13.- La Deuda del Mandoble (1/3)
Después del ataque del imperio a la base de operaciones principal de la resistencia, Swinha se sumió en un caos por un par de semanas; los grupos de rebeldes se alzaron para intentar un último ataque al imperio, pero este terminó aplastándolos.
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Alfa y Poli viajaron varios días, hasta que decidieron dirigirse a un pueblito, donde se cambiaron de ropa y de vehículo para dificultar su rastreo. Alfa también se detuvo en una tienda de juegos coleccionables para niños, donde compró una guía de fanáticos del imperio.
Poli se lo quedó mirando, muy curioso y algo desconcertado. Nunca había visto a Alfa contenta con lo que fuera del imperio, eso no iba con ella. Sin embargo, tenía una buena razón; la "guía de fans del imperio" era un pequeño libro laminado, con imágenes a color, que mostraba a la gente más famosa de Drimodel, incluyendo a los renombrados maestros de las armas. Ambos se sentaron y examinaron a fondo la guía, hecha para hacer propaganda a niños y niñas. Justo como Alfa esperaba, la guía indicaba la información más importante de los maestros, como sus especialidades militares, sus fortalezas, sus filosofías y, obviamente, sus armas de elección.
—Estos tipos tienen fotos de ti y de mí— le explicó a Poli— pueden reconocernos en cuanto nos vean. Con esto, nosotros también podremos reconocerlos y saber cómo enfrentarlos.
—Pío del kukri— leyó Poli la página del primero de los maestros que aparecía.
—Ese es el que enfrenté hace poco— comentó Alfa.
—¿Era fuerte?
—Como todos los maestros, corazón.
Poli se fijó en la foto de Pío. Mostraba a un hombre calmado, de mirada afilada y escasa sonrisa, sentado plácidamente en una habitación de entrevistas. Uno de los comentarios indicaba que le gustaba tocar la harmónica.
Pasó la página para continuar.
—Gregorio del rifle, Benedicto del escudo, Juana de la maza, Francisco del mandoble, y por último, Pedro del hacha.
Alfa apretó los labios, recordando su pelea con el maestro del hacha. Poli supuso que su enfado se le pasaría en un rato y siguió pasando las páginas por diversión. En verdad, la información y las imágenes estaban puestas de tal forma que de verdad le era entretenido. Aprendió sobre muchas personas de quienes no tenía interés alguno, hasta que al fin cambió la última página y se encontró con alguien que debió esperar. En medio de la foto se encontraba un hombre alegre, de bigote fino, expresión apasionada, traje oscuro y capa roja brillante, con ornamentos dorados y detalles caros que denotaban un alto estatus. Más que nada, lo que captaba la atención del lector era su penetrante mirada de halcón, como si en cualquier momento fuera a saltar de la página. Sobre su cabeza se leía "El Sil, comandante general y supremo gobernante del glorioso imperio de Drimodel".
Poli lo miró largo y tendido, meditabundo. No sabía bien qué debía pensar sobre ese señor, ni si quería evitarlo toda su vida o hablar con él aunque fuera una vez. Alfa adivinó estos pensamientos y posó una mano sobre su hombro para consolarlo. No sabía qué más podía hacer. Hiciera lo que hiciera, no podía ser un padre. Pensó que si tan solo Gastón estuviera aún con ellos...
Pero sí podía ser la mejor madre posible, así que agarró a Poli fuerte y lo llenó de besos hasta que este rio a carcajadas.
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Cierto día, mientras iban por la carretera, a lo lejos vieron una ciudad grandota, con edificios relucientes y estatuas de musculosos guerreros con sus armas, en poses que indicaban valor, honor, templanza y cosas por el estilo.
—¡Mira esas estatuas!— exclamó Poli.
—Bienvenido a Levesta, corazón. Se dice que esta es la ciudad de héroes. De aquí nacieron muchos guerreros de la antigüedad.
—¡Oooh!— exclamó el muchacho, emocionado— ¿Tendrán un museo?
—Claro, en los anuncios se ven entretenidos. Además, dicen que por aquí hay restaurantes con la comida más picante de toda Pría.
Poli apretó los labios, reconsiderando si quería ir.
—Yo no quiero picante— reclamó al final.
—Tranquilo, tranquilo. Solo le pediremos al mesero que te sirva algo suave— contestó apresurada.
Poli suspiró, no muy confiado.
—Está bien, supongo.
—Bien ¡Entonces andando!
—¡Andando!
Llegaron a un hotel, pidieron una habitación, descansaron un poco y se ducharon. Luego salieron a ver qué tenía la ciudad para ofrecerles. Sus caras no habían sido hechas públicas, por alguna razón, pero aun así se disfrazaron con pelucas y lentes. Primero fueron al restaurante que Alfa quería probar. La androide pidió el plato más picante que tuvieran; una carne con varias salsas y polvos exóticos. Apenas probarla, sintió que se le desgarraba la garganta y se le moría la lengua, pero no pudo dejar de comer hasta acabar. Al mismo tiempo, Poli pidió específicamente el plato más suave que pudieran preparar, pero aun así sintió que le irritaba un poco la boca.
—Está un poco picante— alegó, mientras comía.
Alfa se paralizó, sorprendida.
—¿En serio?
Probó un poco de su arroz, pero su boca estaba tan estimulada que apenas sintió los granos en su lengua.
—¿Estás seguro?
—No es que no me lo pueda comer, solo que es un poco picante— alegó— no importa.
Alfa respiró aliviada y continuó torturándose con la comida que había pedido.
Luego de comer y reposar un rato, se dirigieron a un museo que mostraba la vida y el legado de los grandes héroes que habían nacido y vivido en Levesta. Un guía los juntó con un grupo de personas y los condujo a todos por el museo, explicándoles cada detalle de la historia de los héroes y cómo se destacaban los unos de los otros. Fue todo muy entretenido.
