Petra no es la mejor dando discursos.
Cuando Sobe y yo decidimos que Petra diera el discurso no tuvimos en cuenta dos importantes cosas:
La primera era que Petra aunque era una persona muy diplomática no miraba a los ojos a la hora de hablar.
Y la segunda era que tenía pánico escénico. Aunque eso no lo sabíamos.
Esas dos cosas no combinan bien cuando quieres convencer a un pueblo para que se apunte a una guerra y apueste su vida a una revolución cuando tú ni siquiera tienes idea de cómo funciona aquel mundo. Fue algo así como arrojarte a un río congelado cuando no sabes nadar, le tienes miedo al agua y llevas grilletes en tus piernas. En ese momento deseé estar en un río congelado o en cualquier lugar menos allí.
Abeto se presentó en la cabaña a media noche y nos indicó que lo siguiéramos. Cargaba una farola en su mano que despedía una luz intensa y la cual emitía un articulado rechinido agudo al moverse. Iba en la cabecera de la fila, el hacha que había cargado esa mañana la llevaba colgando de su espalda a través de una correa que le surcaba el pecho. Tal vez notó nuestros semblantes preocupados porque se volteó y nos dedicó una sonrisa amistosa. Inmediatamente su marcador emitió un pitido aunque Abeto no profirió ninguna palabra y el número de la pantalla cambio.
-24.
Lo mismo hizo el de Berenice y aumentó un número. Seguramente por ser las doce de la noche, había transcurrido un día y una palabra había sido añadida a su contador deseosa de ser almacenada o gastada. Me enfadó que Logum sea tan avaro para poner marcadores con sólo una palabra al día ¿Cuánto podías decir con una palabra? Nada. Ni siquiera alcanzaba para «Buenos días», «Te quiero», «Tengo ganas de comer tacos», «Me gustas» o «Creo que darás mal el discurso»
Los murmullos de Petra practicando su discurso me arrancaron de mis pensamientos. Se veía muy frustrada y nerviosa, no cesaba de relamerse los labios y juguetear con los dedos. Parecía que estaba a punto de darle un ataque. Ninguno quería hablar pero tampoco era para ponerse así.
Abeto nos condujo a la empalizada y nos introdujo a una secuoya. La secuoya era una de las atalayas que flanqueaban la puerta de la empalizada, su copa se alzaba muchos metros por encima del suelo. Dentro del árbol había una escalera que ascendía en espiral hacia la cima. Las paredes eran de corteza rugosa y en los rellanos había ventanas dónde se vigilaba el exterior, un oscuro y llano bosque, aunque no había nadie apostado en su puesto. Cada unos pasos una antorcha te iluminaba hasta la siguiente luz, despidiéndote con leves destellos.
Nos escoltó hacia la copa del árbol: una pequeña terraza con un brasero de hierro áspero y opaco ardiendo en el medio. Las ramas y las hojas crecían hacia los lados en forma convexa como una cúpula, estaban podadas para que fueran un techo y en parte pared. Había una hendidura en la pared de hojas lo suficientemente ancha como para que todos nos asomáramos al borde. Cerca de la abertura había una pequeña plataforma con barandal muy similar a un inestable balcón al cual no me daba ansias subirme. Si a Berenice le había parecido digno de contemplación la cabaña entonces tú creerías que un árbol hueco y podado en forma de cúpula la harían trastabillar. Pero no, se encontraba demasiado ocupada escuchado con atención los murmullos de Petra.
Tenía decepción y temor en sus ojos como si supiera que no iba a funcionar.
Abeto nos señaló la hendidura-balcón. Nos deseó suerte levantando los pulgares, palmeándonos los hombros y sonriendo. Luego caminó de espaldas hasta el final de la habitación y bajó las escaleras apresurado.
Sin saber muy bien qué hacer nos asomamos al balcón. Debajo de la secuoya se congregaba todo el pueblo con aire preocupado y desconcertado. Todos se veían pequeños desde allí, alzaban sus cabezas con aire interrogante. Como no había mucha comunicación entre ellos algunos observaban a sus alrededores buscando respuestas. Prunus Dulcis estaba en el gentío con una mirada enigmática, Abeto se le unió al momento y sonrió alentadoramente como si confiara en nosotros.
