Ritmo de poder.

Desperté en el mismo lugar donde había experimentado mi primer amanecer en este mundo subterráneo. La habitación, aunque oculta bajo la tierra, estaba iluminada por una luz suave que imitaba la mañana, creando la ilusión perfecta de un nuevo día. Rodeada por la familiaridad y la curiosidad que me envolvían, me dirigí hacia la cocina.

Era sorprendente encontrar, en lo profundo de la tierra, una cocina tan espaciosa y moderna brillantemente iluminada, desafiaba cualquier preconcepción de lo que podría ser un refugio subterráneo. Las luces empotradas bañaban la estancia en un resplandor cálido, y los paneles en las paredes ofrecían vistas cambiantes de paisajes tranquilos que parecían desafiar los límites de la realidad. En el corazón de la cocina, una isla de mármol pulido servía de centro neurálgico, flanqueada por electrodomésticos de acero inoxidable y estanterías llenas de utensilios y especias.

Daniela se movía por el espacio con una gracia natural, inmersa en el aroma del café recién hecho y el pan tostado. A pesar de su aspecto casual, vestida con pijama rosa y el cabello ligeramente despeinado, desprendía una belleza serena y casera.


–¿Cómo dormiste, pequeña? –su voz, teñida de calidez materna, resonó al notar mi presencia. El sonido de su pregunta hizo que mi corazón se elevara en un susurro de alegría.

–Muy bien, gracias –respondí, sintiéndome aliviada y confortada por la serenidad que Daniela irradiaba.

–Me alegro –respondió ella con una sonrisa, sus ojos brillaban con un destello de vida mientras se ocupaba de la cocina. Los aromas del café y el desayuno que preparaba impregnaban el aire, evocando una sensación acogedora de hogar.

–Por ahora, descansa. A las nueve comenzaremos el entrenamiento, hoy observarás y aprenderás –explicó con una sonrisa que contagiaba entusiasmo. Te mostraremos nuestros poderes y cómo nos entrenamos –explicó Daniela, con su voz cálida y su sonrisa ampliándose con cada palabra.

Me quedé observando a Daniela, quien transformaba ingredientes simples en un festín matutino, mientras la luz artificial del amanecer llenaba la cocina de una calidez acogedora. Pronto, Andrea entró, su presencia inyectando una frescura renovada al ambiente.

–¡Buenos días! –exclamó con alegría, sentándose a mi lado.

–Andrea, ¿me ayudas con el desayuno? –pidió Daniela, una sonrisa de complicidad compartida iluminando su rostro.

–¿Las demás aún no se han levantado? –preguntó Andrea, levantándose ágilmente para asistir en la cocina.

–Parece que no; son las 8:30. Deberíamos despertarlas pronto. ¿Karen, puedes ayudarme a despertarlas en un rato?.–preguntó Daniela, con un tono sereno dominando la atmósfera de la cocina.

La perspectiva de tener que despertar a las chicas disparó mi ansiedad. Andrea, captando mi nerviosismo, se giró hacia mí con una expresión de empatía.

–Creo que será mejor que yo me encargue –sugirió, percibiendo mi inseguridad. Daniela, pausando brevemente su tarea, asintió en acuerdo.

Me sonrojé, sintiéndome aún más expuesta. –¿Cómo es posible eso? –murmuré, mi voz tintada de sorpresa y vergüenza.

Andrea me sonrió, su expresión era tranquilizadora y cálida. Mientras tanto, Daniela continuaba con el desayuno, permitiendo que Andrea manejara la situación.

–No, Karen, no puedo leer tus pensamientos –me aseguró suavemente–. Pero sí puedo percibir tus emociones. Y hasta cierto punto, ayudarte a gestionarlas para que te sientas mejor.

–El desayuno está listo –anunció Daniela, finalizando su tarea con una sonrisa satisfecha–. Andrea, por favor, ve a despertar a las demás.

Al terminar el desayuno, nos encaminamos hacia el fondo del pasillo, donde se erguía una puerta que se distinguía claramente de las demás. Esta entrada tenía una placa con una estrella empotrada en su superficie, brillando sutilmente bajo la luz artificial. Debajo de la estrella, una pequeña ventanilla ofrecía un vistazo enigmático a lo que había detrás.

Daniela, liderando el grupo, se acercó y giró la manija con una familiaridad que denotaba su frecuente uso de esta sala.

Al cruzar el umbral, nos encontramos en un espacio vasto y sorprendentemente iluminado. El cuarto de entrenamiento era una maravilla de la ingeniería subterránea: techos altos revestidos con paneles que simulaban un cielo azul, dando la impresión de estar al aire libre. Las paredes, equipadas con pantallas táctiles y diversos dispositivos tecnológicos, reflejaban una mezcla de lo antiguo y lo moderno.

