12.- Maestro Asesino (3/5)
Ambos bajaron del cerro y se subieron a un auto, el cual los llevó directamente a uno de los edificios más grandes de esa humilde ciudad; el cuartel del imperio de Drimodel. El auto ingresó tras una rápida revisión de seguridad, el maestro y la asesina se bajaron y se dirigieron a la oficina que le tenían preparada. En su camino, todos los soldados que pasaban por ahí se detenían para saludarlos.
—¿Ese sombrero es nuevo?— inquirió Finir, mientras subían por las escaleras.
El maestro se lo quitó, revelando su pelo corto y blanco como la nieve.
—Sí, el anterior se lo comió una de las bestias— comentó como si nada.
Finir sonrió.
—Le queda lin...
Pero en eso, el celular del maestro comenzó a sonar. Con un movimiento rápido se lo sacó del bolsillo, se fijó en quién lo llamaba y apretó el botón para contestar. El celular proyectó un holograma frente a sus caras, el cual mostró a un hombre grueso y robusto, de largo pelo blanco y cara expresiva.
—¡Pío!— exclamó Pedro.
El aludido se detuvo en el descanso de la escalera y se dirigió a una esquina donde la gente no transitara para hablar tranquilamente. Finir lo siguió de cerca.
—¿Qué quieres?— alegó Pío.
Pedro ignoró la manera tosca de hablar de su compañero.
—Me alegra que estés bien ¿Conseguiste recuperarte totalmente?
—Estoy aquí— le espetó— ¿Llamaste solo por eso?
—No, no, para nada. Solo quería asegurarme de que estás al tanto de nuestra misión, como no pudiste asistir a la reunión hace unas semanas.
—Ah, eso. Escuché que teníamos una nueva misión, pero no me han dado los detalles. Lo único que me dijeron fue que el Sil no quería que se hiciera algo público.
—Así es, es una misión ultra híper mega secreta.
—¿Y? ¿Tú me vas a explicar de qué se trata?
—Sí, pero primero necesito que te asegures que nadie puede oírte.
Pío miró a Finir.
—Oh, claro.
La asesina se apresuró a darse la vuelta, saltó desde donde estaban y se perdió en el patio. Pío subió el resto de las escaleras hasta su oficina, donde cerró todas las puertas y persianas antes de reactivar su celular. Pedro lo esperaba quieto.
—Dime.
Pedro asintió.
—En mi invasión a Navarra me encontré con una pareja peculiar; una mujer con increíbles habilidades de combate y un muchacho de diez años quien respondía al nombre de Poli. Este niño es el hijo del Sil y de Andrea Poliast: Eduardo Utriar, a quien se creía muerto hacía muchos años.
Pío levantó un poco las cejas, sorprendido.
—La mujer que lo acompañaba era una androide, del Proyecto Nanas ¿Te acuerdas de eso?
—Fue hace mucho tiempo, pero algo me acuerdo.
—Las nanas son máquinas hechas para asemejar personas, tan peligrosas como cualquiera de nosotros y con el único objetivo de cuidar del hijo del Sil. Pero esa androide está empecinada en alejar al chico del imperio. Nuestra misión es destruirla y llevar al niño con Miki ¿Entendido?
—Entendido.
—Va por el nombre de Alfa y lleva un moño en el cuello para esconder su código: 583alfa — indicó Pedro, antes que un minúsculo golpeteo desde el cielo de madera pasara casi desapercibido— Ten cuidado con ella, está bien armada. Te mando las fotos de los dos para que los conozcas.
Con eso, dos retratos aparecieron frente a la imagen de Pedro. Pío pudo contemplar al mismo niño y la misma mujer que había visto unas horas antes en el cerro. Abrió los ojos como platos un segundo, mas luego se contuvo y se calmó.
—Pareces sorprendido— observó Pedro.
—Esta androide no se parece a un robot— alegó Pío.
—Está hecha para pasar desapercibida entre la gente.
—Y este niño...
—Se parece a Andrea ¿No?— Pedro sonrió— pensé lo mismo al principio, aunque no quería creerlo. Pero lo es. Él es el heredero del imperio, el "príncipe demonio", se podría decir.
Pío entrecerró los ojos.
—¿El chico es uno de esos demonios?
Pedro asintió.
—Y tiene todos sus poderes. Ve con cuidado y mantente atento.
Sin más, cortó la transmisión. Pío se guardó el teléfono en el bolsillo y se llevó una mano a la sien, indignado. No podía creer que los había tenido al frente sin saber que eran su objetivo. Si Pedro le hubiera comunicado todo eso un día antes, ya estaría marchando a la capital con el muchacho sobre un hombro.
