Capítulo 12
Todavía plantada en medio de la puerta principal, miraba a mis padres con los ojos muy abiertos. Ellos parecían resignados.
—¿Estás seguro de que esto es buena idea? —preguntó mamá en voz baja.
Papá se encogió de hombros.
—No sé, pero ya hemos dicho que nos iríamos, así que habrá que irse.
Ella seguía sin estar nada convencida. Me miraba de arriba a abajo, como si así fuera a determinar hasta qué punto podía fiarse de mi palabra, y finalmente volvía a sacudir la cabeza. Yo me esforcé todo lo que pude en que mi sonrisa fuera lo más sincera posible, aunque por dentro me estaba muriendo de nervios.
—Jay estará pendiente de la fiesta —aseguré—. Y tío Mike está encerrado en su casa, así que no hay peligro.
No hables de tu tío como si fuera una plaga.
Papá miró a mamá de reojo, como para comprobar qué expresión tenía, y luego se volvió hacia mí.
—Si le pasa algo a la casa, serás tú la responsable.
—Entendido.
—Y no habrá más fiestas hasta que te jubiles.
—Perfecto.
—Y le preguntaremos a Ty qué tal ha ido todo —añadió mamá.
Ahí me resultó un poco más difícil no torcer el gesto.
—Vaaaaaale...
Por lo menos, aquello pareció ser lo último que necesitaban para convencerse. Mamá suspiró y se acercó a mí para darme un abrazo que casi me deja sin respiración. Lo correspondí con media sonrisa, y cuando se separó me plantó un beso en la mejilla.
—Feliz cumpleaños adelantado, entonces —me deseó—. Mañana lo celebrarás con nosotros, ¿o ya eres muy mayor para eso?
—No me negaría a una hamburguesa, la verdad.
—Así me gusta.
Papá era menos cariñoso —al menos, en el terreno físico—, así que se limitó a darme un toquecito en la cabeza y a esbozar una sonrisa.
—¡Felices dieciocho para mañana! Cuidado con lo que haces en la fiesta, que ahora sí que podrás ir a la cárcel.
—Gracias por los ánimos, papá.
—Oye, la mayoría de edad llega con ciertas responsabilidades, ¿o te creías que la vida es una fiesta continua?
Esbocé una sonrisa irónica, él me dio otro toquecito en la cabeza como si fuera su gato revoltoso y, finalmente, fueron al coche. Daniel los estaba esperando junto al maletero, y se despidió de mí con un gesto de la mano.
Yo me quedé ahí plantada, viéndolos marchar. Se habían pedido una habitación en un hotel de la ciudad para aprovechar el ratito solos, y en teoría no volverían hasta el día siguiente al mediodía, así que tendría tiempo de sobra para recoger lo que fuera que destrozáramos durante esa noche.
En cuanto vi que desaparecían tras la valla de la urbanización, respiré hondo. Vale. Hora de la fiesta.
Me gusta esa frase.
Volví a entrar en casa, decidida. Jay estaba tirado en el sofá con una bolsa de patatas en la mano y restos en las comisuras de la boca. Ty estaba en el sillón toqueteando la Tablet de forma compulsiva.
—Bueno —empecé, con los brazos en jarras—, en una hora empezará a llegar la gente. Lo digo por si queréis encerraros en vuestras habitaciones o algo así.
—¿No podemos estar en tu exclusiva fiesta? —ironizó Jay, con los ojos clavados en la televisión.
—Siempre dices que ese tipo de reuniones te aburren, ¿no? Pues te estoy dando una salida.
—Mamá me ha dicho que vigile —declaró Ty muy serio—. Y voy a vigilar.
—Oye, no tienes que decirle tooooodo lo que veas.
—Mamá me ha dicho que vigile.
—Ya, pero no hace falt...
—Mamá. Me. Ha. Dicho. Que. Vigile.
Puse los ojos en blanco. Casi cometí el error de pedirles que me ayudaran a sacar las cosas de la cocina y poner comida y bebidas en la encimera, pero luego me dije que lo más seguro era que pasaran de mí.
