Epílogo - Ralph

2 MESES DESPUÉS

Cuando la asistente del vuelo nos indica que ya hemos aterrizado con éxito y que podemos ir desabrochando nuestros cinturones de seguridad, un cosquilleo empieza a alojarse en mi estómago; estoy a unos minutos de ver a Montserrat de nuevo.

Las últimas ocho semanas y media han sido una constante nostalgia por no tenerla a mi lado, pese a que hablamos por mensajes todos los días y por videollamada varias veces a la semana. Había momentos que estábamos tanto en contacto que podía casi imaginar que la encontraría en mi habitación de hotel al terminar mi jornada, pero entonces llegaba la noche y se hacía más real el millar de kilómetros que nos separaban.

Aprendimos a vernos por medio de una pantalla antes de dormir y a esperar nuestro mensaje de buenos días al despertar, siempre haciendo una competición por quién despertaba y enviaba primero el mensaje. Ella me ganó la mayoría de veces.

Había días en que su ansiedad por mi ausencia se traslucía en su actitud, aunque nunca lo puso en palabras textuales. Notaba su inseguridad antes de que colgáramos la llamada o el video, escuchaba esa pizca de miedo que le producía su pregunta de "¿Qué tal tu día?" cada noche, como si la posibilidad de que mi respuesta fuera "conocí a alguien más" la aterrara.

Por eso valoro demasiado que hiciera todo en su mano sobreponerse, que no flaqueara e intentara a todo momento hacérnoslo más fácil, porque también fue duro para mí tenerla tan lejos. Yo hice lo mismo estando en constante reporte, diciéndole que la amaba en cada mensaje y recordándole cada día cuánto faltaba para volver a vernos.

Y ya no faltan sino minutos.

Que serán muchos más si el viejito en la silla junto a mí no se apura en sacar sus cosas del compartimento superior del avión.

—¿Necesita ayuda? —ofrezco, viendo que batalla y batalla y ni saca sus cosas ni se mueve para dejarme salir.

—Se atascó —gruñe el hombre.

—Deje, yo le ayudo.

Se mueve para darme lugar y rápidamente desatasco la maleta negra, que solo necesitaba un reacomodo para salir. La pongo en sus arrugadas manos antes de tomar la mía también. Miro por el pasillo, deseoso de salir corriendo, pero me desinflo al notar que todos están en la misma misión de sacar maletas, estirar las piernas y acomodarse para abandonar el avión. Resoplo.

—¿Tienes apuro muchacho? —pregunta el viejito con amabilidad.

—Algo. Me esperan afuera.

—Una mujer —dice. No es una pregunta. Sonrío sin darme cuenta—. ¿Esposa o novia?

—Novia.

—¿Hace cuánto no se ven?

—Dos meses.

El viejito suelta una risa, aunque no la siento burlona sino más bien divertida.

—Quien te viera creería que hace tres años no la ves.

—Así se sintió.

—Ah, el amor joven... —Suspira con añoranza—. Disfrútalo cada segundo.

Asiento con cortesía y espero impacientemente a que la fila de personas empiece a andar hacia la salida. Respiro hondo para evitar gruñirles a desconocidos hasta que finalmente logro bajarme del avión. Agradezco mentalmetne solo tener mi maleta de mano, así no perderé tiempo buscando otra en la cinta de equipaje. Montse me escribió hace cinco minutos que ya había llegado, que estaba en la sala donde nos despedimos hace dos meses, así que camino hacia allí con apuro.

Me detengo cuando la veo ahí de pie, oteando entre la pequeña multitud que, como yo, van saliendo para reunirse con sus familiares o para buscar un taxi. Montse me encuentra con la mirada, su sonrisa se expande y luce aliviada, como si hubiera temido que no bajara de ese avión como le dije esta mañana que haría.

Camina hacia mí, dos pasos después empieza a trotar. Cuando coincidimos a mitad de camino, vamos con la suficiente velocidad como para estamparnos con fuerza. La abrazo por la cintura, aspirando hondo el aroma de su cabello y alcanzo a elevarla unos centímetros en el aire.

