29. Ralph

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Hace media hora miré el reloj y eran las siete de la noche, pero resulta que solo han pasado cinco minutos y no treinta como pensé. El segundero se burla de mí o la pila debe estar descompuesta, no tengo idea, pero no es normal que el tiempo pase tan lento.

Decidí venir a cenar con Noah en su apartamento sobre la pastelería porque me dije que así iba a dejar de pensar obsesivamente en el hecho de que Montse estará pronto en una cita con algún extraño que no soy yo.

Pues no ha funcionado.

—No tengo hambre —exclamo luego de revolver todo en mi plato con el tenedor y no tocar ni un grano de arroz—. Voy a la pastelería, ¿vale?

Noah me observa a mí, luego al reloj; no parece notar que algo anda mal, así que solo se encoge de hombros.

—Hoy hice unos macarrones franceses deliciosos, si tienes ganas de algo dulce, dile a Teresa que te dé un par.

—Gracias, Noah.

Bajo las escaleras de dos en dos; al llegar a la pastelería, un alivio sensorial me recorre: me encantan los colores, el aroma a café, los girasoles en sus floreros y el murmullo de voces. Sin duda es mejor que estar en silencio frente a mi hermano sin poder distraer mi mente en absoluto. Saludo a Teresa, le pido el macarrón diciéndole que Noah me la regala —espero que no me lo cobre porque ya me lo estoy comiendo— y tomo la única mesa desocupada, la más cercana a la puerta que solo es para dos personas.

En una mesa más allá hay una rubia de espaldas a mí; aunque sé que no es Montserrat, llega a mi mente su rostro y mi angustia, mis celos fantasmas se incrementan.

Cuando se formó el plan de ir a la playa con mi hermano, Vero y ella, formé toda una estrategia en mi mente para aislar un rato a Montse de los demás, dejarle saber que me gustaba, que quería que saliera conmigo en una cita de verdad y no solo a la cafetería para hablar del libro. Sabiendo que tendría una cita, iba incluso a rogarle que no fuera y que en su lugar se quedara conmigo...

El plan b era dejarle vía libre si luego de mi declaración de intenciones dejaba claro que no me quería como más que un amigo; respetaría eso. Iba preparado para todo.

Mi estrategia incluía hablar con calma, serenidad, madurez, pero entonces la mera idea de ella saliendo con alguien me provocó un revoltijo en el estómago; cuando menos lo supe ya estaba hablando con desdén y entonces todo se jodió. Se me olvidó mi discurso, mi intención de ser dócil y sincero, mi hasta el momento sutil coqueteo y solo pude ver el entusiasmo con que respondía que su cita sería el miércoles... hoy.

Creo que me molestó no ver ni pizca de duda en su voz o en su mirada cuando habló de la cita. Sé que sueno mezquino, pero esperaba que al menos se sintiera un poco fastidiada por tener una cita, un poco perezosa de asistir, yo me daría cuenta y ahí soltaría mi declaración... Luego, como en una película, me diría que me quiere también y nos besaríamos frente al atardecer.

Ese plan a no funcionó.

Ay, no, ya me estoy volviendo un auto-mártir romántico.

Mis divagues se interrumpen cuando Vero se sienta en la silla frente a mí.

—Hola, Vero. ¿Qué haces acá?

Me mira como si mi pregunta fuera estúpida.

—Es miércoles. —Debe notar que eso no me dice nada y explica—: Los miércoles son noche de películas con Noah. ¿Te nos unes hoy?

Mi hermano no me ha invitado, así que supongo que no me quiere acá para eso.

Niego con la cabeza.

—No creo. Solo vine a cenar con mi hermano y ya me voy a mi apartamento. ¿Te quedas a dormir acá los miércoles?

—A veces sí, depende de si me quedo dormida a media película o no. —Ríe ante sus propias palabras—. Además, Montse tiene una cita y no sé si lo vaya a invitar a entrar al apartamento o no, y no quisiera estar ahí interrumpiendo.

Una roca se anida en mi estómago ante esas palabras. Imaginarla en una cita es una cosa, la idea de que pase la noche con esa cita es...

—¿Crees que eso pasará?

—No ha pasado hasta el momento, pero uno nunca sabe.

Vero me mira directo a los ojos y hago todo el esfuerzo para disimular el malestar que me produce.

—¿Conoces a... a la cita de Montserrat? —Mi garganta raspa al usar las palabras.

—No, pero dice que parece un buen tipo. La semana pasada fue a tomar unas copas con Sol, una amiga que...

—¿La misma que le cuadró la cita a ciegas que salió mal? —interrumpo con un resoplido.

—Sí... —Entrecierra sus ojos—. No sabía que te había contado de ella.

—Lo mencionó.

