Capítulo 8

Jamás pensé que levantarme de una silla iba a ser un deporte extremo y, mucho menos, caminar hacia el pequeño salón de espera. Para mi fortuna, Pedro tomó mi brazo y me ayudó a disimular mi estado embriaguez.

Estaban quitando las mesas y, durante la transformación de restaurante a discoteca, te llevaban a un sitio pequeño que tenía una barra. Algo fastidioso en mi opinión, pero bueno, el local no era mío.

Mi vecino y yo pedimos agua para ver si se nos pasaba un poco el efecto del alcohol. Me agrada saber que Pedro y yo estábamos igual de tomados. No hablamos ni nada, en cambio, fui al baño por un momento. Tanto beber me habían dado ganas de orinar y no sabía cuánto tardaríamos aquí.

Al volver, me encontré a un solitario Pedro, quién me miraba sonriente.

—Creo que estoy lo suficientemente bien como para inventar, ¿y tú?

Me quedé quieta por un momento, analizando mi cuerpo a ver si estaba borracha o no. Me bastaba con no que la cabeza me diera vueltas.

—Estoy bien —mentí porque no tenía ni idea de cómo me sentía.

Seguí a Pedro de vuelta al restaurante, que ahora parecía otro local, con mesas altas, las luces demasiado tenues y música a todo volumen, del tipo que me recordaba a mis antiguos vecinos. Me repetí varias veces que estaba en una discoteca, aquí no mandaba yo. Las ganas que tenía de bajarle el volumen e irme a mi casa comenzaban a picarme en lo más profundo de mi ser, sobre todo esa noche. Agarré mi bolso pequeño y lo sujeté como si me lo fueran a quitar, era lo único reconfortante, me mantenía con los pies en la tierra.

Llegamos a la barra y el camarero nos sirvió sin preguntar dos copas de vino tinto. La agarré cuando la dejó enfrente de mí. Comencé a creer que el amigo de Pedro quería emborracharnos. Yo no podía darme el lujo de hacerlo, ya que me encontraba con un desconocido. En realidad, era mi vecino y sí sabía un par de cosas de él después de la cena, pero eso no significaba que fuéramos cercanos como para pasarme de copas. Aunque mi mente y la situación me indiquen lo contrario.

Pedro alzó su copa.

—¡Salud!

Alcé la mía y las chocamos, no escuché nada porque la música estaba alta, pero bebí de mi copa cuando él la apartó para hacer lo mismo.

Un tipo alto, y de piel morena se nos acercó. Pedro sacudió la mano del chico para luego darle un abrazo rápido. Quién supuse era su amigo, no dejaba de repetir lo feliz que estaba de ver a mi vecino y conocerme. Tenía pinta de ser el dueño del restaurante, no solo por la sonrisa que tenía en su rostro, sino porque sostenía una carpeta gris que tenía el nombre del local. Tenía puesto ropa de chef, con su delantal negro y su chaqueta blanca típica. No tenía gorro, estuve a punto demostrar decepción, pero me contuve al obligarme a tomar un sorbo más del vino.

—Esteban, esta es Mara.

—Un placer —dijo y extendió su mano para que la estrechara, lo hice y luego volvió a mirar a Pedro—: pronto vendrán los demás, sé que dije que era sorpresa, pero es que no quería que se fueran.

Decidí no atender a la conversación. Dejé la copa sobre la barra y observé el resto del lugar. El público había cambiado, ahora se notaba más joven, incluso más que yo. Maldije, seguro eran estudiantes.

No. No. No. Tenía que relajarme, me conocía y sabía que era capaz de buscar alguna excusa para enojarme. Así era yo, me había acostumbrado a eso. Pero no me podía dar el lujo de estropear el plan molestándome por estupideces.

—Bueno, me iré a cambiar —anunció Esteban—, un gusto.

Dicho aquello desapareció.

—¿Qué te cuenta? —pregunté volviendo a agarrar la copa de vino.

—No mucho —respondió con voz monótona y supe que algo le había dicho, lo miré extrañada y, enseguida, añadió—: no es nada, la típica conversación sobre a quién le va mejor.

—¿Típica? Yo diría tóxica.

Pedro llevó la copa a su boca y se bebió todo el contenido de un solo trago. Ambos éramos propensos a salirnos de control, porque mentir requería un esfuerzo mental que ninguno de los dos quería hacer. O eso asumí, ya que así me sentía yo.

—Bailemos —propuso y lo miré confundida—, vamos Mara, así se verá más real nuestra relación.

Me encogí de hombros y repetí la acción de mi vecino. Una vez vacía la copa, la dejé de en la barra. Pedro extendió su mano y la tomé. Caminamos hacia la pista, en donde había mucha gente moviéndose, porque eso era todo menos bailar. No era una experta, de hecho, tenía dos pies izquierdos cuando me emborrachaba y lo reconocía.

