2.- Bestia de la Furia (1/4)


La ciudad se encontraba en una especie de cuenca entre vastas montañas. En los alrededores había enormes extensiones de pasto verde, pero también algunos pelones, hoyos y árboles sin hojas. Curiosa sobre el mundo, su pasado y sobre el chillido que no cesaba, la mujer se encaminó hacia el este, lejos de las montañas nevadas.

Caminó por varias horas sin cansarse, sola en la intemperie. Se preguntó si debía encontrar un refugio antes del amanecer, si debía cazar algún animal o buscar frutas y raíces por ahí.

Mientras vagaba, notó que el sol iba cambiando de posición, por lo que se alejó un momento del camino para encontrar un lugar donde pasar la noche. Para su sorpresa, en su mente olvidadiza había conocimientos de supervivencia y campamentos, como si fuera una experta en el tema. Gracias a esto no le fue difícil hacer un refugio, iniciar una fogata ni cazar un animal. Sin embargo, tampoco sentía que lo hubiera hecho antes. Todo era nuevo para ella y a la vez tan conocido.

Durante la noche, luego de comer, se preguntó si el mundo entero estaba desierto, si tal vez ella era la única sobreviviente. Rastros de civilización había por todos lados, solo bastaba ver el camino pavimentado y algunos postes de electricidad abandonados, pero en todo el día no había visto a nadie.

Aunque no estaba cansada, se acostó en la improvisada cama; se tapó con pedazos de piel de animal, cerró los ojos y se durmió de inmediato.

Se despertó junto con el amanecer al día siguiente. El chillido seguía latente, llamándola.

Eran las 7:15 de la mañana. No tenía forma de saber que era esa hora, pero lo sabía. También sabía que era otoño, qué temperatura había, el porcentaje de humedad del aire, la elevación a la que se encontraba e incluso la dirección cardinal a la que estaba mirando. Saber tales detalles debía ser imposible, pero estaba segura; hasta podía percibir los ligeros cambios en todas esas medidas con alarmante exactitud.

La mujer se levantó y se quedó quieta un momento, mirando hacia la fuente del ruido. No sabía si había un límite de tiempo para llegar a su destino, esperaba que no. Aunque no era su culpa no poder llegar instantáneamente a ese lugar, se sentía mal por no hacerlo. Sentía que debía pedir perdón, aunque no hubiera nadie junto a ella ni tuviera una razón a mano.

—Lo siento— musitó al final, aunque nadie la estaba escuchando.

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Aun con su extraña culpa sobre la espalda, sabía que no llegaría muy lejos sin comida, por lo que continuó atenta a sus alrededores. De esa manera, pronto escuchó extraños gruñidos detrás de unos arbustos. Al ir a revisar, solo encontró el cuerpo de un carnero. Su cuello había sido perforado por poderosas fauces, pero aún le brotaba sangre.

—Lo mataron, pero no se lo comieron— pensó, extrañada.

Se preguntó qué habría llevado al depredador a abandonar a su presa recién cazada. Pensó que la razón más simple debía ser que algo lo había espantado, como un animal más grande.

Como ella.

—¡Está cerca!— pensó.

De inmediato saltó hacia adelante. Pasó sobre el carnero para aterrizar con un hombro. Rodó, hizo distancia se giró. Advirtió a un felino grande, un puma, asomándose desde un arbusto en posición de salto. De no haber huido al instante, en ese momento ella estaría como el carnero en el suelo.

El puma no parecía de buen humor, no iba a dejarla ir tan fácilmente.

—Debe creer que vengo a robar su presa— pensó— tengo que asustarlo y huir.

Intentó ponerse de pie lentamente y sin dejar de mirarlo, pero apenas levantar la cintura, el puma reaccionó y saltó directo hacia ella. La mujer reaccionó sin dudar: agarró al puma antes que este pudiera morderla, apoyó su espalda contra el suelo y lo pateó para lanzarlo hacia atrás.

Inmediatamente ambos se incorporaron y encararon al otro. El puma volvió a atacar, directo al cuello, pero para ese momento la mujer ya estaba lista; en vez de alejarse de él, se impulsó hacia adelante con toda su fuerza y le dio un golpe directo en la nariz. Para su sorpresa, el animal salió disparado en línea recta, varios metros por el aire. Luego cayó y rodó una larga distancia antes de detenerse.