—Como sea, fueron a un bar y allí conocieron al sujeto. Les invitó unas copas y al final le pidió el número de teléfono a Mon. El resto es historia. Montse no es una aficionada a las citas a ciegas y creo que esta, que conoció a la antigua sencillamente en un bar, la entusiasma más.

—¿Sabes a dónde irán?

Solo por saber...

—Un restaurante en el centro, creo. Mon igual me mandó su ubicación en tiempo real, porque mejor prevenir, así que ahí ando pendiente de ella. La última vez que miré seguía en la librería, eso fue hace... diez minutos.

Noah llega hasta nosotros y pone su mano en el hombro de Vero. Esta levanta la mirada, luego le sonríe con adoración.

—Mejor me voy —murmuro, sabiendo que ya sobro en este lugar. Tomo el último bocado del macarrón y miro a Noah—. Delicioso. No lo pagué.

—Te lo regalo.

—No lo iba a pagar. Nos vemos luego —digo a ambos—. Ojalá la película que vean sea buena.

—Te lo contaré —responde Vero, poniéndose de pie. Se va alejando de mí con Noah a su lado, alcanzo a escuchar que dice...— Traje galletitas de queso, espero que...

Los pierdo de vista. Desocupo la mesa y me despido de Teresa antes de salir al frío de la noche.

Mi apartamento está un poco lejos, pero decido caminar, al menos hasta que me canse y entonces tomaré un taxi. No quiero llegar pronto a mi cama porque la noche es joven aún y quedarme mirando el techo mientras imagino a Montse en brazos de un desconocido, suena a una gran tortura. Caminando también lo imagino, pero al menos me entretengo moviendo los pies uno delante del otro y el viento helado me espabila.

Con el paso de los minutos dejo de imaginar lo peor y, al contrario, evoco lo mejor de Montserrat. Mentalizo su rostro cuando llegué por primera vez a la librería a pedirle que me acompañara a la fiesta de la empresa, cuando compré mi libro favorito para que me dejara hablar, la forma hastiada en que dijo que sí. La recuerdo en aquel taxi cambiándose de ropa con incomodidad para llegar presentable frente a mi jefa, la primera vez que le dije que era como Fiona convirtiéndose en princesa. Pienso en ella explotando globos conmigo para ganar el microondas, sus comentarios cortantes que apenas bordeaban con el sarcasmo y la amabilidad.

La veo enojándose cuando dije que buscaría a una mujer más joven y luego yéndose furiosa, dejándome confundido. Recuerdo cuando le regalé mi libro viejito y amado en ofrenda de paz y ella lo aceptó con duda, para luego decirme que me odiaba por darle un libro que la mantenía despierta.

Evoco con vívida claridad la imagen de su perfil a la débil luz de una lamparita justo antes de que me besara, de que me abrazara, de que estuviera conmigo sin un suspiro de distancia entre nuestros cuerpos. Su rostro acalorado, su cabello en mis sábanas nuevas y carísimas, sus dedos apretando mi antebrazo mientras su otra mano recorría mi espalda. El sonido de sus jadeos ahogados en mi hombro.

Intento rebuscar en estos meses en que la conozco el momento preciso en que dejé de pensarla con la mente y comencé a verla con el corazón. El instante en que dejó de ser la amiga de mi cuñada y pasó a ser la mujer que me está volviendo loco. Cuándo fue que empecé a cuestionarme cómo proceder con ella, cómo hacer que las cosas funcionen pese a las advertencias de Noah y mi inexperiencia en el terreno del amor estable.

Y la verdad es que no lo sé. Sí sé el momento en que me di cuenta: el día en que me ayudó a colgar mis cortinas y una serie de tropiezos la dejaron sobre mí, a centímetros de mi rostro, su cabello sobre mis mejillas. Ahí noté que deseaba besarla más de lo que nunca había deseado besar a nadie, pero estoy seguro de que mi inconsciente empezó a desearlo mucho antes.

¿Fue cuando la vi en aquella cita y la ayudé a escapar, dejando a Mariam sola en el restaurante? ¿Fue cuando leí un par de capítulos para ella a cambio de que comiera algo porque estaba enferma? ¿O cuando la conocí formalmente en su apartamento hace tanto porque Noah iba a declararse a Verónica y lo acompañé para distraer a Montse y que ellos dos pudieran hablar solos?

Ese último recuerdo me hace sonreír. Vero no quería estar a solas con Noah porque estaba enojada; Noah quería estar solo con Vero porque estaba enamorado y debía decírselo. Ella llevó a Montse para que impidiera intimidad, y él me llevó a mí para que lo ayudara a conseguirla. Aquella noche, luego de que ellos lograran hablar, le dije a Noah en casa que presentía que yo no le agradaba a la «mejor amiga de su novia» y me dijo:

—No es personal, de seguro Vero le pidió que no la dejara sola y tú no dejabas de intentar sacarla de ahí, así que en ese momento fuiste su rival. Se le debe dar crédito por ser tan buena amiga con ella.

