4. Obra prima
He renunciado a ti, serenamente,
como renuncia a Dios el
delincuente.
Andrés Eloy Blanco.
Para Asier era complejo aceptar ser el Oráculo de Ardere, y mientras se arreglaba para encontrarse con su hermano, se debatía entre confesarle o no sobre el cambio de color del sello.
Por más de trescientos días, aquella persistente visión, en donde tres flechas eran lanzadas desde un arco de cristal —por la mano de una mujer desconocida—, y lo herían de muerte, le robó la tranquilidad de sus noches. Sin embargo, la reconciliación con el mundo onírico terminó por restarle paz a sus días.
A los dieciséis años, como todos los jóvenes de la Hermandad, Asier Garzón entró al Instituto de Formación y Entrenamiento del Clan Ardere, con sede en Madrid. Sin embargo, a los dieciocho años desertó, huyendo en pleno enfrentamiento entre su grupo, liderado por Laia Riveiro, y los non desiderabilias.
Su acción fue catalogada por las autoridades de su Clan como un acto de cobardía y traición, trayendo como consecuencia el destierro, pero pronto, Asier se dio cuenta de que aquella palabra era más que dejar el sitio donde residía.
No solo Arderelo rechazó, sino que su padre le exigió a todos los miembros de su familia cortar comunicación con él. Había pasado a ser una dehonra para los suyos, por lo que optó por salir de Madrid y recidir en Andalucía por unos años.
Jamás imaginó que la soledad doliera tanto. No hubo ni un solo segundo en el que no se cuestionara si había valido la pena huir, abandonar a sus compañeros de armas, solo porque no deseaba ser un Ardere, él solo quería llevar la vida de un ser humano ordinario: sin guerras, enemigos, conspiraciones, obligaciones y la eterna sumisión a otros. No quería pasarse toda la vida siendo un militar más, porque esa no era su vocación.
Tampoco hubo un instante en el que no se arrepintiera de no sopesar, seriamente, las consecuencias de tomar aquella decisión, pues perder a sus padres y a su hermano menor de esa manera fue sinónimo de perderse a sí mismo.
Irónicamente, el Sello de Ardere —una hermosa espira con rayos solares, traspasado por una flecha apuntando hacia el Norte, ambas dentro de una llama— se había mantenido en su piel, en un rojo cobrizo, color característico del Populo, hasta esa noche en la que pronunció la profecía, aceptando, sin saberlo, el llamado del Solem para convertirse en el Oráculo de su Clan. El color de su Sello cambió a un rosa metalizado. Ahora tenía un mayor rango dentro de la Hermandad.
Él, que había deseado no ser un Ardere, ahora estaba por encima de los suyos, incluso del Equipo Élite de su Clan, pero por debajo del Primogénito.
Asier era consciente de que debía de existir un Primogénito, lo suponía porque un Donum tan especial como el Don de Neutrinidad solo aparecía con la presencia de un líder, y ese poder se manifestó esa noche, cuando el agua se escurrió entre la piel de sus manos, traspasando sus huesos.
Esa reunión con su hermano era importante para él, no solo porque deseaba verlo, sino porque quería a averiguar si Ardere tenía un Primogénito, y de ser positiva la respuesta, cuál era su ubicación. No le importaba cruzar el mundo entero para dar con él y ponerse a su servicio, prefería hacer esto que tener que presentarse ante sus excompañeros y revelarles que ahora era su líder inmediato. Ellos no lo aceptarían, haciéndolo vivir el propio infierno, eso si el Primogénito no era español.
Por otro lado, quería redimirse ante su Clan y con su familia. Necesitaba resarcir, de algún modo, el daño y las heridas que había ocasionado, aunque ninguno de sus actos reviviría a sus compañeros fallecidos, pero al menos le traería cierta paz a su alma.
La ciudad guardaba demasiado silencio, incluso la naturaleza naguanagüense presentaba una calma poco habitual. Aquella tranquilidad no alteró al trío que se desplazaba a través de los pinos y los arbustos.
