II. Un mentiroso sólo dice la verdad que todos quieren oír.
La sonrisa no nos duró mucho.
Nos acercábamos a los muelles del Triángulo, la corriente nos llevaba ansiosa. Podía ver que era una isla con montañas cubiertas de vegetación, que vestían el oeste de esa tierra, cerca de las laderas había una selva que se extendía hasta un edificio con torres y picos. La selva era extensa y parecía esparcirse por todo ese sector. Del lado este de la isla había acantilados rocosos, cuevas y ruinas de viejas construcciones que se veían pequeñas como espigas. Las playas de arena blanca se extendían a lo largo de la isla, perdiendo intensidad en el sector rocoso y puntiagudo de rocas irregulares que brotaban en el lado este.
No gasté mucho tiempo en verla. Tenía otros problemas más grandes y Sobe fue el optimista que los recordó:
—Oigan, me expulsaron por ser un Creador y yo les traigo algo más incierto y peligroso que eso. En lugar de un tratado de paz se lo tomarán como un ataque de guerra —tragó saliva preocupado.
Cuando llegamos al muelle había personas que nos vieron acercarnos al desembarcadero. Los puertos se conectaban por extensas y anchas plataformas aéreas hasta donde mis ojos divisaban. Las plataformas tenían puntos de vigía y puentes que te llevaban de un muelle a otro. Era como una especie de barrera para los invasores del mar. Había pocas personas en el embarcadero y cuando nos percibieron, se hicieron señas los unos a los otros. Estaban montando guardia en las torres de troncos o caminando sobre la arena. Eran adultos jóvenes.
Nos ayudaron a desembarcar, preguntándonos cómo habíamos llegado con un deje de desconcierto en el semblante. Nos interrogaron con suspicacia y un poco de recelo pero solo parecían interesados en hacer preguntas no en escuchar las respuestas. Y todo marchó bien por unos segundos.
Hasta que vieron el rostro de Sobe, le soltaron la mano y lo arrojaron al mar. Gritamos y desenfundaron armas de sus cinturones, saqué la mía y todos se pusieron tensos y frenéticos.
Intentamos decirles que éramos amigos y no enemigos pero todos retrocedieron apuntando las armas a Petra cuando ella se tocó nerviosa sus brazaletes.
—Las manos en alto, bruja.
—¡Que no soy una bruja! —protestó ella justo en el momento que alguien la aferraba de las manos y se las ataba detrás de su espalda.
Sobe estaba empapado, escalando el muelle y balbuceando algo de que le quiten las manos de encima a Petra cuando lo agarraron por el cuello de su camisa, lo subieron completamente y lo golpearon con la culata del arma. Vi que estaban tensos, incluso él y para sacarle hierro al asunto dije uno de mis comentarios oportunos:
—Vaya Sobe sí que haces amigos en todos lados.
Una sonrisa se esbozó en sus labios mientras se tocaba la nariz como si quisiera acomodársela pero no se la habían roto:
—Es uno de mis muchos encantos.
Otro golpe. Yo no tuve un trato distinto, me ataron y me pusieron un saco de arpillera desvencijado en mi cabeza.
En mi casa si alguien te ponía la cabeza dentro de un saco era sinónimo de morir, sentir dolor y luego morir, broma pesada y muerte de tu estatus social o significaba un secuestro que también terminaba con morir.
Los hilos del tramado del saco estaban flojos así que podía ver el paisaje a duras penas y memorizar el camino. Nos condujeron lejos de los muelles y a medida que caminaba por el suelo de madera y oía nuestros pasos repiqueteando frenéticos veía algunos barcos amarrados al puerto. Todos tenían el símbolo de un triángulo en la proa. Había desde barcos pesqueros, a lanchas y cruceros pequeños atracados alrededor de la isla.
Los muelles desaparecieron y dieron paso a una playa de arena caliente que conducía a un bosque cálido. La tupida selva tenía caminos que la surcaban y nosotros transcurrimos por unos de ellos, la luz se filtraba a través de la vegetación, proyectaba manchas claras en el suelo y en cualquiera que transcurriera en el sendero.
Los hombres me empujaban levemente por la espalda para que no me entretuviera observando. Los pájaros trinaban y algunos animales proferían sonidos guturales que nunca había escuchado antes.
