Capítulo 23




—No contestan el celular.

—¿Ya intentaste llamar a Verónica?

—Sí. Ninguna de las dos responde. Sabía que era peligroso que entraran en el bosque. Nadie debe entrar ahí. Yo me encontré un par de ogros y a Sídney lo capturaron las brujas. Nadie puede saber que les sucedió a ellas.

—Recuerda que no hay señal en el bosque. Puede ser eso. ¿No crees?

—Eso espero.

La señora Rossell había dejado a Konrad y a Ayulen a unas calles de la casa de los Brunner. Se excusó diciendo que tenía que estar en su departamento antes de que su esposo llegara.

El barrio Wanderlust estaba tranquilo. Los framboyanes era lo único que acompañaba a los chicos mientras caminaban a toda prisa. Konrad tenía una hipótesis sobre la causa de la desaparición de Bernie. Pero debía esperar a que todos estuviesen reunidos. Sídney estaba en el hospital y Verónica y April desaparecidas, seguramente en medio del bosque.

Todo era como un maldito rompecabezas movible. Un juego demoníaco donde para intentar colocar una pieza se debían desarmar otras 10. Era frustrante saber que no importaba que tanto hicieran o que tanto se esforzaran por arreglarlo todo, siempre terminaban por crear nuevos problemas.

—¿Te vas a mudar? —preguntó Ayulen. Konrad la observó confuso.

—¿Mudar? Por supuesto que no. Mis padres jamás están en la casa. No creo que quieran irse de un lugar que ni siquiera visitan.

—¿A qué se debe ese camión entonces?

Konrad dirigió su mirada a lo largo de la calle. Frente a su casa había un gran camión con cajas de diferentes tamaños. Al analizar bien la situación notó que nadie se estaba mudando. Las cajas estaban siendo extraídas del camión y puestas frente a su casa.

—Por las aguas de Uspiam —suspiró —. Ojalá que no sean más problemas.

Konrad se adelantó acelerando el paso y dejando a Ayulen atrás. Bastaron segundos para que llegara a su casa. Varios hombres bajaban cajas del camión apurados. Las luces frías de la calle nocturna alumbraban tenuemente a los hombres. Divisó a su madre entre las sombras. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y observaba con superioridad a los hombres que trabajaban incansablemente.

Al acercarse vio que no estaba sola. Junto a su madre estaba una mujer alta como una vara. Incluso más que su prima o que Dasha. Tenía el cabello rubio y su rostro no se distinguía bien por la oscuridad.

—Hijo, hasta que por fin apareces. Te llevo buscando desde la tarde —dijo Zelinda, aproximándose a él para besarlo en la frente, luego se alejó tan rápido como pudo —. Ella es Senka Blackwell, mi nueva socia.

La mujer extendió su brazo y Konrad la estrechó. Ambas pieles estaban tan frías que ninguno sintió incomodidad.

—Un gusto, Konrad. Tu mamá me ha hablado mucho de ti.

Konrad no necesitó ninguna palabra o confirmación más para entender que las palabras de Senka eran una vil mentira disfrazada de cortesía. Su madre jamás hablaba de él. Había gente en Uspiam que incluso creía que los Brunner no tenían hijos.

—Espero que le haya dicho cosas buenas.

—Claro que sí. Me dijo que te gusta... mucho... hacer...

—Me gusta la lectura, y bastante. No necesita fingir, sé que mi madre jamás le ha hablado de mí, eso sí alguna vez se molestó en mencionar que tenía dos hijos. ¿Qué bajan del camión?

—La mudanza de tu abuela. Hay unos problemas en esa vieja casa en la que vive y mientras son arreglados vivirá aquí.

—¿En serio? —Konrad sonrió tanto que por poco su madre pensó que estaba enfermo —. ¿Mi abuela va a vivir con nosotros? ¿Por cuánto tiempo? ¿Ya está aquí? ¿Cuándo llegará? ¿En qué habitación dormirá?

—Dejaremos que ella elija la habitación que quiera. Ya sabes cómo es de testaruda.

—Creo que eso lo heredaste tú, mamá —dijo Konrad en un intento por defender la personalidad de su abuela.

