12. Montse
Maratón 3/3
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Cuando Verónica regresa, apago la pantalla y coloco el teléfono boca abajo sobre la mesa, donde también reposan dos cócteles y un plato con papas fritas que nos sirvieron como aperitivo.
—¿A quién le sonríes?
—No es nada. ¿Todo bien?
—Sí, solo era mi padre, quería saber si iré la próxima semana a almorzar.
—Sí existen los padres que avisan con anticipación de esas cosas entonces —rezongo.
Vero ríe pero asiente.
Tomo un sorbo de mi bebida porque aunque mi madre estuvo conmigo solo algunas horas, quedé exhausta mentalmente y siento que necesito quitarme muchos pesos de la espalda. ¿Cómo es posible que un ser al que amo tanto me de tanta carga emocional, aunque sea de forma inintencionada?
—¿Quieres hablar de eso? Sí fue muy sorpresiva la visita de tu mamá y nunca te había visto tan... afectada.
Estresada, errática, nerviosa, cansada... esos también son sinónimos.
—Perdóname que haya llegado así a tu apartamento. Te juro que no la invité, tenía la dirección porque hace unas semanas me envió unas cosas, pero yo no...
—Hey, no estoy molesta. —Vero bebe de su propia copa, poniendo la pequeña sombrillita a un lado—. En serio, no te preocupes. Me interesa más cómo estás tú.
Suspiro, encorvando los hombros. La vergüenza por recibir una visita que pasó la noche en un apartamento que no me pertenece fue solo una pequeña parte de mi descontento y mi amiga lo sabe... aunque también sabe que me cuesta soltarlo todo así no más, así que empiezo despacio y ella me regala toda su paciencia.
—Me dijo que se sintió muy herida de haberse enterado de que terminé mi relación con Henry por chismes, y no de mi propia boca. Empezando por ahí.
—Eso pasó ya hace más de un año.
—Sí, pero no había tenido ocasión de echármelo en cara personalmente.
—¿Y tuvo ocasión esta vez?
—Sí, cuando sacó el tema casual de que yo no sabía qué demonios estaba pensando al vivir con otra mujer y sin un proyecto de vida.
—Suena a que no le caí muy bien.
Vero arruga la frente.
—No eres tú, Vero. Soy yo, le molesto yo. Le molesta tener a una hija de treinta años sin esposo y sin futuro.
Me escuece la garganta cuando lo digo, y quizás, solo quizás, me afectaron sus palabras más de lo que quiero expresar.
—Pues no tiene nada de razón esa señora. A menos que para ella "no tener futuro" sea "no tener a un hombre al lado", en cuyo caso sí tendría razón, pero una razón muy estúpida.
Escucho a Vero y los ecos de la discusión con mi madre regresan nítidos a mi memoria. Yo sabía que iba en plan ofensivo, lo supe desde que la vi mirarme en silencio varios segundos, como si se llenara de aire para inflar cada error que iba a echarme en cara.
—¿Qué piensas hacer con tu vida? —me preguntó.
Suspiré, lista para la discusión.
—Estoy trabajando y estoy feliz, mamá, eso es todo lo que sé.
—¿Feliz? Feliz estarías si te hubieras casado. ¿En qué pensabas?
—¡En mí! Henry me engañó durante cuatro años, mamá. Ya te lo conté todo, ¿por qué sigues de su lado?
—Él te daba buena vida, Montserrat, cometió un error y...
—¿Llamas "error" a haberme ocultado que tenía otra mujer y una hija?
—Quizás si tú le hubieras dado un hijo antes...
Resoplé tan fuerte que se calló.
—No voy a discutir esto contigo. Es mi vida, mamá, y si la mando por un caño o triunfo en ella, es mi problema.
Me observó sorprendida; creo que fue la primera vez en mi vida que me atreví a responderle y llevarle la contraria. Me pregunté si mi valentía había aumentado ahora que estaba lejos de la sombra de un hombre narcisista, o si sencillamente el vaso de mi docilidad se había rebosado o explotado en mil pedazos.
