3. Berlinesas y sueños

La palabra revienta en el silencio
y el silencio se nutre de las
palabras.

David Escobar Galindo.

El verano sureño atraía a Camila Masetti, invitándole a dar un pequeño paseo por la ciudad.

Abriendo la ventana de su habitación, ubicada en el segundo piso de un modesto apartamento, dejó que el ardiente sol bañara su caucásico rostro, mientras relucían sus dorados cabellos.

Sonrió.

Le pareció un bonito domingo, de esos en donde solo se desea ser una con la naturaleza.

Aquel era uno de esos días en los que sentía que cualquier herida podía sanar, en especial si se tenía el alma marcada como la de ella.

Sin ningún cuidado, recogió su cabello en un chongo donde mechones dorados y morados se mezclaban en singular armonía. Se terció su bolso de tela azul celeste y se colocó su brazalete electrónico para cancelar el servicio de transporte.

Sus planes eran sencillos: recorrer la distancia entre su hogar y su tiendita de repostería, hacer algunas berlinesas y alfajoles para alegrar el paladar de sus leales clientes, dándole el toque dulce al día.

Tomó la bicicleta del cicloparqueadero, marcando el pago con su brazalete, y comenzó a andar.

Sonriendo, abrió sus brazos para sentir las anheladas corrientes de aire que hacían parecer benévolo a un sol inclemente, aun cuando la temperatura no alcanzaba los acostumbrados treinta y tantos grados centígrados.

La sombra de las verdes jacarandás se manifestaban en el suave rojo de sus párpados cerrados, aquellos magníficos árboles, que durante los meses de noviembre y diciembre, solían vestir de un mágico lila a la ciudad de Buenos Aires.

Abrió sus ojos. A pesar de los altos y bajos de su vida, sentía que momentos como ese se marcaban como brasas ardientes en su corazón.

La infancia de Camila había sido como un cuento de hadas. Su padre, Facundo Masetti, era un acaudalado científico y empresario, reconocido en el mundo entero por su contribución al avance en materia satelital. Su acomodada posición le regaló a su segunda y menor hija, una niñez sin privaciones.

Ella pudo tener mucho más de lo que poseía, su padre no habría escatimado en darle todos los gustos. Sin embargo, Camila nunca se sintió atraída por el esplendor del lujo, ni deseó cosas vanas. Ejemplo de ello era su cuarto de juegos, el cual siempre estuvo solo. Nada la atraía, hasta que de la mano de su aya, descubrió lo que se convertiría en su máxima pasión: la gastronomía.

Al principio, su extraña fascinación por las artes culinarias no fue bien recibida por sus padres, pero el carácter noble y obediente de la niña terminó derruyendo la prohibición de los progenitores. Mas, Camila jamás se imaginó que su segundo mayor deseo la separaría, de una forma definitiva, de su familia.

Recorrer los diez kilómetros fue para ella un acto fugaz.

Bajó de la bicicleta, acomodándose las bermudas de mezclilla blanca. Dando algunos saltitos, se dirigió a la entrada de su tienda. Colocó su pulgar debajo del pomo de la puerta, en el capta-huellas. Acto seguido, el sistema de seguridad escaneó sus pupilas, escuchándose el clip de la cerradura. Automáticamente, el letrero de neón se encendió, apareciendo rotulado en azul la palabra "Bienvenidos".

Aquel lugar era suyo, fruto de su esfuerzo. En él, podía sentir la esencia de su ser.

El tintineo de la campana de la entrada le anunció la llegada de los primeros clientes, justo cuando colocaba la masa de las berlinesas a sofreír, marcando el tiempo que debían permanecer en el aceite.

Saliendo al mostrador, sin quitarse el delantal de vichy rosado, sonrió para dar la bienvenida a sus comensales.

Tres jóvenes adineradas, exhibiendo sus vestidos veraniegos con discretos sombreros, entraron echando un vistazo al local de blancas mesas de madera con centro florales donde la lavanda resaltaba.

El lugar era acogedor: las vitrinas de cristal, paredes en tono arena, muy difuminado, donde resaltaban los detalles country combinados con helechos en macetas que regalaban frescura a la estancia, aportando elegancia y sofisticación.

Camila se encontraba orgullosa de su tiendita de dulces, pues aquel había sido su refugio después del destierro, el instrumento mediante el cual volvió a conectarse con su ser.

Una de las clientes de ese día era Valeria Sosa. Ambas chicas se conocieron de niñas, sus padres habían sido socios en múltiples negocios. Sin embargo, su relación siempre estuvo marcada por una competitividad malsana, la cual se acentuó al entrar en la Academia de Entrenamiento del Clan Sidus, donde no solo lucharon por sobresalir sino también por recibir el honor de convertirse en la próxima bendecida por el Solem, batalla que Camila perdió al cumplir los veintiún años. 

Su tiempo para ser escogida como Primogénita había pasado, complicándose con el hecho de tener que renunciar a su propia familia.

—¡Camila Masetti! Mirá qué pequeño es el mundo. Jamás pensé encontrarte en este... ¿lugar? —dijo mientras echaba una mirada despectiva—. ¿Sos la vendedora?

—Sí —respondió con humildad. Se sentía digna de estar dónde estaba—. ¿Qué puedo ofrecerte?

