II. Los amigos de mis amigos son mis enemigos
Primero la bola- serpiente voló contra el cristal que separaba ambas cabinas como si fuera una bala disparada por un arma. El cristal se hizo añicos despidiendo esquirlas por doquier, incluso hizo trizas el vidrio delantero de la Hummer. El parabrisas quedó reducido a polvo, el viento se coló por los asientos y las astillas más pequeñas fueron arrastradas por la brisa hacia nosotros pero sobre todo hacía el agente.
Antes de poder saber para qué habían roto el cristal Sobe se dio vuelta rápidamente en el asiento como si lo hubiese practicado miles de veces y sus brazos anudados hicieron un lazo perfecto en el cuello del conductor.
Tony tomado por la sorpresa no reaccionó con la debida rapidez y en unos pocos segundos las esquirlas de cristales se incrustaban en su piel y los brazos de Sobe le cortaban la respiración. Sus ojos se abrieron como platos y las manos iban indecisas hacia los brazos de Sobe y hacia su saco.
—Lo lamento Tony, no voy a hacerte daño te lo prometo —Aunque Tony era el que tenía obstruida la respiración Sobe parecía captar el dolor de ambos—. Éramos amigos Tony, no voy a lastimarte. Perdóname, te quiero, perdóname.
La velocidad comenzó a incrementarse y el paisaje se escurría por las ventanillas como manchas borrosas y distantes, mucho antes de que pudiera divisarlo. Al parecer la mejor idea que tenía el agente para librarse de la asfixia era aumentar la velocidad.
Estaba totalmente aturdido, contemplando cómo las cosas transcurrían a mí alrededor y no se detenían para darme explicaciones. Sobe y Petra habían hecho un plan tácito sólo con miradas y yo no podía comprenderlo aunque lo observara. No era uno de mis mejores momentos. El auto avanzaba velozmente de un lado a otro de la interestatal, zigzagueando por todos los caminos incluso aventurándose en el carril contrario. El eco de las bocinas extinguía cualquier otro sonido. Tony estaba anclando su pie en el acelerador, adrede.
Algunos autos nos esquivaron y vadearon del camino, otros chocaban al intentar hacerlo. Un estruendo ensordecedor de bocinas alarmantes y crujidos de metal se intensificó en la interestatal.
Tony con los ojos enrojecidos y la cara morada se renegó a forcejear con los brazos que le oprimían la garganta e introdujo a tientas la mano, muy cerca del pecho, dentro de su traje, que hondeaba con el viento.
«El cilindro» pensé.
Rápidamente me volteé como había hecho Sobe y apoyé las rodillas en el asiento trasero, mis ojos sólo podían observar el recorrido de la interestatal que dejábamos atrás. Detrás de mi espalda estaban Sobe y el agente forcejeando. Tanteé el aire y mis manos cogieron el cilindro del agente justo en el momento que lo extraía del traje. Lo arrojé hacía delante donde no había ventanas que pudieran obstruir su vuelo. Vi como rebotaba a toda velocidad por la grava y reventaba en una tormenta de rayos azules, zafirinos y mortales cubriendo a media docena de autos como relámpagos capturados en la carretera.
Los vehículos frenaron alarmados y decenas de ruedas chirriaron contra la grava al ver los rayos relampagueantes que se sacudían sobre sus cabezas. Rogué que ninguna persona tuviera que sufrir el dolor de aquellos relámpagos paralizantes y que los autos pudieran protegerlos del ataque. El automóvil viró en pleno eje sobre las ruedas y continúo andando. Al parecer Tony había accionado los frenos y ahora volvía a enterrar sus pies en el acelerador, a conciencia. Caí de bruces encima de Petra que estaba rompiendo sus ataduras con el filo de otro de sus brazaletes.
—Quítate de encima —chilló mientras se retorcía debajo de mi cuerpo y yo a duras penas intentaba levantarme.