De vez en cuando, Caleb se detenía para corroborar que alguna ardilla se moviera o el canto de alguna ave llegara hasta ellos, pero por más que intentaba agudizar sus sentidos, no lograba percibir nada.
Los rayos de sol se iban colando a través de las ramas de los pinos, hasta desaparecer por completo. Los tres sujetos llegaron a un punto del cerro, donde fueron cubiertos por la niebla, obligándolos a detenerse.
No era una niebla que pronosticara lluvia, por el contrario, había en ella algo macabro y desasosegador. No había dudas que algo perverso ocurría en ese lugar.
—Todavía estamos a tiempo de arrepentirnos —confesó Caleb—. Presiento que este ataque llegará a oídos de Gia.
Su líder lo miró, volteando sus ojos al frente.
—Puedes irte, si quieres.
—Aunque lo hagas sola, ella se enterará —insistió Caleb.
—Yo no le rindo cuentas a nadie. —Lo miró—. Además, dudo que ella deje la comodidad de su trono por venir a buscarme, ni siquiera la creo capaz de mover un solo dedo para dar con mi paradero.
—Pero si lo hará si los Primogénitos llegan a poner un pie en su tierra —respondió el hombre, quién era la mano derecha de Gia.
La comisura de su líder subió. Esta se colocó la capucha, dio marcha a su plan, inernándose nuevamente entre los pinos, con sus dos compañeros detrás de ella. Ninguno disminuyó el paso, deslizándose con sigilo como si aquella zona fuera su hogar.
Ascendieron por los virginales caminos con destreza. Ni una gota de sudor cruzaba sus ocultos rostros.
La líder se detuvo, haciéndole señas al resto para que se dirigieran hacia la derecha, dejando atrás un viejo pozo de piedras cuya polea era una digna pieza para ser exhibida en un museo histórico.
Durante unos minutos, los tres sujetos continuaron subiendo hasta que se detuvieron frente a unos arbustos de helechos.
Un gesto de la líder bastó para que los otros saltaran dentro de dicho arbusto, traspasándolo.
Con sorprendente agilidad aterrizaron en completo silencio, internándose entre los estrechos pasillos del oscuro búnker.
La líder se detuvo para ordenarle a su equipo que la siguieran. Frente a ellos se abrió paso una amplia estancia, iluminada por la última bombilla de mercurio, cuyo vatios regalaba poca claridad al lugar.
La líder de Kaiwono dio tres paso al frente, revelándose ante un par de docenas de hombres. Uno de ellos salió a dar la cara, sonriendo con suficiencia ante la presencia de los tres encapuchados.
—No pensé que tendríamos acción —comentó uno de los mercenario, soltando una carcajada junto al resto de su séquito.
—Nos salió payaso el abuelo —respondió la líder de Kaiwono, ladeando su rostro y mostrando el dedo del corazón.
El mercenario dio la orden a los suyos y las armas de rayos gamma fueron desenfundadas, pero con la misma velocidad con la que el armamento apareció, los tres Kaiwonos desaparecieron.
Expectantes, los mercenarios buscaron con cautela a los intrusos en toda la habitación, sin siquiera atreverse a dar un solo paso. Mas el recinto estaba solo, o eso creyeron hasta que una nube de polvo opacó, por completo, la bombilla.
No hubo gritos. Todo sucedió muy rápido: bastó un golpe en el pecho, el puño en el rostro y redirigir la mano de uno de los mercenarios para que iniciara la masacre.
Cegados por la oscuridad, aconsejados por el miedo, dispararon sin un blanco fijo.
Los leves gemidos de dolor indicaban que la muerte se estaba dando un banquete con ellos.
Los movimientos de los tres Kaiwonos eran tan veloces que era imposible que un rayo impactara contra ellos.
En un par de minutos todo hubo acabado.
Las partículas de polvo que cubrían la bombilla volvieron a formar una estela en movimiento que terminó por difuminarse, haciendo que la habitación se volviera a iluminar, lo que les permitió ver el fruto de su asalto.
