El Acervo del Tiempo
Título: LAS HERMANAS QUE LLORAN
Autora: Clumsykitty
Fandom: MCU (Thor)
Parejas: Thorki, entre otros.
Derechos: Siempre Marvel, siempre.
Advertencias: una historia algo bizarra como triste pero llena de ciertos elementos mitológicos no ciertamente escandinavos. Como siempre, dándome gusto con estas ideas.
Gracias por leerme.
I. El Acervo del Tiempo.
"El destino mezcla las cartas, y nosotros las jugamos." Arthur Schopenhauer
Asoka contemplaba en silencio con ojos bien abiertos aquel mar por donde navegaba su larga y curveada barca de puntas con cabeza de dragón, que se mecía cual cuna por entre los ríos de energía que ondeaban a lo largo y ancho del universo. Solamente su raza podía hacer esa clase de viajes, por entre los infinitos como entretejidos hilos que conformaban toda existencia en aquel espacio tiempo como un océano multicolor que desplegaba cielos de formas majestuosas, mismas que atraían la atención de aquel joven Djinya, recargado sobre la orilla de su barca con las velas blancas extendidas por completo, dejando ver el blasón de su familia: un ciervo rampante rodeado de una corona hecha con hojas de olivo y listones entretejidos. Era lo suficientemente grande para que otra barca pudiese verlo a lo lejos, aunque su madre ya le había advertido que hacía mucho tiempo que se hubiera topado con otro Djinya en esos viajes.
El paisaje era hermoso, como si un artista dejara caer gotas de pintura líquida sobre una superficie de agua, permitiendo que tomara su propio rumbo, haciendo remolinos de colores con otras manchas, creando figuras conocidas en los mundos como flores de pétales abiertos, picos de estrellas o incluso sólidos geométricos que cambiaban ante una nueva pulsación del universo. Y el aroma, quizá se debía a que eran seres particulares capaces de percibir esas maravillas ocultas a la gran mayoría de los ojos, incluidos los dioses; pero lo cierto era que había un perfume embriagante, como si millones de rosas estuvieran concentradas en los capullos multicolor o jazmines se pasearan juguetones por entre las olas de energía brillante. No tenía palabras para describirlo. Igual que la suave melodía que les acompañaba, apenas si lo suficientemente sutil para sus orejas de ciervo que agitó antes de levantarlas y así percibirla mejor. Un canto, una sinfonía. Tampoco encontraba el talento para dar detalle de su esplendor. Su madre simplemente le llamaba Vida.
-Hijo mío, sospecho que te has enamorado del universo.
Asoka sonrió, volviéndose apenas a su madre, una Djinya como él pero que había perdido sus ojos, motivo por el cual usaba un antifaz que cubría la mitad de su rostro como las quemaduras provocadas por aquella desgracia. Pero su sonrisa cálida era suficiente para él, tendiéndole una mano que sabía ella podía percibir gracias a su poderosa magia. No necesitaba ojos físicos para ver como realmente era necesario. Ellos podían invocar una fuerza superior a cualquiera que poseyera el mejor archimago de los Nueve Reinos, porque conocían el secreto dentro de cada partícula del universo: su nombre verdadero. La esencia de sello único que de ser llamada de forma correcta, era el poder más glorioso que ojos pudieran contemplar. Los Djinya sabían de eso. También por eso los habían cazado, para arrebatarles tal habilidad sin conseguirlo.
-Jamás me cansaré de esta belleza.
-Ni ella se cansará de ti, tenlo por seguro –rió con un balido su madre.
Cuando llegó a su lado, Asoka volvió a observarle a detalle. Lalita, como se llamaba, era alta, de cuerpo atlético con media armadura sobre su torso y caderas, hombreras peludas unidas a un grueso chaleco de piel con gruesos broches circulares de donde se sujetaban tiras de metal labrado, reforzando sus protecciones. Un par de cuernos gruesos en ambos lados de su rostro se retorcían en las puntas hacia el frente, romos. Su rostro triangular antropomorfo de cierva tenía una cicatriz del lado derecho que se perdía en el antifaz de protección, subiendo hasta el nacimiento de sus rojos cabellos enroscados en largos bucles que caían en su espalda, casi tocando esa pequeña pero esponjada cola que terminaba en pico y cuyas sacudidas las tenía bien memorizadas. Si la movía muy aprisa, estaba ansiosa, si era de manera errática, estaba enojada. Cuando la mecía lentamente, era porque algo le había gustado enormemente, estaba feliz. Asoka miró ahora sus manos, de largos, delgados dedos tatuados de símbolos sagrados con movimientos elegantes, como si acariciaran el aire al hacerlo. Contrario a sus patas de gruesas pezuñas que caminaban a paso firme, sin titubeos, envueltas en tiras de gruesa piel con bandas en sus muslos donde cargaba sus dagas filosas.
