Capítulo 14

Una enfermera entró en la habitación de Sídney y él la reconoció inmediatamente. Era la mamá de Lily Harris.

—Buenos días, Sídney —dijo la mujer, acercándose para retirar el catéter del brazo del chico, quien tuvo un pequeño estremecimiento —. Espero sigas recuperándote. Lily te manda muchas saludes y desea que te recuperes pronto, dijo no se te olvide que tienen asuntos pendientes.

Él sabía que esos asuntos pendientes eran más románticos que cualquier otra cosa y se limitó a sonreír porque su cabeza estaba demasiado atiborrada con preocupaciones como para prestarle atención a esas nimiedades. Ninguno de sus amigos le había respondido el celular en horas y no sabía cómo estaba transcurriendo el plan al otro lado del pueblo.

—Están bien, relájate —dijo Reese, introduciendo una deliciosa fresa en sus gruesos labios pintados de rojo carmesí luego de que la enfermera había dejado la habitación —. Se saben cuidar...

—No lo demostraron cuando los intenté atacar...

—Ustedes son oponentes formidables y están sobre la media, además esa cosa que te controla aumenta tus capacidades. No fue sorpresa que los hubieses vencido.

—Espero tengas razón.

Reese elevó las cejas y se levantó del sofá para dirigir su cabeza frente a la de Sídney y besarlo lentamente. Quería tranquilizarlo.

—No quiero —dijo él, apartándola —. No puedo pensar nada más que en problemas.

—Te haré pensar en otra cosa entonces —agregó la chica y se subió sobre él, deleitosa y excitada ubicando sus piernas a cada costado y ocasionando que su diminuta falda escalara hasta su cadera.

La puerta de la habitación se volvió a abrir intempestivamente y Dasha y Elio entraron con pasos rápidos hasta que, al ver la escena, se detuvieron pasmados y con la boca abierta.

—¡Las camillas del hospital no son para eso! —exclamó Dasha, pasando su cabello rojo para atrás de sus orejas.

—Entrometidos... nunca faltan en este pueblo —refunfuñó Reese al bajarse de encima de Sídney para después acomodarse su falta sin rastro de vergüenza.

—Vaya que estaban ocupados —resopló Elio.

—No estábamos haciendo nada...

—A mí no me mires, Sídney, me da exactamente igual —dijo Elio —. Discúlpate con Dasha. Prácticamente es su hospital.

—Haré como si no hubiera visto nada —aseguró Dasha, cortando el aire con los brazos —. Estoy acá porque Elio me pidió ayuda para ayudarte a ti, Sídney. No vamos a dejar que tu padre te lleve a Weltschmerz.

—¿Y eso es posible?

—Sídney, no hay nada imposible, solo mujeres y hombres incapaces...

—Vaya, Dasha —dijo Reese —. Que frase tan ocurrente... y estúpida. ¿En verdad saben qué hacer o no?

—Sí —respondió Elio, acercándose a Sídney —. Debemos hacer que la enfermedad de Sídney parezca tan peligrosa que cambiarlo de hospital sea un suicidio y de tal forma ningún médico acepte firmar el traslado y se tenga que quedar.

—Tenemos que ser rápidos —aseguró Dasha —. El traslado es mañana y debemos hacerle los exámenes y alterar los resultados.

—¿Qué estamos esperando entonces? —preguntó Reese, desperezándose.

—Nada...

—Entonces muévete, doctorcita —agregó la chica, caminando para tocar el pomo de la puerta que se abrió, pero no por su acción, sino desde afuera, permitiendo que el señor y la señora Rossell entraran.

—¿Qué hacen todos estos mocosos en tu habitación? —preguntó el padre de Sídney, observando despectivamente a sus compañeros de colegio.

—Disculpe, señor Rossell, pero no somos ningunos mocosos, somos los compañeros de colegio de su hijo y claramente nos preocupamos más por él que usted —dijo Dasha con un tono maduro que resguardaba todo el respeto posible que se le debe a una persona mayor.

—Una pelirroja autoritaria... de apellido Kovac con seguridad...

—De hecho, sí, ese es mi apellido.

Sídney estaba seriamente alarmado por las palabras que su padre podía soltar y que iban a irrespetar mucho a Dasha, quien no aguantaría ningún injurio a su familia.

—¿Qué hace en el cuarto de mi hijo? No la quiero ver acá y tampoco a ustedes dos.

—Respeta a los muchachos, Fernando —dijo Julia que de no haber hablado hubiese pasado por un mueble más —. Solo le estaban haciendo compañía a nuestro hijo, cosa que nosotros no hacíamos.

