Capítulo 33

—¿Y a qué se debe esta visita nocturna tan inesperada? —preguntó Hedeon Konstantinov, el director del Hospital Psiquiátrico Weltschmerz  —. No recibimos visitas sin aviso previo, y mucho menos a altas horas de la noche. Los enfermos deben descansar correctamente.

—Señor Konstantinov, entiendo, pero iba saliendo del pueblo y pensé en venir a visitar a mi abuela. Será solo un momento —dijo Dasha en la inmensidad del vestíbulo del hospital

Konrad intentaba guardarse cualquier comentario, e inclusive había bajado la cabeza y mirado al suelo para evitar entorpecer las palabras e intenciones de Dasha.

El director, que estaba en la mitad de las escaleras, descendió por completo. Sus pasos hicieron eco y se detuvo rodeando a Konrad, quien levantó la cabeza.

—¿Y a qué se debe su presencia, joven? Recuerdo muy bien que vino con la señora Rossell. Parece que se preocupa mucho por las demás personas. Primero por el señor Rossell y ahora por la señora Kovac.

—Solo vine a acompañar a Dasha.

—Es cierto. Él maneja el auto. Vamos para Magna, solo por eso decidimos pasar por acá.

—¿Quiere ver a su abuela, señorita Kovac?

—Sí, señor.

—¿Tan solo eso?

—Nada más.

—Sígame. La llevaré con ella. El señor Brunner debe esperar acá. Es obvio que no puede ver a los pacientes si no tiene una relación familiar con ellos.

—Los podría acompañar hasta la puerta de la habitación...

—Ya dije que debe quedarse acá —reiteró el señor Konstantinov y de repente se abrió una puerta y entraron los mismos hombres que lo habían sacado a él y a sus amigos con anterioridad.

Dasha subió el primer peldaño y se giró para enviar un vistazo a Konrad. Se veía segura, pero el chico no supo si se debía a que estaba convencida de que nada malo le pasaría o sí sabía que se podía defender en un mal escenario.

—No tardaré —dijo Dasha y desapareció escaleras arriba. Konrad la observó hasta que no quedó nada más que el recuerdo del olor de su perfume.

Los hombres que habían entrado no le quitaban la mirada de encima. Cada paso que daba era fríamente seguido por los ojos de aquellos hombres que ni siquiera parpadeaban. Trató de eliminar la ansiedad respirando lenta y profundamente, pero eso no ayudó para nada.

Las luces titilaron y un segundo más tarde todo era oscuridad. April y Elio debían haber llevado a cabo a la perfección su parte del plan. Konrad sacó la pequeña linterna de su bolsillo. Las habían adquirido en un supermercado de Uspiam y el vendedor tras la caja registradora los había visto de forma verdaderamente extraña.

Alumbró hacia los hombres, pero ya no se encontraban ahí. Intentó buscarlos con la reducida luz que le proporcionaba la pequeña linterna. Miró hacia la puerta de ébano, a las escaleras, tras las columnas y no encontró a nadie.

Su desconfianza por el lugar aumentó considerablemente, pero no podía quedarse a pensar en hipótesis, era momento de actuar. De su bolsillo extrajo un papelillo arrugado y dejando la linterna en el suelo lo desdobló hasta que se extendió varios centímetros. Tomó ambos objetos y caminó hasta llegar a las escaleras y ubicar todo en el cuarto peldaño.

El papelillo, que ahora era más amplio, era un mapa del Hospital Psiquiátrico Weltschmerz. Con la linterna en mano intentó buscar el punto exacto al que tenía que ir. Lo detalló e intentó recordar el camino por varios minutos.

Cuando creyó estar listo, tomó el mapa en una mano y en la otra la linterna y se dirigió hacia una puerta en el lado contrario de donde habían salido los hombres ahora desaparecidos. Intentó abrir la puerta, pero no pudo, estaba bloqueada desde el otro lado. La empujó de todas las formas habidas y por haber, y siempre obtuvo el mismo resultado.

Debía haber otro camino. Revisó el mapa de nuevo y halló otro camino, mucho más largo y complejo, pero que llevaba al mismo lugar. No tenía otra opción. Se retardaría unos cuantos minutos más en llegar.

Memorizó el camino y guardo el mapa de nuevo en su bolsillo. Agarró la linterna con templanza y volvió a la mitad del vestíbulo para subir por las escaleras. Cuando alumbró hacía arriba y ya iba en la mitad de los escalones, se encontró con una para nada grata sorpresa. Los hombres estaban de pie, impidiéndole el paso, pero había algo diferente en ellos. Sus ojos estaban blancos y sus manos empezaron a brillar de repente con un aura azul.

