5
Al caer la noche un miembro de la servidumbre fue a despertarla. Isabella no distinguía con claridad la línea entre lo real y lo que era producto de su somnolencia. No acostumbraba a levantarse de la cama y ser recibida por tan extraña semioscuridad. El habitáculo en que se encontraba solo era iluminado por una lámpara de aceite que hacía adquirir a toda la madera un matiz rojizo, y desde la ventana la saludaba una humilde llovizna concebida por un manto de nubes grisáceas.
«¿Es que aquí siempre está lloviendo?», se preguntó.
Si supiera.
A pesar de todo lo que la reportera había visto desde su llegada a mi interior, todavía tenía la capacidad para desconcertarse. Así ocurrió, por ejemplo, al mirar al hombre que había ido a despertarla.
Bajo de estatura, con una boina roja y un abrigo de la misma tonalidad. Entre el atuendo colgaba a modo de corbata un péndulo dorado en movimiento como el de un reloj, y aquello era lo más sencillo de digerir. En medio de su frente, el hombre tenía tatuado el número 12, a su derecha y un poco hacia abajo llevaba grabado el 1, y así se cumplía hasta llegar a 6 en su barbilla e imitar el patrón del otro lado de la cara hasta cerrar el círculo. La máscara de este hombre estaba puesta de forma estratégica para no dañar el resto del diseño y, para finalizar con broche de oro, en el cartílago entre sus fosas nasales tenía clavado un largo palillo dorado cuyas puntas tenían terminaciones de flechas.
«Manecillas de reloj», pensó Bella. «¿Es que en Larem la gente celebra Halloween por estas fechas y nadie me ha avisado?»
—Bestia... —El hombrecillo la miró de arriba a abajo casi con asco, como quien examina a una mosca y decide que ya no quiere el plato donde esta ha estado—. Bestia ha llegado y quiere verla.
Por la expresión del hombre, Bella dedujo que este no la creía merecedora de ser llevada a la presencia de su amo.
Ella se levantó con calma dando tiempo a que la oportunidad se cocinara bien, no podía perder esa momento de hacer preguntas al hombre frente a ella por muy narcisista que este pareciera.
—¿Puedo preguntar cuál es su nombre?
El hombre ignoró su pregunta con deliberación, mas no se quedó callado. Con los dientes apretados, dijo:
—Yo le aconsejaría que no se demore, a Bestia no le gusta esperar.
—Entiendo, entiendo. Pero, en algún momento necesitaré algo de usted y tendré que recurrir a su nombre, ¿no? ¿Cuál es?
El hombre la miró con el más violento desprecio que podía regalar una mirada, aunque al final contestó a regañadientes.
—Reloj.
—¿Cómo?
—Mi nombre. Es Reloj.
Dándose por satisfecha, y abrumada, Bella se dejó conducir hacia Bestia. Aprovechó en el camino el torrente de ideas que iba surgiendo para su reportaje, y las comenzó a anotar en una especie de frenesí sobre su libreta mientras sus pies se movían por cuenta propia.
«La servidumbre viste y se comporta de acuerdo a un rol específico, por ahora he conocido dos. Un Reloj y una Vajilla (me queda pendiente confirmar el nombre de la segunda pero me apuesto mi título a que está relacionado con su atuendo). Ambos usan máscaras, no sé qué tienen que ver pero no pueden ser irrelevantes.»
Acabó con la mano vibrando gracias a la velocidad con la que había derramado sus ideas en el papel.
Llegaron al gran salón e Isabella casi se cae del susto. Enseguida anotó en su libreta:
«Recuerdo perfectamente que al llegar aquí esta mañana no había ni una pintura ni una pizarra ni una fotografía más que en la pared con la chimenea, las demás estaban completamente desnudas. ¿Cómo han podido traer y organizar tan rápido toda esta librería? Tiene que haber por lo menos mil libr...»
La grave voz que se proyectó en el salón interrumpió el flujo de su muñeca. Parecía provenir de un sillón ubicado frente a la chimenea, de espaldas a los recién llegados. Al ambos voltearse, quedó al descubierto un hombre que Bella no habría podido imaginarse ni en sus más creativos sueños. Tuvo que resistir el impulso de hacer anotaciones.
Su palidez era mortífera pero esta solo podía adivinarse en su barbilla de punta filosa como un diamante, o en su cuello estirado y sus antebrazos desnudos. El hombre tenía una máscara dorada que cubría la mayoría de su rostro, solo dejando al descubierto lo que estaba debajo de sus pómulos. Así le fue posible ver a Bella sus labios tan rojos que parecía que acababa de ponerse hielo sobre ellos.
