Fantasmas
Su garganta dolía. Sus ojos ardían. Sentía ese peso sobre sus hombros. Ahora, con sus dieciséis años y una pared derrumbándose frente a ella. Sobre ella. Bloques inestables de memorias duras y tormentosas caían y caían y caían, acumulándose. Quebrándose.
Era ella quien se sentía rota. Absolutamente cambiada. Su madre no sabía en ese entonces cómo iba a lograr reconstruirse e Isabelle no tenía idea de cómo lidiaría con estas revelaciones.
Con este dolor. Este dolor compartido que sobrevivía a lo largo de generaciones. Ese que residía en su sangre, en sus genes. Era un fantasma desesperante que susurraba desde las esquinas y se acercaba solo para dejar toques helados.
Ahogó un sollozo nuevo que le sonó distante, como si procediera de otro cuerpo. Ella ya no era ella. Era... Alguien. Alguien cuya historia estaba redescubriendo y armando con esos bloques que amenazaban con asfixiarla.
Todavía quedaba otro montón de cartas y, según pudo ver, algunas notas entremedio. Parecían papelillos que se habían colado sin permiso. Por unos segundos, creyó que sería conveniente dejarlo estar. Ponerle pausa a esta carrera intensa y apresurada por aprehender el conocimiento que le había sido vedado. Pero el hambre podía más. Siempre, siempre, siempre.
Su madre no quería olvidar a Isaac.
Ella quería conocerlo.
A fin de cuentas, era su padre. Era esa figura esquiva en su imaginario. A quien no había tenido y cuyos últimos rasgos habían permanecido ocultos en un desván polvoriento, entre hojas ajadas y sobres a medio cerrar.
—¿Por qué, mamá? —preguntó en voz alta, siendo el vacío su único testigo.
¿Por qué se había guardado todo esto? ¿Por qué había dejado de hablar de él? ¿Por qué lo había atrapado en sus trazos apurados sobre el papel? Ella no quería que él desapareciera...
¿Por qué, entonces, lo borró de su vida como si jamás hubiera existido?
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