Alguien de la multitud nos señaló y gritó:
—¡Los extraños extranjeros! —los pitidos de su marcador llegaron a mis oídos.
—No tienen marcadores —advirtió otro.
—¡Raros! —expresó uno.
No parecían muy tolerantes y bromistas como había dicho Pino, nos observaban con miradas hostiles y ceño fruncido, cruzándose de brazos. Algunos estaban pensando marcharse, otros lo estaban haciendo.
—Tenemos un mensaje que decirles —anunció Petra con voz temblorosa y la multitud guardó silencio congelándose en sus lugares.
El silencio se prolongó y nadie dijo nada más, ni siquiera Petra. Aferraba los bordes de la terraza, los nudillos blancos, pero no hacía nada más, se había quedado sin palabras.
—¡Anda mensa di algo! —la urgió Sobe susurrándole desde el centro de la terraza—. Se supone que tienes una inteligencia y destreza sobrehumana.
Petra se volvió.
—No es mi culpa no poder hablar en público, tú me diste este miedo —lo acusó susurrando fuera del alcance de la multitud.
—¿Se supone que es mi culpa? —preguntó incrédulo señalándose el pecho.
—Por su puesto todo lo malo que tengo es tu culpa ¡En mi mundo es de mala educación hacer que más de tres personas te escuchen!
—¡Y qué! —Dije— ¡Anda, habla!
No podía creer que se hubiese olvidado todo lo que habíamos ensayado aunque no la juzgaba porque yo tampoco lo recordaba con exactitud. Berenice quedó boquiabierta por la conversación de ellos, no parecía tener sentido como todo lo que Sobe y Petra decían.
—¡Aburriiiidooooooo! —gritó una voz sonora desde la multitud, era la voz de Pino. Sabía lo que pretendía, quería hacernos quedar como idiotas y no se lo hacíamos muy difícil.
Algunas personas comenzaron a marcharse disgustadas. Mis manos sudaban y la mente me daba vueltas. No recordaba muy bien las prioridades del discurso, ni los primeros temas que había que tocar, solo tenía una leve idea de qué trataba. Todo se estaba yendo por la borda. Necesitábamos que ellos se unieran a la rebelión para poder entrar a Salger, llegar a Cuba, ir al Triángulo, conseguir un mapa y buscar a mis hermanos. Fue entonces cuando obedecí el impulso, me precipité al final de la terraza y grité:
—¡El mensaje que queremos darles es algo que todos ya saben! Logum invadió sus tierras con ejércitos desconocidos, tomó todo Dadirucso, lo encerró en una ciudad aislada y no sólo eso también tomó sus vidas.
¿Alguna vez te fue difícil convencer a tus padres para que te dejen hacer algo que tú querías como salir a divertirte con tus amigos? Bueno trata de convencer a personas ceñudas, desconocidas, recelosas y ermitañas de que te crean el rollo de que se alzará una guerra de la que nunca escucharon contra un tipo que no conocen. No es del todo fácil. Mi voz se escuchó muy pequeña y débil por más que intentara gritar pero aun así me empeñé en decir lo indicado. Olvidé cómo lo decía más bien me concentré en lo que decía.
Fue entonces como comencé a contarles mi historia. Dramaticé un poco la parte en la que me despertaba sin recordar nada, solo con una idea en la mente «ve a la ciudad» expliqué el encuentro con Berenice y su plan para liberarlos, a ellos y a todo el mundo. Les mencioné que no recordaba por qué no tenía un marcador, algunos me llamaron «espíritu» otros «señal» pero la mayoría guardó silencio. Incluso los que se habían ido regresaron a mitad del discurso con un brillo en los ojos, supuse que me habían escuchado en la distancia.
También expliqué lo mucho que les convenía aquel plan y cómo todos los sectores en los que había hablado Berenice se apuntaron a la guerra de modo que sólo quedaban ellos. Me ayudo recordar todas las películas románticas que solía ver Narel, cómo todos los actores fingían que se inquietaban hasta cuando perdían una moneda y dramatizaban cada cosa. Ella adoraba esas películas sobre todo si el amor prohibido se encontraba en un escenario de guerra, había chicos sin camiseta y se hablaba de la esperanza.