—Todos sabemos eso, pero tu madre es tan testaruda como yo y no lo admite —aseguró María Antonia Brunner. Había salido de la casa y se aproximaba a ellos. Konrad —dijo, abrazándolo tan fuerte como sus viejos músculos se lo permitieron —. Menos mal esas cosas extrañas se averiaron en mi casa. Llego en el momento preciso. Las festividades de final de año se acercan, y dado que nadie en esta casa se preocupa por decorar, yo sí me tomaré la molestia. Navidad, año nuevo, todos serán inolvidables —tomó aire para continuar —. Lástima que el día de las velitas ya pasó. Hubiese hecho maravillas en esta casa con las velas que tengo almacenadas.

—No decoramos porque hay cosas más importantes que hacer, mamá —dijo Zelinda, molesta por la intromisión de su progenitora.

—¿Cosas más importantes que los momentos para compartir juntos en familia? Me niego a creer eso.

—En algunas ocasiones sí —aseguró la madre de Konrad, mirando a María Antonia, amenazante —. Para pagar esta casa donde puede vivir mi familia y también costear los arreglos de la tuya debo trabajar sin descanso. Estoy a punto de vender el 49 por ciento de las acciones de Lijo Copium Company a Senka Blackwell en un intento por agrandar nuestros alcances, pero tú nunca pudiste apreciar mis logros, y veo que aún sigues igual, mamá.

Ahí iban de nuevo. Cada vez que su madre y su abuela se encontraban terminaban lanzándose dolorosas indirectas como aquellas. Ambas tenían formas de ver la vida muy distintas, y sobretodo contaban el éxito de formas muy diferentes. Su madre pensaba que todo se basaba en negocios y dinero, y su abuela, por el contrario, asumía que la cuestión más importante era la familia y su cuidado. Jamás había entendido porque no podían ver lo bueno la una de la otra. Los argumentos de ambas tenían razón, hasta cierto punto.

—Te dejamos para que hablas con esa mujer todo lo que quieras —dijo María Antonia, girándose con dirección a la puerta de la casa —. Vamos, Konrad. Te preparé tres tortas exquisitas —ambos avanzaron —. Hay una de pitahaya, escuche decir en la radio que cura la gastritis. La otra es de yaca, no sé si ayude a la salud, pero es deliciosa. Y la última es de rambután, sé de primera mano que previene el cáncer.

—Ya entro, abuela. Primero debo despedirme de Ayulen —dijo Konrad, volviendo con la chica que había estado oculta en la acera contraria de la calle. Seguro no tenía ánimos para saludar a su familia.

—Gracias por acompañarme, Ayulen.

—No hay nada que agradecer, Konrad. Eres el único que se ha preocupado por intentar ayudarme a encontrar a mis padres. Por primera vez en años siento que estoy cerca de saber lo que verdaderamente les sucedió. No suelo jamás hacer lo que voy a hacer, pero...

—Espera. Yo también haré algo que nunca hago.

—Hagámoslo al tiempo a la cuenta de tres —propuso Ayulen y Konrad asintió.

—Uno, dos... —dijeron al unísono —y tres.

Ambos abrieron sus brazos y al ver que se iban a abrazar mutuamente se detuvieron en seco, así, con las extremidades superiores en el aire. Sonrieron un momento y la noche ocultó el enrojecimiento de sus mejillas. Después continuaron con su actuar y se abrazaron. El calor humano les otorgó la paz que ansiaban, pero solo momentáneamente.

El momento se acabó y se alejaron. Konrad fijó sus ojos en los de Ayulen y notó un brillo de esperanza en ellos.

—Ten cuidado de regreso a casa —dijo, antes de volver a su hogar —. Y no olvides contestar tu celular. Eres lo único que tengo en estos momentos, no quiero imaginar que también estás en problemas.

—Siempre lo llevo conmigo —aseguró Ayulen, sacando el celular de su bolsillo y batiéndolo en el aire. Konrad sonrió.

Media hora después de entrar a su casa, la torta de rambután había desaparecido, ahora estaba en su estómago, y aún deseaba más de aquella delicia.

—Veo que te gustó —dijo su abuela que seguía sentada junto a él en el comedor. No paraba de contar sus historias sobre todo y nada —. Ahora cómete la otra. Sigues demasiado flacucho y pálido. Pareces un cadáver en lugar de mi nieto.