Iban por su camino de regreso al hotel, cuando atravesaron un paseo concurrido. Ahí escucharon un repentino grito, seguido de la sorpresa de la gente. Al darse la vuelta, notaron a un hombre enorme y forzudo, sujetando a un joven no mucho mayor que Poli por un brazo. Lo mantenía sin problemas suspendido en el aire, mientras el muchacho pataleaba y gritaba de rabia.
El hombre llamaba la atención antes que nada por su altura, debía medir más de dos metros, pero también por su largo pelo blanco sujeto en una coleta. Su cara era estoica y grácil, como si fuera una de las estatuas de los héroes de antaño, y quizás lo más impresionante era que de su espalda colgaba una espada larguísima, tan alta como una persona normal. No había cómo confundirlo; ese era el maestro Francisco del mandoble, el mismo que habían visto en la guía.
El chiquillo era flaco y vestido de harapos sucios. Tenía el pelo largo, grasoso y lleno de tierra, y la cara roja de tanto gritar.
—¿Qué está pasando?— inquirió Alfa, exaltada.
Pero nadie pareció escuchar su pregunta. En vez de eso, la gente alrededor se acercó al hombre alto y al muchacho para llamarlo a coro.
—¡Ladrón! ¡Ladrón!— exclaman las personas, cada vez más fuerte y más de ellos. Se lo decían al jovencito.
Francisco del mandoble movió sus labios, pero habló tan bajo y la gente a su alrededor gritaba tan alto que nadie pudo oírlo, ni siquiera él mismo. El muchacho intentaba zafarse de su enorme mano, pero le era imposible.
Alfa se dirigió a Poli para agarrarlo y salir de ahí corriendo, pues estaban en presencia de uno de los maestros de armas, pero él se alejó antes de que ella pudiera tocarlo.
Las personas clamaban para que se amarrara al ladrón a un poste, otros le arrojaban cosas y lo insultaban. Francisco no tuvo más que soltarlo. De inmediato las personas alrededor sujetaron al chiquillo y lo hicieron acostarse bocabajo en el suelo mientras varios adultos sobre él se aseguraban que no saliera corriendo. El niño gritaba de miedo y confusión, hasta que apareció Poli.
El príncipe demonio se abrió paso entre la gente, ignorando las órdenes de Alfa de que volviera con ella.
—¡Suéltenlo ahora!— exclamó enfadado, haciéndose oír por sobre los gritos— ¡Dejen que este niño se vaya! ¡Párense y déjenlo ir, todos!
Aunque la petición de un niño normal no habría tenido efecto, tras escuchar a Poli los adultos se alejaron del jovencito que acusaban de ladrón, hasta hicieron de barrera para que el resto de las personas, que no habían alcanzado a escuchar o entender a Poli, no interfirieran.
El joven entonces miró a Poli, luego a los adultos que lo habían estado reteniendo, desconcertado, luego a Poli de nuevo y finalmente a Francisco del mandoble. Poli también lo miró, esperando su reacción, pero el maestro de armas parecía tan desconcertado como ellos.
—¡¿Qué están haciendo?! ¡Soltaron al ladrón!— exclamó una señora al otro lado de la barrera.
Antes de que cualquiera pudiera reaccionar, Alfa agarró a ambos jovencitos y se marchó, rápida como el rayo.
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Corrieron a toda velocidad por las veredas hasta que consiguieron esconderse debajo de un puente, donde Alfa los arrojó a ambos al suelo para recobrar el aliento. Aun siendo una androide, su resistencia tenía un límite.
—¡Poli!— exclamó, enfadada— ¡¿Cómo se te ocurre arriesgarte así?! ¡¿No entiendes el peligro en que te metiste?!
Poli, también agitado, miró a Alfa con determinación.
—Lo siento, pero no podía quedarme sin hacer nada.
Alfa le agarró la cara como si quisiera estrujarla. No estaba enojada, pero no quería felicitarlo por arriesgarse tanto. Sin embargo, estaba enormemente orgullosa de tener un niño tan valiente y altruista.
—La próxima vez, dime lo que vas a hacer. Que no se te olvide que nunca debes desobedecer mis órdenes, Poli ¿Entiendes? ¡Nunca! ¡O podríamos terminar separados, y no nos volveríamos a ver!
Poli se mostró sorprendido y algo amedrentado. Alfa pensó que con eso bastaba para hacerlo pensar dos veces la próxima vez, pero no podía dejarlo sin un castigo formal.
—Como disculpa, no habrá dulces por toda una semana.
—¡¿Una semana?!— exclamó, desconcertado.
Poli se llevó las manos a la cabeza. Con ese asunto listo, Alfa fijó su atención en el otro joven, que se mantenía agachado a unos metros. Los vigilaba con una mirada analítica y sus piernas listas para saltar y huir en cuanto lo necesitara. Ahora que lo veían bien, notaron que tenía la piel tostada por estar mucho rato bajo el sol, que sus zapatos estaban increíblemente gastados y que llevaba un cuchillo enfundado en su cinturón.
—¿Cómo te llamas?— le preguntó Alfa.
—¿Por qué debería decirles mi nombre?— alegó el muchacho.
—¿Cómo te llamas?— preguntó Poli.
—Ivo...
Ivo se cubrió la boca, sorprendido.
—¡Rayos, me engañaron!— exclamó, sin entender lo que habían hecho.
—Vamos, Ivo. Te salvamos de esas personas que te llamaban ladrón. Al menos podrías contestar nuestras preguntas— le espetó Alfa— ¿Por qué te llamaban ladrón?
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