«Esperanza» pensé.
—Yo también perdí alguien a quien quería —fingí amnesia—. A veces creo que fueron mis hermanos, pero no lo sé. Yo no sabía que era el dolor hasta ese día pero tampoco supe que era la esperanza hasta ese día. La esperanza es algo más grande que el dolor, más grande que el miedo; una cosa que vive en nuestro pecho desde siempre, no se crea, simplemente nacemos con ella y solo despierta cuando está totalmente sola y no hay ningún otro sentimiento que la acompañe. No quiero ser pesimista pero la esperanza despierta cuando sentimos tanto dolor que ya no sabemos lo que sentimos. Despierta cuando estamos casi muertos. La esperanza es el sentimiento de los muertos. Su esperanza lleva despierta mucho tiempo, sólo tienen que dejarla salir. Tienen que dejarla vivir y entonces tal vez, sólo así, volvamos a la vida.
Hubo un silencio que me dejó totalmente paralizado. El mutismo se prolongó lo suficiente como para que me den ganas de que el balcón donde me encontraba se desmorone. Petra se acercó hacia mí con un tímido brillo orgulloso en su mirada policroma y apoyó una mano en mi hombro.
—A mí me hubieras convencido —dijo con una sonrisa satisfecha—. Por tener catorce años diste un buen discurso, no puedo negarlo.
Comprimí los labios procurando esconder mi decepción. El mundo se desmoronó a mis pies, si no lográbamos meter a esos tipos a la revolución no podría entrar a la ciudad, ir a Cuba y conseguir el mapa. Intenté acarrear mi aflicción pensando que ya encontraría un modo de llegar allí solo que me costaría el triple de tiempo.
De repente alguien de la multitud aplaudió. Era Pino, por supuesto era un aplauso sarcástico pero en ese lugar el sarcasmo no era bien captado y en ese caso no fue la excepción. Toda la multitud aplaudió eufórica algunos ovacionaron y muchos iniciaron un corillo que seguro les costó muchas palabras. «Muere Logum» Sí que eran directos.
Quedé parado boquiabierto frente a la multitud, Berenice se acercó al final de la terraza con una sonrisa de oreja a oreja, sus cabellos rizados parecían tener vida propia y las palabras de sus ojos gritaban felices junto con la multitud que profería gritos vivos. Tal vez habían creído que eran los únicos que anhelaban libertad hasta que se escucharon los unos a los otros. Ella elevó un puño al aire y la multitud hizo lo mismo estallando en vítores, me cogió una mano y la llevó al cielo como si fuéramos ganadores de olimpiadas.
Estaba más anonadado que nunca, antes de hablar me había envuelto una sensación de irrealidad ahora me encontraba tan estupefacto que no podía creer que eso ocurría de verdad. No parecía algo que le pase a Jonás Brown el chico que lee cómics un viernes por la noche, que no tiene amigos o contactos por Skype. Esbocé una sonrisa tímida y Berenice me la devolvió.
—¡Lo hicimos! —gritó Sobe alejándose del brasero, que crepitaba en el centro del árbol, parecía que nunca hubiera creído que lo lograríamos— ¡Lo hicimos! —nos rodeó los hombros—. ¡Cuba allá vamos!
—¡Cuba allá vamos! —gritó Petra.
—¡Cuba!
Después de eso Prunus Dulcis dijo que se celebraría un banquete para los invitados, nos pidió que aceptáramos su hospitalidad y descansáramos de nuestro arduo viaje porque nos esperaba uno aún mayor a la ciudad. Él no sabía muy bien qué haríamos dentro de la ciudad pero no teníamos pinta de ser unos chicos quietos que sólo querían vacacionar y hacer una visita guiada. Aun así no nos interrogó, su mirada parecía experta en revelar mentiras y personas, así que pudo revelar la honestidad de nuestras palabras.