Lalita poseía un nombre tierno para una peligrosa hechicera.
Pero él tenía un amor profundo por ella, sus suaves balidos al reír o canturrear, esas sabias palabras siempre con voz tranquila, como si no conociera de las tragedias o las pérdidas. Así como en aquel momento, Asoka no ocultaba su satisfacción al hallarse entre sus brazos con sus manos acariciando sus cabellos pelirrojos como los de ella, aunque más cortos pues le llegaban apenas por debajo de los hombros, como sus cuernos que solamente eran dos curvas que tocaban ligeramente sus pómulos. Aún era un Djinya muy joven frente a su madre que había visto nacer los Nueve Reinos cuando ya era una hechicera consumada. Por eso siempre le decía mi lucero, provocándole cierto sonrojo en su piel grisácea. Tampoco es que fuese tan joven, pero a los ojos de su madre era todavía un cervatillo que debía cuidar celosamente. Por eso estaban viajando en su barca a través del océano del universo, para buscar un lugar seguro donde dioses avariciosos no fuesen a separarlos una vez más ni guerreros les cazaran para hacerse de sus pieles con poderes mágicos.
-Madre, ¿en qué piensas?
-Tal vez podemos hacer un ligero desvío, mi lucero, me gustaría saludar a un viejo amigo.
-¿Quién?
-Es un bibliotecario, te agradará. ¿Qué dices, Asoka? ¿Puedes tener paciencia con los caprichos de tu madre?
-Ciertamente, e incluso es un placer.
Lalita rió balando de nuevo. –Entonces está decidido, cambiaremos de rumbo.
Con esto, extendió una mano hacia las velas, que se agitaron, girándose apenas hacia otra dirección, haciendo que la barca cambiara de rumbo. Asoka sonrió, tomando la mano de su madre para entrar a la parte baja y protegida de la barca donde les esperaba una amplia hamaca de gruesos amarres donde ambos se acomodaron para tomar una ligera siesta, mecidos por el vaivén discreto de su navío celeste, el canto de las estrellas y el aroma relajante de los hilos de Vida. El joven Djinya soñó con enormes campos verdes entre los que creían flores con estrellas en sus corazones, que un viento travieso mecía para llevárselos al firmamento, convirtiéndolos en constelaciones guardianes que escondían entre sus resplandores los secretos mágicos del universo. Se soñó a sí mismo, corriendo por estos mismos campos con una estrella fugaz en una mano que reía junto con él, mientras subían una cuesta en la que caía una cascada multicolor, por donde escaló, siendo arrastrado por la fuerza de aquel puente brillante que le llevó hasta un cúmulo de gigantescas nubes blancas que rodeaban la figura de Lalita, quien le llamaba a sus brazos.
Para cuando volvió a abrir sus ojos, estaba solo en la hamaca que seguía meciéndose por un hechizo impuesto. Asoka parpadeó, mirando alrededor. Había delgadísimos rayos de luz colándose por entre las maderas de la barca y el aroma inequívoco de un mar, fueron suficientes para advertir a sus sentidos. Estaban ya en el mundo a donde su madre había deseado llegar. Estirándose un par de veces, bajó de la hamaca para subir las escalerillas con una mano sobre sus ojos al recibir la luz de dos luminosos soles, dándose tiempo para acostumbrarse, caminando hacia la proa donde estaba Lalita, observando hacia un punto distante que se hizo cada vez más cercano. Una playa de arenas amarillentas con viento cálido soplando por entre sus dunas. El mar que ahora navegaban tenía unas aguas turquesas casi transparentes, viendo nadar peces de todo tipo antes de comenzar a tocar la orilla de aquel puerto pesquero lleno de seres muy bajos de cuerpos fornidos con pieles oscuras envueltos en mantos prácticamente blancos con cabezas anchas.