Aunque no lo pareciera, no era una persona que hubiera organizado muchas fiestas. Prefería hacerlas en casa de los demás, porque así no tenía que recoger al día siguiente. Aun así, en mi cumpleaños, era lo más justo. El único problema había sido encontrar a la gente suficiente como para llamarlo fiesta, porque tampoco es que me sobraran los amigos. Tiré de la gente del equipo de baloncesto, de algunos amigos del Omega y de mi prima Jane, que contaba como una de mis poquísimas amigas. Ahora solo quedaba esperar a que se presentara, por lo menos, la mitad de la gente que había dicho que lo haría. Si no, íbamos a aburrirnos bastante.
Había pedido a todo el mundo que se presentara a las diez, así que supuse que empezarían a aparecer a las once. Sin embargo, eran las once menos cuarto y seguía sin ver a nadie. Entré en el salón, donde mis hermanos seguían en la misma postura que los había dejado un rato antes, y volví a mirar la hora por si acaso.
Oh, no, ¿y si no se presentaba nadie?
Justo cuando lo pensaba, la puerta del salón se abrió de un golpe y mi tío Mike apareció con una botella de ginebra en la mano y un vaso en la otra. Esbozaba una gran sonrisa.
—¡Ya está aquí el alma de la fies...! —Se detuvo, confuso, y miró a su alrededor—. ¿Dónde está la fiesta?
—Todavía no ha llegado nadie —informé, de mal humor.
—Pues vaya aburrimiento.
Tía Sue, que estaba detrás de él, lo apartó de un empujón y se acercó a Ty para mirar su Tablet con él. Mi tío, en cambio, se quedó ahí de pie como si estuviera esperando el disparo de salida para empezar a poner música.
—¿Y van a tardar mucho? —preguntó tras unos minutos.
—Creo que puedes sentart...
Apenas había acabado de decirlo, cuando llamaron al timbre. Di un respingo, entusiasmada. ¡Invitados! Menos mal.
Fui a abrir con una gran sonrisa, esperando que fuera alguien del equipo. Pero no. Me encontré de frente con uno de los chicos de mis chats de Omega, que llevaba una caja de cervezas bajo el brazo y a diez amigos detrás.
—Eh... —empecé confusa.
—¡Hola, Ellie! He traído a unos amigos, espero que no te importe.
—Bueno, a ver...
—¡Pasad, chicos!
Me aparté, sorprendida, cuando casi me lanzaron al aire para cruzar el umbral. Estaba a punto de quejarme, pero entonces apareció alguien más. Marco. Enarqué una ceja, menos contenta de verlo.
—¿Esta es tu casa? —preguntó, escéptico.
—Pues sí. Ya viniste a buscarme una vez, ¿de qué te sorprendes?
—No sé. No tienes cara de rica.
—Em... ¿grac...?
—¿Me vas a dejar pasar o qué?
No esperó una respuesta, sino que entró junto con los demás. Volví a abrir la boca para protestar, y de nuevo me corté cuando apareció alguien más. Me quedé mirando a Eddie, Oscar y Tad, que me saludaron con grandes sonrisas y fueron seguidos de otro grupo de gente del Omega que no recordaba haber invitado.
Y, de pronto, en mi casa había por lo menos cincuenta personas.
No era lo que entraba en mis planes, así que llegué al salón con sudores fríos bajándome por la espalda. ¿Y si rompían algo? Mis padres iban a matarme.
Alguien había puesto música a todo volumen, y había dos personas de pie en uno de los sofás, dando saltos. Estuve a punto de decirles que se bajaran, y luego me di cuenta de que eran mi tío Mike y Oscar. Frustrada, me volví hacia la cocina, y vi que todo el mundo había empezado a abrir botellas y a servirse con la máxima confianza del mundo. Abrí la boca para protestar y... sorpresa, volvieron a llamar al timbre.
Siguió entrando gente, y no creí conocer ni a la mitad de los presentes. Impotente, paseaba por la fiesta intentando que la gente no destrozara la casa, pero de poco estaba sirviendo. Por lo menos, no me pareció que hubiera ningún jarrón roto.
