Hay una primera vez para todo.
Dicen que hay una primera vez para todo. Es una frase que suelen usar los optimistas que no aceptan lo jodido que están las cosas. Esas palabras quieren decir que una vez que te sucede algo, por malo que sea, está bien; porque se supone que es una nueva experiencia y te dará sabiduría para enfrentar lo que pueda venir después y bla, bla, bla.
Pero es una frase estúpida como los optimistas que no aceptan cuando algo se pudre de verdad. Perder a tus hermanos menores con la irresponsable de tu hermana mayor en un pasadizo que desapareció no te otorga nada bueno, de verdad, y te importa un comino si te da experiencia. No me imaginaba en un futuro poniendo en un curriculum que sé qué hacer cuando alguien desaparece.
Golpeé la pared repetidas veces, grité el nombre de Narel pero nada sucedió. Comprobé si era hueca y apoyé mi oído en ella conteniendo la respiración. Pero la música y los gritos fantasmales se habían esfumado con mis hermanos. Sudando y con el corazón en la garganta volví a poner el lavarropas en su lugar, empujándolo, para correrlo nuevamente, con la esperanza de que se activara algo, o al menos que mi suerte cambiara.
Lo abrí una y otra vez, una y otra vez hasta que la puertecilla se cayó, pero lo único que había detrás era una pared lisa, tétrica y lo peor de todo violeta.
Retrocedí asustado bajo las luces de neón, comencé a respirar grandes bocanadas de aire, llevé las manos a mi cráneo y cerré los puños. Por un momento creí que todo había sido un sueño, estaba totalmente perdido y confundido. Creí que ellos continuaban arriba en sus habitaciones, jugando y charlando con sus amigotas. Subí rápidamente las escaleras y grité mientras escalaba los peldaños del segundo piso de la casa:
—¡Narel! ¡Eithan! ¡Ryshia! ¡Eithan!
Fui corriendo hasta la habitación de Narel y casi embestí la puerta al abrirla. Su habitación estaba tan desolada y alborotada como yo, la computadora continuaba abandonada en su cama, de la misma manera en que la había dejado al seguirme escaleras abajo. Pero esta vez nadie me siguió cuando descendí las escaleras.
Me encontré dando vueltas en el desván y gritando a todo pulmón:
—¡Narel!
Sentí cómo los aullidos azotaban mi garganta y cómo las venas de mi cabeza se inflaban al igual que globos.
Bajé rápidamente las escaleras y me dirigí a la mesa de herramientas nuevas. Agarré el martillo más grande que encontré, un error en el cual no había pensado. Corrí nuevamente el lavarropas pero me recibió el mismo concreto desconchado que había en todo el sótano, la pared estaba tan lisa que no albergaba rastro de haber ocultado tras ellas los pasadizos de un castillo, ni una plaza, personas o al menos mis hermanos.
Ese aspecto me dio la ira y la frustración que no necesitaba. Comencé a golpear la pared y así pasaron los minutos. Rápidamente sudé y mi piel brilló bajo las luces solitarias del sótano pero no me detuve. Tenía la esperanza de que el pasadizo se hallara debajo del concreto, sólo debería abrir el hueco que se había sellado por una razón mística.
Unas luces me alumbraron el rostro y oí el crujir de las piedras, que rodeaban el camino de mi nueva casa, el ronroneo de un motor y el chirriar de unos frenos que se detenían rápidamente. Mis padres descendieron del auto y comenzaron a llamarnos mientras abrían frenéticos la puerta. Estaban al tanto de los mensajes que habíamos enviado.
El corazón me dio un vuelco. Pude ver sus talones recortando la luz de los faroles de la camioneta a través de una ventanilla pequeña que se encontraba casi en el techo del sótano, pero aun así no me detuve.
Continúe rompiendo la pared incluso cuando sus pasos se escucharon en el piso de arriba y después fueron acentuándose a medida que bajaban las escaleras.
—Jonás —Me llamó mi madre horrorizada, tenía un brillo extraño en los ojos. Se detuvo a mitad del camino y me miró de hito en hito con la boca abierta—. ¿Qué demonios estás haciendo?
—¡Mamá! —Me volteé hacia ellos sin soltar el martillo, otro error que no noté en el momento— ¡Mamá, escuchamos sonidos en el sótano, bajamos para ver qué sucedía y entonces encontramos el pasadizo al castillo, Narel iba alumbrando con su teléfono pero nos faltaba luz, subí por la linterna y cuando volví la puerta se había cerrado! ¡No te preocupes! —dije totalmente preocupado—. Estoy derribando la pared.
