19. Ralph

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Son tres segundos y lo sé porque en la preocupación mi mente encuentra la obligación de contarlos. Tres segundos en los que Montse cierra los ojos y sus piernas flaquean. Tres segundos en los que solo mi cuerpo impide que se caiga al suelo mojado. Tres segundos en que solo puedo imaginar cosas terribles y grito su nombre aún sin saber si me escucha.

Cuando abre los ojos de nuevo, se ve un poco confundida, pero yo solo puedo pensar en el alivio que es que esté consciente.

—Montse. —Intento no imprimir miedo en mi voz, porque algo me dice que eso no la ayudaría—. Montse, ¿estás bien? Mon.

—Me siento mareada. —Mira a su alrededor como si no recordara cómo llegamos ahí, luego me observa a mí con el mismo enredo mental, aunque sus ojos demuestran cierta lucidez—. ¿Podemos... podemos irnos?

Aunque por fuera mantengo la angustia a raya, por dentro maldigo todo porque estamos en un lugar donde no pasa ni Dios y sé que si nos quedamos los dos acá, no conseguiremos pronto un taxi... pero dejarla sola de repente me parece una imprudencia, incluso si es solo un rato mientras camino hasta un lugar concurrido donde pueda hallar transporte.

—Voy a llamar a Noah —digo. Mi boca tuvo la idea antes que mi cerebro, así que me parece estupenda cuando la escucho en voz alta. Saco mi teléfono, en pocos segundos mi hermano nos contesta; apenas y lo dejo saludar antes de pedir ayuda—: Estoy con Montserrat y está lloviendo y necesito una forma de irnos, pero no puedo ir por un taxi, Montse está... algo indispuesta.

Sé que fue Noah quien me escuchó, porque él me habló primero, pero la voz que escucho a cambio es la de Verónica:

¿Qué le pasó a Mon? ¿Dónde están?

—Estamos... —Caigo en cuenta de que no sé exactamente dónde estoy—. No sé, en una estación de bus, le mandaré la ubicación a...

Montserrat, Ralph, ¿Mon está bien?

—Ahora sí. Por unos segundos se le fueron las luces.

Ponla al teléfono. Ya vamos saliendo a buscar el auto.

Musito un "ok" y le paso el teléfono a Montserrat, que lo toma sin abrir sus ojos, al contrario, los aprieta, como si lo que menos hubiera querido fuera que Vero se enterase de que no está bien. No le gusta que se preocupen por ella.

—Estoy bien, Vero, quizás solo se me bajó un poco la presión. Hace mucho frío, no he comido y he estado estresada. No, no salió bien, el tipo es un idiota, ya te contaré. ¿Ralph? —Montse me mira—. Nos encontramos por casualidad y tuvo la amabilidad de acompañarme.

Omite por completo lo que de verdad pasó, pero le dejaré a ella la decisión de contarle o no a su mejor amiga su pequeña crisis por culpa de esa desastrosa cita. Montse me devuelve el teléfono, haciendo una seña de que aún está alguien en la línea.

—Acá estoy —digo.

Mándanos la ubicación, ya vamos para allá. No la dejes sola.

Claro que no, no soy imbécil.

Sí, tienes razón, lo siento. Llegaremos pronto.

La llamada termina, regreso al lado de Montserrat.

—¿Cómo te sientes?

—Solo quiero llegar a mi cama.

Aún tiene mi chaqueta mojada sobre sus hombros, pero se acurruca en ella como si aún así le diera algo de calor. Solo entonces noto que yo también estoy congelado y que me castañean los dientes.

—Si Noah me pregunta... —empiezo, pero ella me interrumpe.

—No le cuentes que huí de mi cita. Por favor.

—De acuerdo.

—Solo nos encontramos cerca del restaurante, te ofreciste a acompañarme y luego nos agarró la lluvia. No me viste teniendo una crisis ni llorando ni lamentando lo que pasó con Henry hace tanto.

—¿Cuál crisis? —pregunto, sonriéndole.

Ella sonríe igualmente, agradecida, luego desvía la mirada hacia el frente. Sus ojos ausentes, tristes, vacíos. Conozco a Montserrat desde hace relativamente poco y siempre se muestra alegre, contenta, tranquila —con las excepciones de cuando aún no me veía con buenos ojos, pero eso es subjetivo porque su actitud era solo conmigo, no en general—, pero lo que ha pasado hoy me hace pensar que quizás ella esconde mucho de lo que le duele para que los demás no se preocupen.

No le gusta que Vero sepa algunas cosas y no creo que sea por falta de confianza, más que por la sensación de incomodidad de que la vean en una posición vulnerable. Montse es como un cristal que apenas tiene una manta para protegerse del peso del mundo que la quiere aplastar, pero que quiere que los demás vean esa manta como una coraza irrompible.

