III. Los fideos de salsa tártara son los culpables de todo.



Logramos escapar de Pino, claro si la definición de escapar en Dadirucso sea caer en las manos de él como una presa fácil.

Corrimos dos calles al oeste pero nos interceptó con veinte soldados en la esquina de la segunda. Raudos y ágiles como zorros sus soldados se desplegaron alrededor de la calle interfiriéndonos el camino, apostándose en todas las salidas sin posibilidades de vadearlos. Los transeúntes huyeron rápidamente de la calle como si se les hubiesen ordenado hacerlo. En tan solo unos segundos estábamos rodeados en una calle desértica sin escapatoria.

Habría sido una excelente escena para una película del lejano oeste pero estaba Pino ahí y él arruinaba hasta las escenas.

La calle asfaltada estaba rodeada de escaparates y algunas estructuras de tres pisos. El único camino libre que teníamos eran los edificios pero sabía que no eran una opción. Esconderse en una de las tiendas o los pisos superiores solamente sería demorar lo que sucedería: iban a atraparnos. Uno hizo indicaciones con la mano. Después de eso los veinte soldados se desplegaron y ocuparon en grupos de diez los finales de la calle, ya estaban esperándonos.

Pino se acercó hacia nosotros con una sonrisa crispada en los labios, le dio un tic en el ojo de pura euforia. Se tocó levemente la parte quemada de su rostro como si recordara viejos tiempos. Y por viejos tiempos me refiero a un día y medio atrás.

—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo sonriente con sus dientes precipitados y chuecos. La mitad de su sonrisa era engullida por las vendas que le rodeaban esa parte del rostro, lo que le impedía un poco hablar como si tuviera los labios pegados, me hubiese resultado gracioso si no me encontrara en apuros—. Sabía que si la rebelión se detuvo ustedes estaría en medio de todo. La verdad es que estaba esperándolos.

Sobe abrió las manos.

—Pues deja de esperar.

Pino escudriñó al resto del grupo con asombro como si recién hubiera reparado en ellos.

—Vaya trajeron compañía —se encogió de hombros—. Mejor así podré apuntarlos al ejército de Gartet, antes de servirle tienen que jurarle lealtad en la lengua sagrada, es una lengua que ustedes no entenderán, solo la saben los hechiceros, los magos poderosos y la gente más sabía que hay.

—Me supongo que tú tampoco la entiendes —añadió Sobe.

Camarón le sacó la lengua y Pino rio gangosamente. Su risa fue mitad mueca de dolor, mitad alegría. Observé su rostro rojizo y perlado, casi sin cabello, antes había sido un muchacho feo ahora era un adefesio con la piel roja, fragmentos de piel no tan roja, costras que supuraban y un grave tic en el ojo.

—Bueno cómo verán están atrapados y tiene dos opciones —levantó un dedo—. Rendirse y dejar que los encierre por las buenas o pelear, perder y encerrarlos de todos modos —dijo levantando otro dedo y mirando las opciones—. Me encantaría matarlos, pero son trotamundos y Gartet los necesita vivos además de que tenemos un Creador —añadió observando a Sobe con ojos ávidos como si fuera una presa—... y otra cosa —dijo observándome a mí como las sobras de un banquete—. Logum y yo fuimos informamos de ustedes dos y luego fuimos reinformados.

Intenté no mostrarme afectado por su comentario.

—Gartet repartió sus rostros e información por todos los mundos que tiene. Esta buscándolos sin descanso desde que supo que abandonaron el Triángulo. No se le escaparan tan fácil.

—De hecho ya lo hicimos una vez —dije amenazante.

Pino comprimió los puños y su párpado se sacudió en un espasmo. Recordaba muy bien aquella vez, habíamos volado la cocina del restaurante Letras y quemado su cara.

—Sí, bueno... ahora no está tu amiguita la bruja para salvarte —se acercó tanto hacia mí que sentí su aliento caliente en la cara—. Además Jonás, recuerda que Gartet te quiere vivo y en una pieza — me escrudiñó con la mirada—. Yo diría que quemado y con unos cuantos magullones entra en esa categoría.