-Madre, buenos días –le saludó.
-Mi lucero, ¿han sido agradables tus sueños?
-De sobremanera. ¿Qué mundo es éste?
-Barhal, frontera con Alfheim. Este pueblo pesquero es Thyan.
-¿Aquí es donde encontraremos a tu amigo bibliotecario?
-Tan cierto como lo has dicho, amor mío. Bajaremos a buscarle, seguro que tendremos una invitación de su parte para desayunar, el día apenas comienza.
-Confieso que has aumentado mi curiosidad con este paisaje.
-Es un placer para mí hacerlo –baló Lalita, despeinando apenas sus cabellos- Trae contigo mis pertenencias.
-A la orden, madre.
Una vez que la barca alcanzó la playa, Lalita saltó al agua para tirar de los amarres y encallar su navío en uno de los gruesos postes de madera, saludando a los vigilantes del puerto a quienes entregó un par de monedas como pago por su estadía. Asoka le alcanzó casi de inmediato, cargando sobre un hombro un morral redondo de piel donde su madre cargaba algunos tesoros Djinya que servían además en caso de un ataque. El aroma de pescados y otros seres marinos llegó a su nariz que movió insistente ante el apetito que le abrieron tan frescos como apetitosos alimentos. Siguió por entre los atiborrados puestos a su madre, quien caminó con paso sereno y alegre tierra adentro, cruzando un puente de madera debajo del cual pasaba un río de agua turquesa más oscuro que reflejaba aquellos dos soles. El clima era seco pero no tortuoso, en parte por las palmeras enormes meciéndose al viento marino, dejando escapar su frescor. Pronto estaban subiendo escaleras de piedra caliza que serpenteaban por el pueblo que ascendía cada vez más por la colina empinada.
-¿Cansado, Asoka?
-Un poco, madre. Estos escalones no fueron hechos para patas como las nuestras.
-Sin embargo, no te dejarán caer –Lalita señaló con su mentón hacia el final de aquella ascensión- Cuando toquemos la punta de la colina, habremos llegado. Resiste, lucero mío.
-Sigo tus pasos.
Luego de aquella trabajosa subida, por fin llegaron a la cima lisa, entrando por un arco de la misma piedra caliza que daba a un patio de losetas caoba que una fuente inundaba entre sus separaciones, cayendo hacia los costados en ligeras cascadas. El joven Djinya parpadeó al ver solamente una construcción sencilla en el medio de aquel patio, apenas si un par de habitaciones sin puertas o ventanas, solamente los huecos por donde se apreciaba el interior decorado con mosaicos multicolores en formas propias de aquel mundo. No dijo nada porque ya sabía que Lalita tenía un motivo oculto para sus decisiones, siguiéndole en silencio hacia el interior. Un hombrecito envuelto en un manto blanco, completamente calvo, oraba frente a un símbolo en forma de sol con oraciones que canturreaba en tono grave. Al escucharles llegar, detuvo sus ritos, levantándose con esfuerzo, dejando ver su rostro lleno de arrugas igual que sus manos, mismas que se extendieron junto con sus brazos para abrazar a su madre.
-¡Lalita! Los dioses sean piadosos contigo.
-Xandar El Viejo, tiempo sin vernos.
-Demasiado –el anciano de piel oscura y ojos claros miró a Asoka tras su madre- ¿Tú eres Asoka? ¿El pequeño Asoka? Dioses, te vi una vez, no eras más que un bultito entre los brazos de Lalita. Ven, déjame verte de cerca.
-Es un placer conocerle, Xandar El Viejo.
-Pero cómo has crecido, criatura –sonrió éste levantando su mentón con orgullo- Te pareces a tu madre, lo cual es bueno. El día apenas comienza, ¿ya han probado alimento?
-Hemos venido directamente hacia ti, viejo amigo –respondió Lalita.
-Entonces nada mejor que un desayuno para escuchar de su jornada, vengan, vengan. Mi día comienza con sorpresas, benditos sean los dioses.