El suelo, acolchado y resistente, estaba diseñado para soportar intensas actividades físicas. Por todo el lugar, había distribuidos variados equipos de entrenamiento, desde maniquíes hasta áreas específicas para practicar el manejo de los poderes. Cada estación de entrenamiento estaba ordenada meticulosamente, mostrando la seriedad y el compromiso del clan con su preparación. En el centro del cuarto, un espacio despejado parecía ser el área principal para demostraciones y prácticas. Era un lugar donde podíamos ejercitarnos y exhibir nuestras habilidades sin restricciones, en un ambiente de concentración y fuerza, pero también de seguridad y apoyo mutuo.

Daniela, con una mirada firme y determinada, anunció el inicio del entrenamiento. –Empezaremos con el calentamiento: 20 minutos de cardio para todas, incluyéndote a ti, Karen–. Su voz, aunque conservaba su dulzura, se había tornado más firme y autoritaria. Las chicas se distribuyeron en las cinco caminadoras disponibles, dejándome sin opción. Me quedé inmóvil, nerviosa y sin saber qué hacer.

–Karen, tomarás la cuerda para saltar –instruyó Daniela, pasándome la cuerda con decisión antes de iniciar su propio calentamiento en la caminadora. Notando mi vacilación, Marlen detuvo su ejercicio y propuso: –Puedo cambiar con Karen y tomar la cuerda yo.

–No, Marlen, sigue con lo tuyo –cortó Daniela con autoridad. Marlen, con un suspiro de frustración, reanudó su rutina mientras yo, con la cuerda en mano, dudaba en comenzar.

–Necesitas mejorar tu resistencia –dijo Daniela, cada palabra marcada por el ritmo de su esfuerzo. Sus ojos se clavaron en mí, y bajo su escrutinio, me sonrojé, sintiendo la presión de las miradas de las demás. A punto de cesar, la voz de Daniela, ronca pero implacable, me detuvo: –No te atrevas a parar. Con lágrimas picando mis ojos, continué, cada salto un eco de mi creciente desesperación. Tras minutos que se sintieron interminables, finalmente sonó el timbre anunciando que el calentamiento había concluido.

–Terminamos –anunció Daniela. Todas disminuyeron el ritmo. –Ahora pasaremos al entrenamiento cuerpo a cuerpo. Nos dividiremos en parejas.

Nos dirigimos a un área delimitada especialmente para la práctica de combate cuerpo a cuerpo. Este espacio, protegido del resto del gimnasio por paneles acolchados, estaba meticulosamente diseñado para asegurar tanto la seguridad como la efectividad del entrenamiento. El suelo estaba cubierto con gruesas colchonetas, y las paredes espejadas nos permitían monitorear y ajustar cada movimiento.


Al fondo, maniquíes equipados con la última tecnología simulaban adversarios reales, sus sensores registrando cada impacto para ofrecer retroalimentación inmediata. En el lado opuesto, un arsenal de equipo de protección estaba ordenado meticulosamente, garantizando la seguridad durante los ejercicios más rigurosos.

Daniela comenzó a formar las parejas. –Dalia y Tayde, juntas–, anunció, recibiendo asentimientos resueltos. –Marlen, tú con...–

–Me emparejaré con Karen –interrumpió Marlen, provocando una risa involuntaria en Dalia. Marlen la miró con una mezcla de irritación y vergüenza.

Daniela, manteniendo su compostura, reorganizó las parejas. –Marlen, estarás con Andrea. Es hora de que moderes tus emociones y aprendas de tus errores pasados. Andrea te orientará en esto–. Su tono era estricto, pero su mirada reflejaba una infinita paciencia.

Para mí, Daniela tenía un desafío distinto. –Karen, trabajarás con el saco de boxeo–. Me lanzó unos guantes con una expresión severa. Aunque me sentí al margen, acepté los guantes, intuyendo un propósito en su elección que aún no alcanzaba a entender.

–¿Por cuánto tiempo?– pregunté con reticencia.

–Hasta que no puedas más –respondió Daniela con una resolución que cerraba cualquier debate y se retiró de inmediato. Observando a las demás, vi rostros marcados por la concentración y la resolución; solo Marlen me lanzaba miradas de compasión oculta.

Mientras mis puños golpeaban rítmicamente el saco, mis ojos ocasionalmente se desviaban hacia las demás, absorbida por la intensidad de su entrenamiento. En un área cercada por vidrio templado, Marlen desplegaba su arte: pequeños remolinos de viento nacían de sus manos, danzando en un baile controlado alrededor de ella. Elementos naturales de todo tipo se alineaban a su disposición, listos para ser manipulados y transformados por su voluntad.