Mordió la punta de mi mordaza, sentí su aliento agitado contra mi piel, tiró hacia la derecha y me la arrancó gritando con todas sus fuerzas.
—¡¡Vete Jo!!
—Lo siento —balbuceé.
El viento silbaba en mis oídos y podía oír el chirrido de neumáticos traídos por la azotadora brisa. Un estruendoso estallido de metal le siguió y luego millones de esquilas de vidrio desperdigándose por el suelo. Me levanté como pude, Petra me ayudó dándome patadas y divisé una columna de humo negro y denso elevándose detrás de nosotros y mezclándose con el negro de la noche que se aproximaba a pasos agigantados. Los autos de carril contrario frenaban desconcertados al ver como una nube de humo los envolvía y les arrebataba la visión. Ya era el segundo choque en masa que provocábamos.
—Qué... no pude ser —murmuré abstraído pensando en la media docena de autos que había quedado tras esos rayos y el embotellamiento.
Petra se había liberado de sus ataduras y cuando lo hizo Tony ya no tenía fuerzas para forcejear. Gemía ante la falta de oxígeno y sus lamentos llegaban ahogados y perdidos. Me hubiese dado lástima si no fuera él. Con sus últimas desquiciadas fuerzas cogió el volante y lo viró en toda su totalidad descarrilándolos del camino.
Dimos tumbos y arrasamos con la baranda de concreto que limitaba la interestatal, choqué repetidas veces la cabeza contra el techo del automóvil hasta que Tony cayó exhausto, con el rostro totalmente morado y dejó de apretar el acelerador. De todos modos la Hummer colisionó y en el momento no supe con qué, sólo sabía que el impulso me había estampado contra el asiento delantero.
El golpe fue duro, sentí como los músculos chillaban de agonía, el cuello me dolía horrores y si los asientos no fueran tan mullidos habría tenido un resultado muy diferente.
Aturdido sacudí la cabeza y me estremecí cuando noté que alguien me tocaba las muñecas. Era Petra con los cabellos alborotados y una sonrisa triunfante en el rostro. Estaba cortando mis ataduras con uno de sus brazaletes, era de hilos encerados y coloridos pero en sus dos extremos llevaba la punta metálica y puntiaguda de una navaja como si fuera una flecha de cuerda. Me desató, suspiró aliviada, se incorporó como pudo y volvió a colocarse el brazalete juntando ambas puntas filosas, los dos metales quedaron magnéticamente pegados. Me inspeccionó y al ver que me encontraba bien o vivo me abandonó dándome palmaditas alentadoras en la espalda. No quería recibir ningún otro golpe en mi vida por alentador que fuese.
Ella descendió del auto y yo después de buscar mis gafas y encontrarlas colgando de un reposa cabezas, la seguí. Había cristales por todo el suelo y las ruedas del auto habían arrancado el césped de cuajo dejando chuecos caminos de tierra que indicaban el turbulento trayecto de los neumáticos. Sobe se encontraba afuera cortando las sogas de sus manos con un trozo puntiagudo de cristal. Estaba sentado en el suelo y su ropa de vagabundo ahora se veía como la de un excombatiente.
La Hummer había quedado totalmente destruida, los faros delanteros caían sobre el capó como guirnaldas deprimentes y el metal negro era una maraña de entrañas abolladas que despedían vapor y vomitaba aceite. Me recordaba a mi abuelo después de su licor de navidad. El auto había chocado, en un terreno descampado o un parque cerca de la interestatal, contra un árbol que solo había perdido un puñado de hojas por el accidente.
Petra abrazó el árbol y le dio un tierno beso.
—Gracias por salvarnos la vida —dijo totalmente sentimental apoyando una de sus mejillas en la rugosa corteza.
