2.- Bestia de la Furia (3/4)
Luego de una agradable cena y una reparadora noche, Alfa salió hacia la entrada del convento. Era una mañana fresca, el sol aún no salía y en ciertas zonas había una fina capa de escarcha. Detrás de ella, Finir y Berta salieron a despedirla.
—Suerte en tu viaje— le deseó Berta— recuerda que serás bienvenida cuando quieras.
Finir la abrazó, triste de verla partir.
—Ten cuidado— le pidió.
—Por supuesto. Y tú cuidado con esos soldados.
—¡Sí!
Luego se giró hacia Berta.
—Gracias por darme ropa, me gustaría pagarles de alguna manera.
—Ni lo menciones ¿Cómo podríamos dejarte sin nada?
Seguidamente miró a Finir una última vez. No entendía por qué esta se había encariñado tanto con ella, pero ese hecho no le desagradaba. Finalmente dio media vuelta, salió por la reja del convento hacia la calle y se marchó. El chillido persistía en la misma dirección de siempre, pero ya no desesperaba. Ya se sentía preparada para llegar a su destino.
Determinada, marchó por las calles del pueblo hacia el noreste. A esa hora vio cómo el pueblo comenzaba su día a día; hombres trabajadores salían de sus casas a ganarse el pan, los animales chillaban y ladraban, un mendigo se protegía de la noche con varios abrigos, y aunque hacía frío, el silencio era cómodo y la llenaba de calor. Por primera vez tuvo la sensación de que, tal vez, su destino fuera algo bueno y agradable.
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Jeremías era un hombre con mala suerte en la vida. Fue el menor de ocho hermanos, de una familia tan pobre que vivían bajo un puente. Desde pequeño tuvo que ganar dinero haciendo malabares en las calles y robando a los transeúntes. De ahí su vida no se volvió mejor; a temprana edad descubrió las drogas y el alcohol, y rápidamente se volvió adicto a ambos. Lamentablemente, nunca tuvo suficiente dinero para ninguno, así que vivió miserable. Se alimentaba de la basura de la gente con dinero, dormía en las calles y, tras noches especialmente heladas, no le era extraño encontrarse con viejos amigos muertos de hipotermia. Las pulgas no lo dejaban dormir, la gente lo miraba feo y le decía que se consiguiera un trabajo, no se había bañado en cinco años y le faltaban la mayoría de los dientes.
Aun así, pensó que su vida pasaría tranquilamente, sin conflictos muy grandes. Sin embargo, cierta mañana comenzó a sentir un extraño hormigueo en el pecho y un calor inexplicable. Hacía calor, mucho calor. Recién había amanecido, pero sudaba como cerdo. Rápidamente se quitó los abrigos, mas al ver que no era suficiente, siguió con la ropa. Se quedó en calzoncillos en medio de la calle, mientras las personas alrededor pasaban abrigadas hasta las narices. Entonces se dio cuenta que algo andaba mal.
No tuvo tiempo de preguntarle a nadie, pues el hormigueo en su pecho pronto se convirtió en dolor. Sentía que algo duro le desgarraba la carne y los huesos desde adentro. Comenzó por el torso, pero pronto se extendió hacia los brazos, piernas y espalda. Jeremías se redujo y gritó del dolor. Se rascó la piel y golpeó la tierra, sin forma de pararlo.
A este punto, la gente alrededor comenzó a detenerse, consternados con la actitud del hombre. Algunos intentaron preguntarle qué le ocurría y cómo podían ayudar, otros fueron a buscar una ambulancia. Al mismo tiempo, un médico jubilado que pasaba por ahí advirtió la conmoción y se apresuró a ver qué ocurría. Algunos de los pueblerinos, reconociéndolo, le pidieron ayuda.
—¡Doctor, hay un hombre muriéndose!— exclamó una señora— ¡Por favor, haga algo!
