9. Agosto, 1997
Es la soledad la que me abraza durante las tormentas, cuando el viento susurra tu nombre en medio de la inclemencia del tiempo que corre.
Y corro yo también, tratando de alejarme del horror y de los pensamientos. Ellos no me dejan, están anclados a mí y me empujan hacia el fondo.
Tres metros bajo tierra, donde posiblemente me esperes tú. Donde es probable que encuentre a mi madre.
Son horas de muerte, Isaac. Horas de espanto. Y no me reconozco, no me hallo en estos huesos que me llevan a cuestas por una vida que no me pertenece y que, por mucho que lo intente, no consigo querer. No me descubro en el reflejo que me devuelve el espejo de mi cuarto, ni tampoco en aquel que me recibe en el baño. Parpadeo una, dos, cien veces hasta que se enturbia mi mirada y estoy llorando.
Lloro tanto, tanto. Me desarmo en llanto e inundo cada espacio.
Y mi padre está allí, sentado. Desesperado. Porque ya vio apagarse la llama de mi madre y ahora me ve a mí. Consumiéndome despacio. Muriendo a cada paso.
Estoy ardiendo y temo dejar de ser.
Temo dejarlo a él como tú me dejaste a mí.
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