Retrocedí con la mente aturdida y pude ver al adolescente que había conducido el automóvil en el momento de la colisión. Tenía una profunda cortada en la frente que emanaba un trayecto de sangre borgoña, su piel ya no estaba morada pero si se encontraba muy pálido. El contraste entre la sangre y la palidez me revolvió el estómago. Tenía la cabeza flácida apoyada sobre el volante como si quisiera dormir una siesta o acariciarlo con la mejilla. Se veía fatal, la última vez que había visto algo así de mal fue una rata que el autobús del cole arrolló.
Me acerqué hacia él y noté que respiraba cuando Sobe me dijo.
—Está vivo —se frotó las muñecas dolorido— como decía mi hermano «La mala hierba nunca muere, los agentes son casi inmortales» Bueno, decía. Murió. Era soldado en Irak.
—¿Qué? ¿No lo había arrollado un bus? —pregunté volviéndome hacia él.
Tenía la cabeza embotada y todo giraba a mí alrededor. Mis rodillas amenazaron con flaquear y apreté los dientes buscando fuerzas. Que cambiara la muerte de su hermano era el menor de mis problemas así que no le di mucha importancia.
—Oigan —nos llamó.
Petra se acercó y abrió la parte trasera del automóvil como si fuéramos a acampar y estuviera descargando cosas de la Hummer. En realidad estaba descargando cosas de la Hummer pero definitivamente no íbamos a acampar. Estaba inspeccionando con interés lo que el agente llevaba en la cajuela. ¿Le robaba a la persona que intentó robarla? Eso si era justicia. Petra bajó un arsenal de valijas metálicas y compactas. Las arrojó al suelo sin miramientos y luego se inclinó sobre ellas con aire tenso.
—Ayúdenme con el equipaje.
—¿Qué haces? —pregunté mientras mis pies partían cristales amontonados en el suelo y me quitaba la campera de invierno.
Después de descargar tres maletines apareció mi mochila y la de ellos. Tony las había guardado como trofeos en la parte de atrás. Se quitaron las chaquetas emitiendo gemidos de dolor, la guardaron dentro de las mochilas y se las colgaron con una rapidez deslumbrante pero con el semblante deformado en una mueca de molestia. El accidente los había golpeado duro al igual que a mí, sentía que me dolía hasta respirar.
Me colgué la mochila un tanto confundido mientras ellos inspeccionaban dos maletines. Como si el accidente no hubiera pasado nunca Sobe y Petra se encontraban escudriñando apresuradamente la cajuela del auto. Me quedé examinando cómo inspeccionaban las cosas de Tony sin saber muy bien qué hacer.
Era el primer accidente automovilístico que había tenido en mi vida. Para empezar era el primer accidente que había tenido pero a juzgar por la expresión de ellos ese encuentro estaba muy lejos de ser el primero. Después de todo, lo último que haría alguien normal sería inspeccionar el auto de la persona que los había sedado y secuestrado por casi un día, claro después de chocar y luchar a brazo partido.
El sol estaba dando los últimos rayos de luz del día y se fundía una vez más con el horizonte, lo observé como si quisiera desaparecer con la luz. Dentro de un maletín encontraron tres cilindros y otras cosas como...
—Tres armas, calibres 45 —explicó Sobe exhibiendo el arma a la que se refería, se guardó una en su cinturón y la cubrió con la remera, otra le dio a Petra y la última me la cedió a mi extendiendo el brazo.
Negué con la cabeza. Si creía que iba a crear choques en masa y portar un arma en el mismo día estaba muy equivocado. Tendría que esperar hasta mañana.
—Te servirá —aseguró y al ver que no cambiaba de opinión se puso de pie—. Oye ¿no escuchaste lo que dijo el agente? Su jefe te quiere a ti, además de La Sociedad alguien te busca, personalmente. Sólo a ti. Eso nunca sucede, jamás, yo que tú me inquietaría. Eres el que más la necesita.
—¿Por qué a mí?
Él se encogió de hombros y se rascó confundido la cabeza, sus oscuros ojos azules me examinaron.