Pero en ese momento no podía pensar en ellos. Tenía otra misión en sus manos, esa misma noche. Se sentó en el escritorio para repasar el plan. Sin embargo, un molesto bicho se mantenía quieto en el cielo, haciéndose la invisible.
De un movimiento, Pío desenvainó un cuchillo y lo arrojó a los tablones arriba. Hizo un sonido seco ¡ZAS!, junto con un chillido de sorpresa. Luego algo cayó. El polvo se esparció por todos lados inundando la habitación, pero Pío se quedó parado, quieto, mirando el bulto que ahora se encontraba en el suelo.
—Finir— la llamó.
La asesina se levantó, cubierta de polvo. Se sacudió la mugre de la ropa y se sobó el poto, sobre el cual había caído. Luego lo miró hacia arriba.
—¡Maestro!
—Diste a conocer tu posición, Finir— le recriminó Pío— no lo vuelvas a hacer.
La asesina se puso roja como un tomate. Agachó la cabeza, avergonzada.
—Lo-lo-lo siento, estuvo mal escuchar a escondidas— intentó disculparse— le juro que no lo volveré a hacer.
—Finir— la cortó Pío. Ella levantó la mirada, asustada, pero él no parecía enfadado en lo absoluto— te delataste. Ese fue tu único error.
A Finir le tomó varios segundos darse cuenta de que su maestro le estaba diciendo que no le molestaba que hubiera escuchado.
—Oh... pero su misión secreta...
—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora concéntrate en esta noche.
Finir se paró erguida.
—¡Sí, maestro!
—Y por favor, no vuelvas a delatarte.
—¡No lo haré, maestro!— contestó roja.
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Alfa estaba viva, a cargo de un niño y resultaba que no era una persona, sino una máquina. Finir aún no podía creer nada de esto, mucho menos que la valiente heroína que recordaba hubiese raptado a un niño de los brazos de su madre. No tenía sentido.
En eso meditaba mientras esperaba el inicio de la misión. Se hallaba de cuclillas en la cima de un edificio de tres pisos en un barrio comercial, cubierta por la oscuridad de la noche. Llevaba su equipo para misiones de infiltración y asesinato. Una máscara de zorro le cubría la cara, como a todos los asesinos bajo el mando del maestro Pío. Por la calle aún transitaban algunas personas, pero nadie podía verla. El viento soplaba, las estrellas titilaban y la gente hablaba, pensando que esa sería una velada como cualquier otra.
De pronto el transmisor en su oído se activó.
—Prepárate. El próximo camión a tu izquierda— le indicó Pío.
Finir se giró y encontró el vehículo de inmediato. El camión pasó frente a la tienda, ella esperó al momento exacto, saltó y aterrizó silenciosa sobre la carga. La inercia intentó botarla a un costado, pero la asesina estiró sus extremidades por el techo del remolque para mantenerse sujeta. No era la primera vez que lo hacía.
Seguidamente se encaramó a la parte de atrás del cargamento, abrió la puerta con unas ganzúas, entró y cerró detrás de sí. En el interior había provisiones y armas, ya lo sabía porque su equipo lo había investigado. Ese camión se dirigía hacia el centro de la resistencia, sin saber que llevaban con ellos su fin.
En poco tiempo se detuvieron y el motor se apagó. La compuerta del cargamento se abrió y Finir saltó sobre los dos transportistas para silenciarlos antes que pudieran alarmar al resto. Enterró un cuchillo bajo la mandíbula del primero y le arrojó otro cuchillo al segundo sujeto en el ojo. Ambos murieron cayeron al instante. Finir recuperó sus armas, escondió los cadáveres rápido y se ocultó de la vista para estudiar sus alrededores. Se encontraba en una bodega, con pasillos de comida por todos lados. No había nadie más. Ya había llegado al fuerte de la resistencia.
Se escabulló hacia la salida de la bodega y llegó a la cocina. Ahí se detuvo un momento para orientarse y dirigirse a la sala de control en el segundo piso, pero cuando se disponía a salir, todo a su alrededor se iluminó.
Alerta, se lanzó bajo una mesa para cubrirse, sacó una pistola de verdad y se preparó para ser atacada, solo que nadie le disparó. En vez de eso, se le acercó un cuerpo pequeñito, una niña de largo pelo negro y agraciada cara infantil. Se veía soñolienta, pero lo suficientemente alerta para notarla. Finir se paralizó mientras la niña la miraba, confundida.
—Linda máscara— comentó la chica— ¿Es un gato?
La mujer salió de su escondite y se lo quedó mirando, perpleja.
—Es... un zorro— le corrigió.
—Ah... muy bien. Soy Poli— la saludó— ¿También tienes sed?