Salieron de aquella sala sin muebles ni objetos más que aquel sol incrustado en una pared, pasando a la otra más pequeña sin mosaicos alrededor pero con los aditamentos necesarios para un hombre como aquel, quien a pesar de su edad se movía ágilmente. Asoka quiso ayudarle pero se negó, diciendo que los invitados jamás se mueven de sus asientos, haciendo reír a Lalita que llamó a su lado a su hijo, besando sus cabellos mientras esperaban a ser atendidos con un muy apetitoso desayuno entre ensaladas –favoritas de los Djinya- con frutas de la región, dulces pero al mismo tiempo ácidas, carne de ave con especias, envueltas en gruesas hojas fritas y vino seco. Xandar puso frente al joven un tazón con leche tibia y trozos de pan recién horneado que le ganó una mirada confundida de parte de Asoka y una carcajada de Lalita.
-Xandar sabe bien de las necesidades de un pequeño como el mío –dijo en broma, sacudiendo su cola.
-Pero, madre... ya no soy...
-Claro que sí –debatió el anciano, empujando más el tazón- Todavía eres un infante Djinya, lo sabré yo.
-Gracias, mi señor.
-Dime Xandar, que tu madre y yo somos buenos amigos.
Lalita le contó sobre su jornada por el océano del universo como su repentino deseo de buscarle, pidiéndole entrar a su biblioteca. Xandar no se negó, más que gustoso de ofrecerles asilo en su hogar mientras encontraban lo que estuvieran buscando, sin hacer preguntas al respecto. Tenía una confianza ciega como lealtad profunda hacia la hechicera Djinya quien hizo un brindis en su honor por su hospitalidad. Asoka tuvo que aceptar lo delicioso del tazón especialmente hecho para él, casi con pena solicitando otro con algo de gula. Cuando terminaron entre bromas más relajadas, el bibliotecario se acercó a un cofre pequeño escondido en una esquina, de donde sacó un juego de llaves de metal oscuro, llamando a sus dos huéspedes para que le siguieran, regresando a la sala de mosaicos. Tomando la primera del juego de llaves, la enterró en un orificio oculto en el suelo, girándolo varias veces hasta que se escuchó el ronco movimiento de piedras deslizándose. Acto seguido, en el medio de la sala se descubrió una puerta circular.
La segunda llave la hizo abrirse en dos partes iguales que se ocultaron como alas que se repliegan, mostrando ahora una escalerilla en caracol que bajaba hacia la oscuridad. Xandar invocó un hechizo para iluminar los escalones, bajando primero con algo de jadeos. Lalita posó una mano sobre el hombro de su hijo, animándole a seguir al bibliotecario con ella detrás. Así fueron bajando metro tras metro hasta que Asoka no vio más la luz de aquella apertura, estaban en lo profundo de la tierra con un viento frío rozando sus rostros. Por fin alcanzaron un suelo de roca amarillenta, un espacio de pocos metros que terminaba frente a dos gigantescas puertas negras de un material desconocido, similar a la obsidiana. Xandar tomó la siguiente llave que incrustó en una puerta, dándole vueltas, sacándola para tomar otra y hacer lo mismo en la puerta opuesta. Chirridos como siseos se dejaron escuchar, candados y mecanismos mágicos que iban abriéndose hasta que las dos pesadas puertas se abrieron lo suficiente para dejarlos entrar.
-Gracias, Xandar amigo.
-No hay de qué, Lalita. ¿Aún recuerdas dónde están las cosas?
-Por supuesto, tuve al mejor maestro.
El anciano sonrió, asintiendo. –Les dejo entonces.
Asoka juntó su ceño al no entender qué sucedía, pero se reservó sus preguntas para cuando entraron por las pesadas puertas, cerrándose con un ronco sonido tras ellos. Pebeteros encendidos les dieron la bienvenida a la más enorme biblioteca que sus ojos hubieran contemplado. Era un laberinto lleno de laberintos atiborrados de pasillos de todas formas con pilas de libros, cuadernos, mapas, papiros, rollos y otros objetos de estudio que dejaron boquiabierto al joven Djiyna, casi dejando caer el morral de su madre al ver la cantidad de tesoros escondidos bajo aquel pueblo pesquero.
-Madre...
-Lo sé, mi lucero. Jamás habías visto el Acervo del Tiempo.
-¿Es así como se llama?
-Es así lo que contiene, tesoro mío –Lalita tomó aire moviendo su rostro como si mirara alrededor- Es un viaje por las dunas del tiempo que ha tocado este universo, toda memoria está aquí. Para muchos es solamente una biblioteca sin sentido que guarda meros hechos más que algún otro tesoro, pero para quienes sabemos leer entre sus líneas, hay poderes ocultos que esperan ser despertados.