Hoy se ha mostrado ligeramente vulnerable conmigo y es evidente que no quería que así fuera, incluso presiento que algo entre nosotros puede cambiar un poco, quizás se mantenga alejada por vergüenza o por remordimiento. Y no me gusta la idea de retroceder y poner distancia.

—No te desmayes más —digo tras un rato de silencio. Mi tono jocoso, lo más cálido que puedo pronunciar—. No me asustes así.

—Lo lamento. Apuesto a que así no esperabas terminar tu noche.

Pienso en Mariam y en el camino que habría tomado la noche si me hubiera quedado con ella. Estaríamos en su casa, sin frío por la lluvia y compartiendo cama. Y me doy cuenta de que aún si pudiera devolverme y elegir, preferiría estar acá congelado con Montserrat.

Me acerco a ella, más que nada porque ambos estamos temblando y entre más cerca estemos, menor será el frío. O eso quiero pensar. Montse parece pensar lo mismo, porque recuesta su cabeza en mi hombro y engancha su brazo con el mío. Me pregunto si de nuevo se siente mal, pues dudo que en sus cinco sentidos y bienestar buscara de esa forma mi contacto.

Decido no quejarme ni preguntar. Qué más da.

—No terminó tan mal —susurro, en respuesta a su pregunta, aunque no sé si me ha escuchado.

Montse se acurruca más contra mi cuerpo. Pasa un largo rato de silencio, hasta que la oigo decir en voz baja:

—Sí, pudo estar peor.

***

La aventura bajo la lluvia no me dejó a mí grandes secuelas, pero no se puede decir lo mismo de Montserrat. Agarró un resfriado de esos que te noquean. Como para poder faltar al trabajo debe llevar certificación médica, se vio en la obligación de estar dos horas en la sala de espera del hospital y, ya que Vero tenía que trabajar y su preocupación más grande era que Montse no estuviera sola, me designó a mí como su escolta personal.

—Esto es tan innecesario —gruñe Montse por décima vez, mirándome—. No tengo doce años, puedo venir al médico yo sola.

—Deja de discutirlo, tu amiga solo se preocupa.

—¿Qué es lo peor que puede pasar? Literalmente estoy en un hospital, si me desmayo, estoy en el lugar más apropiado del mundo.

—Mira, puedes quejarte todo lo que nos queda de espera o puedes solo aceptarlo y agradecer que tienes una amiga que te quiere tanto que me obligó a venir.

Montserrat baja la mirada.

—No me gusta tampoco eso. Si no quieres estar acá, vete, sin resentimientos. Le diré a Vero que te quedaste.

—Es una expresión, no me obligaron. No tenía nada más qué hacer y yo también soy tu amigo, ¿no?

Me observa de reojo y tarda un poco más de la cuenta en asentir. Bueno, quizás no somos tan amigos realmente, pero es cortés al decir que sí.

—¿En qué turno van?

—59 —digo, leyendo la pantalla. Montse mira el papelito de su turno por centésima vez—. Solo faltan cuatro turnos, no te preocupes.

Suspira pero decide hacer tregua con sus quejas... al menos respecto a mi compañía.

—Odio el sistema de salud. Lo único que quiero hacer es descansar pero debo aguantar horas en esta horrible silla, arriesgando a los demás a que se contagien de la gripa y todo para que el seguro médico le asegure a mi jefa mediante un papel firmado que sí me siento tan mal como me veo, que no estoy mintiendo para no trabajar.

Siento una punzada de compasión. La verdad sí se ve enferma; tiene ojeras bajo sus ojos, la nariz roja de tantas veces que se ha sonado, una moqueadera permanente y su cabello desarreglado porque no tuvo ánimos de peinarlo, según sus propias palabras.

—No te ves tan mal.

Me mira con cansancio y por un segundo temo que se eche a llorar. No lo hace, sin embargo, solo muestra un poco de duda en sus ojos y luego...

—¿Te molesta si uso tu hombro de almohada un poco? Me duele la cabeza.

Me inclino hacia ella para darle el permiso y se recuesta contra mí. Temo contagiarme, la verdad, pero qué descortés sería decirle eso y negarme. Si me enfermo, bueno, pues a tomar remedios caseros que Noah me obligaría a ingerir. Qué más da.

Tras otros cuarenta minutos, sale el turno de Montserrat, la espero afuera mientras la atienden en menos de quince minutos más. Sale exhausta del consultorio, pero tiene en sus manos unos documentos que bate frente a mí en señal de victoria: el certificado de enfermedad y la incapacidad para faltar dos días al trabajo.

—Te acompañaré a casa.

En sus ojos quiere brillar la negación y pienso que me dirá que no es necesario, pero solo exhala con pesadez antes de asentir. Así de mal se siente, pobre Montserrat.

