5. Las petunias blancas son símbolo de amor

Vi la maceta estallar en mil pedazos sobre la vereda y entré en pánico. Mi mejor amigo notó la palidez en mi rostro, por lo que me acercó un vaso de agua. Luego de recuperarme, le pedí que esperara dentro del apartamento y tomé prestada una pala y una nueva maceta, dispuesta a salvar a Marta. Como si se tratara de una jodida broma del universo —o, tal vez, una señal del destino—, el equipo de mantenimiento se encontraba arreglando una falla en el ascensor, a pesar de que hacía ya como dos semanas que los vecinos denunciaron el hecho. Ignorando el cartel que lo prohibía, tuve que descender cuatro pisos de escaleras a toda velocidad.

Llegué a la planta baja, casi sin aire, en un estado deplorable. El sudor recorría partes de mí que desconocía completamente.

La recepcionista entró por la puerta principal con la mirada que echaba chispas. En sus manos llevaba trozos de cerámica.

Salí a toda prisa y me arrodillé al lado de la maceta hecha añicos. Perdí mi cordura al descubrir algo mucho peor que la tierra esparcida por todos lados: Marta había desaparecido.

—¡Paulina! ¡Paulina, vení un momento! —La mujer, confundida, se acercó—. ¡Decime, por favor, que viste quién se llevó la petunia!

En su versión de la historia, no había flores cuando ella llegó al sitio. Además, recibí un sermón que hasta la fecha no me olvido.

La buena noticia, si es que podía haber una en aquella situación, era que nadie había salido herido. Solo yo, quien, al borde de las lágrimas, me resigné a juntar los restos y llevarlos hasta el apartamento de Alberto.

Santiago y yo nos sentamos en el balcón, alejados de los bordes para que ninguna otra planta tuviese el mismo final trágico, en busca de alguna solución:

—¿Y si compramos otra?

—¡Lo compró en el vivero que está en la otra punta de la ciudad! —lloriqueé.

—Tranquila, eu, le explicás lo que pasó y...

—¿¡Y qué!? ¡Me van a matar! ¡Me van a echar hasta de mi casa! Soy una estúpida...

El hombre volvería esa misma noche a la ciudad. ¿Cómo podía decirle que su flor especial había desaparecido? Y aunque aún no sabía que Santiago tenía razón sobre el asunto de la esposa, en ese momento solo podía pensar en la reacción de Alberto al enterarse de la noticia. Imaginaba que mi relación amistosa con él se echaría a perder, sería lanzada al vacío igual que Marta; costaba admitirlo, pero lo que más me importaba era no perder el lazo que había formado con el anciano.

Horas más tarde, mi mamá y yo lo esperábamos en la terminal de ómnibus. Nos recibió muy contento, ajeno totalmente a la situación sucedida en el edificio. Un nudo enorme en la garganta impedía contagiarme de su alegría.

Mamá preguntó por la boda y Alberto acaparó la conversación de camino a casa; nos contó todos los detalles del evento, incluyendo pequeños incidentes y situaciones curiosas.

Al llegar a la entrada, Alberto notó los restos de tierra sobre el pavimento.

—¿Qué diantres ocurrió? ¿Se le rompió una bolsa de tierra, doña Carmen? —Sus carcajadas fueron apagándose al ver mi rostro de pánico—. Señorita, ¿se encuentra bien? Se ve pálida como un fantasma...

Esa fue la gota que colmó el vaso.

Intenté pedirle disculpas, pero, por culpa del llanto, mis labios pronunciaban balbuceos incomprensibles que dejaron más desencajado al anciano. Los inquilinos no podían evitar dirigir su atención hacia mí cuando los cruzábamos en las escaleras, mientras mi madre buscaba la manera de explicarle al hombre que solo se había tratado de un accidente y que yo no era capaz de hacer algo así por maldad. Pobre Alberto, no le habíamos aclarado qué era, con exactitud, lo que había pasado. No fue hasta llegar a su balcón y ver que faltaba Marta cuando entendió la razón de aquel escándalo.

Se giró hacia nosotras, y, con una sonrisa triste, dijo algo que marcaría por siempre mi corazón:

—Gracias, era hora de dejarla ir...