Ya era media noche cuando el timbre empezó a sonar de forma compulsiva. Abrí la puerta con una mueca de hastío que se cambió a una de sorpresa cuando, de pronto, me encontré con Rebeca, la hermana de Víctor. Llevaba una botella de alcohol en la mano y una pequeña sonrisa que casi parecía nerviosa.
Creo que me pasé demasiado tiempo contemplándola en silencio, porque su sonrisa se transformó en una mueca incómoda.
—Feliz cumpleaños, Ellie —dijo, y levantó un poco la botella—. ¿Podemos pasar?
El plural hizo que me percatara de que Víctor estaba justo detrás de ella. Me recuperé de la impresión inicial y, con un asentimiento, me aparté.
—Claro —murmuré.
Víctor pasó el primero y, aunque él buscó mi mirada, yo no busqué la suya. No sé por qué lo hice, pero él se quedó medio parado por la confusión. Se recuperó rápido, y su hermana se plantó delante de mí.
—Oye, ¿te importaría que habláramos un momen...?
No pudo terminar la frase, porque entonces apareció Jane. Dijo algo de feliz cumpleaños y pasó casi corriendo entre nosotras, obligándonos a dar un paso hacia atrás. La seguí con la mirada, sorprendida, y entonces pasó algo que me dejó todavía más confusa; Livvie entró corriendo detrás de ella.
—¡Perdón, te juro que volveré a salir enseguida, solo necesito un momento! —aseguró, hablando tan rápido que apenas la entendí—. ¡Y... em... feliz cumpleaños!
Me quedé mirando, de nuevo, cómo corrían una tras otra hacia el interior de la fiesta. No me di cuenta de que tenía la boca entreabierta por la confusión hasta que me giré y vi que Rebeca estaba exactamente igual.
—Em... igual debería ir a ver a Jane —comenté.
—Sí, claro..., avísame cuando tengas un momento.
Asentí de forma automática y, mientras otro grupo de desconocidos se metía en mi casa, traté de entrar en el salón. Estaba tan abarrotado que apenas podía moverme entre la gente, y pronto me di cuenta de que un grupo de los invitados ya estaba lanzándose por el muelle y llenándome al jardín de toallas que no sabía de dónde habían sacado.
Decidí que era un problema de la futura Ellie.
Exacto.
—¡Oye!
Me tensé de pies a cabeza, y no porque me hubiera llamado un desconocido, sino porque lo había hecho mi hermano mayor. Jay se acercó a mí con el ceño fruncido, muy irritado.
—Pero ¿se te ido la olla? ¡¿En qué momento invitaste a tanta gente?!
—¡No he invitado a casi nadie de aquí! —grité por encima del ruido de la música—. ¡Se han colado en la fiesta!
—¡Pues voy a echarlos!
—¡No, Jay! ¡No quiero ser la aburrida que echa a gente de su fiesta!
—¿Y a quién le importa lo que piens...?
—¡Estoy buscando a Jane! —interrumpí con urgencia—. ¿La has visto?
Me pareció que iba a discutir, pero luego se dio cuenta de que estaba preocupada de verdad y, con un suspiro, señaló la cocina. Sonreí brevemente y, tras darle un toquecito de ánimo en el brazo, me apresuré a moverme.
Tal y como había dicho mi hermano, Jane estaba en un rincón de la cocina, ignorando a todo ser viviente y con un vaso en la mano al que iba dando tragos. Me acerqué a ella como quien se acerca a un animal peligroso.
—¿Qué pasa? —pregunté directamente.
—Nada.
—A ver, está claro que algo pasa —insistí—. Si no, no estarías así.
—Es que no quiero arruinarte el cumpleaños con mis problemas, ¿vale? Déjame cinco minutos para que me emborrache e iré a bailar contigo.
Suspiré y, tras comprobar que nadie nos hacía caso, me apoyé en la encimera a su lado. Jane tenía los hombros hundidos y el vaso pegado a los labios, aunque ya no estaba bebiendo.
—¿Qué pasa? —repetí, en un tono más conciliador.