—No lo sé, tú dime qué tienes de especial.
De repente me vino a la cabeza algo, todo lo que había escuchado giraba en torno mío como un embudo sin significado:
—¿Por qué Tony dijo que el Triángulo se disolvería? Mencionó una guerra.
La mirada de Sobe se entristeció un poco, se mordió el labio inferior y me observó confundido. Tenía una leve cortadura en su mentón que era cubierta por su cabello mal cortado, sus rasgos desgarbados se vieron afligidos pero ocultó rápidamente la pesadumbre y se encogió de hombros fingiendo desinterés. El tampoco tenía idea de lo que había mencionado el agente y eso parecía dolerle mucho más que ser traicionado por un viejo amigo.
—Me gustaría responderte pero hace casi un año no piso el Triángulo es que me... es difícil de explicar a mí me...
—¿Y esta soga, qué es? —preguntó Petra sacando los últimos objetos del segundo maletín e interrumpiendo la conversación.
Eran dos madejas de hilos finos y metálicos. A mí no me pareció más que alambre pero el maletín y la goma espuma donde estaban escondidos atestiguaban que no era un simple metal. Sobe dijo que no tenía idea, que jamás había visto esa arma de los agentes pero aseguró que nos serviría así que lo guardó con expresión meditabunda, los ojos perdidos mientras cerraba el cierre de su mochila. Fue entonces cuando unas sirenas nos apremiaron a irnos.
Las luces de la policía se aproximaban hacia nosotros con sus sonoras sirenas aullando por el aire como perros rabiosos. Ya había tenido suficiente con los oficiales de Grand Forks, no me habían creído ayer mucho menos en ese momento cuando habíamos iniciado un choque en masa. Además, si nos encontraban lo más probable era que fuéramos retenidos y mis hermanos ya llevaban un día en ese pasaje extraño, no quería perder más tiempo, por más dudas y desconcierto que tuviera.
Agarré el arma que me ofreció Sobe y la arrojé a la mochila murmurando que no la quería. El tercer maletín no se abrió, tenía un cerrojo. Petra se levantó dispuesta a abandonarlo y yo la seguí corriendo lejos de allí porque no me habían interesado los dos primeros mucho menos ese último. Pero Sobe permaneció quieto, reacio a moverse.
—Aguarden. No se abre. Tiene cerrojo.
—Lo sé, vámonos —lo urgió ella.
—¡Si tiene cerrojo es porque oculta algo importante dentro!
Sobe cogió el maletín y corrió hacia nosotros, fue entonces cuando la puerta del conductor se abrió de una patada. La puerta destruida se cayó ligeramente al suelo y de la abertura salió un tambaleante Tony. Movía sus pies como si le pesaran, parecía ebrio o que estaba a punto de bailar Thriller. La sangre del corte en su frente se propagaba por su traje de tres piezas y sus ojos fríos estaban encendidos de cólera.
—Trescientos treinta y cuatro —dijo escupiendo saliva espesa y roja al suelo.
No sé qué me aturdió más. Que se aproximara hacia nosotros y nos dijera la contraseña del maletín, que continuara sonriendo incluso aunque se veía enfurecido, que a pesar de toda la sangre de su rostro para lo único que usaba sus manos era peinar sus cabellos o que sus cabellos conservaban la misma posición que tenían antes del accidente.
Algunas personas se acercaban corriendo por la interestatal hacia la Hummer hecha pedazos, sorteando los autos detenidos del camino para inspeccionar si había heridos pero de seguro no encontrarían a nadie cuando llegasen. Lo último que vimos fue al agente adolescente tomando uno de los caminos más oscuros que encontró y perdiéndose en una calle desolada. Se paró debajo de una farola con los ojos relampagueantes y nos saludó con una sonrisa que decía:
«Los veré otra vez»
Nadie se lo negó, sólo nos alejamos a paso apresurado de allí. Sin mirar atrás.
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