Prefacio
—Bestia podría oírnos.
La mujer ignoró en rotundo la voz de su consciencia. Con aquella desesperación que atormentaba su alma, lo último que necesitaba era el sentido común. Por desgracia, las voces imaginarias podían ser opacadas, pero no las de un corpóreo compañero irritante.
—Repito que tal vez deberíamos seguir con esto luego —prosiguió el acompañante—, o por lo menos ponernos las máscaras. Solo Dios sabe lo que él nos haría si nos descubriera sin las máscaras. ¿Te lo imaginas?
«No menciones a Dios en esta casa», quiso advertirle ella, ya que para Bestia dicha mención era un pecado tan grande como la desobediencia, pero lo dejó correr. Cada uno tenía su manera de desafiar sus yugos; para ella era desnudar su rostro, y para Candelabro la fe.
Siguió buscando entre los baúles y gabinetes de la galería de su dueño. No sabía si lo que escuchaba a sus espaldas eran pasos, los latidos de su acompañante o los suyos propios que, habiendo cobrado una fuerza insana, decidieron acecharla para que desistiera, amenazando con delatarla. Cada vez que pensaba en que no debió haber incluido a nadie más que a su sombra a una misión tan delicada, miraba a su compañero de reojo y recordaba por qué lo había invitado.
Los pálidos brazos de él apenas eran un par de huesos barnizados de color piel; siempre extendidos como alas a medio vuelo, eran el soporte de diez largas y chorreantes velas, cinco de ellas adheridas a lo largo de cada brazo. Para no llamar la atención ni pecar de mezquino, el hombre solo llevaba un par encendidas. La mujer tenía que reconocer que sin esa luminiscencia se le imposibilitaría hurgar entre tan minuciosa clasificación entre los archivos de Bestia, y no dejar un desorden a su paso.
Por desgracia, algún error tuvo que haber cometido gracias al respingo que pegó al escuchar el lento lamento de una puerta detrás de ellos.
Una diminuta silueta se aproximó a los brazos de la mujer, emboscándola. Aliviada, comprobó que no era más que su hija de doce años.
—Mamá, ¿me puedo quitar la máscara? —preguntó la chiquilla confundida por la visión del rostro de su progenitora.
—Tú no, cariño —replicó la madre.
—¿Y por qué Candelabro sí puede?
—Candelabro puede hacer lo que quiera, no es hijo mío, Tacita. Ahora vete a que Reloj te cuente un cuento que mami tiene cosas por hacer.
La madre dejó a la niña en el suelo, preocupada de que esta hubiese podido traducir el pulso en su cuello o la irregularidad de su respiración. En un intento de actuar como de costumbre, condujo a Tacita a la salida con pequeños empujones.
—Cosas por hacer… Como desobedecer a Bestia.
La mujer se agachó en un reflejo inhumano y con el mismo impulso puso una mano en la boca embadurnada de maquillaje color yeso de su hija, aplicando tanta presión que le dificultaba el tráfico de oxígeno a la pequeña. Este hecho no le producía ningún remordimiento ni preocupación debido a que, en su opinión, la muerte era un obsequio si se comparaba con las repercusiones del temperamento de Bestia.
—Tetera... —imploró Candelabro en un hilo de voz. Él habría estado comiéndose las uñas si no temiese derramar su cera en la majestuosidad de la alfombra bajo sus pies—. Ya nos vio. Es una niña, no creo que pueda... ya sabes... guardar el secreto.
Tenía razón en mencionar que la niña era un peligro exponencial. Además, Tetera se debía a Candelabro, ella lo había metido en aquel embrollo sin salidas fáciles. Era necesario tomar medidas inmediatas —tan desesperadas como la situación—, de lo contrario, la muerte se convertiría en un ferviente anhelo.
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Nota de autora:
Lo que están leyendo es la edición de 2021 de este libro, la que se publicó en papel, con todas sus mejoras. Espero que les guste 🤍
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