—¿Qué? —preguntó al momento que mi papá me arrebataba el martillo de las manos.
—¿Qué demonios estás haciendo? ¡Es un sótano!
—¡Narel y los mellizos están del otro lado! —repliqué con la respiración agitada como un animal acorralado—. Había voces y ellos las siguieron, fue cuando... la puerta...
—Cariño llama a la policía —ordenó mi papá a la vez que me tomaba por los hombros y me miraba a los ojos profundamente—. Jonás, dime dónde están tus hermanos. Por favor, esto no puede estar pasando. Por favor, di la verdad.
Respiré aire hasta que se me llenaron los pulmones y oí a mi madre hablar apresurada y nerviosa por teléfono. Su voz llegaba lejana desde el piso superior.
—Había una puerta papá, estaba justo ahí —dije mirando de soslayo la pared carcomida por los golpes y los trozos de hormigón que cubrían los lomos de los libros—. Yo la vi y entré con Narel, Eithan y Ryshia. Pero ahora no está...
—¿Una puerta que daba a un pasadizo? —preguntó con el ceño fruncido.
El siempre solía controlar todo sin siquiera dar un golpe, sólo hablaba con autoridad, así dirigía las cosas: mis peleas con Narel, pleitos y hasta la elección de que película elegiríamos para ver en la noche.
—Sí, y el pasadizo era de un castillo, tenía un patio extenso donde muchas personas estaban celebrando. Y el castillo era contorneado por un bosque totalmente oscuro.
—¿Todo del otro lado de la pared? —preguntó con recelo.
No estaba seguro de responder.
—S-sí, detrás del lavarropas.
Se irguió y tensó los hombros, su mirada gélida me observó enigmática. No había nada más en sus ojos que una profunda frialdad. Me sorprendió, estaba esperando el estallido, como cualquier padre normal al que le hacen un problema como aquel. Aguardé unos segundos a que me gritara y me dijera que no me anduviera con bromas pero él sólo permaneció impertérrito, con los labios comprimidos por la decepción. De repente me encontré debajo de su imponente sombra, sus ojos decepcionados fueron lo que más me inquietó.
—Jonás por última vez, por favor, dime algo con coherencia. Dime dónde están tus hermanos. Esto no puede estar pasando así. Se supone que...
La calma de su voz me sorprendió como si esperara que algo de ese tipo sucediera. Nosotros no estábamos muy felices de mudarnos a otro país por su trabajo, nuestra madre nos había preparado anteriores noches contándonos cuán importante era eso para él. Así que por más que le dolió a Narel, a los mellizos o a mí tratamos de hacer nuestro mayor esfuerzo y poner buena cara. Pero ahora él creía que me inventaba todo aquello sólo para volver a casa, no me creía. No creía que habían desaparecido.
No supe qué más decir, hundí mis hombros, sentí como algo en mi interior se hundía conmigo y todo sucedió delante mío como si fuera una película.
Yo ya no era yo, solo veía desde otro plano a un chico enclenque que hizo llorar a su mamá y que ésta le gritara. Ella le pidió furiosa que se dejara de bromas y le dijera dónde estaban escondidos sus hermanos. Luego lloró y le preguntó si hacían eso por la mudanza y porque la odiaban. Lo interrogó con la mirada y le pidió que respondiera si todo había sido idea de Narel porque la habían alejado de sus amigas.
«Son amigotas, mamá» Pensé.
Entonces la escena cambió y todos aparecieron en el desván hablando con la policía, él muchacho enclenque, pálido y de ojos acuosos, le relató la historia una vez más a la policía. Los dos oficiales, libreta en mano, escucharon atentamente el relato pero sus rostros decían lo que él ya sabía: no le creían absolutamente nada.
Fue entonces cuando el oficial de mayor edad llevó aparte a mi mamá y la oficial de piel tersa y de color café se quedó con migo sentada en el sofá. Mi papá se rodeó la cabeza con las manos y guardó silencio, no quería mirarme. Se encontraba hundido entre almohadones, parecía que pensaba o planeaba, no sabía muy bien.
Puede escuchar fragmentos de la conversación entre mi mamá y el oficial mientras mi acompañante hablaba por la radio.