Una simple pregunta para ponerle punto y final a una conversación que no quería tener. Pudo haberle dicho que más que una vendedora era la dueña.

Sí, aquel era un local muy modesto, demasiado poco para una chica que lo había tenido todo, mas Camila no se sentía menos por eso. Su negocio era fruto de su esfuerzo y sacrificio; tenía mucho que pagar aún, mas aquello era suyo, la mano de su padre no estaba involucrada en su adquisición, y solo por ello se consideraba superior a Valeria, por tanto nada de lo que dijera podría lastimarla.

El teléfono de Asier repicó un par de veces antes de que lo atendiera. Salió apresurado del baño, con la toalla en los hombros —para poder secarse el cabello, mientras conversaba— y dando saltos para colocarse un pantalón deportivo. 

 —¡Chaval! —. Saludó sin preguntar. Sabía que, en todo el mundo, solo había una persona que le llamaría.

 —Anoche he soñado que nos  comíamos unos deliciosos miguelitos de la Roda, pero como soy incapaz de pedir más a mi hermano, me conformo con unos churros y una taza de chocolate.

Asier sonrió mordiéndose los labios.

 —¡Vamos, hombre, que te compro los miguelitos, los churros, los piononos y bartolillos que desees, con una buena taza de chocolate y malvaviscos!  

 —¿Nos vemos a las 17 hrs? Le diré al chófer de padre que me lleve a nuestra pastelería.

 —Nos vemos a las 17hrs, hermanito  —confirmó Asier, colgando la llamada con la felicidad reflejada en rostro. 

Adrián se iba quitando los guantes de combate mientras caminaba por uno de los pasillos del lujoso edificio de Operaciones de Ignis Fatuus en San Salvador.

Su fornido y moreno cuerpo se reflejaba en los cristales que hacían las veces de paredes, siendo admirado por todos los miembros del Clan que trabajaban en dicho lugar. Los que se cruzaban en su camino lo saludaban con una modestia venia.

Con la mirada al frente, sin emocionarse por las muestras de respeto de los suyos, continuó su recorrido hacia el Centro de Comando.

Un hombre, con un tono de piel más oscuro, se inclinó al verlo. Este tenía unos treinta y cinco años, vividos a intensidad, así lo delataba su agotado rostro, pero —a pesar de su experiencia y de ser trece años mayor que Adrián— mostraba un enorme respeto hacia el joven, porque más allá del talento del chico como guerrero certificado, y de ser uno de los miembros más inteligentes del Clan del Phoenix, también era el líder del Equipo Élite —grupo especial de combate— y Primogénito de Ignis Fatuus.

Ambos hombres vestían de negro, al igual que todos los que se encontraban en el edificio. Aquel era el color que la Fraternitatem Solem solía lucir entre los meses de septiembre y marzo, propiamente entre el Equinoccio de Otoño y el de Primavera, para honrar al Solem durante el Solsticio de Invierno en el Hemisferio Norte.

Adrián se acercó a una extensa mesa ovalada, en donde José Javier se encontraba reclinado.

—¿Qué me cuentas? —preguntó.

—¡Primogénito! —saludó, pasando su mano derecha por la superficie de la mesa.

El mapa de América apareció en relieve, detallándose sus montañas, valles, lagos, sabanas, desiertos, selvas y ríos, todo de una manera tan natural que era fácil pensar que el hombre jamás había puesto una mano sobre aquellas tierras.

El Primogénito se concentró en la carta geográfica, enfocándose en unas esferas rojas que resaltaban algunas zonas del mapa, llamándole la atención que la mayoría de estos puntos estaban sobre Venezuela.

—Por lo visto, ha habido mucha actividad allí —señaló Adrián.

—Sin embargo, los Clanes que hacen vida en Venezuela no se han adjudicado el liderazgo de las expediciones, y eso es bastante extraño. 

—Sin embargo, Mane concentra todas sus fuerzas ahí, quizás ellos tengan algo que ver con dichos ataques —confesó, viendo con gravedad a José Javier—. ¿Han dado con ellos?

—Es una posibilidad, aunque Mane ha vuelto a ser un Clan fantasma.

Adrián suspiró, concentrado en el mapa de Venezuela.

—Tengo que decidir si Ignis Fatuus revela mi Primogenitura o no  —. Observó a José Javier. —Me preocupa que el Solem se esté tomando más tiempo del debido para escoger al resto de los Primogénitos.

 —O quizás esta lucha es solo de Ignis Fatuus —concluyó José Javier —. A fin de cuentas, de alguna manera seguimos ligados a Mane y continuamos siendo el Clan más fuerte de la Fraternitatem Solem.

Adrián apretó los puños, quitando la mirada del mapa para fijarla en el Monumento al Divino Salvador del Mundo, el cual se podía apreciar desde la oficina de Comando en donde se encontraba. Si bien era cierto que Ignis Fatuus seguía siendo el Clan más poderoso de la Hermandad, Adrián temía que el grado de violencia, el cual iba in crescendo, escalara a niveles que ni él, ni su Clan pudiesen contener. 

Por ahora solo podía vigilar e intentar dar con el paradero de Mane. 

***

Jacaradás de Buenos Aires, Argentina, en primavera.

Monumento al Divino Salvador del Mundo, en San Salvador, El Salvador.


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