27. Ralph
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Dos semanas después de que conversamos por mensajes y decidimos fingir que nada había pasado, me llega un esperado mensaje de Montserrat:
Montse: El momento ha llegado, estoy en el último capítulo
Añade un sticker de un gato gritando en crisis, lo que le da cierto toque especial a la situación.
Sonrío ante la pantalla, luego miro la hora en la esquina: las once y cuarenta minutos de la noche. Estoy en mi cama, ella debe estar en la suya y en lugar de escribir una respuesta, llamo a su teléfono. Me responde a los pocos segundos con una voz baja, de susurro.
—Soy más lágrimas que persona —dice al contestar.
—Espero que lágrimas de felicidad porque mataron a Fumero.
—Pensaba más en que Daniel no se murió después de todo y se casó con Bea, pero lo de Fumero también me hace llorar de felicidad.
—¿Vas a leer ya mismo el último capítulo?
—Mis lágrimas no me dejan ver.
—¿Vamos mañana por un café y lo leemos juntos?
Hay un silencio tras mi invitación. Montse ha hecho honor a sus palabras de que no hay nada raro entre nosotros, sin embargo, para mí sí que lo hay. No porque sienta que cometimos un error o porque me avergüence lo que sucedió, al contrario, es porque no dejo de pensar en ella y no sé qué hacer al respecto.
Invitar a salir a una mujer nunca se me hizo complicado, he sabido leer las señales que me mandan y actuar en consecuencia y, sin embargo, no sé cómo se siente Montserrat respecto a mí. Me confunde.
Lo bueno haber discutido el asunto por mensajes y no en persona, es que he podido repasar una y otra vez la conversación esperando hallar algo entre líneas que me dé alguna pista de lo que busco. He analizado mil veces mi mensaje de "no quiero que tengas razón, yo sí sé tener amigas" y el suyo de "no me dejo llevar así con amigos" y me he cuestionado si pusimos esas palabras por mera formalidad. Yo ni siquiera recuerdo por qué le dije amiga, pero después el tema no salió más y me cuesta mucho interpretar su comportamiento dado que, a comparación del previo a la noche que pasamos juntos, no ha cambiado nada.
Hay instantes, no obstante, en que me convenzo de que ahí hay algo. Le he dado su espacio y el noventa por ciento de nuestras conversaciones suelen ser sobre el libro —tema que me encanta discutir con ella—, la mayoría por medio del teléfono, sean chats o llamadas, pero las pocas veces que nos hemos visto... no sé, creo imaginar que me mira a los ojos y su pulso se acelera, que a veces su mano toca alguna parte de mi cuerpo y la deja allí más de lo normal, que ha bajado su vista a mis labios en algunas ocasiones... no quiero apresurarme y ver señales donde no las hay, no quiero meter la pata y que todo se vuelva extraño...
Y aún así.
Aún así no me la puedo sacar de la cabeza. A veces estoy en mis ratos muertos mirando documentos en mi escritorio y me descubro reproduciendo en la cabeza su imagen, su rostro, sus besos, el tacto de sus manos y una vibración me recorre todo el cuerpo. Me pica en los brazos la necesidad de volver a tenerla tan cerca que su piel se confunda con la mía. No le he dado muchas vueltas a qué es exactamente lo que siento por ella, a decir verdad me da igual si es un mero flechazo, si es algo más o algo menos; se siente tan bien que no me lo quiero cuestionar en absoluto.
Lo que sí me he cuestionado es cómo proceder. He estado varias veces a punto de decirle que me gusta, a punto de robarle un beso que no se espere, a punto de mandarle un mensaje en la madrugada porque me desperté pensando en ella. Pero entonces me detengo y... no sé si es miedo o cobardía lo que me frena, me gusta verlo más como precaución.
Montse responde tras un largo silencio:
—Sí, de acuerdo. ¿Pasas por mí luego del trabajo o nos vemos en algún lado?
—Iré por ti. No vayas a hacer trampa, no leas las últimas páginas aún.
Escucho su risa y mis ojos se cierran en reflejo, disfrutando el sonido.
—Si lo hago, no te lo diré y fingiré mañana que no lo he leído.
—Fiona jamás me haría eso.
—Lo haría si le hubieras dado un libro que la tiene llorando a medianoche.
—Las lágrimas por libros son las únicas que vale la pena derramar.
—Eso te lo concedo, tienes toda la razón. —Hace una pausa, luego añade—: ¿Ya estabas durmiendo?
—Solo acostado. No tengo mucho sueño aún.
—¿Insomnio?
—Algo así. Duermo poco cuando tengo la mente demasiado ocupada.
Su voz, como la mía, es un susurro y con los párpados cerrados puedo imaginar que la tengo a mi lado. La visualizo sonriendo, acurrucada en su cama de edredón púrpura, con su perra acostada a su lado y mirando la pantalla con los ojos llorosos. Quisiera estar ahí, pasar mis manos por sus mejillas, mis dedos por su cabello.