—No ellos no eran de pelearse, eran hermanos, se querían.
—Sólo estamos hablando en el caso de que no se hayan ido voluntariamente —Se rascó el espeso bigote plateado que le contorneaba los labios superiores—. Seguramente sus hijos escaparon por problemas familiares, no sabe cuántos casos de niños fugados hay en estos días. Por lo general se encuentra a la mitad y la otra mitad vuelve por su cuenta, tenemos que esperar un día antes de emprender una búsqueda. Pero aun así usted tiene un único hijo con una mirada... ausente —Supe que quiso pronunciar la palabra «loco»— que decidió quedarse con ustedes pero no delatar a los demás.
Mi madre lo miró tensa.
—No entiendo a dónde quiere llegar —Su mirada quieta decía lo contrario.
—Hay reglas... procedimientos que me obligan a hacer todas las preguntas por más probable que sea la fuga de sus hijos —suspiró—. ¿Alguna vez su hijo quiso hacerle daño a sus hermanos? ¿Se mostró agresivo con ellos o con cualquier otra persona? Quiero recordarle que lo encontraron con un arma...
—Un martillo.
—...rompiendo coléricamente una pared.
—Él jamás le haría nada a sus hermanos —puntualizó tiesa con una mano alrededor de su propia garganta como si quisiera deshacer el nudo que se formaba en ella.
Fue entonces cuando la policía de piel café dejo de hablar por la radio y se dirigió a mis padres con los pulgares enganchados a su cinturón.
—Dicen que encontraron a una niña de la edad de su hija, aproximadamente, en la estación de trenes. El hombre de la boletería le resultó extraño verla sola a esta hora de la noche y se la llevaron cuando no quería darle el número de sus padres.
Un silencio de unos segundos se suspendió en el aire. Mi madre corrió hacia el perchero, buscó un abrigo, se lo calzó, recogió las llaves de la camioneta y se dirigió resuelta hacia la puerta.
Todos enfilaron en dirección a la estación de policía, como eran nuevos en el pueblo los oficiales tuvieron la generosidad de escoltarlos. Mientras salíamos de casa vi los esqueletos solitarios de los árboles cubiertos por una fina capa de nieve y las ramas retorcidas de los arbustos. Detrás de toda esa telaraña de madera y nieve me pareció advertir una silueta observando desde la oscuridad. Se encontraba agazapada y cuando nos marchamos fue irguiéndose de a poco, nos contempló mientras los guijarros crujían debajo de los neumáticos que giraban lejos de allí.
Mis padres no hablaron en todo el camino mientras seguían al auto de policía. Pero pude ver los nudillos blancos de mi papá por tanto presionar el volante y supe que estaba llenándose de tensión como si fuera un globo. Un globo que estaba a punto de explotar.
Cuando llegamos a la comisaría mi madre salió como una bala del auto pero conservando la calma de la situación mientras yo me estaba hundiendo en el asiento. Por un momento creí que tal vez Narel estaría dentro, me ilusioné por la idea de que tal vez había aparecido como desaparecido: de una manera inexplicable. Pensé en todo el camino que Narel estaba dentro de la estación.
Pero Eithan y Ryshia continuaban desaparecidos. Cruzamos el umbral que era rodeado por unos arbustos y me encontré con una recepción de un celeste pálido. Las sillas de plástico incrustadas en la pared estaban pintadas y garabateadas con rotulador, el suelo estaba cubierto por surcos de botas sucias, nieve derritiéndose y barro. Todo allí indicaba que no era lugar donde Narel esperaría.
Sentada en una de las sillas había una chica de catorce años pero sin duda no era mi hermana. Era bonita. Tenía el cabello color caramelo suelto sobre los hombros, piel tostada y unos ojos polícromos que me observaban fijos. Era extremadamente guapa y de semblante tan bondadoso que me dejó sin habla no sólo por la decepción.
Mi madre ya la había observado y comprobado que sin duda no era su hija. Un brillo en sus ojos se apagó. Tenía el cabello castaño al igual que Narel y se parecían mucho en los gestos armoniosos que compartían pero allí se acababan las similitudes. Mi madre no se parecía mucho a nosotros, ni siquiera actuaba como nosotros.