Konrad acercó la torta de pitahaya y partió un poco con su tenedor. No había estado bien en ningún momento. Había despedido a Ayulen antes de comenzar a comer las tortas y el vacío que eso causó ni la comida se la podía llenar. Parecía que siempre que su abuela le preparaba una torta, sin importar su exquisitez, no podía dejar de pensar en sus amigos.

—Abuela...

—¿Sí?

Deseó poder contarle lo que sucedía. Explicarle sobre las gemas, sus amigos, los elfos, la sirena. Había tanto por contar, pero en aquel momento, frente a María Antonia, solo podía callar.

—¿Por qué nos preocupamos tanto por los demás? —Si alguien podía responder aquella pregunta era su abuela. Más que una habitante más de Uspiam parecía la madre del pueblo.

María Antonia tenía demasiado tiempo libre, pero jamás lo malgastaba. Si no estaba cuidando sus grandes y despampanantes jardines salía por todo el pueblo a observar, muy pendiente de quien necesitase ayuda, además de curiosear un poco sobre la vida ajena.

—Por amor —respondió ella, sin siquiera pensarlo —. El amor nos lleva por miles de caminos, y uno más que usual es el de la preocupación. Queremos que las personas que amamos estén bien, intactas, protegidas. Las tratamos como la estatuilla de cristal más preciada porque eso son para nosotros, lo más preciado en el mundo. Preocuparnos es la primera acción que tomamos cuando sabemos que pueden estar en peligro. Es algo natural.

—Por amor —repitió Konrad para sí mismo, confundido.

—El amor no se siente solo románticamente, Konrad, no seas cabezahueca —rezongó María Antonia —. ¿Cómo crees que se llama lo que yo siento por ti, por tu madre y por tu hermana? ¿O lo que tu sientes por esos amigos tuyos, incluida la descarada de Verónica? ¿O lo que esa descarada siente por su enorme perro? ¿O lo que April siente por sus padre y Sídney por sus hermanos? Todo es amor, de diferentes categorías, pero amor al fin y al cabo. Basta con mirar alrededor. ¿Por quién estás preocupado? ¿Es por esa muchacha Kovac? He visto y escuchado ciertas cosas sobre ella y tú...

—¡No, abuela! —exclamó. Era imposible que hasta su abuela supiera de aquello —. No es por Dasha. Es otra cosa —explicó, cabizbajo.

—También es un arma peligrosa.

—¿Qué es un arma peligrosa? —preguntó Konrad, sintiéndose perdido en la conversación.

—De lo que hablábamos, el amor. Nos lleva a límites insospechados por mantener a salvo y a nuestro lado a los que amamos. Si eso no ocurre, el amor puede destruirnos, por eso la preocupación nos ayuda. Es una alerta de que debemos actuar. Si estás preocupado por algo tan personal que no le puedes decir a tu abuela, no le digas, pero al menos lárgate de esta polvorienta casa y ve y arréglalo —María Antonia le quitó el tenedor a Konrad de las manos y batió un brazo —. ¡Largo, largo! No conseguirás nada aquí sentado comiendo mis deliciosas tortas.

Konrad no dudo en seguir las órdenes de su abuela. María Antonia siempre daba consejos bastante curiosos, pero útiles. Se montó en su camioneta tan rápido como pudo y dejó su casa atrás. April y Verónica seguían sin contestar. Necesitaba ayuda. Pensaba mejor acompañado.

Pisó a fondo el acelerador y en cuestión de minutos estuvo en el barrio Bilita Mpash, que se encontraba en una esquina del pueblo, rodeado por la reserva, el barrio Foresta, el barrio donde antes residía su abuela, Memento, y la Cordillera De Las Carolas.

Las aceras sostenían glicinas con anchas copas, que no escatimaban en hojas moradas. Era un barrio pequeño, pero demasiado hermoso para ser cierto. Era un lugar sereno y calmado. Se veían más mariposas que en ningún otro lugar, lamentablemente era de noche y la mayoría yacían descansando.

Se detuvo frente a una casa de cristal con apenas concreto. Se veía tan pulcra, ligera y frágil como la estatuilla de cristal de la metáfora de su abuela. Era la casa de las Kuyentray. No debía usar el claxon, eso despertaría a todos los vecinos. Llamó desde su celular al de Ayulen y le explicó que necesitaba de su ayuda.