—No te reconozco.
—Y he trabajado muy duro en mí misma para que así sea. No me arrepiento de haber dejado a Henry y estoy feliz ahora, fin de la discusión.
Rodó los ojos en mi dirección, como si se resignara a que yo era un caso perdido. Las arrugas de sus ojos se notaron más por unos segundos y pensé que se veía demasiado frágil para tener una lengua tan filosa y un juicio tan venenoso.
Verónica me toca el antebrazo y regreso a nuestra conversación en la mesa del bar. Me observa expectante y sé que debe esperar algo de mí.
—Disculpa, no te escuché. ¿Qué decías?
—Te decía que no debes escuchar a tu madre. —Vero no muestra ni pizca de enojo porque la estuviera ignorando—. No en este caso, al menos.
—Me insinuó que era mi culpa... —Confieso—. Lo de Henry. Que si yo le hubiera dado un hijo, que si yo hubiera aguantado su error...
—Tu mamá es de otra época y por eso le respeto su pensamiento, aunque su pensamiento sea una porquería. Pero tú eres de esta época, y, en esta, las mujeres no nos conformamos con el primer imbécil que se nos cruza. Si hubieran tenido un hijo, solo tendrías un motivo para atarte a él, pero Henry hubiera hecho lo mismo y de la misma manera. El nivel de basura humana que él tiene, no depende de la mujer que tenga al lado. Y por suerte ya no eres tú quien está ahí, así que salud por eso.
Eleva su copa con una sonrisa de consuelo en los labios; sonrío igual, porque sus palabras siempre me calman las inquietudes. Choco mi copa con la de ella y asiento.
—Tienes razón. No tengo a un hombre al lado, pero nunca fui más libre.
—Eso es. Y puedes conseguir pareja cuando quieras. Eres hermosa, inteligente y tienes un gran corazón que cuando menos lo pienses, estará listo para amar de nuevo.
—Creo que ya lo está —digo—. Me refiero a que... no sé, cuando pienso en la posibilidad de empezar a salir de nuevo con hombres, ya no lo siento incorrecto, ya no me siento culpable. Creo que ya superé del todo a Henry.
Verónica abre mucho los ojos, pero es una expresión de alegría, de sorpresa satisfactoria.
—¡Eso es! Y hay alguien que... —empieza, sugerente.
—No voy a salir con Frank.
Vero se desinfla notablemente.
Frank es nuestro vecino de un par de pisos más abajo, hermano de Nicolás, mi niñero ocasional de Chocolate; es amable, coqueto, sé que le gusto... y tiene casi diez años menos que yo, lo que de inmediato lo saca de las opciones.
—¡Vamos! ¿Solo por la diferencia de edad?
—No es solo un número, Vero. Tener veinte no es lo mismo que tener treinta; creo que es maduro para su edad, pero sigue teniendo veinte años. No estamos en la misma etapa de la vida, no funcionaría y... y simplemente no. A veces creo que Frank me gusta, pero la mayoría de veces concluyo que es un gusto platónico, ese tipo de atracción de "quizás en otra vida coincidimos y nos enamoramos... pero no en esta".
Vero lo piensa antes de decir algo más y aunque parece tener algo para responder, decide retractarse antes de hacerlo; solo suspira.
—Vale, Frank está descartado. ¿Te unirás a apps de citas o algo?
—No. Soy más de amores a la antigua. Quiero conocer a alguien de forma normal, sin buscarlo. Como tú con Noah, conocerlo en una cafetería. O en la calle, o en la librería, o en una cita a ciegas organizada por personas, no por Internet. Siento que las aplicaciones de citas le quitan el encanto al romance.
—Pensaré en alguien para cuadrarte una cita a ciegas.
—¡No! —Suelto una risa—. No lo decía para que empezaras la búsqueda, era solo un ejemplo. Llegará cuando tenga que llegar.
