22. Montse
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—¿Quién diría que las cortinas son tan costosas?
Es la décima vez que sueltas un comentario de ese estilo, pero no puedo evitar reír porque cuando yo empecé a comprar mis propias cosas, con mi propio dinero, usaba esa frase con demasiada frecuencia.
—Ser independiente es carísimo.
—Vivir es carísimo —rezongas.
—¿Has visto los precios de los servicios funerales? Morirse está más caro.
Con dificultad cruzamos la puerta de tu apartamento, ambos cargando tantas bolsas como nos es posible. Luego de que dejas las tuyas en el suelo, corres hacia la recepción del edificio, pues allí quedó otro tanto que no pudimos traer en una sola ronda. Mientras te espero, ojeo el lugar. Es objetivamente pequeño, pero está tan bien distribuido que cada salón parece más espacioso.
La sala cuenta con un sofá de tres lugares, sobre el que hay dos edredones bien doblados, así que asumo que es allí donde has dormido estas dos noches. Aparte de eso hay una mesita de café con un adorno horrible que parece un elefante pero no puedo estar segura; un sillón poco acolchado y una estantería metálica con apenas algunas cosas al azar: una planta de plástico, un destapador de botellas, un lápiz gastado, una lata de soda sin destapar... me pregunto si esas cosas son tuyas o de la antigua habitante.
Apenas tengo tiempo de mirar la cocina y sus pocos utensilios, cuando te escucho gruñir por el esfuerzo de traer tus cosas. Al dejar todo en el suelo, vas hasta el sofá, caes en él, como si hubieras corrido un maratón y no solamente dos viajes arriba y abajo por las escaleras.
—Está bonito —halago—. Un poco sobrio para ti, pero...
—¿Sobrio para mí?
—Sí. Cuando uno te ve, imagina algo un poco más... vívido, colorido, pintoresco.
Abres mucho los ojos, simulando una estupefacción exagerada.
—¿Eso es Montserrat diciendo algo bonito de mí?
Tengo muchas cosas bonitas que decir de ti, Ingeniero.
—Que no se te suba a la cabeza.
—Creo que he gastado la mitad de los ahorros de toda mi vida.
—Es un buen gasto —digo—. El mero hecho de tener ahorros es buenísimo, así que ¿qué mejor que gastarlo en ti mismo?
Miras a tu alrededor, hay un brillo encantador en tus ojos, es como si no terminaras de creer que las paredes que te rodean, de cierto modo, te pertenecen. Sonrío porque entiendo el sentimiento... cuando me mudé con Verónica sentía cada parte de ese apartamento como ajeno, como si fuera aire que no debería estar respirando porque no era mío. Mi proceso de adaptación fue lento y, dado que fue a partir de una ruptura amorosa, doloroso. Pero una vez me sentí a gusto, me maravillaba llegar a dormir en un espacio que sentía como mi hogar.
Noto que me he quedado mirándote fijamente solo cuando me regresas la mirada y me obligo a desviar la mía. Mi corazón se salta un latido y sacudo la cabeza.
—Ya es tarde, ¿quieres comer acá? Podemos pedir algo mientras sacamos todo de las bolsas.
—Quieres una ayudante y solo pagarle con un almuerzo —recrimino en tono bromista.
Sonríes de lado.
—Evidentemente. ¿Aceptas o no?
Niego con la cabeza, pero me acerco a la bolsa más cercana y empiezo a desempacar, dándote así la respuesta. Te escucho llamar a un restaurante y ordenar comida para los dos, luego te unes a mí.
Sacamos las cortinas —una blanca y una oscura para cada ventana—, los dos floreros que insistí en que compraras, un mantel, cubiertos, bombillos ahorradores de luz, un par de cuadros, la cortina para la ducha, un espejo para la entrada... en realidad sí gastaste un montón de dinero.