—¿Y qué te tiene tan ocupada la mente estos días?
Tú, pienso con una sonrisa. Considero decírselo, pero a la vez siento que si he esperado y reflexionado tanto para soltarlo, sería injusto hacerlo por teléfono, donde no puedo ver y evaluar su reacción.
—¿Y tú ya te vas a dormir? —Evado su pregunta—. ¿O vas a llorar otro poco?
—Odio que me evadan las preguntas, Ingeniero. Al menos miénteme, pero dame una respuesta. —Se escucha el tono bromista en su voz; me río también.
De acuerdo entonces.
—¿Justo ahora? Pienso en ti... —Un silencio, un suspiro, así que añado—: Y en Daniel, en Julián y en Fermín, en la boda de Bea y en la muerte de Fumero.
—Con razón no puedes dormir. Tienes razón, piensas en demasiadas personas.
—Pero tú siempre ocupas el lugar prioritario.
Hay silencio, lo único que escucho es mi corazón haciendo eco en mis oídos. Me niego a abrir los ojos, oigo también su respiración y un ¿suspiro? ¿Será otro juego de mi imaginación?
Finalmente, responde:
—Que pensar en mí no te quite tanto el sueño, tienes que cuidar tu salud.
—Puedo pensarte dormido también, se llama soñar.
—No te pongas romanticón, Ingeniero.
Su voz tan suave que apenas la escucho me hace sonreír.
—Es un efecto de la medianoche.
—Apenas son las once.
—Si te esperas hasta medianoche, me pongo más romántico —bromeo.
—¿Me dirás que estás enamorado o algo por el estilo?
Y ahí de nuevo, no sé si lo dice en broma o con una seriedad espeluznante.
El nudo sube por mi estómago lentamente hasta mi garganta. No me permito pensarlo mucho o abrir los ojos y aterrizar en la realidad de que estoy hablando más de la cuenta.
—Si fuera a decir algo así, no sería por teléfono.
—Un romántico de la vieja escuela. —Se ríe, no sé si está tan tensa como yo, pero aún así agrega—: Me voy a dormir ahora, espero que puedas dormir plácidamente.
—Descansa, Montse.
—Descansa, Ralph.
Dice mi nombre como una promesa, como una oración y las palabras quédate en la línea se atascan tras mi lengua. La llamada se corta y, como ha pasado últimamente, pienso en ella hasta quedarme dormido...
Y un poco entre sueños también.
***
Montse toma un sorbo de su café con leche y cierra los ojos, suspirando de placer.
—Es una noche helada —comenta después—. Tengo mis dedos congelados.
Los envuelve en la taza para calentarlos; me resisto de usar mis manos para envolver las suyas y nivelar la temperatura.
—Esperemos que al menos no llueva.
—Traje sombrilla por si acaso. No quiero que me agarre desprevenida de nuevo. —Saca de su bolso el libro, el motivo por el que estemos acá, pero de momento lo deja sobre la mesa sin intención de abrirlo—. ¿Y cómo estuvo tu día?
—Un poco agotador, pero eso es bueno, porque entre más trabajo, más me pagan, así que...
—Podrás comprar más cortinas —bromea—, eso siempre es un beneficio que vale la pena.
Montse me mira a los ojos, hay una risita en sus labios que se niega a salir; es el tipo de gesto travieso que haría un niño. Como simplemente me observa, me despierta la curiosidad.
—¿Qué?
—Es que... —Su amplia sonrisa me deslumbra un poco y debo recordarme no atontarme tanto por el mero acto de mirarla—. Es que te traje algo, es una bobada completa y no quiero que te rías, pero a la vez sí es gracioso.
—¿Me trajiste algo? A ver.
—Iba a ser un obsequio para cuando te mudaras al apartamento, pero la entrega se retrasó, pasaron cosas y bueno, casi un mes después te lo traigo.
—No me tengas más en expectativa, dime.
—Vale. —Emocionada como nunca antes la he visto, rebusca en su bolso y saca una cajita envuelta en simple plástico negro. Me lo tiende—. Retiro lo dicho: si te ríes, está bien, lo amerita.
Casi puedo verla dar saltos en su silla mientras le quito el plástico y encuentro una caja de cartón delgado, con uno de los laterales en acrílico transparente dejando ver su interior. Adentro hay un muñeco cabezón de grandes ojos y sin boca. Lo miro unos segundos y entonces entiendo qué es lo gracioso: el cabello marrón, los grandes ojos del mismo color, el cuerpo vestido con un jean y una chaqueta negra que me resulta familiar, la pequeña manito que está sosteniendo un bombillo y en la otra, un rectángulo diminuto en el que alcanza a leerse «La sombra del viento»...