—Lamento haberte quemado la mitad de la cara —dijo Sobe con arrepentimiento.

—Discúlpate lo que quieras —respondió Pino—, nada los salvará.

—Lo lamento —prosiguió Sobe— porque hubiera querido quemártela entera —gruñó como un perro furioso y casi se abalanzó sobre Pino pero Dagna lo detuvo mientras él reía frívolo y lo miraba provocativo.

Dirigí furtivamente mi mano al rifle listo para atacar. No podíamos pelear en plena calle, necesitábamos un lugar para protegernos, aguantar unos minutos y poder escapar. Busqué rápidamente un local rodeado por callejones con los nervios en punta. Estábamos a punto de mantener un enfrentamiento, mi idea de pelea con armas se reducía a la clase teórica del Triángulo y a mis juegos de wii, y en los dos salía perdiendo.

Encontré un escaparate cubierto de sombreros grises, a ambos lados de la tienda había un estrecho callejón lleno de cajas y bolsas de basura. Deposité todas las posibilidades en el. Estaba del otro lado de la calle y arriba tenía dos plantas. Teníamos que correr hasta allí pero estaba demasiado lejos, aunque los soldados tenían las armas en funda podrían dispararnos con facilidad antes de entrar. Necesitaba tiempo, miré la expresión de Dante. También estaba sopesando las posibilidades, usando toda su experiencia de subcomandante. Se había percatado del mismo local que yo, asintió levemente indicando que era la mejor opción. Solamente necesitaba una distracción.

—¿Cómo sobreviviste Pino? —le pregunté fingiendo una genuina admiración—. Eso era casi una bomba.

Pino se observó la punta quemada de sus dedos, tenía las uñas cortadas al ras.

—Yo diría que una bomba atómica, casi nuclear pero bueno puedo soportar tu ignorancia —exhaló y me miró a los ojos con una sonrisa torcida—. Tú ya sabes la respuesta Jonás, la escuchaste en el hotel abandonado. Gartet en persona me enseñó artes extrañas o como les llaman algunos magia. El fuego al igual que cualquier mago de segunda no me hace daño.

—Se nota —masculló Sobe y Pino lo ignoró.

Me miró penetrante y alzó su mano frente a nuestros rostros. Unas llamas rojizas brotaron de sus dedos, danzaron en la palma de su mano e iluminaron las facciones de Pino con un resplandor vivo, su piel quemada brilló como si recibiera a un viejo amigo. Camarón y yo fuimos los únicos que retrocedimos sorprendidos, Sobe y los demás revolotearon los ojos como si ya conocieran ese truco.

—¿Pero si no te hace daño cómo te quemaste?

—Puedo controlar el fuego, no es muy difícil, solo con las palabras adecuadas puedes llamarlo o manipularlo. Muchos magos pueden controlar los elementos pero deciden no hacerlo porque requiere muchas fuerzas y los resultados no son los mejores. Yo soy un mago nivel dos —no tenía ni idea de que era eso pero asentí—. Pero ese fuego, aquella explosión, se esparció demasiado rápido cómo para reaccionar. Cuando lo hice fue demasiado tarde. Perdí mi hermoso rostro.

—Es verdad —concordé, si no hubiera estado tan nervioso me habría reído en lo que quedaba de su cara.

Dejó morir la llama y supe que la demostración le había consumido muchas energías porque se veía más pálido que antes, sin duda ese truquito no podía ser repetido más de dos veces.

—Pero ya me ocuparé en reconstruirla —prometió como si eso me aliviara—. La reconstruiré mientras ustedes están encerrados.

Largó una carcajada. Estaba costumbrado a que cuando el villano reía lo hacía muy grave y rotundamente, con las pernas firmes, tal vez con unos truenos detrás de la espalda. Pero Pino rio imitando a un cerdo, se atragantó, tosió y se inclinó ligeramente.

Era suficiente distracción, saqué mi arma y disparé a una fila de soldados por arriba de la cabeza de Pino mientras Dante hincaba una rodilla en el suelo y apuntaba a la otra fila. Las balas sonaban estridentes como relámpagos retumbantes y el impulso al ser despedidas era mucho más fuerte que las balas de pintura pero me las empeñé para apuntar. Al disparar no heríamos a los soldados porque estaban totalmente cubiertos con chalecos y un equipo que parecía impenetrable pero los golpeaba o desconcertaba lo suficiente como para huir.

