8. Julio, 1997

Esa vez, en un día de mayo que parecía creado especialmente para mí, cuando me tocaste me convertí en un atardecer de púrpuras y oro bajo el roce de tu piel. Tan llena de vida y anhelos y esperanzas de un porvenir que jamás tuve asegurado. Fue entonces cuando decidiste que yo no era para ti.

Que de todo aquello que te rodeaba, a mí me podías dejar partir.

Y todo se tornó azul, como el nombre que te cautivó en nuestros inicios, como la tristeza que me embargó, como los ojos que no volvería a ver.

Y, ahora, todo es gris.

Como tú, Isaac. Gris como las memorias borrosas de nosotros en un distante abril, como aquella baldosa floja en la entrada del hogar que no reconocías como tuyo, como la última tarde en la que te vi. Gris como tu lápida. Como lo que dejamos atrás, como mis lágrimas y la lluvia que empapó mi vestido cuando fui a dar mi adiós.

No el definitivo, claro está. No suelto tu mano, aunque mis dedos no te puedan tocar. Atravieso el aire y rasgo el silencio, encerrada en un cuarto que todavía tiene dejos de ti. En la silla de la esquina, esa de la que te burlabas tan seguido y donde siempre había una pila de ropa desarreglada, está colgado el buzo que no te devolví. Lo usé las primeras noches, hasta que tu aroma empezó a desprenderse y arraigarse en mi piel. Lo dejé entonces, reservado en un rincón para mantener tu presencia más o menos intacta.

Pero no estás aquí, Isaac. Ya no estás aquí. Es solo un buzo, solo una silla, solo una pena que me desgarra.

Y, al final, no llegaste a tus veintiocho, cuando pretendías tener tu vida resuelta. Tener un camino elegido, terminar una carrera, conseguir un trabajo estable y unirte a la masa uniforme de gente con la que nos cruzábamos en nuestros paseos. Pretendías ser uno más, alguien como ellos. Pero bastó con asomarte a tus veinticuatro para decidir que eso no era verdaderamente para ti.

¿No te lo he dicho, Isaac? El amor no era suficiente. No alcanzó para protegerte, para salvarte del enemigo que jamás reconocí. No alcanzó para salvarme a mí.

Y todo es gris, todo es gris, todo es gris porque te llevaste todos los colores contigo. Te llevaste los días soleados y el manojo de las únicas sonrisas que todavía me pertenecían. Te llevaste nuestros besos y nuestras promesas y todo, todo, lo que podríamos haber tenido. Las ilusiones se consumieron y se tornaron cenizas, el futuro se derrumbó como tierra árida en la que ya nada crece y lo bueno que quedaba en mí fue sepultado junto a ti.

Aun así, me despierto cada mañana, aunque ya no estés aquí. Aunque no vayas a regresar con la noche, envuelto en sus misterios. Puede que tu Blue, la misma que amaste sin dudar y abandonaste por lo que creíste una ruta mejor, se haya ido. Puede que a ella ya no vuelva a encontrarla. Puede que también la haya perdido.

Pero la Blue que eligió quedarse, contigo o sin ti, tiene que vivir

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