—¿Respetarlos? La hija de los Kovac no merece respeto y éticamente tampoco lo merece esa muchacha con esa falda inexistente.

—¿Se refiere a mí? —preguntó Reese, segura de la respuesta —. Que desilusionante sería para usted saber que su hijo y ya estamos saliendo hace meses.

—¡¿Cómo?! —exclamó el señor Rossell, buscándole la mirada a su hijo —. Con más razón es mejor para todos que te alejes por un tiempo de Uspiam, Sídney. Recoge tus cosas. Weltschmerz accedió a recibirte un día antes. En dos minutos te quiero abajo en la camioneta.

Sídney empalideció y paso saliva temblando e intentando aferrarse a las sabanas como si estas pudiesen impedir su inevitable futuro.

—¿Por... por qué... un día... antes? —tartamudeó.

—No puede llevárselo —declaró Dasha, mirando fijamente al señor Rossell —. Está muy enfermo y puede que sea peligroso trasladarlo hasta tan lejos...

—Prefiero que mi hijo muera en mis manos a que lo haga en una propiedad de los Kovac.

Con esas palabras el ambiente sucumbió al silencio y todos sintieron necesitar una repetición de aquella frase para sentir que sus oídos no los habían engañado. Un padre acaba de decir que prefería ver a su hijo muerto a dejar que lo salvaran. No había más que decir, tal declaración dejaba más que claro que Fernando Rossell sacaría a Sídney del hospital de una forma u otra.

—¿Cómo te atreves a decir eso? —dijo Julia entre sollozos descontrolados.

—Abajo en dos minutos, Sídney —ordenó el señor Rossell toscamente y dejó la habitación.

Nadie habló. Todos querían decir algo, pero no sabían que combinación de palabras escoger y Julia, con el corazón destrozado, dejó la habitación corriendo y sin mirar atrás.

—Todo lo que dicen sobre tu padre es cierto —dijo Dasha, herida por los insultos a su familia —. Es un hombre despreciable. Hablaré con mis padres, quizá puedan solucionarlo —agregó, dejando el lugar.

Sídney se levantó de la camilla como pudo, se tambaleó con nada más que la bata que le cubría el cuerpo y se recostó sobre la pared. Elio prefirió no decir palabras sino expresarse físicamente y se acercó para darle un fuerte abrazo silencioso.

—Escapémonos —propuso Reese, elevando los hombros.

—Su salud es primero —dijo Elio, aún abrazando a Sídney —. Debe ir al otro hospital. Es lejano y no lo podremos visitar, pero al menos estará bien —terminó y se separó —. Estarás bien. Encontraré la manera de visitarte.

Sídney no procesaba correctamente en aquel momento y mucho menos recordó sus pertenencias, solo quería aceptar su fuerte de la forma más rápida y menos dolorosa posible, para él y para los que lo rodeaban.

Con pasos débiles y sus pies descalzos, salió de la habitación abatido, tomó el elevador y bajó hasta la recepción y como un muerto viviente y sin escuchar las palabras del recepcionista, pasó por entre las puertas automáticas, y justo en frente del hospital, su padre lo esperaba dentro de la enorme camioneta con neumáticos de muchas pulgadas.

Ya dentro de la silla del copiloto de la camioneta subió su mirada y observó a la ventana de la habitación donde había estado hacía unos minutos y detalló como Elio y Reese lo observaban inmóviles.

El auto arrancó tomando el bulevar Komorebi antes de salir a la avenida 27 de Junio. Las nubes grises se juntaron y como imitando los sentimientos de Sídney dejaron caer gotas de agua. El chico observó sin pensar demasiado como pasaban a través de la ventana el barrio Suavitatis con sus damas de la noche, después Crissolorio con sus robles y por último Fumus con su estilizado bambú que con el último edificio de Uspiam, la terminal de autobuses, lo despidió de la civilización abriendo paso a la reserva forestal. No había vuelto a estar tan al norte del pueblo desde que habían obtenido las gemas, y los recuerdos de aquel día recorrieron su mente con desdén.

Fernando Rossell conducía la camioneta como loco, rápido y sin siquiera pensar en pisar el freno. No quería perder demasiado tiempo trasladando a su hijo porque tenía negocios claramente más importantes en el barrio Petram, donde se erigía la sede de Wolkenkratzer Builders.

15 minutos después y a toda prisa, apareció la señal que Sídney no deseaba ver, pero que sin embargo sabía que llegaría. En piedra tallada y antigua se podía leer: Uspiam se despide y espera con ansias su pronto regreso.