—Jonás —Me llamó poniendo todo empeño en comprimir la ira de su voz pero dejándola notar de todos modos, apoyó sus manos en mis hombros—. Sé que quieres proteger a tus hermanos y que crees que lo estás haciendo pero no es así. Por favor, por favor Jonás dime dónde están tus hermanos.
Tenía ganas de gritar, Narel y los mellizos estaban en quién sabe dónde y nadie podía creerme. Ni siquiera lo intentaban, ser el último que los había visto me volvía loco. Me arrepentí como alguien nunca lo hizo.
«Jamás tuve que haberlos abandonado»
—Ya te lo dije —contesté reprimiendo las ganas de llorar, no quería llorar frente a la desconocida—. Están en el...
Ladeó la cabeza como si ni siquiera quisiera verme decir las palabras.
— Quédate aquí —masculló a la vez que salía de la estación y era seguida por mi papá y a su tiempo de los oficiales, no sin desprendernos una mirada juzgadora antes de marcharse.
Me hundí en los asientos que se situaban paralelos al cubículo donde una mujer leía unos archivos. La rolliza mujer tenía unos anteojos descansando en la punta de su nariz, estaba vestida con un poncho de colores brillantes y tenía el semblante de un funeral colectivo. Escondí el rostro en mis manos pensando en cómo haría para que ellos volvieran y la muchacha a mi lado me miró con sumo interés.
—¿Es tu primera vez? —Me preguntó inclinándose hacia mí. Su piel tostada se veía cálida en la habitación pálida.
—¿Qué?
—¿Es la primera vez que terminas en uno de estos edificios? —recalcó la última palabra rodeando la estancia con la mirada.
—Sí ¿Y tú?
—La tercera.
—Ah.
—En el mes.
—Uh.
—Hay una primera vez para todo —concluyó como si no fuera la gran cosa.
Asintió convencida de sus propias palabras, volvió al asiento y tamborileó los dedos en sus levis contemplando como la mujer inspeccionaba unos documentos. Estaba vestida con una camisa a cuadros desteñida y raída en las mangas remangadas, llevaba botas militares y sus muñecas se perdían bajo las decenas de brazaletes que tenía.
—¿Nadie cree tu historia? —preguntó inspeccionando uno de sus brazaletes como si le fuera totalmente nuevo.
— ¿Perdona?
—Apuesto a que viste algo o escuchaste un sonido que no debería oírse y entonces sucedió una cosa impensable —observó distraída unos de sus brazaletes, era dorado y le daba tres vueltas por la muñeca, cuando finalizaba la cabeza de una serpiente se asomaba con ojos congelados, ella lo acarició con el pulgar—. Por lo que te preguntó tu madre seguramente desaparecieron personas, tus hermanos. Cuentas una y otra vez la historia de cómo ellos desaparecieron por arte de magia y nadie va a creerte porque no te crees ni tú mismo.
No sabía que responderle, la chica parecía saber qué sucedió porque sonreía y asentía con suficiencia. Esa noche todo giraba inverosímilmente en torno mío. Si hubiera aparecido un elefante volador no me habría sacado más que un bostezo. La sangre me zumbaba en los oídos y sentí que el pecho se me congelaba. Ella percibió la tensión y desesperación de mi cara sin siquiera verla porque esperó a que hablara.
—Sucedió algo cómo eso —balbuceé dominando el sentimiento de correr hacia mis padres gritando por mi seguridad—, encontramos una puerta, conducía a un pasadizo como un castillo y ellos la cruzaron, cuando fui a buscar una linterna todo había desaparecido y mis hermanos también.
Me miró, levantó poco a poco sus ojos de los brazaletes donde tenía la mirada clavada. Sus policromos ojos me contemplaron con un deje de desconcierto como si una parte de ella no hubiera esperado aquella respuesta.
—Y nadie te cree.
—¿Tú me crees? —pregunté extrañado.
—¿Tú me creerías si te digo que sé cómo encontrarlos sin importar lo extraño que suene?
Mi corazón dio un vuelco y me acomodé en la silla plástica, despegué un vistazo fugaz a la mujer del cubículo pero no parecía notar nuestra charla.
—¿Sabes dónde están?
—No por ahora pero puedo saberlo.
Mis padres cruzaron la puerta, mi mamá con los ojos húmedos y mi papá con el semblante severo. Le desprendí un vistazo fugaz a la chica y ella se cruzó de brazos cuando entró el oficial y le habló fingiendo autoridad.