—Volviste —susurra contra mi cuello.

Me río, luego la bajo de nuevo al suelo.

—¿Lo dudabas?

Como respuesta, toma mis mejillas y me besa en los labios. La extrañé más de lo que suponía, lo sé cuando su beso me nubla tanto la mente que me olvido de cualquier cosa que no sea ella. La sostengo, la beso, disfruto su cercanía, la suavidad de sus labios, el tacto de sus dedos en mi mentón. La sensación de que me anhelaba tanto como yo a ella.

—Te extrañé —dice, mirándome a los ojos—. Te amo, Ingeniero, me haces falta cuando no estás.

Mi corazón se derrite con sus palabras.

—Te amo también, Fiona. —Sonríe, feliz, tanto como yo—. ¿Qué planes tienes hoy?

—Todo mi día es para ti.

Sonrío de lado, rozando mi nariz con la suya.

—¿Qué te parece si vamos a mi apartamento y te muestro cuánto te extrañé yo a ti?

Sus mejillas enrojecen solo un poco, pero sus ojos dejan ver la expectativa que se empieza a formar en su cuerpo.

—No quieres perder tiempo.

—Ya perdí ocho semanas y media de tu compañía.

Montse roza sus labios con los míos de izquierda a derecha, lenta y tortuosamente. Antes de hablar, sus dientes atrapan mi labio inferior durante un instante. Su voz suena sedosa.

—Entonces vamos, yo también voy a mostrarte cuánto te he extrañado.

Su mano entrelaza con la mía y aunque hay partes de mí que tienen apuro por estar a solas con Montse, el resto solo quiere disfrutar de esa sensación de tenerla a mi lado y no tener que soltarla.

Montserrat y lo que ella me ofrece: su amor, su confianza, su incondicionalidad, momentos de felicidad, risas y placer, representan la superación total ese temor que por tanto tiempo tuve latente en mi vida, ese miedo encarnado de echar raíces, de conseguir algo por lo que valiera la pena regresar a algún lugar.

Recuerdo que hace meses miraba y envidiaba lo que mi hermano tenía con su novia, y llegué a pensar que él era simplemente suertudo, que no para todas las personas podía ser así de bonito. Entonces llegó Montserrat para hacerme saber que sí podía ser igual de bonito para mí también, que sentir el acelere del corazón con el sonido de su voz, o la revolución de cada célula de mi cuerpo con un simple pensamiento en el que ella se atraviese, son retazos de esa magia que antes era tan ajena a mí y sin la que ahora no me imagino viviendo.

La verdad es que no tengo idea de cuánto vaya a durar esto, no sé si un día, un año, una década o toda una vida, pero sí sé que no me produce miedo pensar en ello, que el deseo de disfrutar cada instante del ahora es más fuerte que cualquier reticencia que pudiera albergar antes de estar con Montse.

El amor sigue siendo un terreno desconocido, solo que ahora es uno cuya exploración me llena de vida, de paz. Montse es con quien deseo conocer cada faceta de ese sentimiento, ese viaje de adrenalina y pasión al que le he huido, a veces de forma inconsciente, por tantos años.

En el taxi, Montse enarca una ceja hacia mí.

—¿Qué tanto me miras, Ingeniero?

Su tono juguetón, su mirada brillante. Tomo su mano y beso el dorso una, dos, tres veces.

—Me alegra haber vuelto, es todo.

—A mí me alegra que hayas vuelto.

Volver. Qué verbo tan bonito y tan nuevo para mí. Volver a casa de mis padres en Navidad y Año Nuevo es una cosa, pero no se compara con volver a Montse, a mi lugar en el mundo, al lugar que alberga y cuida mi corazón.

—Volví a mi hogar. Eres mi hogar, Mon.

Reposa su cabeza en mi hombro, su mano en mi rodilla y sé, en el fondo de mi corazón, que yo soy el suyo. 

***

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