La frase tuvo tal impacto que silenció nuestro alrededor. Aunque las lágrimas continuaban recorriendo mi rostro, dejé de lamentarme. Creo que hasta nuestras respiraciones se detuvieron.

Alberto nos pidió que tomáramos asiento.

—Es hora de que les cuente sobre el amor de mi vida, Marta. —Seguido de ello, tomó una gran bocanada de aire y comenzó su relato—: Yo era el chiquilín nuevo del liceo, apenas me había mudado del campo a la ciudad con mi familia y no tuve tiempo para hacer amigos en el barrio. El primer día de clases se me acercó una muchacha hermosa, de ojos color tierra, y se presentó amablemente. Yo me quedé embobado por ella desde ese primer momento, ¡imagínense! Ella tenía un... —Sus manos danzaron en el aire, pero no encontró la palabra correcta para describirla—, no sé, pero solo lo tenía ella. Y hubo química, ¿saben? Desde ahí, desde ese momento. Y nos hicimos amigos, muy buenos amigos, pero nunca me atreví a decirle lo que sentía. Era un muchacho tímido con las señoritas.

—¿Usted? ¿Tímido? No me lo imagino, don Alberto —comentó mamá. Los tres reímos.

—Años después, cerca de terminar el liceo, me tuve que volver para el campo. Y bueno, eran otros tiempos, así que nada de celulares ni tecnología de esas que tienen las generaciones nuevas ahora.

—Así que perdió contacto con ella —concluí. Él asintió.

—Cinco años trabajando la tierra. No pasé ni un día sin pensar en ella. Hasta que mi hermano tomó mi lugar y me volví para la ciudad. Tuve que armarme la vida acá, pero yo supuse que ella se había ido a otro país o se había casado con algún muchachito de ciudad mejor que yo. No creí que un día volvería a verla. Hasta que la vi en una cafetería, sentada, solita, leyendo un libro de esos que le gustaba a ella. —Las arrugas en el rostro del anciano se profundizaron al sonreír—. El brillo del sol reflejaba el vestido blanco que llevaba puesto y la hacía verse como un ángel de verdad. Ay, mi Marta... Supe desde lo más profundo de mi corazón que estaba destinado a encontrarla de nuevo. Me acerqué a ella y le pregunté si el asiento estaba libre para un viejo amigo. Se ve que la cara de buen muchacho la tenía todavía —bromeó—, porque me reconoció enseguida. Esa tarde compensamos los años perdidos. —Alberto detuvo el relato para entregarnos pañuelos descartables. Acepté, agradecida, y me soné la nariz. Ya no sabía si el llanto era por la planta, el relato o ambas—. Un día me declaré y ella sentía lo mismo, así que formalizamos. Fuimos novios y nos casamos al poco tiempo.

—Pero algo pasó, ¿verdad, don Alberto?

—Sí. Dicen que Dios es justo, pero no sé si lo fue con Marta. Ella deseaba formar una familia, dar a luz, criar a un niño o una niña. Queríamos tener nuestro hogar, nuestra propia familia... —El hombre se limpió unas lágrimas traicioneras—. Lo intentamos. Intentamos varias veces hasta que el médico sentenció que no podríamos tener un niño. El útero de Marta... Ella... ¡Ay, mi Marta querida! Nos fuimos alejando. Poquito a poco, la distancia entre nosotros acabó siendo un abismo. Recuerdo cuando me dijo «soy inútil en el único trabajo que tiene que hacer una mujer» con esa rabia en los ojos. Nunca vi ojos tan llenos de rabia como los de mi Marta. —Mamá apoyó una mano sobre su hombro. Él sonrió como forma de agradecimiento—. Y un día, una tardecita de abril, se marchó. Me dejó una carta en la que me pidió que no la buscara. ¡Mire si yo le voy a hacer caso! La busqué y la seguí buscando con los pocos recursos que tenía. Pasé más de veinte años persiguiendo fantasmas y callejones sin salida.

—¿Y la encontró? —Me animé a preguntar.

—La encontré, pero... ya era tarde. —Crucé una mirada fugaz con mamá. Creo que ambas habíamos llegado a la misma conclusión—. Unas petunias blancas la adornaban. Su epitafio decía que había llegado una semana tarde. Por una semana, yo... no pude despedirme de ella.

La voz de Alberto se quebró. Su llanto, aunque casi silencioso, revelaba el final del relato.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top