Estupefacta, la mujer se miró el puño; su mano estaba bien y completamente funcional. La abrió y cerró varias veces, pero no sentía nada raro. No solo había dado un golpe tremendo, también lo había resistido sin problemas. Luego se fijó en el puma, el cual se convulsionaba en el suelo. Extrañada, se le acercó y notó que su puñetazo no solo le había roto la nariz, también le había fracturado el cráneo y le había causado daño cerebral. Esa había sido su última pelea, lo mejor que podía hacer era sacarlo rápido de su sufrimiento.

La mujer se agachó junto a él, le dio un vistazo rápido y pronto halló el punto que debía cortar. Rápidamente juntó dos dedos, los presionó contra ese punto específico y, de un movimiento limpio, los introdujo y los sacó del cuello, rebanando la carótida al instante. Los movimientos violentos del puma finalizaron.

La mujer se miró los dedos ensangrentados, preguntándose cómo es que podía romperle el cráneo a un puma de un solo golpe. Quiso sentarse a pensar y a descansar, pero luego de que se fuera la adrenalina, el chillido volvió a demandar su atención. Claro, ella tenía una misión, no podía tomarse descansos innecesarios. Por otro lado, ya tenía desayuno.

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Mientras caminaba, la mujer se preguntó si simplemente no estaba enferma de la cabeza. Quizás tenía una condición psicológica muy grave y por eso no podía recordar nada de su pasado y sentía que debía ir en una única dirección. Si ese era el caso, sería mejor buscar ayuda.

Sin embargo, el solo pensamiento la hacía sentir mal. Podría pedir ayuda después de llegar a su destino. Sí, eso sonaba como una buena idea, al menos para alguien más fácil de convencer. Ella reparó de inmediato en la debilidad de su argumento, supo que solo intentaba convencerse a sí misma de seguir su impulso, pero este era demasiado grande para resistirlo.

Avanzaba por el borde del camino. No pasaban autos, quizás esa carretera se había cerrado, quizás ya no quedaba gente en el mundo para usarla.

O eso pensó, hasta que oyó el ruido de un motor aproximándose desde atrás. Extrañada, se giró y encontró un furgón que conducía en su misma dirección. Estaba tan sorprendida de verlo que se quedó helada.

—Hay gente en el mundo— pensó, aliviada.

El furgón pasó junto a ella, pero se hizo a un lado del camino y se detuvo 43,6 metros después. De inmediato se bajó un grupo de personas vestidas en túnicas de amarillo pálido que las cubrían de pies a cabeza y solo dejaban sus caras al descubierto. Dos de estas personas se acercaron a ella a paso veloz, expresiones preocupadas.

—¡Oh, por el sabio! ¡¿Estás bien?!— inquirió una de estas, una señora de mediana edad.

La otra la miró de pies a cabeza con vistazos rápidos.

—¿No estás lastimada?— le preguntaron.

—¿Cómo terminaste así?

—¿Quién te hizo esto?

Luego guardaron silencio y se la quedaron mirando, expectantes, mas la mujer no supo cómo responder.

—Amh... yo...— balbuceó.

—No te preocupes, niña. Después nos cuentas— le indicó la señora mayor.

—Ven con nosotras— le ofreció la menor— Lo que sea que te haya pasado, ya estás en mejores manos. Vamos.

—Vamos— concordó su compañera.

Ambas le tomaron las manos y la condujeron al grupo más grande. El resto de las mujeres le hicieron las mismas preguntas.

Así, en unos minutos la mujer sin pasado se vio dentro del furgón, vestida con telas suaves, en medio de varias otras mujeres que cantaban canciones que hablaban de santos, de ángeles y de la gloria de unos maestros de armas o algo así. Las mujeres del furgón le contaron que eran monjas y que en ese momento volvían a su convento de una congregación. Le dijeron que habían intentado tomar un atajo, pero que terminaron perdiéndose y, mientras retomaban su camino, la habían hallado.

Luego de unos minutos, la misma joven que la invitó al furgón se giró desde el asiento delantero.

—Es un lindo tatuaje, ese que tienes— le dijo.

—¿Tatuaje?— se extrañó la mujer, no recordaba ninguno— ¿Dónde?

Esto pareció desconcertar a la monja.

—En tu cuello, por supuesto... ¿No sabías que tenías un tatuaje?

La mujer negó con la cabeza. Ella no llevaba una pieza para la cabeza, por lo que su cuello estaba expuesto en ese momento.

—¿Qué es?— inquirió.

Tras decir esto, notó que algunas de las otras monjas se giraban, consternadas.

—Oh, mi niña— dijo la monja de mediana edad, preocupada— ¿No sabías que tenías una marca? Debiste haber pasado por mucho.

La mujer se llevó una mano a la cabeza.

—Tengo... lagunas. Lo siento.

