Llamas
Isa también lloraba. Sin hacer ruidos, sin anunciarlo, sin controlarlo. No se resistía a entregarse al desconsuelo, allí sola como estaba, sin que nada ni nadie la molestara ni interrumpiera. Sin que nadie se interpusiera entre ella y el océano de intensas emociones que se encrespaba, furibundo, reclamando la atención necesaria. Dejó que la tristeza se hiciera una con ella, que abarcara cada recoveco, cada intersección de sus extremidades, cada arruga en su entrecejo. Se sumergió en ella, dejando que lavara las palabas y las dudas y los recuerdos.
Recuerdos partidos, fragmentados, mal vividos.
Recuerdos que se fundían unos con otros en una carrera que aún no acababa.
Recuerdos a montones, desde su tierna edad hasta la noche pasada. Aquella que pasó envuelta entre sábanas ásperas y un sueño que no llegaba.
Lloraba porque ¿qué más podía hacer? Las cartas le destrozaban el alma, abrían heridas que creía cerradas. Y abrían, a su vez, nuevas. Unas de un rojo furioso que latía en su piel. Vibraban al compás de las mentiras y de aquello que le había sido ocultado. Latían al ritmo de un corazón lastimado.
Ardía ella y ardían sus memorias, prendidas fuego. Bastó con un chispazo para que se consumieran y revelaran que había estado sumida en un engaño. Los pilares de los lazos que valoraba más flaqueaban ante confesiones de papel.
Se quebraban con el susurro de las hojas.
Se rompían con el peso de sus evidencias.
Tantas cosas habían sido dichas desde su niñez. Demasiadas. Y ¿qué sería rescatable de ellas? Isabelle temía que nada de ello se salvara luego del incendio.
Incluso así, seguiría leyendo.
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