—¡A la tienda gris! —Grité por encima del estruendo—. ¡Vamos, corran!

La sorpresa obró en nuestro favor, los soldados tardaron en desenfundar las armas sobre todo porque Pino se encontraba en medio del ataque. Sobe agarró la mano de Camarón y corrió con el resto de la unidad, dejé de apuntar y huí a la tienda. Volteé rápidamente y volví a disparar para que Dante pueda retirarse.

Pino se agazapó y huyó lejos del tiroteó con las manos en alto. Abrimos fuego hacia la fila de soldados que avanzaba a cada paso y nos rodeaban de cada lado. Algunos se retorcieron de dolor en el suelo al ser alcanzados por el golpe de una bala y abandonaron la batalla. Pero la docena que quedo en pie desenfundaron las armas y descargaron su fuerza. Ya estábamos adentro de la tienda para entonces pero no fue suficiente. Los láseres brillaron a través del escaparate y se reflejaron en el suelo de linóleo.

—¡Atrás! —aúllo Sobe.

En aquel instante los vidrios reventaron en miles de pedazos, el suelo de linóleo se sacudió, escuché como se quebraba y también reventaba. Todo vibró, caí al suelo y el estruendo retumbó en mis oídos. Un humo acre y ácido se esparció por el aire y el suelo de repente estaba cubierto de cráteres y escombros. Dagna se escondió tras el mostrador, miró por el visor de su rifle y comenzó a disparar a diestra y siniestra, mientras los demás subían por una escalera hacia los pisos superiores, situada al final de la tienda. Las paredes al lado del mostrador eran estanterías repletas de telas grises plegadas.

No me pareció muy buena idea esconderse en ellas y disparar, estaba a punto de decirlo cuando las estanterías también volaron en miles de pedazos. Todo se sacudió y volví a caer. Los oídos me pitaron, me paré a duras penas mientras se me enfocaba la vista. Las telas planearon por el aire ardiendo en llamas y descendieron al suelo. La pared se incendió rápidamente propagando un fuego abrasador, sacudí la cabeza y corrí hacia las llamas, totalmente enceguecido por el humo:

—¡Dagna! —bramé por encima del crepitar del fuego. Jamás en mi vida había sentido tanto calor, todavía no tacaba el fuego pero ya sentía que me quemaba.

El corazón lo tenía en la boca, la lengua apelmazada y llena de cenizas, el aire era espeso y ardiente. Dagna emergió de una nube densa de humo que se esparcía por todo el recinto. El fuego se veía como un fulgor rojizo detrás de la nube. Tenía el rostro cubierto de hollín y sudor, sus mejillas regordetas eran surcadas por mechones de cabellos color plata. Se apoyó en mi hombro y sonrió débilmente al verme, Dante y Sobe bajaron rápidamente mientras se escuchaba tiros en el piso superior. Subimos la escalera con Dagna a cuestas.

El piso de arriba era un depósito repleto de cajas y desgraciadamente con muchas ventanas. Sobe y Dante corrieron a respaldar el ataque. Yo me quedé con Dagna que para mi sorpresa no tenía el ceño fruncido. Se sentó, la espalda contra la pared, cerca de la escalera.

—Dagna ¿Estás bien? ¿Te dieron? ¿Te quemaste?

Negó levemente con la cabeza.

—Sólo estoy aturdida. Demonios, estoy bien, pero todo me da vueltas —se lamentó y gimió— ¡No te quedes conmigo tengo miedo de vomitarte encima, vete! Oh, no quiero vomitar ¿te lo imaginas? Qué embarazoso.

—Creo que tenemos peores problemas que esos.

—Vete, vete, no quiero que me veas vomitar.

Le di un último vistazo apresurado y corrí a las ventanas donde Miles cargaba su rifle y volvía a atacar.

—¿Cómo está Dagna? —preguntó entre el sonido estridente sin apartar la vista de la calle.