Bailamos la canción que estaba y la siguiente, las dos muy populares, pero que no me gustaban. Respiré profundo, ambos tomamos la decisión de descansar mientras pasaba la canción lenta. Volvimos a la barra y Pedro pidió otra ronda de vino porque, mientras nos movíamos al son de la música, quedamos en no mezclar alcohol por si acaso.

—Al final ni tan mal —comenté tomando un poco del vino—, por lo menos no nos han vuelto a reconocer.

—Salud por eso. —Pedro alzó su copa y brindamos de nuevo.

Nos tragamos la bebida y volvimos a bailar. Sentí, con cada movimiento al ritmo del reggaetón, que poco a poco me fue importando menos el meme y el cómo saldríamos de esta. Sus amigos vendrían, ambos ya estábamos bastante tomados y cabía la posibilidad de que el inicio de nuestra mentira se destruyera por eso. Pero daba igual, necesitaba relajarme y distraerme, olvidar que cada minuto que pasaba era una pérdida de tiempo en mi búsqueda de una forma de pagar el alquiler. Esa noche, todo carecía de valor. Ni el mismo Pedro me interesaba porque estaba casi sola. Sin mis amigas, a las que, aunque me tuvieran cariño, no pararíamos de hablar del tema cuando les contara todo al día siguiente.

Mi burbuja se rompió tan pronto como el primer grupo de amigos de mi vecino apareció, nos vimos en la obligación de dejar de bailar para saludar y presentarnos. Olvidé sus nombres, puesto que en realidad casi no estaba prestando atención. Entendí, que dos de los chicos eran pareja y, la otra chica que vino con ellos era la hermana de Esteban. Se veían como buena gente, pero no dejaban de preguntarnos sobre el volverse popular de la noche a la mañana. Ni Pedro ni yo teníamos respuesta ante eso, así que me tomé la libertad de decir que era pura suerte y un talento divino a la mala convivencia en fiestas.

—Yo es que no soy tan fiestera —dije, una vez comprendí que casi se me sale que éramos vecinos y nada más—, de paso, al día siguiente, tenía una entrevista de trabajo muy temprano.

Otra mentira esa noche, mi madre estaría decepcionada.

—Si bueno, pero sabías que acababa de mudarme y que haría una fiesta —se defendió Pedro.

Hice todo lo imposible para no discutirle aquello, porque cualquier cosa que saliera de mi boca iba a poner en riesgo la mentira que crecía cada vez que contábamos algo sobre nosotros. Así no era como juré que iría la noche. En realidad, no lo había reflexionado tanto, aunque sí tenía esperanzas de que iba a ser tranquila. Reconocí que ya era un punto sin retorno, así que me disculpé y me di la vuelta hacia la barra.

Pedí un gin tonic. Observé cómo lo preparaba, colocando el hielo, el agua y la ginebra. Dejó el vaso finito y largo sobre la barra. Iba a preguntarle al camarero cuánto me iba a costar la bebida, pero él habló primero.

—Paga la casa.

Le di las gracias y agarré el vaso. No iba a darle un sorbo hasta que no encontrase a mi vecino.

Escaneé el lugar, entre la música y las luces que se prendían y apagaban muy rápido, me distraje y me quedé ahí, de pie. Bebí un poco, luego más y más, sin darme cuenta se me había acabado. Mierda. Tenía que encontrar a Pedro.

Sin devolver el vaso, me adentré en la multitud que bailaba alrededor de la pista. Debía de estar cerca. La música cambió a una que conocía, pero no lograba ubicar. Alguien me agarró el brazo y me jaló en su dirección. Sin darme cuenta, me hallé en medio de la pista de baile. Habían hecho un círculo y yo era el mono de circo. Sin saber cómo salir, comencé a mover los brazos de un lado a otro y luego los pies. Di un par de vueltas y esas fueron suficientes como para perder el rumbo. Me descontrolé. Comencé a brincar y cantar la canción a todo pulmón.

No sabía cuándo extravié el vaso, solo que estaba bailando con un grupo de gente que no conocía y que aún no encontraba a Pedro. Lo último, lo di por perdido hasta que alguien colocó su mano en mi hombro y vi una faceta de mi vecino contraria a la que conocí durante la noche. Ahora era él quién estaba enojado.

—Diviértete, ¡aguafiestas! —grité y tomé su mano.

Comencé a bailar con él, pero él se mantuvo como una pared.

—Mara, vámonos, estás demasiado borracha —susurró en mi oído.

—No —dije y al ver su ceño fruncido añadí—: una canción más, ¡por favor!

Pedro asintió y nos movimos al ritmo de la música. Su cara comenzó a cambiar a una más divertida. Entre reggaetón, salsa y pop, bailamos hasta que, sin darnos cuenta, había amanecido. 

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