La parte visible de sus brazos estaba tapizada por vellos similares a hilos de oro, afeitados de una manera abstracta que formaba con los espacios en blanco espirales y figuras que Bella intuyó que formaban parte de alguna simbología personal. Su cabello, largo hasta los hombros, también parecía haberse robado el color del sol que faltaba sobre su castillo.
Bella se preguntó qué clase de Bestia era esa. Se imaginaba un gorila por las descripciones grotescas de quienes se atrevieron a hablar con ella, y en su lugar se consiguió a un agraciado león.
—Acércate —ordenó él. Su voz, en efecto, simulaba la de un rey animal, su entonación casi parecía un rugido.
Bella, fascinada como nunca en su vida, se acercó.
—¿Qué es lo que llevas puesto?
La reportera estudió su vestimenta. Un pantalón de algodón gris, una camisa de botones blanca que transparentaba su ropa interior deshilachada, y unas sandalias en forma de sapo que puso rápidamente en sus pies al ser convocada para no retrasarse al buscar un mejor calzado.
—Quería bajar con prisa y por eso no me he puesto nada más profesional. Disculpe, señor.
—No me llamarás señor —la respuesta de Bestia fue un ladrido de cólera—. Me llamarás como lo que soy. Bestia.
Chasqueó los dedos y otro miembro del castillo enmascarado apareció, vestido como un tapete. Se puso a cuatro patas frente a la Bestia y este subió sus pies en él como si se tratara de un cómodo cojín.
—Reloj, proporcionarás a nuestra invitada los ropajes adecuados para estar en mi presencia.
Bella casi se atragantó con el aire que respiraba.
—¿Disculpe? Creo que no le he entendido bien.
Bestia pateó al hombre tapete bajo sus pies para apartarlo de su camino; entonces, irritado, avanzó hacia su invitada, posicionándose frente a ella.
—Estás en mi castillo por mi consentimiento, yo he querido que vengas. Asiente si has entendido. —Bella abrió la boca para responder—. Calla. Te he dicho que asientas —Así lo hizo ella, sintiéndose impotente—. Tú necesitas estar aquí y conocerme para que tu trabajo valga algo. ¿Cierto?
Bella tragó en seco, no entendía qué tipo de influencia tenía ese ser sobre ella que la ponía tan nerviosa.
Solo asintió.
—Si quieres estar en mi castillo vivirás bajo mis reglas. Primero...
Con ambas manos le tomó el rostro, Bella sintió que su carne repelía el contacto, experimentando la ilusión de que una brasa ardía en el lugar donde él la tocaba, expandiéndose rápido por su espina dorsal. Bestia usó sus pulgares para dibujar el contorno de sus ojos y así ella aprovechó para ver los de él.
Pensó que tenía que ser un afecto de las sombras que los envolvían, porque casi pudo jugar que las pupilas de Bestia eran una piscina de sangre.
—Nadie tiene derecho en esta casa a mostrar su rostro con tan ofensiva libertad. —La soltó. La chica no supo que estaba conteniendo la respiración hasta que sintió el aire penetrarla de nuevo con urgencia—. Tetera te confeccionará una máscara en minutos. Por lo demás, debes comprender y respetar una cosa: aquí no eres una reportera, serás lo que yo quiera que seas.
Bella se imaginó vistiendo de ahí en adelante como una olla o una cuchara. La sola idea de perder el dominio de su identidad le retorcía el estómago. El control que ejercía ese monstruo sobre su gente era enfermo, no le hacía falta mucho más para odiarlo. Estaba en sus manos, si quisiera podría convertirla en un retrete y sabía que no se iba a resistir. No se opondría a nada, porque necesitaba escribir ese artículo.
—Serás mi princesa —explicó el dueño del castillo—. Como verás, me gusta el amarillo. Espero que te guste también a ti porque solo usarás vestidos de esa gama. Por supuesto, ser mi princesa no implica solo vestir como una.
Los labios de la Bestia se curvaron con una malicia inquietante.
«Es un demonio», pensó Bella con alarma y repulsión, descuidando sus emociones al punto en que dejó que sus puños se cerraran con fuerza hasta clavarse las uñas en la piel.
—Reloj, llévatela a cambiarse. Ya le explicaré luego lo que haré con ella.
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