Apuntó a un soldado que corría por la calle y le dio en el talón, el también tenía una puntería afinada. Pero su expresión era distinta a la clase de tiros, estaba más apresurado y tenía las pupilas tan contraídas que casi no se le veía lo azul del ojo.

—¡Está bien! —grité y despegué un vistazo a la calle.

Los veinte soldados se encontraban tendidos en el suelo, tocándose alguna parte del cuerpo. Pero estaban vivos, en parte eso me tranquilizó. Donde no había soldados heridos se desperdigaban pedazos macizos de concreto, polvillo o cenizas. El fuego del piso de abajo trepaba la escalera y se asomaba a la calzada, tejiendo una nube de humo entre nosotros y los demás. El fuego iluminaba toda la calle de colores rojizos.

Mucho más soldados se agrupaban en las esquinas, tal vez dos docenas de cada lado. Había algunos resguardados tras los automóviles. Dispararon al edificio y una nube de polvo seguida por un estallido y pedazos de concreto entraron volando por el alfeizar. Me ensamblé a la pared y oculté la cabeza entre las piernas mientras sentía el polvo caliente cubrirme. Aguardé a que la peor parte del estallido se cuele por la ventana, antes de asomarme otra vez. Mientras los demás se encargaban de hacer retroceder a las patrullas, apunté al tanque de gasolina de uno de los autos apostados en la calle. Respiré hondo y lo mantuve en la mira, los soldados estaban a punto de volar lo que quedaba de las ventanas cuando jalé del gatillo.

El auto detonó como una piñata de llamas y obligó a los soldados a retroceder creyendo que teníamos más explosiones como esas. Teníamos suerte de que eran soldados que acostumbraban a pelear con pintores y no con niños de catorce, quince y diez años armados.

Me alejé de la ventana y descolgué mi mochila. Busqué apresurado entre las compras de Petra en La Habana, mudas de ropa y dinero de Australia hasta que lo encontré. Era uno de los cilindros de La Sociedad que habíamos obtenido en Atlanta un lunes a la tarde. Lo escudriñé rápidamente.

En el centro tenía dos botones uno con un signo más y otro con un humano dibujado encima. Supuse que sería máxima potencia y el otro para torturar solamente a una persona. Tenía otros botones en los lados pero deposité todas mis fichas en ese signo más. Era el último cilindro que me quedaba.

Me arrastré hacia las ventanas que eran azotadas por explosiones continuamente, si ellos proseguían descargando sus armas de esa manera volarían toda la pared o desmoronarían el edificio. Me acerqué lo suficiente mientras ellos retrocedían, apreté el botón del signo más y otros cuantos que vi en rojo y arrojé el cilindro calle abajo.

Por un momento sólo se escucharon las explosiones, podía sentir la pared vibrar tras mi espalda. Y entonces surgió el rumor de la estática veloz como un relámpago, un chasquido eléctrico se esparció por el aire. Volteé y vi los rayos azules ramificándose y ensanchándose como una cúpula brillante y chispeante. La corriente se diseminó por toda la cuadra, dejando decenas de soldados inconscientes, arrojados al suelo mientras los rayos azules los cubrían como una planta enredadera de energía que crecía y germinaba de sus cuerpos.

Creí que eso había sido todo, observé a Miles que me respondió con una sonrisa nerviosa.

—Al fin algo de La Sociedad sirve.

—Estoy empezando a amar esos cilindros —gritó Sobe como si el cilindro pudiera oírlo.

Me preparaba para marcharme cuando más soldados aparecieron saltando y vadeando a los que yacían inconscientes. Estos no dispararon sus explosiones como los otros sino que arrojaron una pequeña cápsula en la habitación. Entró rebotando y se escondió detrás de unas cajas.

Tenía el tamaño de una fruta, Sobe la sintió repiquetear, abrió enormemente los ojos y sólo alcanzó a decir antes de que la bola despidiera un gas blanco:

—¡Mi hermano murió por una de es...

El gas se propagó veloz por el aire y se mezcló con el humo. No tuve tiempo para decir nada, mis extremidades perdieron fuerza, caí de rodillas, los párpados me pesaron como plomo y eso si fue todo.

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