Vero ríe conmigo, y con eso siento que las cargas emocionales que me dejó mi madre, poco a poco se caen de mi espalda. A veces me pregunto cómo pude sobrevivir veintinueve años sin una amiga como Verónica. La mera idea de no tenerla ahora en la vida me aterra.
***
Me miro en el espejo del baño del bar y me río.
No es que tenga algo gracioso en la cara, pero siento la chispa en los ojos del licor y del ambiente distendido. Me retoco un poco los labios y escucho sin prestar mucha atención que alguien sale de uno de los cubículos del baño; otro alguien entra enseguida. La persona que salió se pone a mi lado para lavarse las manos, la ignoro con la educación de dos desconocidas y entonces escucho su voz:
—¿Montserrat?
Cuando volteo, mi sonrisa se ensancha al reconocer la sonrisa perfecta, el peinado alto y afro y la piel oscura de Sol. Mi primer reflejo, quizás influenciado por el vodka, es saludarla con un abrazo; por fortuna ella aprecia ese tipo de contactos, así que no me rechaza el gesto.
—¡Un siglo sin verte!
—Desapareciste —recrimina con una sonrisa.
—No desaparecí...
—Un día dejaste de ir al gimnasio y no supe más de ti.
Conocí a Sol hace unos... no sé, dos o tres años, cuando aún tenía a Henry a mi lado. La vi por primera vez en el gimnasio y me ayudó a nivelar una de las máquinas, pues yo era nueva y ella llevaba tiempo en el entrenamiento físico. Nos hicimos cercanas, me presentó a su grupo de amigas y por el lapso que eso duró, me sentí más social y alegre que nunca.
Con el tiempo a Henry no le gustó que estuviera tanto tiempo con ella y entre cosa y cosa, terminé saliéndome del gimnasio para ir a uno mejor que él me pagó. Mucho después supe que esa técnica de "alejar sutilmente a los amigos" es frecuente en los narcisistas manipuladores como él, pero en su momento no le vi problema alguno.
—Lo lamento. Me fui a otro gimnasio y perdí mi teléfono así que tuve que conseguir uno nuevo...
—No importa. ¿Cómo has estado? ¿Te propusieron matrimonio en aquel entonces?
En algunas de nuestras charlas, le conté con emoción que sospechaba que Henry me daría pronto el anillo. Qué gracioso, irónico y triste resulta ahora pensar en ello.
Sol mira mi mano como si buscara la prueba, pero regresa a mis ojos con algo de incomodidad al ver mis dedos desnudos.
—De hecho sí... pero esa relación terminó tiempo después.
Retrae su labio, con la vergüenza de quien ha dicho algo indebido.
—¿Y eso fue bueno... o malo?
—Oh, buenísimo, yo lo dejé a él, es un imbécil.
Suelta un resoplido de alivio.
—¡Uff, menos mal! En ese caso, ¡felicidades! ¿Con quién estás esta noche?
—Con una amiga.
—Yo estoy esperando a alguien, ¿te importa si las acompaño mientras ella llega?
Sonrío porque esa personalidad magnética y extrovertida fue lo que me convenció de ser su amiga una vez. Sol te hace sonreír e ilumina la estancia con su chispa; ahora que lo pienso, tiene un nombre muy apropiado.
La llevo hacia donde está Vero en la mesa, y cuando se sonríen tras presentarse con sus nombres, sé de inmediato que se han caído bien. Me gusta pensar que estoy rodeada de buenas personas que tienen excelentes vibras.
—A decir verdad —empieza Sol—, me alegra haberlas encontrado.
Me gusta cómo incluye a Vero aunque la conoce hace dos segundos.
—¿Por?
—Es que vine a una cita... que conocí en línea. Así que si llega algo que no espero, me quedaré acá con ustedes.
—¡Justo hablábamos de citas en línea! —exclama Vero—. Montse cree que los sitios en línea quitan el romanticismo.