Un rato después, viendo el desorden de cosas tiradas, me dispongo a hacer más que desempacar. Las ventanas son sorprendentemente altas, así que requiero de una de las sillas del comedor para poder alcanzar los soportes y colgar las cortinas. Por precaución, te quedas cerca de mí, sosteniendo la cortina mientras la voy deslizando por el tubo. Me falta solo un poco, pero mi mano no alcanza del todo al extremo de la ventana, así que me estiro.
—Bájate y reacomodas la silla —sugieres.
—No es necesario, solo son unos centímetros.
—Te vas a caer.
—No me voy a caer.
Me estiro tanto como puedo, ahora más por orgullo que por la cortina, pero logro terminar de encajar el soporte sin daños personales. Me quedo un momento sobre la silla admirando el color hermoso que elegí y asiento complacida.
—Es un lindo color —dices, casi con indiferencia—. Azul...
—Petróleo. Azul petróleo —completo por ti—. Es hermoso.
El timbre suena, debe ser la comida que has ordenado, así que retrocedes para buscar tu billetera. Comienzo a bajarme de la silla, pero entonces, de camino a la puerta, tu pie se enreda con una de las patas y me haces tambalear. Todo pasa muy pronto. Te das cuenta y ahogas un grito, estiras la mano hacia mí, pero al hacerlo tropiezas de nuevo y me siento caer. Estiro mis brazos por instinto, me agarro a lo primero que encuentro: tu camiseta, sin querer te empujo y en dos segundos, los dos terminamos en el suelo, yo encima de ti, la billetera perdida a un metro de distancia.
Mi corazón palpita rápido, apenas logro apoyar una mano en el suelo para no dejar todo mi peso sobre tu cuerpo. Mi cabello cae sobre tu cara y cuando la miro, noto tu gesto contraído.
—¿Estás bien?
Llevas la mano a tu cabeza.
—Creo que me golpeé con... —Miras alrededor y ves lo que buscas—. Con esto...
Es una caja alargada de cartón; son algunos utensilios de cocina sin desempacar, pero la caja tiene esquinas que se ven dolorosas.
—¿Te duele?
Me inclino para mirar el sitio donde tu mano está, rogando que no haya sangre o algo peor. No me percato de que sigo encima de ti y que he puesto mis piernas a cada lado de tu cintura, sino hasta que tomas una honda bocanada de aire y dices:
—Hueles bien.
Mi cuerpo se congela porque me doy cuenta de todo. Y el tuyo de repente también queda helado, quizás notando lo mismo. La cercanía, el aroma ajeno impregnando el espacio personal, mi cuerpo aprisionando el tuyo.
He ignorado el hecho de que me gustas cada segundo desde que lo supe. Me he dicho que no es importante, que es un flechazo como el que tuve con Frank y que no está destinado a más que ser platónico. Me he convencido de que esa revelación que tuve solo se debió a mi cuerpo débil por antibióticos y al desgano de la gripe que me pusieron vulnerable.
Pero en este momento solo puedo pensar en tu cuerpo pegado al mío, en lo cerca que está tu boca de mis labios. Y más aún, en el deseo vivo y lacerante de que me beses y me acerques más a ti.
—Gracias... —balbuceo—. Tal vez estás un poco tonto por el golpe.
Mis ojos conectan con los tuyos, todo rastro de dolor o confusión ha desaparecido de tu cara. Ahora solo me miras, tus labios entreabiertos, tu respiración superficial. Subes una mano a mi rodilla, que sigue aprisionándote a la altura de la cadera, parece más un gesto instintivo que consciente. El timbre suena de nuevo, haciendo que mi mente aterrice y recobre la compostura.
Me levanto de inmediato, quizás de forma muy abrupta, pero me consuela saber que usas la misma velocidad nerviosa para ponerte de pie también. Buscas tu billetera y al encontrarla corres hacia la puerta para poder recibir el domicilio. Uso esos segundos para tomar aire, sonrojarme libremente y pedirle a mi corazón que regrese a su latido normal.
¿Qué rayos acaba de pasar?
***
AAAAAAH, amo esta escena jasjas ♥
¿Qué les pareció el capítulo?
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