—Nada de lo que tengas que preocuparte —aseguró, y su tono también se había suavizado—. Es que estoy teniendo un mal día, y estoy cansada, y me quiero morir.
—Puedo fingir que nada de eso es preocupante, sí.
Jane forzó una sonrisa y sacudió la cabeza.
—Vete a disfrutar de la fiesta, ¿vale? Te prometo que en un rato me uno para que nos lo pasemos genial.
—¿Estás segura?
—Sí, sí. Venga, vete a pasarlo bien.
No estaba muy convencida de que pasarlo bien pudiera aplicarse a mi situación, pero aun así me mostré de acuerdo con ella.
A esas alturas, ya eran las doce menos cuarto. Técnicamente, estaba a quince minutos de tener dieciocho años. Siempre había creído que mi mayor preocupación en ese momento sería ir a comprar alcohol, pero lo único que tenía en la cabeza era asegurarme de que los despachos de papá y mamá estaban bien cerrados y que nadie estaba rompiendo mobiliario de la casa.
Volví a cruzarme con mi hermano, que estaba echándole una bronca a mi tío por ensuciar el sofá, y vi que tía Sue y Ty seguían pendientes de la Tablet en la zona de los sillones. Me pareció distinguir a Livvie estirando el cuello por encima de la masa de gente, buscando a Jane —supuse—, a Rebeca hablando con un grupo de gente como la persona social que era, a Víctor en el fondo fingiendo que escuchaba la conversación de los demás miembros del equipo de baloncesto... y yo estaba plantada en medio de la masa de gente, muriéndome del calor y con ganas de hundir la cabeza en algún hueco del jardín.
Pero de veras que me moría de calor. Me las apañé para llegar a la puerta del jardín trasero, tratando de huir del olor a humanidad que desprendía todo el salón, y solo conseguí cruzarme con la última persona que quería ver en ese momento: el chico con el que me había acostado en la última fiesta.
Qué suertuda.
—¡Ellie! —exclamó con una gran sonrisa—. Cuánto tiempo, ¿eh?
—Sí. ¿Me dejas pasar?
—¿Vas al jardín?
—Para eso quiero pasar por la puerta del jardín, sí.
—¿Quieres que vaya contigo?
Cerré los ojos un momento. En otra ocasión, le habría dicho que sí. En otra ocasión, me habría encantado que alguien eligiera hacerme caso por encima de toda la fiesta, aun siendo una persona que, en el fondo, le daba absolutamente igual.
En ese momento, sin embargo, lo único que me causó fue rechazo.
—No —dije, simplemente.
—¿Segura?
Me invadió una oleada de rechazo. ¿De veras me había liado con ese chico, y con tantos otros, solo porque me miraban de esa forma? Lo que antes me habría encantado, de pronto me causaba repulsión. No me estaba mirando a los ojos. Ni siquiera se estaba interesando en cómo estaba, porque se veía en mi cara que no estaba del todo bien. Lo único que le interesaba era lo que hicimos en ese cuarto de baño. ¿Por qué demonios había permitido que me pusiera un solo dedo encima? Y, más que eso, ¿por qué me había interesado a mí hacerlo con él, que ni siquiera sabía cómo se llamaba?
De pronto, me dio mucha pereza tener que decirle que no. Busqué con la mirada entre los asistentes, y me encontré con la de Tad. No sé cómo, pero se dio cuenta enseguida de la situación y se acercó a mí.
El héroe que no sabíamos que necesitábamos.
—¡Hola, Ellie! —exclamó nada más llegar a nuestra altura, y el chico lo miró con una ceja enarcada—. Ya decía yo que estabas tardando mucho.
—Sí, es que estábamos charlando... pero ya hemos terminado.
No esperé una respuesta, sino que enganché mi brazo con el de Tad y, juntos, avanzamos hacia el grupo de baloncesto. Por el camino, miré por encima del hombro. El chico pesado ya estaba centrado en otra persona, poco afectado por mi rechazo. Suspiré con alivio.
—¿Quién era ese? —preguntó Tad por encima del ruido de la música y las voces.