—¡Soy yo!
—¡Sí! Es un funko personalizado. ¡Mira el nombre!
En el exterior de la caja, en la parte de abajo y con grandes letras blancas, dice:
—«El Ingeniero» —leo, soltando una carcajada—. ¿De dónde lo sacaste? Me encanta.
—En la librería los mandamos hacer de personajes literarios a pedido y se me ocurrió mandar hacer de nosotros. —Busca en su bolso de nuevo y saca tres cajas más—. ¡Mira, uno para Vero y otro para tu hermano!
Ambos tienen la misma estructura que el mío: cabeza gigante tirando a cuadrada, grandes ojos y sin boca. El de Vero tiene el cabello largo y marrón claro, unas flores en sus manos y tiene un bonito vestido amarillo; el de Noah es de cuerpo más ancho, aunque aún pequeño, tiene un delantal blanco de pastelería y una galleta entre sus dedos. Las inscripciones en la caja dicen: «La florista», y «El pastelero».
—Son hermosos —digo, sonriendo.
—Ya con esto cubro los regalos de la próxima Navidad.
Tomo la caja del de ella y sonrío aún más. Tiene el cabello rubio, le cae solo un poco hacia la espalda, en sus manos sostiene el mismo libro que tiene el mío y está vestida con una falda color crema y una blusita azul. En su pequeño bracito se alcanza a ver la manchita de un tatuaje. La inscripción de la caja dice Montse sencillamente.
—¿Por qué no "La librera"?
—No conozco suficientes libros para llamarme así.
—¿Podemos sacarlos de la caja?
—El tuyo y el mío, sí, estos no porque son regalos y no deberíamos abrirlos —responde, alejando los de Vero y Noah—. Son tan tiernos, los amo mucho. Mandaré hacer funkos de todas las personas que sean importantes para mí.
—¿Soy importante para ti?
Sus ojos llegan abruptamente a los míos, su sonrisa se disuelve un poco al tiempo que sus mejillas se enrojecen; sin duda se le ha salido sin querer el comentario. Sin embargo, yo le sostengo la mirada y sonrío tan tranquilamente como puedo.
—Pues sí... —contesta—. Creí que se daba por sentado.
Saco los funkos de ella y mío, los coloco uno junto al otro sobre la mesa. Noto que el de Montse es un par de milímetros más bajito, aunque puede ser que el mío tiene algunos picos en el cabello ilustrando mechones y por eso se ve más alto.
—Es bueno oírlo de todos modos. Se ven bien juntos —indico, señalando los muñequitos.
Montse los observa también.
—Parecen integrantes de un club de lectura por tener el mismo libro en la mano.
—O una amorosa pareja que encontró afinidad en el mismo libro —digo en broma... y en medio indirecta, a decir verdad.
Sé que Montse es lo bastante inteligente como para saber que estoy insinuándome abiertamente, pero sí me siento un poco estúpido de no saber interpretar su mirada cuando se lo digo, o los dos segundos de retraso que tiene la sonrisa en aparecer en sus labios.
—Hablando del libro... —Desvía completamente el tema—. Me quedan un par de páginas.
Tomo aire, mi corazón volando más que palpitando.
Acerco un poco mi silla a la suya y tomo el libro, dejando los dos funkos frente a nosotros como si nos mirasen desde su lugar. Abro el libro donde está el separador, luego se lo tiendo a Montse.
—Bueno, yo ya te he leído a ti, es tu turno de leerme a mí.
—De acuerdo. —Endereza su espalda y empieza su lectura—: "1966. Dramatis Personae. Julián Carax concluye "La sombra del Viento" con una breve memoria para hilvanar los destinos de sus personajes años más tarde..."
Pronuncia perfecto, a ritmo hipnotizante, se detiene en los puntos y toma un respiro en las comas. Habla en voz baja porque la cafetería está llena y seguro no quiere que todo el mundo la oiga. Cuando escucho lo suficiente, me convenzo de que está leyendo solo para mí, el resto del lugar se desdibuja no solo en mis oídos, sino también en mis ojos, dejándola solo a ella como centro de mi atención. Primero me concentro en su voz, luego en sus ojos repasando las palabras de izquierda a derecha, luego la yema de su dedo pasando la página y empezando de nuevo, finalmente, mi vista cae al movimiento de sus labios y se estanca ahí.
Sin darme cuenta dejo de escuchar su voz, mi mente nublada con el mero deseo de besarla. Nuestras rodillas se rozan bajo la mesa, Montse sigue leyendo, sigue recitando los párrafos que tan bien conozco... hasta que se detiene minutos después y levanta su mirada. Subo la mía a sus ojos de inmediato, notando que estoy más cerca de lo que pensaba.
—No puedo leer si me miras así.
—¿Pánico escénico?