El anciano se hizo paso a través del tumulto y observó al hombre retorciéndose frente a sí. Estupefacto, vio cambiar su piel oscura de marrón a rojo sangre en unos instantes. Ya había visto ese cambio muchas veces, era el signo de la muerte. Rápidamente se giró hacia el tumulto, intentando advertirles, pero para ese punto ya era muy tarde. Jeremías, el mendigo cuyo nombre nadie sabía, se levantó de un salto y explotó con un rugido que se oyó por diez cuadras y ensordeció a los presentes. Inmediatamente sus brazos y piernas se desgarraron, su espalda se expandió, su pelo se alargó como fideos y su cuerpo creció hasta tres veces su tamaño. Jeremías ya no era un hombre, sino que un demonio. Se había transformado en una bestia de la furia.
Aterrados, las personas echaron a correr en todas direcciones, mientras el monstruo gritaba y sollozaba con una voz potente y gutural. Entonces reparó en la gente a su alrededor y usó sus cuatro extremidades para correr tras ellos. A los primeros simplemente los embistió en medio de su carrera. A los siguientes los agarró de los torsos y las extremidades, los aplastó contra el suelo y los arrojó contra las casas y edificios alrededor, cuales muñecas de trapo. El demonio bajó por la calle destruyendo todo a su paso sin que nadie pudiera detenerlo. Arremetió personas y autos, postes y edificios, casas y animales. Nada estaba a salvo.
Después de unos minutos, los pocos soldados en el pueblo notaron lo que estaba ocurriendo y se dispusieron a atacarlo. Sin embargo, el demonio se disparó hacia ellos sin darles tiempo de apuntar y partió a uno por la mitad. Aterrados, los soldados echaron a correr.
—¡Capitán! ¡¿Dónde están las municiones explosivas?!— exclamó Pluto, mientras hacían distancia del furioso.
—¡Están en la base!— contestó este.
Pluto se heló. Eso estaba al otro lado del pueblo. Ir allá para tomarlas y luego volver le daría tiempo suficiente al demonio para destruir toda la zona. Espantado, miró al monstruo atrás. Este había perdido el interés en ellos y se dirigía hacia otro edificio: el convento.
—¡El convento!— exclamó.
La reja de entrada se desplomó como paja bajo los pies del demonio, las paredes de ladrillo colapsaron con un impacto bajo sus tremendas manos. Parte del techo se vino abajo. Adentro, las monjas huían desesperadas o esperaban nerviosas en escondites que poco ayudarían. Finir y Berta echaron a correr junto con el grupo mayor de monjas, confundidas ante el pánico general. Apenas entendían lo que sucedía. Después de cruzar el arco que llevaba al comedor, Finir se dio el lujo de mirar hacia atrás, solo para encontrarse con la bestia de la furia mientras le arrancaba la cabeza a una de sus compañeras. El estómago se le encogió, su juicio se nubló. De pronto se olvidó de todas las personas a su alrededor, todos pasaron a ser simples obstáculos, solo su vida importaba. Debía salvarse.
Entonces la bestia la vio y se dirigió directamente a ella. Finir se paralizó donde estaba, sin saber si debía seguir corriendo o saltar a un lado para esquivar el enorme cuerpo del monstruo. Sin embargo, en ese momento algo lo hizo detenerse y darse la vuelta. Finir le siguió la mirada. Anonadada, se dio cuenta que detrás del demonio, cerca de los escombros de la entrada del convento, se hallaba una línea de cuatro soldados apuntándole con sus rifles. Nuevamente dispararon, los cuatro a la vez, mas esto apenas pareció molestar al monstruo. Lo único que consiguieron fue llamar su atención.
Así, el furioso se olvidó de Finir un segundo y echó a correr hacia ellos. Pluto y el capitán Gren continuaron disparando, mientras que los otros dos soldados dejaron sus armas tiradas y huyeron a toda velocidad. Mientras disparaban, Pluto echó un vistazo a su capitán, esperando que este tuviera alguna maniobra en mente, una especie de formación, un truco, una bomba escondida, cualquier cosa que los ayudara contra el monstruo, mas al ver su cara de terror supo que estaban perdidos. El demonio avanzaba hacia ellos como un camión a toda marcha, ya no había forma de salvarse.