Los caminos secundarios que se abrían en el principal llevaban a lugares extraños y se internaban selva adentro o conducían a los desfiladeros de rocas puntiagudas y las colinas herbosas. Aquellos caminos tenían carteles austeros que indicaban sectores como: «Cueva», «Helipuerto» «Pasajes abiertos. Cuidado. Sólo Cerras»
Sobe iba siendo arrastrado inconsciente delante mío, Petra al frente con dos escoltas y yo en retaguardia. El clima ahí era cálido y húmedo, algunos insectos zumbaban a mí alrededor y las suelas de las botas de los hombres resonaban como un escuadrón. Todo desprendía un aroma a frutas, tierra mojada, madera y sal. De repente la salvaje y espesa vegetación dio paso a un parque con fuentes largas, anchas y rectangulares, había setos bordeando los caminos y algunos quioscos, o cabañas de juncos sin paredes ni intimidad. El parque tenía bancas debajo de árboles y palmeras o a pleno sol donde, algunos chicos de mi edad, charlaban animadamente o simplemente pasaban el rato en las cabañas con batidos de frutas en las manos o jugando a los dardos. Cuando nos vieron desfilar frente a ellos se irguieron pasmados, no pude ver sus rostros pero tenían las siluetas firmes y tiesas.
—No se preocupen —les dijo el hombre que me custodiaba el flanco derecho—. Sigan en lo suyo.
—¿Qué sucede? —preguntó un adolescente pero fue ignorado.
—Quizás deberíamos meterlos por un camino menos transcurrido, los chicos se asustarán —acotó el que estaba a mi izquierda.
—O quizás podrías soltarnos —sugerí.
—¡Cierra la boca! —gritó uno que se encontraba delante.
—Oye, es una isla —insistí—. ¿A dónde crees que podremos escapar?
Hubo un zumbido de estática muy lejos, alguien estaba comunicándose por radio. El zumbido cesó y una voz estentórea se acercó de la nada y habló por encima de mi cabeza, haciéndome dar un respingo. Sentí su aliento cálido y retrocedí. Los hombres me sujetaron los brazos atados como si fuera a sacar alas y huir lejos de ellos, pero de lo único que quería era apartarme de la voz.
La voz que lamentablemente venía acompañada de un aliento que me quitó el hambre para el resto de mi vida.
—El Consejo dice que quiere solo a William, y que suelten a los otros —dijo el hombre—. Si son trotamundos denles un recorrido, tal vez quieran quedarse.
«Lo dudo» pensé.
—No sé lo que es este —respondió el hombre de mi derecha dándome un ligero empujón por la espalda.
El estómago se me revolvió por dentro.
—Ni yo —respondió otro.
—Debe estar asustado y su presencia revuelta. Oye niño ¿Eres un trotador?
—Sí —respondí intentando sonar resuelto como si lo supiera desde toda la vida—. Soy un Cerra.
Hubo un silencio prolongado que me inquietó y estaba preparándome para recibir un golpe cuando unas manos callosas me desataron los brazos mientras otras me sacaban bruscamente el saco de la cabeza. El sol me encegueció y parpadeé confundido. Habían liberado a Petra también y cuando mi vista se enfocó vi que estaba caminando sigilosa hacia mí pero el hombre de voz estentórea la detuvo.
—Tus brazaletes se quedan con nosotros hasta que el Consejo decida qué hacer, pequeña bruja.
Petra se volteó y lo fulminó con la mirada como una niña diabólica.
—¿Te asusto, Adán? —preguntó furiosa cuando le sujetaron las muñecas, le extendieron los brazos y le arrebataron bruscamente uno por uno.
—No, pero las artes mágicas están prohibidas en el Triángulo.
—Yo no hago magia, aunque supongo que no es la primera vez que lo digo.
—Me da igual el nombre que le pongan en tu mundo, esas artes de hechicería o ciencia están prohibidas. Son artes extrañas y no tienen lugar.
Los ojos de Petra siguieron atónita cada movimiento, casi con pánico, estaba lívida como una calavera, parecía que le estaban arrancando la vida, pensé que en cualquier momento se arrojaría frente a ellos para pelear hasta la muerte.