—¡Oh, no!— exclamó la monja joven— ¡¿No será que alguien malo te hizo eso?!

—¿Qué es?— insistió la mujer.

La joven arqueó una ceja, extrañada.

—Pues... un código, creo. "583", seguido de una especie de pez...

—Alfa— indicó la monja mayor— "583 Alfa".

—¡Vaya, sabes mucho, Berta!— exclamó la joven.

—Lo sabrías si estudiaras como debes, Finir— le recriminó Berta.

Finir esbozó una sonrisa culpable.

—"Alfa"...— musitó la mujer.

Eso bastaría.

—¿Ese código te suena de algo?— inquirió la joven.

—Es mi nombre, Alfa— indicó la misma.

No recordaba su verdadero nombre, pero ese le serviría por el momento. Al oírla, la muchacha sonrió con inocencia.

—¡Es un gusto, Alfa! ¡Yo me llamo Finir!

Finir era una joven risueña, de largo pelo rubio y ojos verdes melosos. Sus facciones eran agudas y delicadas, y siempre se veía enérgica y dispuesta a todo.

Alfa asintió.

—Gracias por su hospitalidad. Me gustaría pagarles de alguna forma.

—¡Ni lo menciones, muchachita!— le restó importancia Berta— ¿Cómo podríamos haberte dejado ahí, sola en ese camino abandonado? Por aquí debe haber animales salvajes.

—¡¿Qué?!— exclamó Finir— ¡¿O sea que Alfa podría haber sido atacado por un puma?!

—Si se hubiera quedado más tiempo, sí, seguramente— supuso Berta.

Alfa prefirió no decir nada de momento.

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El viaje era largo, con lo cual tuvo tiempo de conocer a todas las monjas. En su mayoría eran señoras entradas en edad, pero también las había jóvenes como Finir, quien había sido abandonada de bebé en las puertas del convento. Alfa aprendió canciones y un pelo de geografía, al menos de la zona. Sentía que debía aprender, que todo conocimiento práctico le sería útil al llegar a su destino.

En sus momentos de ocio, cuando simplemente se mecía con los movimientos del furgón y miraba el paisaje por la ventana, pensaba en sí misma y en el chillido que la guiaba. Le preguntó a Finir si últimamente escuchaba algo extraño, pero esta pensó que hablaba del motor o del chirrido del asiento de atrás.

—Ah, no, no es nada. Debe habérseme tapado un oído— se excusó al fin, y volvió a sus pensamientos.

Durante el viaje también meditó sobre el código en su cuello. Dubitativa, se llevó una mano para tocar el tatuaje con las yemas de sus dedos. No podía sentir los relieves. Claro, era un tatuaje, no una cicatriz.

—¿Te preocupa?— preguntó Berta.

Sorprendida, Alfa se giró. Encontró a Berta mirándola fijamente.

—Tu marca— especificó— ¿Estabas pensando en el código en tu cuello?

Alfa asintió.

—¿Significan algo esos números para ti?— continuó Berta.

Mas Alfa negó con la cabeza. Podría simplemente explicarles que no tenía ninguna memoria antes de despertar en la ciudad, un día antes, pero tenía la impresión de que soltar algo así haría que la gente sospechara. Prefirió quedárselo para sí hasta saber más.

—¿Quisieras verlos? A lo mejor eso te ayuda a recordar— se aventuró Berta.

Alfa la miró dubitativa, por lo que Berta buscó en su cartera y le pasó un espejito de maquillaje. Con esto, Alfa se miró el código; el tatuaje estaba grabado con líneas negras y trazos industriales, casi robóticos. Más que un tatuaje, parecía un estampado de serie.

Mientras examinaba su cuello, advirtió un par de cabellos rojos asomándose. Entonces subió el reflejo hasta ver su cara: vio ojos grandes y severos color sangre, una frente amplia, labios de rojo intenso y una melena pelirroja que le caía grácil por la cara hasta la altura de la quijada. Después de un día de viaje y tras dormir a la intemperie cualquiera se habría visto horrible, pero ella tenía la cara de una muñeca. Algo andaba mal...

—Eres muy bonita— confesó Finir.

Esto la sacó de su ensimismamiento, y la hizo subir la mirada. Finir, frente a ella, la miraba con ojos juguetones y llenos de curiosidad.

—¿Ah?— fue lo único que logró decir.

—Que eres muy bonita— repitió Finir.

Alfa bajó la mirada.

—Ah... gracias. Tú también.

La chica soltó una risita entre dientes.

—Finir, no molestes a la pobre Alfa, que estaba concentrada— la reprendió Berta, mas esta le restó importancia con otra risita.

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