—Lo quitan, pero yo no busco un cuento de hadas, así que me funciona. —Sol me mira y estira su mano para darme un golpecito en la pierna—. Pero si estás buscando una cita a ciegas a la vieja usanza, conozco a mucha gente, así que nada más dime qué quieres y alguien encajará.
No dudo ni por un segundo que conoce a todo tipo de personas.
—En realidad, no...
—No estaría nada mal —interrumpe Vero, pasando su brazo por mi hombro—. Un hombre decente, trabajador, sin traumas con ex parejas y de más de treinta años, aunque de menos de...
Me mira, esperando que complete la frase. Por un segundo me planteo corregirla y decirle a Sol que no busco nada, pero pensándolo bien... pues no pierdo nada.
—De cuarenta.
Sol parece estar anotando todo mentalmente, y, a su vez, buscando dentro de sus conocidos a alguien que encaje.
—¿Algún gusto particular en cuanto a lo físico?
—No soy superficial casi en absoluto, pero solo pido que no sea calvo. —Mis amigas se ríen, pero asienten—. De resto da igual.
—Pensaré en alguien —promete. Luego saca su teléfono y me lo tiende—. Dame tu número, o nos perderemos de nuevo.
Tras hacer lo que me pide y devolver el teléfono, siento una ligera punzada de arrepentimiento y algo de ansiedad. Las posibilidades de que a Sol se le olvide, o simplemente no encuentre a nadie dentro de sus conocidos que pudiese encajar conmigo, son altas y eso no me preocupa, pero pensar en que quizás sí encuentre a alguien... hace muchísimos años no voy a citas, ¿y si ya se me olvidó cómo funcionan?
Abro la boca para decirle a Sol que mejor ignore esta conversación, que no me busque a nadie, pero entonces ella se pone de pie con su vista fija en un lugar junto a la entrada.
—Llegó Sam2458 —anuncia, tomando su bolso. Vero y yo, con nada de sutileza, miramos hacia el mismo sitio para ver de quién habla—. Y sí es lo que esperaba. Me voy.
Rodea la mesa y, cuando llega a un espacio entre Vero y yo, se agacha y nos envuelve a ambas en un abrazo a modo de despedida. Su piel emana un ligero aroma a coco. No logro ubicar a un hombre cerca que la esté esperando, pero entonces vemos a Sol alejarse hacia una mujer alta, con unos tacones que me hacen perder el equilibrio de solo mirarlos, un vestido que se le ciñe a las curvas y una flor adornando el pecho. Sol llega a ella y se saludan con un beso en la mejilla tan natural que nadie pensaría que son dos personas que se acaban de conocer.
—Que alivio —dice Vero. La miro—. Con las citas en línea uno nunca sabe quién podría estar al otro lado de la pantalla, pero al parecer Sol estuvo de suerte. —Vero quita la mirada de Sol y su pareja cuando estas se pierden entre la gente, luego me observa—. Bueno, ya está, ¡puede que tengas una cita a ciegas! Y sin aplicaciones en medio, como quieres.
—Podría salir mal, creo que...
—¡No, nada de arrepentirse! Será genial, ya lo verás. Y si te sientes insegura, yo iré contigo y me sentaré en una mesa cerca para cuidarte, al menos hasta asegurarme de que no estarás con un pervertido o un calvo.
Suelto una carcajada, pero asiento, al tiempo que tomo mi siguiente trago. Esta vez brindo con Vero por ella misma, por su compañía y porque no estaría haciendo nada de esto si no fuera por el valor que me trasmite su amistad.
—A veces siento que eres mi alma gemela —le confieso—. No sé qué haría sin ti.
Verónica sonríe.
—Soy tu alma gemela, Montserrat Robles. —Se inclina para hablarme en tono más bajo; sus ojos brillantes me indican que también está un poco ebria—. Pero si Noah pregunta, mi alma gemela es él.
Nos reímos.
—Trato hecho.
***
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