Luego, los árboles se volvieron monótonos y tuvieron un efecto terapéutico en Sídney que viéndolos atentamente cayó dormido, aliviado por el calor que le ofrecían los sillones de cuero y la calefacción.

El golpe de una puerta cerrándose le arrebató el sueño y se estremeció por el frío que entró desde atrás. Completamente despierto se giró para ver que su padre había abierto el portaequipaje y estaba bajando varias maletas.

—Bájate —ordenó Fernando.

Sídney abrió la puerta de la camioneta y con un salto llegó al suelo. Sus pies descalzos tocaron la tierra húmeda y tuvo un escalofrío. Nunca había estado en el Hospital Psiquiátrico Weltschmerz y con tan solo darle un rápido vistazo entendió a que se debía su mala fama.

El camino de tierra por el que había entrado el auto se perdía si se observaba hacia atrás y lo único avistable y distinto al bosque, que había desaparecido casi por completo, era un amplio pantano que funcionaba de barrera natural y estaba lleno de diversa vegetación densa como cipreses calvos que nacían del agua verdosa y estancada, acompañados por juncos, lirios y lentejas de agua y una muralla de totoras que parecían custodiar las orillas.

—Por las aguas de Uspiam —susurró al girarse y ver a unos cuantos pasos el hospital psiquiátrico.

El edificio no daba especulaciones a lo que se hacía ahí dentro y la denominación "manicomio" le quedaba a la perfección. La construcción de magnas proporciones tenía una porción más anterior que las demás para que su doble puerta del más selecto ébano rodeada por una triple arcada superpuesta se robara todas las miradas. El color negro y el gris predominaban en la fachada, igual que las ventanas estrechas y profundas con alféizares protuberantes. La hiedra, con el pasar de los años, había conquistado varias paredes, pero ni con toda su persistencia había logrado cubrir la mitad del total. Las partes superiores, en especial, se libraban totalmente de la planta en contraposición de las más inferiores que habían sucumbido ante esta.

Cinco encumbradas torres crecían directo hacia el cielo. Cuatro de ellas eran gemelas, poseían varios bordes y cornisas intercaladas con diminutas figuras de personas talladas y cerca de su final se engrosaban para terminar en una estructura cuadrada con un presuntuoso ajimez. Dos estaban ubicadas al lado derecho y las otras al izquierdo y, justo en la mitad, se erigía la única torre distinta y la más magnífica, que rebasaba a las demás en todo sentido. Iniciaba ancha y basta para ir adelgazándose cada cuatro metros con cortes sucesivos de balcones cercados por barandas. Previo a su final, una campana de plata era resguardada por la estructura que se tornaba octogonal y era flanqueada por ocho pilares y terminaba siendo coronada por las estatuas en oro de un caballo y un lobo parados en sus patas traseras.

La puerta de ébano se abrió por la mitad y una mujer salió. Por su indumentaria el chico supo que era una enfermera. Su delantal, sus pantimedias y sus zapatos de tacón bajo eran del color blanco de la leche, igual que la cofia que peinaba su cabello rizado muy ordenado y lo hacía resaltar al ser de color rojo e identificarse como el único color llamativo en toda ella.

—Tu madre se encargó de alistarte el equipaje —dijo el señor Rossell, con cinco maletas junto a él —. El hospital sentenció que los exámenes médicos podrían demorarse más de lo esperado... Me voy. No quiero tomarme la molestia de saludar a nadie —aseguró y se subió a la camioneta para acelerarla sin despedirse.

—Debe tener prisa —aseguró la enfermera pelirroja a un metro de Sídney —. Soy la encargada de tu estadía en el Hospital Psiquiátrico Weltschmerz, Mary Rose Greenhall.

—Sídney Rosell —dijo él, apretándole la mano —. ¿Sabe cuánto tiempo voy a tener que pasar aquí?

—El tiempo está de más cuando se trata de su salud, señor Rossell. Hay mucho que hacer aquí. Puede tomarlo como unas vacaciones.

¿Unas vacaciones bastante deprimentes en un antiguo edificio rodeado por locos y alejado de todos y todo? ¡Seguro! ¿Qué alguien le dijera que era lo malo que aún no veía?

—No sé si sea tan sencillo tomarlo como unas vacaciones, señorita Greenhall.

—Yo estoy aquí para ayudarle a que así sea. Sígame, por favor. Alguien se encargará de llevar las maletas a su habitación.

Juntos pasaron la puerta de ébano y penetraron en el oscuro, calmado y frío vestíbulo, ocupado por columnas redondas, que conducía a una infinita escalera que se partía hacia ambos lados al chocar con una chimenea ardiente sobre donde descansaba una pintura renacentista de una escena del panteón griego reposando en el olimpo.