Sonrío de lado, ella ríe entre dientes, cohibida.
—Solo si el público eres tú —musita casi de forma inentendible.
—Me gusta escucharte leer —digo—. Es... hipnotizante.
La veo tragar saliva y desviar la mirada, lo que me hace pensar que quizás, solo quizás, logro acelerar su corazón y sus nervios del mismo modo que ella alborota los míos.
—No deberías andar de coqueto, Ingeniero.
—¿Por qué?
—Aún no es medianoche —replica, media sonrisa en sus labios—. Y de verdad quiero terminar de leer, si no es mucha molestia —añade con voz sedosa pero burlona.
Levanto mis manos, después me reclino en el respaldo de la silla, dejando así un poco más de distancia entre nosotros. Creo que ambos suspiramos al mismo tiempo. Hago un ademán para que continúe:
—Por favor.
—Solo no me mires tan fijamente, solo me falta una página. —Aclara la garganta—: "Los años no fueron generosos con la memoria del inspector Fumero. Ni siquiera quienes le odiaban y le temían parecen recordarle ya..."
Esta vez sí la escucho de principio a fin; para poder concentrarme, me dedico a mirar los funkos y no a ella porque eso me distrae demasiado, he notado.
Los últimos párrafos del libro siempre me producen cierta nostalgia, porque significan terminar una aventura, dejar a los personajes con quienes tanto me encariñé, a su suerte y saber que, al menos en esa historia, no sabré más de cómo seguirán sus vidas. A veces uno no termina el libro, sino que el libro termina con uno y ese es el sentimiento más maravilloso que puede existir.
Yo conozco la historia de Daniel Sempere al derecho y al revés y aún así, me sigue emocionando con esas últimas palabras. Presto más atención cuando el puro final acerca:
»"Supe al instante quién la había escrito, y no me sorprendió regresar a la primera página y encontrar, en el trazo azul de aquella pluma que tanto había adorado de niño, la siguiente dedicatoria:
Interrumpo a Montse y termino las dos últimas líneas:
—"Para mi amigo Daniel, que me devolvió la voz y la pluma... —A Montse le sorprende mi intervención y me mira con lo que creo que es fascinación—. Y para Beatriz, que nos devolvió a ambos la vida".
—"Fin" —concluye ella, luego cierra el libro.
Nos sumimos en un silencio de unos segundos, sus ojos fijamente puestos en los míos. No es incómodo, no es tenso, es lo más natural y simple que he compartido con una mujer en mi vida. En su rostro veo el pasajero vacío existencial que se experimenta al cerrar una novela en su última página y me duele tener que sacarla de su burbuja:
—De hecho, hay un epílogo de media página más adelante.
Abre mucho los ojos y retoma el libro con rapidez. Esta media página la lee en su mente, para ella sola y veo aflorar lágrimas en sus ojos, lo que me hace sonreír más. Cuando la termina, baja el libro, entonces sí que le golpea la resaca post-buena lectura. Llora otro poco antes de mirarme.
—Llevó a su hijo al Cementerio de los libros olvidados —solloza—. Me encanta. Lo amé. —En un impulso, busca mi mano y la toma con la suya, que aún está helada pese al café que ya se entibia sobre la mesa—. Gracias por dármelo, lo he disfrutado de principio a fin.
—Es una saga, pero es opcional seguirla. Puedes quedarte solo con este final y...
—Los leeré todos... y si te parece, te pediré también spoilers cuando entre en crisis de no saber qué sigue...
Aprieto su mano y ella lo nota porque se tensa. No una tensión mala, sino una cargada de electricidad en el espacio que nos separa. Dios, quiero besarla como nunca antes.
—Pídeme los spoilers que quieras. En general, te daré lo que sea que me pidas.
Muevo mis dedos hasta que se entrelazan con los suyos, de pronto solo me queda una certeza en la mente: estoy flechadísimo por esta mujer y creo que es más que justo actuar en consecuencia, no dejarlo pasar como si no existiera este calor en mi pecho que me sofoca cada vez que la tengo cerca. ¿Qué me detiene realmente de decirle que me gusta, que salga conmigo, que la quiero...?
Puedo ver su respiración entrecortándose; mi cuerpo poco a poco, como un imán, se va acercando al suyo, que a su vez se gira en mi dirección. Voy a besarla, ¿por qué no hacerlo? No puede ser algo malo si me hace sentir tan bien.
—Ralph... —susurra a media voz.
—Montse —respondo en el mismo tono.
Me permite acercarme un poco más, lo suficiente para percibir su aroma cítrico mezclado con café y sentir el cosquilleo de su cabello ligeramente en mi mejilla. Pero Montse toma aire y suelta unas palabras que me tiran de sopetón hacia el suelo desde la nube en la que estaba flotando:
—Tengo una cita en una semana.
Oh...
Oh.
***
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