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«Larem», pensó Isabella el día que nos conocimos, incapaz de comprender qué llevaba a una persona racional a decidir vivir en las deplorables condiciones que sus ojos alcanzaban a ver. Lo que ella no consideraba era que yo, para ser una irrisoria mancha en un mapa como la que dejaría la punta de un bolígrafo defectuoso, les daba a mis habitantes todo, o por lo menos todo lo indispensable para no tener necesidad de salir.
Siempre he sido pequeño, pero quienes me habitaban en la época de la Bestia fueron hábiles para aprovechar mis espacios. Vivían entre farolas rotas con los vidrios desperdigados en el césped manchado de barro, con la vista de un muelle podrido e inutilizado, sentados en bancos oxidados con hoyos en la madera; pero sabían hacer de ramas espadas, de troncos talados su parque de juego, de cajas sus cuarteles secretos, y de mis calles bañadas de charcos las canchas que necesitaban sus balones.
Bella pronto experimentó esa complicada relación que tenían los laremses conmigo, esa sensación de espanto en la piel, que a la vez resulta tan atrayente y adictiva como un buen relato gótico. Fue mientras se adentraba en mis estrechos callejones custodiados por nubes de niebla que la arropaban de forma mística, como si aquel fenómeno natural tuviese conciencia y la capacidad de interactuar con su piel a elección. Se volvía diáfana conforme la curiosidad de Bella menguaba, y espesa como un muro cuanto más asustada estaba ella de mi insistente penumbra. Caminó, tomando notas mentales de los techos casi desprendidos, interiores mohosos y destartalados, pero también descubriendo que mis habitantes tenían una mente zagas para hacer de la decadencia un hogar. Supo con ver los letreros que cualquier vivienda podría contener en su interior un remate de segunda mano que ofrecía desde un libro hasta un pantalón, o podía ser una pizzería o el bazar de una confeccionista adiestrada.
Pero sin duda lo que más impacto, rechazo y atracción generaba era el castillo. El castillo de la Bestia.
Se erguía en medio de salientes rocosas tan altas que creaban una especie de verja alrededor, los espacios entre cada mineral estaban tapizados de tierra en una versión rojiza que con toda facilidad podía confundirse con sangre. A los ojos de Bella las rocas eran los puñales que sobresalían de la piel y la arena los charcos de sangre que chorreaba por los canales entre las perforaciones. Mis lluvias torrenciales azotaban los muros de piedra, los truenos casi los estremecían, mientras que los rayos eran los únicos tan altos como para alcanzar la torre del campanario.
Mientras el guía conducía a Isabella al interior, ella no pudo evitar advertir que el jardín de la Bestia era más un cementerio con figuras momificadas en cemento como lápidas, adornadas con flores púrpuras y carmín en las bases. Varias de ellas tenían leyendas en latín con letras doradas. Ella se prometió que pronto tomaría notas en su diario, apenas tuviese la oportunidad; mientras, tendría que confiar en su memoria.
—Quédese aquí y no toque nada —le ordenó el guía dejándola en un salón una vez entraron al castillo.
A Bella le sorprendió descubrir que no había ni un mueble, solo algunas butacas de terciopelo carmesí distribuidas en torno a una chimenea al fondo hecha de las mismas piedras grises y negruzcas de las paredes, como si fueran una misma pieza.
Una vez sola y esperando, la reportera descubrió que le dolía hacer cualquier expresión con su rostro, como si sus facciones de la nada se hubiesen transformado en cartón y gesticular con ellas lo quebrara. Sus ojos se desviaron al espejo en forma de luna llena y marco de bronce que se exhibía sobre la chimenea. Primero se fijó en su cabello empapado, luego en el rubor extremo de sus mejillas; viéndose así, daba la impresión de que se había agarrado todo el sol del camino para ella sola. Sus ojos, además, simulaban estar bajo efectos de un cansancio eterno. Y su cuello, que no alcanzó a ser protegido por el suéter, estaba tan tostado como una galleta de canela.
Cuando su aspecto dejó de ser importante se fijó en lo que rodeaba el espejo. Un mosaico de cuadros fotográficos cubría por completo la pared como si se tratara de un mural de exposición, la mayoría capturaban lo que Bella creyó era una fiesta de disfraces ya que todos los enfocados llevaban máscaras y trajes que cruzaban la línea de lo normal a zancadas. En su rápida ojeada no reconoció a la Bestia.
—¿Qué hace usted aquí a esta hora? —preguntó a voz en grito alguien que apenas bajaba la escalera curva de la izquierda.
Bella se irguió de hombros preparada para adoptar su profesionalismo y presentarse como requería su libreto. Pero nada más ver a la mujer que se le acercaba se le imposibilitó disimular la perplejidad que la arrebató.
La mujer llevaba un plato en la coronilla de la cabeza a modo de ala de sombrero —lo más probable es que adherido, ya que no se tambaleaba— y encima una cafetera rodeada de pequeñas tacitas de porcelana que en conjunto trataban de emular la copa. Un antifaz blanco con diseños florales a juego con su vajilla
le cubría desde el nacimiento del pelo hasta la punta de la nariz.
—Le he hecho una pregunta, ¿no? —cuestionó la mujer ahora controlando sus nervios y viéndola con desprecio gratuito.
Bella quiso responder, pero sus ojos estaban clavados en la bata que colgaba del rechoncho cuerpo de su interlocutora. El estampado era de pequeños cubiertos, ollas y otros utensilios de cocina.
—No me avisaron que serías retrasada—finalizó la mujer del atuendo extraño con un deje de lástima y fastidio en la voz.
Bella se mordió la lengua para no picar el anzuelo.
—Señora, lamento mucho mi irresponsabilidad, prometí llegar antes del amanecer y empiezo terrible: faltando a mi palabra. Le explico, el camino fue más...
—No interesa —cortó la mujer del plato en la cabella. La veía de la forma en que se ve a una ladronzuela que sabes que te ha robado pero te genera tanta lástima que no consideras que valga la pena echárselo en cara—. Bestia no te puede atender en este momento, es un hombre ocupado y sus días son bastante movidos. Mejor duerme y descansa del viaje, al anochecer es posible que ya haya llegado y puedan hablar.
Isabella, frustrada de perder tiempo y preocupada por tener que prolongar su estadía en ese lugar, no tuvo más remedio que hacer lo que se le indicó.
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