Finir no supo qué pensar de esa niña, hasta que comprendió que aún no sospechaba nada. Pensaba que ella era otra mujer de la resistencia.
—Ah... claro— comentó, y rápidamente se recompuso— Sí, sí, solo un vaso de agua, pero yo ya me iba, mi vida. Tú deberías ir a dormir.
Dio media vuelta y se encaminó hacia la salida.
—Espera— le pidió.
Finir se paró en seco. De pronto la misión ya no parecía tan importante.
—También tengo hambre ¿Puedo sacar dulces?
—Ah... claro, linda. Saca los que quieras— contestó rápido.
—¡Genial!
La niña se la quedó mirando con sus ojos grandes y radiantes como gemas. La asesina no supo qué hacer.
—Emh... yo ya tengo que irme...— intentó excusarse.
—Espera— le pidió Poli.
Finir volvió a pararse en seco y se giró a él con una sonrisa nerviosa. No podía demorarse en su misión, pero esa niña era demasiado bonita para ignorarla.
—¿Qué sucede, corazón?
—¿Dónde están los dulces?— quiso saber él.
Se heló, no tenía cómo saber dónde había dulces. Nerviosa, echó una mirada rápida por la cocina, con lo cual encontró un canasto con fruta. Eso le dio una idea.
—¡Ajá!— exclamó— No, no, no. Deberías comer algo más saludable, como esto.
Eso contaba como un dulce, al fin y al cabo. Poli bajó la mirada, decepcionado. Había estado esperando que no le dijera eso.
—Es que prefiero los dulces— se excusó.
—Eso no puede ser, una niña como tú no puede estar sacando dulces a mitad de la noche. Ven, mira.
La mujer pescó una pera del canasto, la lavó, la cortó en trozos, los untó en miel y se lo pasó todo a Poli en un plato. También sirvió leche en una taza y la entibió.
—Esto te llenará diez veces más que un dulce. Ahora cómetelo rápido y anda a dormir, que tus padres se preocuparán.
Poli se sentó.
—Está bien. Gracias de todas formas— dijo antes de empezar a comer.
—De nada, mi vida.
Era una niña adorable, pero Finir tenía una misión importante y ya se había distraído mucho, así que dio media vuelta y se marchó antes que le entraran ganas de quedarse con ella.
Concentrada nuevamente en su misión, se lanzó a los pasillos oscuros de la fortaleza. Cruzó salas y subió escaleras, por un camino que había memorizado. Atravesó el aire rápida como el viento; se dirigió a una sala llena de computadores y monitores. El guardia, frente a las pantallas, sorbía una taza de café mientras intentaba resolver un puzle en un diario. No fue ningún problema para Finir acercarse sigilosamente y degollarlo. Inmediatamente se sentó en su puesto y desactivó todas las cámaras y alarmas del edificio. El corazón de la resistencia estaba condenado.
—¡Lo logré!
Finalmente contactó a su superior.
—¿Maestro Pío?— lo llamó.
—¿Cómo vas?
—Todo listo, maestro.
—Bien hecho. Ahora prepárate para la segunda fase.
—Sí, maestro.
—Ah, y una cosa más
—¿Sí?
—Te tomaste cuatro minutos más de lo esperado. Después hablaremos de tu desempeño.
Cortó. Finir se quedó mirando los monitores apagados, anonadada. Luego se dejó caer sobre el tablero.
—Ay, demonios.
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El maestro Pío cortó, luego se giró hacia sus subordinados: treinta y cuatro hombres y mujeres elegidos por él mismo, entrenados por años en combate y sigilo. Ningún asesino se les comparaba. Formados para atacar sin ser detectados hasta que el enemigo estuviera derrotado, su rasgo distintivo eran las máscaras de animales que llevaban, cada uno con una bestia particular.
En completo silencio, el maestro dio una señal con su mano. Sus muchachos se marcharon a toda velocidad hacia el edificio escondido entre la chatarra, sin vacilar. El grupo total se dividió en varias unidades más pequeñas, para desarrollar distintas tareas; unos atacaron a los guardias que patrullaban cerca antes de que pudieran gritar por ayuda, otros escalaron las paredes para asegurar el terreno arriba, otros aseguraron los sistemas de defensa.
Detrás de ellos, el maestro Pío entró con toda calma, observando los frutos del trabajo de sus hombres: por la entrada no había movimiento, solo los cuerpos inertes de los guardias de la resistencia. En ese momento sus hombres se esparcían por la base general enemiga, matando a todas las personas con un cargo importante y tomando prisioneros a los demás.
—Esto podría tomar menos de lo que pensé— observó.
Se llevó una mano a la empuñadura de su kukri enfundado, preguntándose si llegaría a necesitarlos esa noche.
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