-¿Qué haremos aquí?
-Buscar una historia en particular, Asoka –su madre se le acercó con una sonrisa cálida, acariciando su rostro- Viajaremos por el tiempo para encontrar la leyenda de Las Hermanas Que Lloran.
-Dime qué hacer, estoy dispuesto.
Lalita rió con su balido suave. -¿Tienes tu astrolabio?
-Sí.
-Será tu guía para no perderte por estos traicioneros pasillos. Márcalo con un compás de cuatro horas, cuando éstas se agoten, nos veremos aquí mismo, en esta entrada.
-Entiendo.
-No te distraigas, mi lucero. Tus ojos verán nombres y títulos que desearás leer, ya habrá tiempo para ello. Me preocuparé si mi hijo no aparece dentro de cuatro horas.
-Prometo estar puntual, madre.
El Acervo del Tiempo hacía honor a su nombre, con escalerillas, rampas, pasillos, esquinas, libreros y caminos por los que cualquiera podría perderse de no tener un instrumento guía como su astrolabio Djinya. Asoka tuvo que dar crédito a su madre, más de una vez se detuvo al ver algunos nombres en los títulos de rollos o libros, sacudiendo su cola ante la ansiedad de acercarse y leer uno por unos cuantos minutos. Pero una promesa era una promesa. Además ya había notado el extraño comportamiento de la biblioteca, como si realmente estuviera viajando en el tiempo al incursionar en su interior. Los sonidos como los aromas cambiaban conforme a cada recoveco. Jamás eran iguales como cada tiempo de vida. Sin embargo, su búsqueda no tuvo frutos, volviendo con las manos vacías a la entrada del Acervo del Tiempo con gesto decepcionado que se borró cuando Lalita apareció con un pesado rollo entre las manos, caminando alegremente.
-¡Madre! ¡Lo has conseguido!
-¿Quieres verlo?
-Por supuesto.
-Vamos, mi lucero, a una de las mesas de estudio, leer tan importante historia de pie es una grosería para quienes inscribieron para siempre esta leyenda.
La historia era sencilla pero trágica. En los albores del universo, cuando aún no existían los Nueve Reinos ni tampoco Yggdrasill, en un mundo ahora ya extinto habían vivido dos hermanas, hijas de una estrella brillante de cuyo seno aparecieron, heredando su poder, magia y conocimientos que usaron para sembrar la vida. Ambas hermanas se profesaban un amor mutuo, siempre cuidando una de la otra y jurándose jamás separarse. Así crecieron hasta que un día conocieron a un dios, uno de tantos, que se robó el corazón de las dos hermanas cuyo conflicto por decidir quién sería la que recibiría el cariño de aquel dios les trajo lágrimas como desconsuelo hasta que el objeto de su cariño les dijo que desposaría a ambas porque las amaba por igual y no deseaba estar sin las dos. Lo que ellas no sabían era que ese dios solo estaba engañándolas. En la noche de bodas, acuchilló a las hermanas para robarles su corazón, donde estaba su magia, riéndose de su ingenuidad. Las dejó morir en la cama nupcial, marchándose a las tierras de fuego donde fundió los dos corazones sin saber que caería sobre él un destino funesto pues ambas hermanas, una vez traicionadas, transformaron su cariño sincero en odio puro, maldiciendo sus corazones en las manos de aquel dios.
Asoka levantó su rostro, confundido de la lectura que terminaba ahí y que había leído en voz alta para él y Lalita quien le sonrió, acariciando su mejilla al sentir su desasosiego.
-Pero, madre, ¿para qué necesitamos esta historia sin nombres ni fechas?
-Recuerda lo que te he dicho, lucero mío, hay que saber leer para encontrar el verdadero tesoro.
-No entiendo...
-Esas tierras de fuego no son otras sino el Muspelheim, habremos de viajar hacia ese reino en busca del nombre del dios que fundió el corazón de las hijas de una ancestral estrella mágica, así sabremos qué hizo con ellas y dónde está ahora.
-Madre –Asoka le miró con aprehensión- ¿Por qué deseas saberlo?
Lalita amplió su sonrisa, siempre cariñosa para él, rozando su mejilla con sus largos dedos.
-Para cobrar venganza.
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