—¿Dónde están todos? —preguntó Sídney y el sonido de su voz se aumentó retumbando por todo el lugar.

—Es mejor susurrar en las estancias del hospital —dijo la enfermera con voz baja —, para evitar el eco que causa alboroto y puede llegar a perturbar a los enfermos. Los pacientes están en su hora de esparcimiento así que no es probable que los vea hasta mañana. Irá conociendo el edificio poco a poco y procure siempre ir acompañado de un empleado para no perderse y terminar en pabellones indeseados como el de esquizofrénicos. Es un terrible lugar y más para un jovencito como usted.

—¿Tan grande es el hospital?

—No se imagina —susurró Mary Rose mientras subían los primeros escalones —. Las instalaciones cuentan con múltiples habitaciones, tanto para pacientes como para el personal, piscina, sauna, turco, vivero, salón de música, sala de juegos, gimnasio, cancha de tenis, de voleibol y una de microfútbol también, una gran cocina con su respectivo gran comedor, recibidor de visitas, salón de baile, sótano, diez jardines, consultorios médicos, salas de cirugía, centro de análisis y exámenes médicos, laboratorio, cinco pabellones especiales para las enfermedades mentales en las que nos enfocamos; la esquizofrenia, como ya mencioné; el trastorno de la personalidad múltiple; el trastorno depresivo mayor; el trastorno antisocial de la personalidad o sociopatía; la demencia; y un pabellón más, recién inaugurado, para las enfermedades no mentales, lugar donde tendrá su habitación.

¡Vaya manicomio! pensó Sídney. Si no le hubiesen dicho que era un hospital psiquiátrico, con tantas comodidades hubiese supuesto que era un resort de cinco estrellas, pero eso no era lo más curioso de todo. La pregunta que más rondaba por su cabeza era cómo podían mantener sendas instalaciones cobrando un cuarto del precio de lo que cobraba el Hospital General de Uspiam que, por cierto, tenía muchas menos instalaciones de esparcimiento.

—¿Y puedo ir a todos esos lugares? —prefirió preguntar, cediendo ante el entusiasmo que eliminó la pretensión de indagar a qué se debía el económico precio.

—Claro que sí, pero recuerde mantener baja la voz —dijo la enfermera —, y siempre respetar los horarios establecidos.

Al terminar de subir la escalera y habiendo tomado hacia el lado derecho, llegaron a un pasillo que los condujo por varias estancias y escaleras similarmente decoradas al vestíbulo y con abundancia de ébano, hasta guiarlos a una antesala circular con cinco puertas de madera más clara que las demás puertas del hospital.

—¿Al fin llegamos? —preguntó Sídney, ansioso por ver su habitación.

—Sí, su habitación es esta de la mitad —aclaró la enfermera, abriendo la puerta con una llave —. Las puertas de este pabellón fueron fabricadas con la madera más dura conocida por el humano, el quebracho colorado. Ya ve que nos tomamos muy en serio la seguridad de nuestros huéspedes, y sin descuidar la esencia del edificio.

—Impresionante —susurró, pasando la puerta y entrando a la habitación.

Ahí dentro la decoración cambiaba sutilmente, pero no dejaba de ser opulenta y antigua. La cama, el armario y los muebles estaban tallados en madera y una ventana poco generosa le permitía ver mucha naturaleza. Al admirar el paisaje descubrió que el Hospital Psiquiátrico Weltschmerz no necesitaba rejas porque estaba rodeado de pantanosas aguas que capturarían a cualquiera que intentara escapar del lugar y lo entregarían en bandeja de plata a peligrosas y despiadadas alimañas.

Moviendo la cabeza, divisó el océano bastante lejano y, bien al sur, el nevado Diana. La lejanía con su hogar se sentía al pisar cada lustrosa baldosa de mármol, pero admirar tanta majestuosidad junta y escuchar que podría disfrutar de tantas comodidades le amortiguó el dolor que sentía al estar muchos kilómetros alejado de Uspiam.

Escuchó un inesperado cerrar de la puerta y el sonido de la llave pasando el seguro. Mary Rose Greenhall ya no estaba y parecía que no se podía hacer nada más que dormir en aquella habitación de calculadas proporciones. No había reloj para saber la hora, tampoco televisor para distraerse y mucho menos un teléfono para contactarse con el exterior, además, para colmo de males, su equipaje no había llegado aún.

El acentuado silencio era lo único que abundaba allí dentro y Sídney, sin otras posibilidades, se acomodó en una silla junto a la ventana para observar y rogar porque el plan de sus amigos hubiese salido a la perfección.


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