—Y tú niña, más te vale que nos digas dónde están tus padres si no quieres que te llevemos a...
Me sacaron prácticamente a rastras de allí, intenté preguntarle a qué se refería con puedo saberlo pero no logré formular las preguntas a tiempo. Ella observó la punta desgastada de sus botas mientras los oficiales la regañaban.
No les dije a mis papás de la conversación que había mantenido con ella, no tenía caso empeorar las cosas. Ellos no me hubieran permitido hablar con la chica entonces yo habría gritado y quedado como un loco. Digamos que no estaba en condiciones para desplegar otro espectáculo como ese.
Nos subimos al auto y fuimos a casa en el viaje más vacío y silencioso de la historia de los viajes. Una caravana fúnebre habría sido más festiva. Mi mamá no dejaba de llamar al teléfono de Narel y enviarle textos pero nadie contestaba. Me pregunté si la multitud de la plaza donde desaparecieron era amigable o civilizada pero el pensamiento me torturaba.
Estaba completamente desolado en los asientos traseros, siempre estaban ocupados por los mellizos o Narel pero en aquel momento no estaba más que yo y mi enorme y pesada culpa. Si ellos habrían estado allí hubiesen hecho un debate de que emisora era mejor escuchar, hubiesen jugado al veo veo o hecho cualquier otro tipo de cosas.
Mis padres no querían siquiera hablarme, sabían que no les diría nada. Estaba como fuera de mí, no podía actuar más de loco, aunque dijera la verdad.
El resto de la noche transcurrió rápido. Bajé del auto, mi madre me miró, me abofeteó otra vez resistiendo la tensión de volver a hacerlo. No me digné a protestar, mi vista se desenfocó por las lágrimas, comprimí los labios como si eso me ayudara a no dejarlas salir, huí de ella, subí corriendo las escaleras y miré de soslayó el cuarto de Narel. No me atreví a bajar al sótano, pude escuchar como lo cerraban, con llave. Me refugié en mi cuarto y las horas pasaron.
Busqué en internet pasadizos que se encontraban debajo de casas pero ninguno logró convencerme, algo en mi interior decía que no seguían en esa casa, estaban muy lejos de allí, en los pasadizos del castillo, cerca del bosque.
Antes de encender el computador vi mi reflejo en la pantalla. Estaba cubierto de sudor y polvo, en mi cabello dorado incluso se veía pedazos de pared, unas ojeras desesperadas me contorneaban los ojos. Si ponías a ese niño con un martillo en medio del sótano diciendo que sus hermanos desaparecieron tras una pared te daba ganas de arrojarlo de bruces al manicomio.
Me puse mis lentes de montura gruesa, parpadeé enfocando la mirada, los había dejado allí antes de bajar al sótano; deambulé por internet buscando respuestas. Era lo único que podía hacer por el momento. Encontré respuestas perturbadoras como que habían sido raptados por ovnis o que me diagnostique con calmantes, incluso encontré una página web que hablaba de un nuevo tipo de fobias que se habían descubierto.
Era media noche cuando escuché el sonido del cristal siendo golpeado por una piedra. Me levanté como una bala.
—¿Narel?
Fui corriendo a trompicones hasta la ventana evitando cajas y ropa suelta desperdigadas en el suelo pero no estaba ella ahí. La chica de la estación de policía me esperaba abajo, entre la nieve, frotándose las manos. Me sonrió y se encogió de hombros. Su cabello color caramelo se veía como la caoba en la oscuridad.
Retrocedí un paso confundido con la mente alborotada. ¿Cómo había encontrado la casa? Pero no quería parecer un cobarde ni vacilar lo suficiente y hacer que ella se marchara. La necesitaba, sobre todo cuando recordé sus palabras: puedo saberlo. Abrí la ventana asomándome hacia la nieve.
—¿Qué haces aquí? —quise preguntar pero se oyó como una voz ahogada en desconcierto que decía «q-quuuueee, hacccsseeeesaqqqqquuuii-iii-iii»
Ella se encogió de hombros nuevamente y se frotó los brazos, debía estar congelándose entre tanta nieve. Sólo llevaba su camisa, los levis y las botas, el aliento de su sonrisa se desprendió en una nube que suspendió por encima de sus labios.
—Si quieres me voy.
—¡No! —Solté deprisa y me mordí la lengua por haber gritado demasiado— ¡Aguarda!
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