—Nadie importante. ¿Qué tal la fiesta?, ¿te está gustando?
—Es... un poquito más intensa de lo que me esperaba, lo admito. Pero ¡es muy divertida!
Me pilló un poco desprevenida que Tad se lo pasara bien en ese tipo de ambiente. De hecho, si no estaba equivocada, iba un poquito achispado. Prácticamente lo estaba arrastrando junto con los demás.
—Cuidado con tanta diversión —recomendé con media sonrisa.
No respondió, porque ya habíamos llegado con el grupo. Oscar sonrió ampliamente nada más vernos y se plantó en medio para estrujarnos a los dos, uno con cada brazo. Me dejé, preguntándome por qué no podía salir de una vez para dejar de morirme de calor, pero aun así forcé una sonrisa.
—¡La cumpleañera! —exclamó Oscar con alegría—. ¿Cuánto falta para las doce?
—Unos... diez minutos —comentó Eddie, que por lo menos no parecía ir muy borracho—. Oye, ¿hay pastel? Porque yo quiero pastel.
—Creo que mi madre compró uno de chocolate, está en la nev...
—¡Voy a por él!
Mientras desaparecía, Víctor lo observó con una ceja enarcada.
—¿Quién le dirá que no puede comérselo hasta que hayas soplado las velas?
—Yo no me atrevo —aseguré.
Víctor sonrió de forma distraída. Iba vestido de forma bastante sencilla, pero tuve la impresión de que se había arreglado un poco más de lo habitual: pantalones negros, camiseta verde clarito, zapatillas que no estaban destrozadas por el paso de los años... Para ser él, era todo un logro.
Yo planeé arreglarme, pero a última hora me di cuenta de que no me apetecía en absoluto, así que me había quedado con la misma ropa que usé todo el día: una camiseta con el logo medio borrado de una banda de música, unos vaqueros azules y unas sandalias que, desde luego, habían sido muy mala elección para una fiesta; ya me habían pisado mínimo tres veces.
—Este alcohol es barato —comentó Marco entonces, rompiendo mi hilo de pensamientos.
—Te recuerdo que tú no has traído nada —dijo Oscar con una ceja enarcada.
—¿Desde cuándo trae cosas el invitado? Yo he venido a que me sirvan cosas.
—Pues espera sentado.
La frase de Oscar hizo que Tad soltara una risita. Y, como de costumbre, pareció que Marco solo le oía a él, porque se volvió de golpe. Ya tenía el ceño fruncido.
—¿Se puede saber qué te parece tan gracioso?
—Yo —dijo Oscar con orgullo—. Es que soy genial, por si no te habías dado cuenta.
—Pues a mí no me hace ninguna gracia.
Pensé que Tad se quedaría callado, como el noventa por ciento de las veces en las que se daba una conversación así. Pero... entre el alcohol, el ambiente y que ya iba un poquito tocado, decidió que ese día quería guerra.
—Es gracioso porque se mete contigo —señaló con una gran sonrisa, y Marco parpadeó con perplejidad—. Cuando la gente se mete con las personas malas, es gracioso.
—¿Personas... malas? Pero ¿se puede saber qué te pasa?
—Ya te lo dije el otro día en el gimnasio. Y tú me dijiste muuuuuchas otras cosas, ¿eh? Así que tranquilito o empezaré a contarlas.
No entendí nada, y por la cara de Víctor y Oscar, deduje que ellos tampoco. Marco, sin embargo, dio un respingo y se puso un poco rojo.
—Estás borracho —señaló.
—Sí, pero a mí se me pasará en un rato, tú nunca dejarás de ser un embustero.
El color de las mejillas de Marco se volvió todavía más intenso, y paseó una mirada alrededor con un poco de pánico. Tad, en cambio, seguía balanceándose con la copa en la mano y aspecto medio dormido.
—¿Ya se te ha olvidado? —preguntó—. Cuando, después de la charla, te metiste al vestuario conmigo...
—Cállate.
—...y me dijiste...
—¡Cállate!
—...que si yo quería, a escondidas...
—¡Vas tan borracho que no sabes lo que dices! —saltó Marco de pronto, irritado.
