12. Septiembre, 1997

Me envuelve el pánico, al igual que a mi padre. Por momentos, siento que pendo de un hilo que se está deshaciendo, a miles de metros de esta ciudad. Arriba, en el cielo, donde los truenos de la tormenta me ensordecen. Donde el estruendo tapa el sonido de mis latidos y me apartan del pequeño mundo que he construido con mis lágrimas.

Son instantes perdidos, donde mi vida se escapa y la observo pasar a través del cristal empañado de la ventana de mi cuarto. El mismo cristal a través del que mirábamos la salida del sol. Abrazados, sin pronunciar palabras, con nuestras respiraciones suaves, ligeras, como música de fondo.

Ahora, al despertar, lo único que me envuelve es tu ausencia.

Así que escribo. Te sigo escribiendo a ti, Isaac, aunque nunca vayas a leer mis cartas. Todo lo que podría haberte dicho entonces, todo lo que siento desde tu partida... Todo, todo ello, lo dejo en estos trazos duros y forzados. Porque necesito que salga de mí, de esta prisión que me mantiene anclada a un pasado al que no puedo volver. Y debo hacerme a la idea de ello.

Pero no soy capaz.

No soy capaz de abandonar lo que tuvimos. No soy capaz de volver a empezar. Me niego a hacerlo. Me resisto a superar lo que vivimos.

¿Qué pasaría si lo hiciera?

Temo que te vayas, de una vez y para siempre. Que ni siquiera me queden las imágenes que mi mente se afana en guardar, en proteger ante el paso del tiempo que amenaza con llevárselas con él. Que un día, sin darme cuenta ni esperarlo, la cajita en la que guardo aquello que fue tan nuestro ya no esté.

No quiero olvidarte, Isaac, y por eso escribo.Para tener un recuento de lo que fuimos. De lo que seremos. Porque seguiráhabiendo un nosotros, a pesar de los años y de la distancia.

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