La puerta de la casa, también de cristal, se abrió y Ayulen salió a paso ligero. Llevaba una maleta consigo, además de un sudoku en una de sus manos. Atravesó el jardín de su hogar que era tan delicado como la casa y debía serlo, su abuela Nikte Kuyentray debía tenerlo inmaculado como una muestra de lo bueno que era su vivero. Después de subirse al auto, Konrad la observó.

—Te agradezco que hagas esto por mí.

—Ha sido un día largo. Vamos a buscar a las chicas y luego iremos a descansar. —Konrad asintió.

Condujo velozmente. Tomó la avenida 27 de Junio y aceleró. Las lijas estaban escondidas por la noche, pero su olor estaba presente y delicioso. Desde la lejanía se podía ver la villa Crimson brillando con sus luces amarillas.

Konrad aparcó el auto y bajó junto a Ayulen. Recorrieron el camino a la villa y llegaron a la entrada. Konrad avistó la fuente reemplazada y nueva que antes había destrozado el veneficus y sus vellos se erizaron.

—No podemos usar la entrada principal —aseguró Konrad —. Si April no está adentro no podremos explicarles a sus padres por qué no estamos con ella.

—Podemos pedir ayuda de la prima de April, o bueno, de su prima falsa.

—Tienes razón. ¿Crees que si te impulso puedas llegar al balcón de la habitación de Egea?

—Supongo que sí. Los entrenamientos de fútbol me han dado algo de resistencia.

Caminaron a hurtadillas rodeando la villa y se detuvieron bajo el balcón en cuestión. Konrad puso sus manos planas y juntas para servirle de sostén a Ayulen. No estaba muy seguro de que fuese a funcionar. Quien hacía aquellas cosas generalmente era Sídney.

El plan fue un completo fracaso. Cuando Ayulen se intentó impulsar, Konrad no tuvo la fuerza ni el equilibrio suficiente y se vino abajo. La chica cayó sobre él y ambos soltaron gemidos de dolor.

—Mierda —dijo Konrad, poniéndose en pie. Me duele la espalda.

—Creo que yo aplasté una cigarra o algo así —aseguró Ayulen.

La puerta del balcón se abrió intempestiva. Sobre ellos apareció Egea en un vestido de tela fina que usaba de pijama.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—Silencio —dijo Konrad —. Solo somos nosotros. Necesitamos saber si April está ahí.

—Bajaré —dijo Egea.

Konrad esperaba verla desaparecer y después salir por la entrada principal para luego rodear la villa, pero se equivocó. Egea solamente saltó la baranda y llegó junto a ellos.

—No veo a April desde inicios de la tarde. Dijo que iba a ir con ustedes al hospital psiquiátrico a visitar a Sídney...

—Eso hicimos, pero hubo un cambio de planes. Verónica y ella terminaron en el bosque buscando la aldea élfica y ahora no sé donde puedan estar. Ninguna responde el celular.

—¡Malditos sean los siete mares! —exclamó Egea —. Dejaste que entraran en el bosque. Pueden estar muertas. Las gemas ya le pueden estar perteneciendo a alguien más. ¡Ay no! ¡Tenemos que irnos! ¡No hay tiempo! ¿Viniste con tu auto, Konrad?

—Sí, pero...

—¡Vámonos! En el camino iremos viendo donde nos podemos instalar.

—¿Irnos a dónde? —preguntó Ayulen que deseaba tener el sudoku allí mismo. Lástima que lo había dejado en el auto.

—A cualquier lugar que no sea Uspiam. Konrad y Sídney serán a los primeros que buscarán para matarlos y tener las gemas que faltan.

—Tranquila, Egea. No hay            que ser tan fatalistas. Al menos no todavía. Primero podemos intentar buscarlas antes de darlas por muertas.

Un destello verde azulado alumbró volando alrededor de los presentes. Solo se podía tratar de una persona. Alfdis, el hada del agua.

—¡La fortuna nos sonríe! —exclamó, deteniéndose en el centro de todos —. ¡Es nuestro día de suerte! ¡Por fin apareció Belmont!


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