El viaje en taxi transcurre en silencio y ella nuevamente se recuesta en mi hombro. Está medio dormida cuando llegamos, debo zarandearla para que se disponga a salir. Pago el servicio, subimos las escaleras a su ritmo, que es lento y aburrido. Cuando abre la puerta, entro sin que me lo pida, la ayudo quitándole su bolso y dejándolo sobre una mesa.

Chocolate parece sentir que su dueña no se siente bien, así que omite el característico saludo efusivo lleno de lametones y gemidos, a cambio, solo restriega su cabeza peluda un poco contra las piernas de Montse; ella le habla con cariño, pero no le da más cuerda a sus atenciones.

—¿Tienes hambre?

—No quiero cocinar —se lamenta—. Y no me han pagado, no tengo para pedir domicilio.

Me sonrojo un poco, pero confieso:

—En realidad... Vero me dejó claras instrucciones de no dejarte sin comer y me dio un inventario de lo que hay en su cocina. Me dio también la tarea de cocinar lo que fuera y obligarte a comer así no quisieras.

Montse me mira perpleja, se debate entre el enojo y el agradecimiento con su amiga. Puedo saber que sus defensas han bajado, metafórica y literalmente, porque no me lo discute de inmediato.

—Lo siento mucho —dice, sorprendiéndome. ¿Se disculpa?—. Te devolveré el favor algún día, te lo prometo. Yo cocinaría si no me sintiera tan...

—¿Por qué sientes constantemente que cualquier cosa que haga por ti es un sacrificio? —interrumpo, enarcando una ceja—. ¿No harías tú lo mismo por Vero o por mi hermano... o por mí?

—Sí —contesta de inmediato—. Sí lo haría, pero...

—¿Pero qué?

Mira al suelo, sus manos se retuercen un segundo una con la otra.

—No... no me hago a la idea de que cuiden de mí. Mi ex lo hizo por tantos años que me volví una inútil en sus manos, y si otras personas me quieren cuidar así...

Recuerdo vagamente su pregunta sobre cuáles eran mis traumas. No le mentí al decir que no tengo ninguno de ese tipo, pero me pregunto si cuando lo dijo, lo hizo pensando en los suyos propios. Tengo meros retazos de su historia con el tal Henry, pero algo es evidente y es que la dejó lastimada de formas que yo no podría comprender y que, claramente, no le voy a pedir ahora que me explique.

Me acerco a ella, la tomo por los dos hombros hasta que debe mirarme a los ojos.

—Cuidar a alguien cuando se siente indispuesto es un simple gesto humano, ¿de acuerdo? Ni Vero ni yo creemos que seas una inútil o una niña de doce años. Necesitar ayuda algunas veces no nos hace débiles.

Sus ojos están llenos de venitas rojas de la misma alergia que la ha mantenido estornudando y tosiendo con frecuencia toda la mañana, mas ahora parece ligeramente que quiere llorar.

Asiente finalmente y la suelto.

—Me colocaré algo más cómodo —dice antes de irse a su habitación.

Entro a la cocina de Vero, examino primero las alacenas y la nevera, recordando la lista que me dejó en un mensaje de lo que podría hacer para cenar. Nada complicado, en realidad, y es muy específico para casos de gripe: sopa de pollo con verduras. Por fortuna sé hacerla y tengo todo a disposición, así que tras trajinar para buscar la olla adecuada, empiezo a cocinar.

Montse regresa a los pocos minutos y quiere ayudar, pero insisto en que no se acerque a la cocina, alegando que puede contaminar de virus todo lo existente, aunque en realidad solo quiero que se relaje un poco. Se ha colocado una sudadera que luce lo bastante abrigada como para caminar en el polo y opta por sentarse en una de las sillas del comedor, cerca, pero lejos de mí.

—Oye, no te pregunté, ¿quién te había acordado la cita a ciegas de ayer?

Hace una mueca.

—Una buena amiga. Dios, debo llamarla y pedirle disculpas. No sé ni qué versión le habrá dado Hank, qué vergüenza haberme ido así.

—Lo entenderá. —La escucho estornudar una, dos, tres veces y espero a que termine para hablar—. Deberías acostarte, Mon, cuando esté la sopa te la llevaré a la cama. —Me mira con cautela—. No voy a robarme nada, te lo prometo.

Suelta una risa que no se esperaba, así que tuerce el gesto cuando una punzada de dolor la atraviesa... o eso imagino porque pone cara de leve sufrimiento.

—Tengo contado cada grano de arroz —me advierte, divertida—. Sí me voy a recostar.

Se pone de pie, luciendo tan cansada como si llevara décadas postrada en cama. Quiero reírme un poco, pero lo evito porque no quiero que se sienta peor.

Antes de salir de mi vista, se voltea, me mira fijamente.

—No me robaré nada —digo de nuevo—. Lo juro.

Tarda largos segundos en responder y cuando lo hace, parece que le toma una gran cantidad de esfuerzo soltar dos palabras:

—Gracias, Ralph. 

***

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