—¡No es verdad!
Marco hizo un ademán de marcharse, Tad intentó bloquearle el paso y Oscar trató de meterse en medio para hacer de mediador. La única conclusión que se pudo sacar de todo aquello fue que alguno —no estoy muy segura de cuál—, me empujó sin querer y di un paso atrás. Estuve a punto de caerme de culo al suelo, pero entonces Víctor me sujetó de uno de los codos y me hizo mantener la estabilidad.
Estaba a punto de darle las gracias, pero entonces vi que me observaba, un poco preocupado.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Me estoy muriendo de calor.
No supe por qué se lo estaba confesando justo a él, pero Víctor asintió y, sin soltarme el codo, se hizo camino hacia la puerta que antes casi había atravesado con éxito. Nada más salir, el aire frío hizo que soltara un suspiro de alivio.
El patio trasero estaba casi tan lleno de gente como el interior de casa, así que tuvimos que esquivar unos cuantos grupitos para llegar a las tumbonas. Solo había una libre, así que me senté en ella a toda velocidad, para que no nos la pudieran robar.
Víctor se sentó a mi lado.
—¿Mejor?
—Sí, sí... es que me estaba ahogando con tanta humanidad.
—¿Por qué has invitado a tanta gente, entonces?
—Y dale. ¡Que no los he invitado! —salté, irritada, y luego hundí la cara en las manos—. Todo el mundo ha venido con su grupo de amigos, y no he podido echarlos a tiempo.
Víctor contempló a su alrededor con las cejas enarcadas.
—Bueno..., sigues pudiendo echarlos.
—No sin ser una aburrida.
—¿Alguna vez te han dicho que tu opinión no debería estar por debajo de las demás?
—Víctor, no te ofendas, pero no estoy de humor para charlas existenciales.
Él contuvo una sonrisa divertida.
—Vale, me la reservo para la próxima.
—Gracias. —Quise decir algo más, pero seguía hundida en la miseria—. Mis padres me van a matar.
—Si recoges todo antes de que lleguen, no tienen por qué enterarse.
—Da igual, porque mi hermano pequeño les contará lo que ha pasado.
—Pues vamos a sobornarlo a cambio de su silencio.
—¿Es que no conoces a Ty? No hay nada en el mundo que pueda tentarle más que meter a otra persona en un lío.
—Vale, tomo nota: no tener a tu hermano pequeño como enemigo.
—Exacto.
Nos quedamos unos instantes en silencio. Yo todavía tenía la cara hundida en las palmas de mis manos, mientras que Víctor parecía pensativo. Entonces, sonrió y se inclinó hacia mí.
—¿Y si llamamos a la policía? —sugirió.
—Sí, claro, ¿qué podría salir mal?
—Hablo en serio. Finge que eres una vecina o algo así y diles que deberían desalojar la casa. Así nadie podrá decirte que los echaste tú.
Me quedé analizándolo unos segundos. Era un poco arriesgado, pero no se me ocurría nada mejor. El otro plan era suplicar que se marcharan antes de que mis padres volvieran a casa al día siguiente, y cada vez lo veía más difícil.
—¿Y si me ponen una multa o algo así? —pregunté.
—¿Qué más te da? Eres rica.
—Pues también es verdad.
—¿Quieres que llame yo? —sugirió entonces.
Esbocé una pequeña sonrisa destinada a intentar darle lástima. Debió funcionar, porque sacó el móvil del bolsillo. Contemplé su perfil mientras hacía la llamada, fingiendo ser uno de nuestros vecinos. Apenas duró dos minutos. Después, se volvió hacia mí.
—Listo. Esperemos que te dé tiempo a soplar las velas antes de que nos detengan a todos.
—Si te digo hasta qué punto me dan igual las velas... Bueno, gracias por llamar.
No respondió, y ambos volvimos a quedarnos en silencio. En esa ocasión, sin embargo, tuve la impresión de que era incómodo, de que los dos teníamos algo que decir y que nos estábamos conteniendo. Lo miré de reojo, y lo encontré observándome. Me sorprendió que no apartara la mirada.