Aunque ahora que lo pienso, sí tuve razón: al principio yo no le agradaba a Montse. Todo salió bien para mi hermano esa noche: se pudo declarar, fue correspondido y el resto era historia.

Es gracioso pensar en cómo todo ha cambiado desde ese momento. Tengo un apartamento, un empleo fijo, me preocupo por el precio de las sábanas y me estoy enamorando de...

Me detengo en la calle, abrumado con ese último pensamiento que me golpea con fuerza en la cara.

No es un flechazo, yo... yo me estoy enamorando de Montserrat.

Semanas antes de que Noah se declarara a Vero, era evidente que estaba enamorado; cuando él decidió abrirse conmigo y contarme, supe que le daba miedo abrir su corazón a ella, por eso no se lo había dicho; no me dio detalles, pero sé que me burlé mucho de él porque pensé «¿No es estúpido enamorarse y detenerse por... por cualquier motivo, en lugar de arriesgarse a ver qué pasa?».

Ahora acá estoy yo, aceptando la certeza de que el amor ha tocado mi puerta y sintiéndome estúpido por no hacer nada al respecto... qué hipócrita de mi parte.

Y yo no quiero ser hipócrita.

Tengo que decirle a Montse que la quiero, enfrentar cualquiera que sea el motivo que me detuvo en aquella playa y arriesgarme. Si me corresponde, me habré preguntado por qué no se lo dije antes, y si no me corresponde... bueno, no tendré qué preguntarme qué habría pasado si.

Nunca antes le he temido a los riesgos, no cuando era niño, no ahora y este salto que da tanto miedo: el amor, no va a ser el primero al que decida huirle. No.

Cambio de rumbo y tomo un taxi, cuando el conductor me pide el destino, doy la dirección de Montserrat, luego empiezo a ordenar en mi mente todo lo que debo decir.

En la entrada del edificio de Montse hay tres escalones que llevan al portal. Me siento en el segundo escalón a esperarla, rezando para que no llegue de la mano con algún tipo, sino que llegue sola, o al menos, a una distancia prudente y amistosa de su cita.

Sé que sale de trabajar a las ocho y si la cita dura... ¿2 horas? estaría volviendo más tarde de las diez, pero ya llevo media hora acá, son pasadas las ocho y media y tengo toda la intención de esperar lo que sea necesario. Entre más se tarde, más podré planear lo que diré.

El vigilante del edificio se percató de mi presencia y por obvias razones desconfió como lo haría de cualquier hombre al azar que llegue en la noche a sentarse en la entrada del edificio; por fortuna me conoce, así que cuando vino a preguntar qué quería y me vio, le dije que simplemente estaba esperando a Montse y no vio problema en dejarme quedar en los escalones.

Me sorprendo cuando, faltando unos minutos para las nueve, Montse voltea en la esquina y camina hacia el edificio... sola.

No me ve de inmediato; va arrebujada en su bufanda, sus brazos cruzados con su bolso colgando de uno de ellos. Trae un gorro de lana puesto, la mirada distraída. Me pongo de pie, avanzo unos pasos hasta que ella levanta el mentón y me observa. 

Se detiene.

Ella y el mundo entero se detienen.

Toda esa planeación de mis palabras se borra de un soplo de mi cabeza. Quedo en blanco, de repente me siento un poco mal de haberme burlado tanto de mi hermano cuando estaba en la misma situación; sí es difícil abrir el corazón después de todo.

No sé qué ve en mi rostro, pero en el suyo hay sorpresa... y algo más que no logro descifrar. Tras un largo lapso en shock, empieza a andar de nuevo sin quitar sus ojos de los míos. Parece que tiene su mente repleta con millones de pensamientos y quisiera rogarle que me diga al menos uno de ellos.

Sigue caminando, al estar lo suficientemente cerca, estira sus brazos y los envuelve alrededor de mi cuello. La sorpresa del abrazo me saca el aire de los pulmones y tardo un poco en corresponderlo. No sé por qué me abraza, pero no estoy para quejarme.

—Ralph... —Mi nombre es en un susurro de sus labios que suena a súplica, a alivio.

Me cae a la mente la idea de que algo terrible pasó en su cita y por eso necesita un abrazo; me tenso, aterrado...

—¿Pasó algo en tu cita...? ¿Te hizo algo...?

Niega con la cabeza, así que me permito suspirar. Montse se aleja solo lo justo para verme a los ojos y me olvido de todo alrededor. La aferro más de la cintura, ella se inclina hacia mi rostro, me mira a los ojos, pidiendo permiso, buscando la negación, tal vez.

Y ahí lo veo: el deseo, el cariño, la necesidad. Todo en reflejo de los míos.

Tras unos segundos de dolorosa pero placentera incertidumbre, Montserrat me besa. 

***

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