Su hospitalidad contaba con un baño. Una mujer de piel café me acompañó hacia una cabaña con una sonrisa y me condujo a una habitación que contaba con un recipiente alargado de metal, muy parecido a un abrevadero, con toallas a un lado, supuse que era su manera de decirme que apestaba y me tome una ducha. Le agradecí con una leve inclinación, ella me dijo que no era problema sacudiendo su mano y riendo por lo bajo.
La costumbre de hablar con gestos me había calado.
Tomé mi primera ducha en días, me quité pedazos de pared que tenía enredados en la maraña que antes eran mi cabello, los observé cómo se hundían en el agua, hipnotizado en el movimiento y la gracia con la que descendían. Me relajé en el agua hasta que se enfrió y las yemas de mis dedos se arrugaron como un pergamino. Me dieron ropa nueva exactamente igual a la que tenía antes, tal vez creían que eran los colores que el Orden me había asignado. Dentro del pantalón, bien guardada en el bolsillo, habían puesto la fotografía de mi familia.
Me encontraba un poco relajado, fue un sentimiento muy similar al que había tenido cuando mis padres llegaron a casa con los mellizos. Nos habían dejado una semana en casa de los abuelos, cuando llegaron mi madre casi no tenía rastros de haber estado embarazada, estaba radiante y trajo aquellas dos cositas lampiñas que berreaban por cualquier cosa como si extrañaran a alguien. Narel se había quejado porque no se parecían a ella.
Caminé por el pueblo ansioso por ir a Salger y todavía un tanto incrédulo por el hecho de que todo haya salido de maravilla. Aunque era de noche todos marchaban de un lado a otro, habían plantado antorchas que crepitaban en las puertas de las cabañas y faroles que despedían una luz puntiaguda.
Me encontré con Petra, Sobe y Berenice en algo que se parecía a una plaza. Estaba en el medio del pueblo. En el centro de la plaza se alzaba un árbol descomunalmente enorme, hueco en los interiores como las atalayas de la empalizada pero sin duda tenía más que una escalera en su interior; albergaba algunas ventanas desperdigadas a lo largo de su anchura y altura, el follaje se perdía en la oscuridad del cielo y las estrellas parecían ser frutos maduros que crecían entre las ramas. Sin duda ese árbol era tan grande como los rascacielos de mi mundo e igual de ancho. El suelo de la plaza era de piedra y estaba cincelado de modo que raíces retorcidas y hundidas se extendían desde el árbol hacia el final de la plaza donde finalizaban en pequeños retoños. Algunas farolas rodeaban la circunferencia de la explanada. Cerca del árbol ardía un brasero que media más de dos metros.
En el medio de la plaza habían dispuesto una extensa mesa como para que cenara todo el pueblo y la estaban llenando de alimentos que daban la apertura al banquete. Todas las cabañas tenían encendidas sus chimeneas y las cocinas donde se preparaban los platillos que eran colocados en la mesa del pueblo. Un aroma a cocción se esparcía en el ambiente junto con la fragancia de los pinos y el rocío. Me reuní con ellos bajo una farola, Sobe estaba diciéndole a Berenice como debía deslizarse en trineo por una montaña no nevada.
—... debes esquivar los montículos de tierra, de otro modo podías caer en picada. Créeme mi hermano murió por eso, no vio una piedrecilla chiquilla y ¡Pum! fue su perdición.
Berenice asintió atenta y se sorprendió al verme.
—Jonás, nunca te había visto limpio.
—No te acostumbres —le sugirió Sobe.
Ella sonrió, iba a responder algo pero se abstuvo. Todos se encontraban más limpios que antes, Petra tenía el cabello aseado y sedoso otra vez, jugueteaba con los brazaletes de sus muñecas abstraída en sus propios pensamientos. Había cortado su vestido lo suficiente para que parezca una remera, le habían dado unos pantalones rugosos que se ajustaban a sus piernas, después de todo cada habitante de ese sector vestía con pantalón. Berenice había hecho lo mismo.
Dadirucso era extraño, en algunos lugares sentía que me encontraba enfrascado en un cuento antiguo con personajes ambientados a una edad casi medieval y otros sectores parecían las ruinas de un mundo que atravesó cientos de guerras.
