prepotencia en él y era algo que los demás podían notar.

Sus estilizados y llamativos rasgos indígenas y sus ciento sesenta y ocho centímetros de altura, causaban admiración en quienes lo veían. Parecía imperturbable.

Cruzó uno de los tantos pasillos que sabía que le llevarían al hall, no era la primera vez que estaba allí, entonces dio con una joven de rasgos delicados, quien era llevada en una silla de ruedas hacia el mismo lugar dónde él se dirigía. 

—Lamentamos mucho no poder darle una rápida atención, Primogénita. —Se disculpó el joven—. Pero tengo órdenes expresas de que debo llevarla al salon hall. A los Ancianos de la Fraternitatem Solem les urge hablar con usted.

—Puedo soportar el dolor. No te preocupes. —Camila trató de tranquilizarlo. Sin embargo, la verdad era que debía de tener algún hueso roto, porque aunque no se quejaba, no podía dejar de transpirar del dolor.

Adrián presenció aquella escena, dándose cuenta de que la chica no se encontraba nada bien. Con su corta edad, había estado en suficientes batallas como para reconocer cuándo alguien no se encontraba en buen estado. 

—Disculpa —intervino, desplazando al joven ara tomar la silla—. Necesito que me orientes y me lleves a la enfermería. Ella no se encuentra bien.

—Tengo órdenes de... —dijo el chico, deteniéndose al ver cómo el Sello dorado del Phoenix aparecía en la frente del hombre—. Sígame.

El Primogénito de Ignis Fatuus sonrió. Sabía que nadie en la Hermandad se atrevería a llevarle la contraria a una persona de su Clan, y menos si se trataba del Primogénito.

—¡Gracias! —susurró la chica más aliviada, debido a que sería atendida—. Camila Masseti... y creo que soy la Primogénita de Sidus.

—Efectivamente, lo eres —respondió Adrian, con una sonrisa en sus labios—. Adrian Ernesto Cerén, Primogénito de Ignis Fatuus. 

—¡Oh! —exclamó Camila, con el deseo de verlo, mas solo pudo soltar un quejido.

—Pronto la atenderán —le aseguró Adrián.

Sin embargo, no habían recorrido unos cuantos metros cuando gritos desgarradores se escucharon cerca de ellos. Ambos se sientieron llamados a hacer algo, corriendo hacia el lugar donde Asier forcejeaba con algunos hombres de Astrum que intentaban contenerlo.

Imanol empezó a caminar sorprendido por los pasillos de la Coetum. Desconocía dónde se encontraba y temía dar con Sebastián, su ex mejor amigo, quién le había arrebatado el amor de Erika, con la que guardaba las esperanzas de volver.

—¿Imanol?—. Alguien habló detrás de él.

Obedeciendo al llamado de su nombre, se detuvo, dando la media vuelta. Frente a él había una cara conocida.

—¿Lalo?

—¡Hermano! —exclamó Eduardo lleno de felicidad, acercándose a él para abrazarlo, dándole algunas palmadas en la espalda —. ¿Y eso? ¿Qué haces aquí? —preguntó extrañado—. Pensé que hoy sería tu último día en el cuartel de entrenamiento. Por cierto, ¡feliz cumpleaños! —dijo, volviéndolo a abrazar.

—Eso creía, pero de repente hubo una explosión. Salí del comedor con Erika...

 —¿Erika? —lo cuestionó—. ¿Erika, tu ex?

Imanol asintió.

—¿Y qué hacía Erika en nuestro cuartel? Porque hasta donde tengo entendido, había pedido permiso para ir a Michoacán a decirle a sus padres que está comprometida con Sebastián.

 —¿Com...? —Imanol balbució, sintiendo como una vez más su corazón era destrozado. ¡Hasta cuándo caería en sus redes?

—Sí. De ello, Sebas no la acompañó porque tenía que recibir a las comisiones de los Clanes de Ardere e Ignis Fatuus, pero tal parece que la reunión escaló a mayores. —Eduardo miró a Imanol, quien seguía consternado por la noticia del compromiso de Erika con Sebastián—. Wey, ¿todavía no sé que haces aquí.

Imanol iba a responderle, con la misma emoción que lo había acompañado todo el día; sin embargo, un desgarrador grito, seguido de otros, llamó su atención y la de su amigo, quien dándole un golpecito en el brazo, lo invitó a seguirlo.

Ambos llevaron a un espacio abierto dentro del piso, en donde muchas personas comenzaban a conglomerarse. En el centro, un joven caucásico peleaba, como si de defender su vida se tratara, intentando zafarse del agarre de más de seis sujetos, entre ellos pudo reconocer a Sebastián, con su característico einusual metro ochenta y su piel tan blanca como la leche. 

Sonrió con ironía. ¿Cómo iba a competir con él? Entonces, volvió a escuchar al joven llamar a "Francisco" e identificarlo como su hermanito, de una forma que le desgaarró su ya maltrecho corazón. 

Cada paso que Mauricio daba solo lo llenaba de más angustia. Tal como él lo veía, ser descubierto era similar a ser capturado y enviado a prisión.

Se lamentaba por ser tan inocente y creer que jamás se sabría que él era el Primogénito.

Decidió ponerse la franela, caminando con un solo pie calzado. Miraba a cada lado, buscando una salida de emergencia por donde huir, aunque ¿cómo volvería a Costa Azul? Todavía no lo había pensado.

—¡Mierda! —masculló entre dientes al darse cuenta de que jamás hizo el scanner legal de su pasaporte en su brazalete.

Consciente de que el tiempo se le agotaba, se quitó la única sandalia que alcanzó a ponerse, llevándola en la mano, cuando los gritos de una persona llamaron su atención, guiándolo hasta el lugar.

Por un extraño motivo, su Sello empezó a quemarle con vehemencia el brazo, justo cuando llegó al tumulto de personas que se concentraban alrededor de Asier.

Con rapidez se abrió paso entre las personas, llamando la atención por la forma en que iba vestido.

—¡Suéltenlo! —exigió, lanzándole la zapatilla a los guerreros de Astrum, lo que hizo que hasta Asier dejara de luchar.

Pero este descuido fue aprovechado por el Oráculo de Ardere para golpear a sus oponentes, entre ellos a Sebastián. Confundido, fuera de sus cabales, intentó avanzar, pero dio de bruces con el puño de Mauricio, el cual le hizo perder la razón.

En un veloz movimiento, Mauricio pudo atajar el cuerpo de Asier.

—¡Ayúdenme, coño! —gritó, haciendo que Imanol y adrián reaccionaran a su petición, y fueran a ayudarlo con el cuerpo desmayado del afligido Asier.

—¿Mauricio? —Lo llamó Antonio—. ¿Qué haces aquí?

—Esa pregunta esta demás —intervino Adrián—. Tenemos dos heridos, ¡muévanse! —Ordenó, haciendo que todos corrieran a socorrer a Asier, a Camila y a los soldados de Astrum que Asier había herido.

Antonio desvió la mirada de Adrián y se centró en Mauricio.

—Creo que no podré recoger a tu primo —contestó Mauricio, mientras le quitaban el cuerpo de Asier de las manos. Miró a Antonio y levantó el dorso de su mano, enseñando la espiral de Ardere.

Junto a Asier,  se llevaron a Camila.

—Algo muy denso debe de haberr ocurrido. —De repente, soltó Imanol, llamando la atención del resto de los Primogénitos.

—Más grave de lo que nos imaginamos —respondió Mauricio, volteándose a ver a sus nuevos compañeros.

Respiró profundo. Ya no había nada más que hacer.



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