—Oye, Ellie... —empezó, en un tono de voz un poco menos tranquilo—, quería decirte una cosa que... um...
Se quedó sin saber cómo continuar y yo, aunque podría haberle echado una mano, me limité a contemplarlo. Víctor se pasó una mano por la nuca, carraspeó y luego volvió a centrarse.
—Me gustó la charla del otro día —dijo finalmente—. La del teléfono.
—Ah, sí... a mí también.
Pero di algo más elaborado, hija mía.
Sí, quizá debería.
—Estuvo bien —añadí torpemente.
—Sí, estuvo bien.
Silencio.
Me quedé mirándolo como si esperara que dijera algo, y él hizo exactamente lo mismo conmigo. No sé quién parecía más impaciente de los dos.
—Eso era todo —añadió de forma significativa.
—Ah, vale.
—Te toca añadir algo más.
—Es que no sé qué decir.
—Te pasas el día parloteando, ¿y justo ahora decides quedarte en silencio?
—No hagas como que no te gusta mi parloteo.
—No he dicho eso.
—O sea, que admites que te gusta.
—...tampoco he dicho eso.
—Oye, que es mi cumpleaños, dime algo bonito.
—Técnicamente, todavía no lo es.
Abrí la boca para responder, pero me callé cuando él sacó el móvil otra vez, en esta ocasión para mirar la hora. Eran y cincuenta y nueve. Tenía un dedo levantado hacia mí, como si me indicara silencio, y yo obedecí conteniendo una sonrisa que no sabía muy bien de dónde estaba saliendo.
—Y... —Hubo una pausa, y entonces la hora se cambió—. Aaaaahora sí. Feliz cumpleaños, Ally.
—Que te den. ¿Dónde está mi regalo?
—Tu regalo es que haya decidido venir a hacerte compañía.
—Es decir, que tú eres mi regalo.
—Exacto.
—No sé yo si cumple mis expectativas.
—Depende de lo altas que estuvieran.
—Estaban muy altas.
—Pues déjame poner el regalo a su altura.
Sonreí con cierta confusión, pero toda sonrisa se borró de golpe cuando noté que me tomaba de la nuca con una mano. Me quedé tan paralizada por la sorpresa que, cuando se inclinó y me besó en la boca, apenas reaccioné.
Me había imaginado un beso con Víctor tantas veces... y nunca pensé que sería él quien diera el primer paso. Me quedé muy quieta, todavía con los ojos muy abiertos, y la impresión hizo que solo fuera capaz de sentir su boca sobre la mía. Ni nervios, ni emoción, ni nada. Simplemente, sorpresa.
Debió notar que algo iba mal, porque se separó de mí y me miró, ahora con duda por si la había cagado. Seguía teniendo la mano en mi nuca.
—Em... —trató de decir.
—Em... —dije yo.
—Lo siento, quizá he malinterpretado...
—No, no..., está bien.
Silencio. En esa postura, lo tenía tan cerca que prácticamente lo único que podía ver eran las pecas que le cubrían la nariz.
Víctor seguía contemplándome, y yo carraspeé de forma significativa.
—¿Qué? —preguntó, confuso.
—He dicho que está bien.
—¿Eh?
—Que... que puedes seguir cuando quieras.
—Aaaaah...
Contuve una risotada, porque no me pareció el mejor momento para —literalmente— reírme en su cara.
Él dudó visiblemente, pasando de mis ojos a mis labios, y finalmente pareció convencerse a sí mismo de que no pasaba nada, porque se inclinó otra vez. Y, en esta ocasión, cuando su boca rozó la mía, yo ya estaba preparada.
Cerré los ojos. Sus labios estaban más cálidos de lo que esperaba, y me dejé llevar por la agradable sensación de sus dedos hundidos en mi nuca. Su pulgar me hizo una leve caricia junto a la oreja, y yo estiré los brazos de forma inconsciente para rodearlo con ellos. Víctor se dejó con sorprendente facilidad y, cuando mis manos le rozaron los omóplatos, noté que su espalda se tensaba bajo mis dedos.