Los habitantes del sector deforestación no nos dejaron ayudarlos a servir los alimentos, quisimos colaborar repartiendo algunos platillos o colgando farolas pero de todos lados nos quitaban las cosas de las manos y negaban con una sonrisa que decía «Ya vete niño, no molestes», una anciana nos echó con una escoba cuando tratamos de echarle una mano cargando una canasta por ella. Únicamente un adulto se limitó a explicar:
—No, son los invitados —y eso fue todo.
Malgastamos nuestro tiempo deambulando por las cabañas o arrojando piedras en la distancia y compitiendo por cual llegaba más lejos. Petra y Sobe ganaban todas las partidas como si se turnaran para hacernos quedar como débiles.
Después de unos minutos tenían todo listo. Un grupo de habitantes con gestos ceremoniosos, nos indicó que nos sentáramos. Nos reunimos en la mesa que abundaba de todo tipos de platillos, a Eithan le habría encantado estar allí, porque le agradaba cualquier sitio que cuente con buena comida. Había carne asada con miel, ahumada y mezclada con hierbas frescas, frutas y quesos de aromas fuertes y sabores suaves, arándanos y frambuesas en cuencos enormes, semillas, almendras, castañas, aperitivos en salmuera, huevos cocidos, panes recién horneados y galletas con semillas. Un hombre de cabellos canos, piel arrugada y oscura como un roble, se acercó hacía mi con su marcador en números negativos, tenía un baso en su mano, me palmeó el hombro con la otra y dijo que había sido el primer banquete que tenía esa ciudad en más de cincuenta años.
—Tal vez sea el primero —dijo antes de marcharse señalándome con su brazo a modo de «Dejo que lo pienses»
Berenice se sentó a mi lado y me dijo en clave Morse, golpeando el tenedor contra la mesa, que jamás había visto tanta comida, su cuerpo delgado respaldaba sus palabras. Sobe estaba a mi derecha y engullía todo lo que podía haciendo el mayor ruido posible, sobre todo cuando Petra le preguntó:
—¿No puedes hacer más ruido al comer o sí?
Y pudo. Fue una gran cena, no sólo porque fue la segunda en una semana sino porque en ese momento con Berenice, Petra y Sobe hablando de cómo su hermano escaló una montaña solo con sus manos olvidé todo lo que me inquietaba. Sobe me retó a comerme un puñado de semillas picantes y acepté retándolo a tragarse un puñado de tierra del suelo. Íbamos a iniciar el juego cuando Petra nos reprendió y dijo que mostremos madurez en una mesa con desconocidos, sobre todo después de dar un discurso de guerra. Obedecimos sin pestañar porque masculló las palabras con un deje de furia, aferrando un cuchillo e inclinándose tanto sobre la mesa que casi se recuesta en ella.
Después de eso nos dedicamos a hablar. Abeto se sentó junto a nosotros y escuchaba nuestra conversación entretenido, me gustó que esté cerca de nosotros. Contemplaba lo que hacíamos y escuchaba nuestras palabras con admiración como si fuéramos su grupo musical favorito o intelectuales hablando de física cuántica. Por desgracia Pin hizo lo mismo. Se sentó lo más cerca que pudo y lamentablemente era muy cerca. Sonreía sarcástico a cada comentario e incluso reía estrepitosamente en las partes donde no había por qué reír.
Se desperdigó en la silla, rascó su nariz chueca y dijo al cabo de un rato:
—Me aburres y si conociera más insultos de verdad te los diría.
Berenice lo fulminó con la mirada comprimiendo su tenedor y Abeto revoloteó los ojos. Sobe se inclinó hacia Pino y le susurró como si fuera una confidencia:
—Si quieres te puedo enseñar algunos, se me ocurren muchos ahora.
Luego de eso rio estrepitosamente, se levantó apoyando las manos en la mesa y se fue. Eso fue lo mejor que sucedió en la noche, incluso mejor que el banquete en sí.