Konrad decidió no esperar a que lo sorprendieran. Lanzó la linterna al suelo e incendió sus manos con llamas para después empujarlos y abrirse paso escaleras arribas. No volteó a mirar atrás hasta que pasó varios pasillos, manteniendo siempre en mente el camino que debía seguir.

El pasillo por el que caminaba a toda prisa poseía algo de luz natural debido a que a un costado se alzaba una hilera de ventanas que dejaban pasar la luz lunar, pero de un momento a otro el brillo azul celestial se perdió, y su lugar fue ocupado por un resplandor estridente y metálico.

Las manos de Konrad temblaron y su garganta se secó. Recordaba bien aquel brillo y por lo que le había dicho su prima sabía de qué se trataba. Se detuvo en seco, pero su valentía no le alcanzó para girarse y observar lo que estaba tras él.

—Vinieron hasta tan lejos por Sídney. No podrían ser más predecibles. Gracias por traer a Egea con ustedes.

Konrad no entendió a qué se refería, pero recordó la voz que las dijo. Ese tono helado, desinteresado y muerto le trajo miles de recuerdos. Gotas se desgajaron de los cielos y llenaron las ventanas sonora y tan rápidamente como los recuerdos que invadieron a Konrad sobre la noche que habían encontrado las gemas. El brillo azul, la voz muerta, el olor podrido del camión.

Se giró lentamente. Ya sabía lo que se iba a encontrar, pero eso no le dio más valor, en cambio, se lo arrebató. Lo primero que vio fue a los dos hombres que lo perseguían tendidos en el suelo como muñecos de trapo y, en medio de ambos, flotando unos centímetros sobre el suelo, con la carne al rojo vivo, el olor pútrido y los ojos negros, estaba el veneficus.

Konrad puso sus manos delante de su cuerpo, bien abiertas y firmes, y con concentración puso en práctica lo que había aprendido de Fuego y Fatuo. Despidió llamaradas de fuego de sus manos. Era fuego abrazador, chispeante e hirviente que salió como vomitado por un volcán y consumió al veneficus en su interior y también al brillo azul, convirtiéndolo en naranja rojizo.

La potencia del poder llegó a su fin y Konrad relajó sus manos. Las batió para  recobrar algo de movilidad. Cuando el humo y las chispas se disiparon, el chico vio al final del pasillo. Lo único que había quemado había sido a los hombres. El veneficus estaba completo, a excepción de sus ropas desaparecidas que permitieron ver todo su cuerpo podrido y asqueroso.

—No puede ser —dijo y salió por la primera puerta que encontró, cerrándola tras él.

El veneficus estaba ahí de nuevo. Algo estaba tramando. Esa criatura estuvo con ellos desde el inicio y probablemente lo había estado siempre. Analizando todos sus movimientos y calculando su actuar fríamente para después llevarlos a trampas como aquellas.

Estaba en una habitación oscura, y dado que no tenía linterna, alumbró con una pequeña llama que creó en su mano. El plan acababa de cambiar, pero solo él lo sabía. El veneficus había nombrado a Egea y seguro eso era lo que deseaba.

Una risa espeluznante llenó el lugar y de ningún lado vino una voz burlona y sensual.

—Idiotas... niños idiotas. Se los advertí. No escaparían a su destino.

Konrad avivó la llama en su mano y divisó con dificultad a Klervy, la bruja que tantos problemas les había causado hacía un tiempo. Estaba recostada sobre la pared, con los brazos cruzados y su cabello largo, blanco e impoluto.

—¿Qué haces aquí?

—Tenía una cita... con la muerte, pero claramente no con la mía. Vinieron al lugar equivocado. Este supuesto hospital puede ser el lugar más peligroso para ti y tus amigos. Y vinieron directo hasta aquí. Nadie los llamó ni los convocó. Se aparecieron como corderos obedientes camino al matadero.

—Ningunos corderos. Vinimos por Sídney.

—Y ahora morirán por él —dijo Klervy y dio una patada contra el suelo.

Las tablas que estaban bajo Konrad se tambalearon y cayeron. Él dirigió su mirada hacia abajo y vio que debía haber al menos tres pisos hasta el suelo. Las tablas no dejaron de caer y él se fue con ellas, al vacío, sin tener claro donde iba a parar.


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