No fue sexual. Ni intenso. Ni tampoco devastador, como alguna vez me había imaginado. Fue... dulce.
Nunca me habían besado con dulzura. Casi hizo que me sintiera... querida. Cuidada. A salvo.
Y entonces, justo cuando ya estaba abandonándome a la sensación, alguien me agarró del brazo y tiró de mí con la suficiente fuerza como para arrastrarme lejos de Víctor. Él levantó la mirada a la vez que yo, y me sorprendió encontrarme a Eddie tratando de levantarme.
—¡Estamos todos esperando! —me instó, impaciente.
—Mira, estaba ocupa...
—¡Ya habrá tiempo para que os besuqueéis, venga!
Cuando me puse de pie, estaba de muy mal humor. Traté de decirle a Eddie que no era el momento de interrumpir, y que el pastel y las velitas me importaban entre cero y menos, pero ni siquiera me escuchaba.
—¡Eddie! —insistí, ya cabreada—, ¡no puedes tirar de mí como si fuera una muñeca de trapo!
—¡Es que quiero comer pastel!
—¡Bueno, pues me da igual!
Justo cuando iba a darme la vuelta, me encontré de frente con Tad, que estaba transportando mi pastel. El choque fue inevitable y él, aunque intentó salvar el plato, terminó estampándole todo el chocolate a la chica que tenía justo detrás.
Y... genial, era Livvie.
Por impulso, me había adelantado para intentar salvar el plato, y lo único que conseguí fue que pareciera que se lo había lanzado encima. Y es que lo parecía de forma muy descarada.
Livvie levantó la cabeza lentamente para mirarme. Estaba completamente roja de rabia.
—Pero ¿qué...? —empezó.
Quizá con otra persona habría pedido perdón, pero con ella no me apeteció. De hecho, lo único que me salió fue torcer el gesto.
—¿No has dicho que te irías enseguida? —ataqué.
—¿Esta es tu forma de decirme que me vaya? —ironizó ella—. Tan pacífica como siempre.
—¡Eso te pasa por meterte en medio! ¿Se puede saber qué le has hecho a Jane?
—¿Yo?
—Sí, ¡tú! ¡Estaba muy disgustada, y sé que es por tu culpa!
—Pero ¿qué eres ahora?, ¿mi consejera matrimonial?
—¡Vete ahora mismo!
—¡Eso intentaba!
—¡Pues hazlo mejor!
Y, entonces, ambas fuimos a movernos a la vez. Ella intentó por mi lado mientras que yo intentaba hacerlo por el suyo. Chocamos de frente y, de alguna forma, mi pie resbaló sobre los restos de pastel que había en el suelo. El golpe fue tremendo, y Livvie cayó sobre mí, intentando sujetarse sobre sus manos.
No sé cuál de las dos empezó. Creo que yo intenté apartarla de un empujón, y su reacción al ver mi mano fue apartarla de un manotazo. Y entonces yo le di un manotazo a ella, y entonces ella me lo devolvió.
Y de pronto estábamos rodando por el suelo entre cosas bastante más graves que manotazos y empujones.
Nunca en mi vida me había metido en una pelea que terminara en tirones de pelo, pero supongo que hay una primera experiencia para todo.
Lo único que oía eran los gritos de la gente, que nos instaba a pelear con más ganas, y lo único que sentía eran los tirones y agarrones que nos estábamos dando mutuamente. Rodé por el suelo con ella, tratando de dejarla debajo de mi cuerpo para acorralarla, y ella hizo exactamente lo mismo. El problema era que teníamos las fuerzas muy al mismo nivel y, por lo tanto, era imposible que una de las dos ganara.
Y entonces alguien me agarró de los brazos. Pensé que me levantarían y traté de dar una patada, pero lo único que hicieron fue darme la vuelta y pegarme al suelo boca abajo. Me revolví, furiosa, y entonces vi que a Livvie le estaban haciendo lo mismo. De hecho, lo que vi fue su cara de pánico cuando se dio cuenta de que, como yo, tenía un policía encima poniéndole unas esposas.
Mierda.
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