Andrea, por su parte, se sumergía profundamente en su tarea, su concentración era palpable en cada gesto. Se dedicaba a navegar por la mente de Marlen, guiándola en un ejercicio de control mental. De vez en cuando, la frustración de Marlen rompía la concentración: "¡No lo consigo, Andrea!", exclamaba. La respuesta de Andrea era un calmado pero firme "Concéntrate". A pesar de la barrera del vidrio, sus intercambios llegaban a mis oídos, un recordatorio del desafío constante que enfrentaban.

Por otro lado, Dalia y Tayde parecían inmersas en una danza de movimientos calculados y precisos. Dalia, con su agilidad felina, esquivaba y contraatacaba con destreza, mientras Tayde, aunque visiblemente fatigada, mantenía un ritmo constante y efectivo. A pesar de su cansancio, Tayde demostraba una habilidad innata para anticipar los movimientos de Dalia, ajustando su táctica en el último segundo para desviar un golpe o lanzar un contraataque.

Mientras tanto, Daniela se sumergía en una serie de ejercicios de agilidad y reflejos, moviéndose con una gracia que reflejaba su experiencia y liderazgo. Su rutina incluía una combinación de técnicas de defensa personal y movimientos coordinados que simulaban situaciones de combate contra adversarios imaginarios, demostrando su habilidad para anticipar y reaccionar bajo presión.

El sonido de los golpes contra el saco de boxeo se mezclaba con el murmullo de las chicas y los sonidos amortiguados de las peleas. La concentración y la intensidad llenaban el aire, cada una de nosotras enfocada en su propia batalla, ya fuera contra un oponente o contra sus propios límites.

De repente, la voz de Daniela me sacó de mis observaciones. "Karen, ¡concéntrate en lo tuyo!", exclamó con firmeza desde el otro lado del cuarto. Me sonrojé, dándome cuenta de que había sido captada espiando a las demás en lugar de centrarme en mi entrenamiento. Con un suspiro, volví a centrarme en el saco de boxeo, redoblando mis esfuerzos por seguir el ritmo.

Continuando con los golpes, sentí cómo mis músculos comenzaban a arder y mi respiración se hacía más pesada. El esfuerzo físico era agotador, pero había algo casi terapéutico en la repetición del movimiento, una liberación de energía contenida que poco a poco aliviaba la tensión acumulada.

Tras lo que parecieron horas, pero que en realidad fueron solo unos minutos intensos, Daniela anunció el final del entrenamiento. "Bien hecho a todas", dijo con una voz que reflejaba tanto el cansancio como la satisfacción. "Ahora, tomaremos un descanso y luego continuaremos con la siguiente fase del entrenamiento".

Me dejé caer sobre el suelo, apoyada contra el saco de boxeo, sintiendo cada latido de mi corazón y cada respiración como un testimonio del esfuerzo realizado. A pesar del agotamiento, había algo reconfortante en la fatiga, una sensación de haber dado todo de mí, de haberme superado un poco más.

Al terminar cada sesión de entrenamiento, nos reuníamos en círculo para compartir nuestras fortalezas y áreas de oportunidad.

Luego, disfrutábamos de actividades grupales como ver una película, jugar algún juego o simplemente charlar. Después de la comida, cada una era libre de dedicarse a lo que quisiera.

Después de unos pocos días en el refugio, la vida comenzó a asentarse en una agradable rutina. No podía negar lo mucho que disfrutaba la compañía de ellas. Cada día que pasaba, mi conexión con Andrea se fortalecía; su comprensión parecía casi telepática, brindándome un sentido de pertenencia que diluía las presiones externas de mi vida diaria.

A medida que los días avanzaban, los entrenamientos se intensificaban. Mientras mis compañeras exploraban una gama diversa de ejercicios diseñados para perfeccionar sus habilidades, yo me dedicaba a dominar la cuerda para saltar y el saco de boxeo, buscando mejorar mi resistencia y coordinación. Aunque comenzaba a comprender la esencia de los poderes de cada una, Tayde seguía siendo un enigma; sus luchas con la telequinesis se mostraban en momentos de incertidumbre que capturaban mi atención.

Cada sesión de entrenamiento era un desafío en sí mismo, llevando a cada una al límite de sus habilidades físicas y mentales. En ocasiones, me detenía para observarlas, absorta en la destreza con que enfrentaban cada obstáculo. La habilidad de cada una para superar sus limitaciones no solo me impresionaba, sino que también inspiraba un profundo respeto y admiración. Era testigo de su evolución, y cada gesto de fortaleza y habilidad sumaba un matiz de misterio y poder que definía el espíritu del clan.

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