En la ciudad no había chicos menores de doce años, ellos eran los más pequeños, incluyéndome; eran la última tanda que habían llegado después de que le asignaran su vida en La Fuente. Eso dijo Sobe cuando Petra preguntó por qué allí no había niños. Supe entonces que nadie había nacido allí, ni que nadie nacería ni tendría hijos en ese lugar. Todos habían nacido en Salger y tenían familia en la ciudad, pero se habían ido a una temprana edad y no habían vuelto desde entonces. Recordé al hombre de cabellos canos que me dijo que aquel era el primer banquete en cincuenta años. Tal vez él llevaba cincuenta años fuera de la ciudad, eso era mucho tiempo lejos de casa.
Yo ya había pasado tres días y quería volver, no podía imaginar cómo alguien estaría desterrado tantos años. Encerrado en ese bosque, talando madera mientras su familia crecía kilómetros lejos de él. La idea dio vueltas en mi cabeza e intente alejarla. Se suponía que cuando me vaya y ganen la guerra volverían a la ciudad. No tenía de que preocuparme.
Cuando acabé la cena el grupo de niños de doce años, la última tanda, me invitaron a caminar con ellos y los seguí con Sobe mientras las chicas les enseñaban, cerca del brasero, a Petra y Berenice cómo pintar con henna la piel o camuflarse en cualquier lugar que quieras con materiales naturales. Las niñas jugaban con el camuflaje y le gastaban bromas al resto que no las podía percibir con la suficiente rapidez, asustándolos en la oscuridad, aguardando con la espalda recostada en la corteza de un árbol.
Caminé en el bosque, lejos del pueblo y noté que ellos se comunicaban por silbidos, aunque no era un vocabulario muy profundo. Me enseñaron una casa en el árbol que habían construido las chicas. Escudriñaron los alrededores para asegurarse de que ellas no los vean en su territorio. La casa no era muy impresionante después de ver la cúpula de la atalaya, aunque en mi mundo era la mejor casa de árbol que puedas encontrar.
La casa estaba repleta de las pertenencias más importantes para las chicas, colocados sobre repisas combadas, había desde collares de cuentas, recipientes con sus pinturas de camuflaje, algunos serruchos, estatuillas de madera que ellas mismas habían creado, coronas de flores, navajas filosas, telas, hilos y sábanas bordadas con paisajes que parecían fotografías. Nos enseñaron la estructura y se marcharon antes de que ellas vengan.
Bajamos con un estruendo de ramas quebrándose debajo de nuestros pies.
De repente los chicos imitaron los sonidos de algunos pájaros y sin más, se escondieron en arbustos diferentes como si acabaran de hacer un acuerdo tácito. No comprendí que sucedía pero me escondí con Sobe y un chico de cabellos rojizos, él señaló como los depredadores de la noche salían ansiosos en busca de pájaros que no existían. La luz plateada de la luna iluminaba lo suficiente para observar más que sus siluetas. Un animal peludo, parecido a una rata, con el tamaño de un perro y un hocico filoso, husmeó el aire. Los chicos trinaron desde escondites diferentes y la rata dio vuelta totalmente confundida de un lado a otro. Escuché sus risas ahogadas desde los otros escondites mientras yo intentaba de ahogar la mía, sé que parece aburrido pero no sabes lo que pueden hacerte días sin televisión ni Internet.
Así pasaron las horas hasta que volvimos.
Cuando me alejé sentí que alguien me observaba detrás, entre la oscuridad, clavándome sus ojos como si fueran garras. Los chicos se habían adelantado silbando a las estrellas y enseñándole a Sobe cómo soltar el aire para que el sonido se oiga mejor, podía ver sus siluetas lamidas por la luz de la luna. Aun tenía la sensación de un par de ojos contemplándome como hormigueo en la piel. Sentí un sudor frío que descendía por mi nuca. Volteé y me pareció ver unos ojos escarlata observándome desde la oscuridad. Fue sólo por unos segundos hasta que los ojos se escabulleron de mi campo de visión. Agarré el cuello de la camisa de Sobe y le señalé la espesa penumbra, diciéndole que allí había visto unos ojos rojos como la sangre.
—Lo sé —dijo enigmático y algo incomodo, pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro—. Pero es mejor que lo olvides.
Y regresó con el grupo a paso ligero, arrastrando su pierna en la oscuridad.
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