Comenzaron a revisar los cuerpos, en busca de algún sobreviviente.
Ainhara hizo una seña para que abortaran la búsqueda, incluso fue apoyado por Caleb. Al ver que su equipo estaba dispuesto a retirarse, la líder aceleró el paso, desesperada por encontrar a alguien con vida.
Desechando el último cuerpo, dio la espalda para salir con su equipo, cuando una débil sonrisa la detuvo.
Escondido entre los cadáveres, el jefe de los Mercenarios sonreía. Con el rostro ladeado, recostado sobre el estómago de uno de los caídos, no dejaba de burlarse de sus atacantes, a pesar de estar gravemente herido.
La líder de los Kaiwonos caminó hasta este, levantándolo de las solapas de su abrigo hasta quedar con él frente a frente.
—Dime, ¿qué es lo que buscan? ¿Por qué están cazando al Populo del Solem?
Pero el sobreviviente no dijo nada, solo continuó riendo.
Dándose cuenta de que no hablaría, hizo una seña a uno de los suyos para que se acercara. Caleb se acercó, colocando su mano en la sien del mercenario y la otra sobre su líder, de esa forma le trasmitiría toda la información que este guardaba en su interior.
A continuación, las imágenes se reprodujeron a una velocidad vertiginosa en la mente de la líder de Kaiwono.
Lo primero que observó fue el Cinturón de Orión, reverberando en el firmamento. Acto seguido, se presentaron en su mente, siete aborígenes de distintas étnias, todos pertenecientes a la época precolombina. Estos sujetos unían sus armas, mientras uno de ellos se desvanecía ante un monje de hábito marrón. Esta imagen fue reemplazada por una fuerte explosión y los gritos.
Entonces, fue allí cuando pudo presenciar como un coche bomba sembraba el horror en una ciudad, confundiendose con el fragor de una batalla y las chispas de dos espadas enfrentándose. En su mente, había fuego, gritos, muchos gritos provenientes de la nada.
De repente aparecieron personas aturdidas, que corrían, en un intento por salvar sus vidas. Entonces, vio el Sello de Ardere en la mano de un adolescente, grabado en marrón y dorado, como la piedra Ojo de Tigre, y detrás de esa mano, las fauces de un dragón se abrieron para engullirlo.
Soltando al moribundo mercenario, la líder de Kaiwono retrocedió horrorizada. Trastabilló, cayendo sobre algunos cuerpos. Asqueada, intentó quitárselos de encima, mientras escuchaba como el último aliento de su enemigo era exhalado.
Caleb le hizo señas a Ainhara para que saliera, entretanto él se acercaba a su líder para tenderle la mano.
—¿Qué viste? —le preguntó.
Pero ella negó. Todavía no podía asimilar lo que había visto, solo tomó la mano que seguía esperando respuesta.
Ambos corrieron por los estrechos y oscuros pasillos, para luego ser ayudados por Ainhara, que se encontraban afuera.
—Hazlo —ordenó la líder a Caleb.
El sujeto giró sus manos creando una pequeña esfera, sobre la superficie de esta se podía ver ramificaciones doradas encenderse como neuronas.
La esfera de energía fue dirigida al interior del búnker, traspasando la hermética entrada y viajando hasta las entrañas de la guarida, entretanto su creador se daba prisa para alcanzar a sus compañeras.
Lejos del cerro El Café, los tre sujetos vieron cómo la neblina del bosque se iluminó. La esfera de energía estalló, el resplandor de la explosión iluminó el cerrro. La Tierra se estremeció, lo que hizo que las poblaciones aledañas salieran horrorizadas de sus casas.
—Esto traerá consecuencias —dijo Caleb.
—Ya es hora de que el Solem se manifieste —respondió la líder, dándole la espalda para marcharse, mientras las imágenes vistas se repetían una y otra vez en su mente.
Ella sabía que algo macabro se acercaba.
***
El cerro El Café, Naguanagua, Venezuela.
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