—¡Salta!— exclamó Gren al último momento, justo antes de arrojarse a un lado.
Sin embargo, Pluto no alcanzó a captar la orden. Mientras comprendía que debía tirar su rifle y arrojarse a un lado, el monstruo lo agarró del torso como un muñequito, lo levantó en el aire y lo azotó contra el suelo, reventándolo. La sangre y vísceras de Pluto se desparramaron por todos lados, algunas de las cuales cayeron en la cara de su aterrado capitán.
Seguidamente el monstruo se giró, olvidándose inmediatamente del soldado que había dejado vivo. Su atención fue atraída por el montón de chillidos provenientes del interior del convento, donde las monjas hacían todo lo posible por escapar por las ventanas de las habitaciones traseras. El furioso se dirigió hacia ellas.
Sin entender lo que pasaba, Gren lo miró marcharse, y aunque era un soldado y su deber era proteger a los civiles, se sintió inmensamente aliviado. El monstruo las mataría a todas ellas antes que a él. Quizás sobreviviría a todo eso. El capitán Gren se encontraba en shock; aún respiraba agitadamente y no podía moverse, ni siquiera se había dado cuenta que tenía el desmembrado brazo izquierdo de su mejor amigo en el regazo.
Pero de pronto, algo le llamó la atención más que todo lo demás; unos metros más allá, donde antes había estado parado Pluto, apareció una mujer con la larga túnica de las monjas. Esta, en vez de huir, agarró el rifle del soldado fallecido y se detuvo un momento a revisar la munición y practicar la posición de tiro antes de echar a correr hacia el convento.
Por su parte, el monstruo destrozó la fuente y los árboles del patio interior, exponiendo a las monjas. Desde ahí arremetió a todo lo que tuviera enfrente, aplastando mujeres a diestra y siniestra, como un niño que destruye un castillo de arena. Finir intentó entrar a la sala trasera, junto con un montón de monjas más, para huir por la ventana. Sin embargo, en ese momento el monstruo dio un tremendo salto y cayó justo sobre la sala, aplastando a todas las personas en su interior.
Estupefacta, la joven echó a correr en la dirección contraria junto con las demás, pero el demonio las vio y saltó de nuevo hacia el otro lado del patio interior para bloquearles la salida. Al aterrizar, aplastó a las mujeres que iban justo delante de Finir. Esta se congeló por unos momentos, lo cual el demonio aprovechó para estirar una mano hacia ella. Por un segundo Finir supo que había llegado su fin, el monstruo la aplastaría entre sus dedos como una uva, tan rápido y fácil que ni se molestaría en verla morir.
Sin embargo, en ese momento Berta la tomó de un brazo y con una fuerza que no sabía que tenía, la tiró lejos del furioso. Finir comprendió su gesto y echó a correr junto con las monjas que quedaban vivas, pero luego de un segundo notó que Berta no estaba con ella. Atónita, se giró, solo para verla a ella en la mano del monstruo.
—¡Berta!— exclamó.
Esta se retorcía y pataleaba para zafarse, pero no había cómo, la fuerza de la bestia estaba lejos del límite de los seres humanos. Este, por su parte, se preparó para levantarla y arrojarla al suelo con toda su fuerza, cuando de repente, un disparo en un costado de su cabeza lo interrumpió.
Molesto, soltó a Berta sin cuidado para girarse a quien quiera que lo estuviera lastimando. Berta se torció un tobillo al aterrizar, Finir se apresuró a su lado.
—¡Berta! ¡Berta, estás viva!— exclamó.
Mas no se podía mover de ahí. Berta la tomó de un hombro y la obligó a escucharla.
—Finir, huye mientras puedas.
—¡No te puedo dejar aquí!
—¡Debes huir ahora que los soldados distraen al furioso!
Entonces ambas se giraron un momento para contemplar al valiente soldado que les había dado un poco de tiempo para que huyeran, mas no encontraron a ningún hombre, sino que a una mujer. Llevaba el mismo uniforme que ellas, su melena roja al descubierto.
—¡No puede ser!— exclamó Berta.
—¡Esa es Alfa!
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