Adán le respondió con una sonrisa torcida. Tenía unos brazos morrudos y la piel porosa, perlada de sudor y pálida, la cabeza la llevaba rapada a la mitad como si no hubiese tenido tiempo para cortársela del todo, no podía dejar de mirársela y él me respondió con una mirada hostil. Sus manos eran tan grandes y ásperas que parecía llevar guantes de cuero curtido en lugar de su propia piel. Tragué saliva y retrocedí, me sentía diminuto ante él, era alto y fornido como una montaña que me contemplaba ceñudo. Parecía un luchador pero en lugar de vestir una malla ajustada, gracias al cielo, vestía una remera sin mangas, unos pantalones cortos y botas de montaña.
—Hay un amigo que ha hablado mucho de ti, tienes suerte de que no esté el Triángulo, Piedra.
—Petra.
—La misma mierda —masculló.
Levantó sus hombros desinteresado como si diera igual y se marchó. Los hombres nos dieron la espalda y se llevaron a Sobe inconsciente, él también se veía pequeño en brazos de ellos. Tal vez lo éramos. Iba a protestar y seguirlos pero Petra me colocó una mano en el hombro y negó con la cabeza.
¡Negó con la cabeza! Se estaban llevando a Sobe y ella lo permitía. Para ese momento estaba tan nervioso que hubiera discutido con alguien solo por sonreírme.
—¿Quiénes son esos tipos? ¿Los conoces? ¿Por qué son tan agresivos? ¡Se están llevando a Sobe! —grité señalando la fila de personas que casi ya ni se veían y se escurrían por un lado del camino.
Petra apoyó sus manos en mis hombros y me miró penetrante, lo que era inusual en ella ya que no solía sostenerte la mirada por más de dos segundos.
—Tranquilo Jo, no le harán nada. Los conozco porque los adultos trotamundos son muy pocos, la mayoría muere al intentar formar una familia en el mundo real. Él vive en el Triángulo junto con un grupo chiquito de adultos solitarios que vigilan la costa y bueno se encargan de dirigir la isla. A excepción de ellos, algunos profesores y el Consejo solo hay niños en el Triángulo. No le harán nada a Sobe, seguramente lo recostaran en una cama hasta que despierte, le darán una píldora para el dolor de cabeza, recobrará fuerzas y le preguntarán por qué vino. Adán es el que dirige todo aquí, las decisiones las toma el Consejo pero ellos nunca están así que él y algunos profesores se encargan de todo en su ausencia. Sobe incluido. No le harán daño.
—Pero lo golpearon —obstiné.
—Sí pero porque tenían miedo de que esté consciente y abra portales a mi mundo o cree otro. Créeme cuando despierte lo atenderán bien. Suelen ser cariñosos cuando no están hechos un manojo de nervios. Sobe contará lo que sucede, pedirá los mapas y todo habrá terminado.
Mis hombros se relajaron y ella me soltó. Fue entonces cuando me di cuenta de que me importaban Sobe y Petra más de lo que había creído, aunque solo los conocía hace menos de una semana un lazo invisible nos unía.
Mi última semana había sido una vida diferente y ellos eran las personas que ahora me daban calma en esa nueva vida, no podía imaginarme sin ellos. Pero en esa sensación de tranquilidad faltaba algo como una abismo negro abriéndose paso y se debía a que no tenía a mis hermanos, mi papá quería encerrarme, mi madre estaría sola preguntándose a dónde había ido su familia y en esa noche, tal vez a la madrugada de día siguiente, cientos de personas serían asesinadas. Incluso Berenice.
Y para coronar la cereza del pastel, serían asesinados por mi culpa, porque yo había dado el discursito alentador con diálogos de pelis. Maldije para mis adentros todas las chorradas que había aprendido de la tele.
Una presión me comprimía el pecho como si tuviera las venas tapadas de colesterol. Sacudí la cabeza. Me senté en el suelo. Pasaron los minutos y no pensé en nada. Ahora que tenía tiempo para pensar no quería hacerlo, de otro modo mis pensamientos se escurrían hacia Berenice. Y no la pensaba viva con sus ojos profundos, llenos de palabras. La pensaba muerta, con la mirada quieta y fría, sus ojos vacíos sin ningún sentimiento o palabra, solo ausencia. Sacudí nuevamente la cabeza. No, ella no moriría. No podía permitirme eso, ella tenía que ver el mar y ser una aventurera. Tenía que descubrir un mundo no ser asesinada por el.
No podía permitir que ella muriera, no si estaba en mí poder evitarlo.
De repente me encontré tamborileando los dedos contra el suelo, jurando en clave Morse: «Volveré»
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