Noche de bodas 3/3

Esa mañana, el rey llamó al guardia incluso desde la cama, pidiendo que trajeran el desayuno. Él y su reina tomarían sus alimentos allí, en la intimidad de sus aposentos, sin prisas ni responsabilidades. Maenyra sonrió feliz al escuchar la solicitud de su esposo y, al instante, se acurrucó al costado de él, sintiendo su calor y la paz que solo la cercanía de Jacaerys podía brindarle.

Los sirvientes llegaron rápidamente, trayendo dos charolas repletas de los manjares más exquisitos que uno pudiera imaginar. El aire se llenó del dulce aroma de los postres, y Maenyra no pudo evitar sonreír al ver las grandes tartas de fresas, su favorito. Bastó con que una vez mencionara su deseo, y ahora Jacaerys se encargaba de que nunca le faltaran en cualquier comida. Era un pequeño gesto, pero lleno de amor y dedicación.

—Maenyra —llamó el rey, su voz suave como siempre, pero con un tono que hacía que su esposa prestara atención de inmediato.

—¿Qué pasa, mi amor? —respondió ella, girándose hacia él con los ojos llenos de ternura.

—Quiero que elijas un día de la semana —dijo Jacaerys, mientras la miraba con una mezcla de determinación y afecto—. Te prometo que ese día será siempre nuestro. No importa cuánto trabajo tenga o cuántas responsabilidades enfrente, tú, yo y nuestros hijos disfrutaremos de ese día lejos de cualquier preocupación.

Maenyra lo miró, con los ojos abiertos como platos, llena de sorpresa. Sus labios se curvaron en una sonrisa, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

—¿De verdad? —preguntó, su voz cargada de una inocencia y emoción que no pudo esconder.

—De verdad, mi amor —respondió él, asintiendo con una sonrisa genuina, como si aquella promesa fuera lo más natural del mundo.

—¿Tu madre lo hacía contigo y tus hermanos? —preguntó ella, mirando fijamente a su esposo con curiosidad.

—Sí, los domingos —dijo Jacaerys, sus ojos reflejando un brillo nostálgico mientras recordaba aquellos días felices de su infancia—. Mientras los septos estaban llenos, madre y padre nos llevaban a la playa. Era nuestro día, sin interrupciones, sin deberes. Solo nosotros, el mar y la familia.

Maenyra asintió lentamente, con una expresión cálida y melancólica en el rostro, como si pudiera sentir la paz de aquellos domingos a través de las palabras de su esposo.

—Entonces, que sean los domingos —declaró ella, sonriendo ampliamente mientras tomaba la mano de Jacaerys. La besó con ternura, un gesto de agradecimiento que expresaba todo lo que las palabras no podían.

Una vez que terminaron de desayunar y las charolas fueron retiradas, se acomodaron nuevamente en la cama, el calor de sus cuerpos entrelazados y la suavidad de las sábanas a su alrededor. El ambiente en la habitación era tan sereno, tan lleno de paz, que ninguno de los dos quería que ese momento acabara. Hablaron entre susurros, compartiendo recuerdos de la noche anterior, cuando habían escapado de las obligaciones del reino para disfrutar de un poco de anonimato.

—¿Te acuerdas de cuando bailamos en la taberna? —preguntó Jacaerys, una sonrisa juguetona curvando sus labios—. Fue tan divertido ver cómo la gente ni siquiera se dio cuenta de que su rey y su reina estaban entre ellos.

—Sí, fue un momento tan inesperado —respondió Maenyra, riendo suavemente—. Todos estaban tan metidos en su propio mundo que ni siquiera pensaron que podíamos ser nosotros. Fue como un pequeño refugio de la realidad.

—Y la música... —continuó el rey—. No recuerdo la última vez que me sentí tan libre. Fue como si el peso del trono no existiera por un rato.

Maenyra asintió, su mirada fija en los ojos de su esposo, viendo en ellos no solo al rey, sino al hombre que compartía su vida, con todas sus vulnerabilidades y alegrías.

—Me encantó —dijo ella en voz baja, como si aquel momento aún estuviera flotando en el aire entre ellos—. Bailar sin importarnos lo que los demás pensaran... Estuvimos solo nosotros dos, el uno para el otro.

Jacaerys sonrió y acarició su rostro, disfrutando de la sencillez de esos momentos. Un día sin expectativas, sin obligaciones, donde solo existían ellos y su amor.

—Tal vez deberíamos hacerlo más a menudo —sugirió, con una mirada cómplice—. Escapar un poco del mundo, solo para disfrutar de lo que realmente importa.

Maenyra se acurrucó más cerca de él, su cabeza descansando en su pecho. El latido del corazón de Jacaerys la calmaba, un sonido familiar que la hacía sentirse segura, amada.

—Prometido —respondió ella, cerrando los ojos con una sonrisa.

Las horas corrían y, aunque la tranquilidad de estar juntos era un regalo que ninguno de los dos quería dejar ir, había algo en el aire, una tensión palpable, que parecía desbordar el espacio entre ellos. El amor que compartían, profundo y sincero, no solo se reflejaba en la calma de sus conversaciones ni en las suaves sonrisas que compartían. Había una pasión entre ellos que no podía ser ignorada, un fuego que ardía con fuerza bajo la superficie de cada palabra, cada mirada, cada roce. Era una necesidad compartida, un deseo que se había ido construyendo durante días, semanas, meses de una vida que, aunque llena de amor, también estaba llena de obligaciones, de responsabilidades. Ahora, en ese instante, nada más importaba.

La suave brisa que entraba por la ventana agitaba ligeramente las cortinas, pero la habitación, iluminada por las velas titilantes, estaba llena de un calor que no venía solo del fuego. El contacto de sus cuerpos bajo las sábanas se volvía más intenso, más cercano. Aunque todo había comenzado con la paz y la serenidad de una mañana tranquila, pronto la ropa que ambos habían usado para dormir se convirtió en una barrera innecesaria entre ellos.

Las manos de Maenyra, temblorosas pero decididas, se deslizaron por el torso de Jacaerys, deshaciendo con suavidad la camisa que él había llevado puesta. Sus dedos recorrían la tela con prisa, como si quisieran apresurarse, pero al mismo tiempo, no podían dejar de tocarlo con la delicadeza que solo ella poseía. Los ojos de Jacaerys brillaban con una mezcla de deseo y amor profundo mientras observaba a su esposa. No era solo el deseo físico lo que lo impulsaba a acercarse más a ella, sino la necesidad de sentirse más cerca, de fundirse con ella en cuerpo y alma. Sabía que, por fin, podían ser solo ellos, sin máscaras, sin coronas.

Maenyra, por su parte, ya no podía esperar. El momento que habían estado posponiendo, con tanto amor y respeto mutuo, había llegado. No había más palabras que decir. De alguna manera, cada uno había estado esperando al otro, sabiendo que el momento tendría que llegar, que sería inevitable. Ella levantó con rapidez el camisón de seda roja que había decidido usar para dormir, dejando que la tela se deslizara por su piel. La seda, tan suave, resbaló en sus manos, pero su piel, cálida y viva, pedía más.

—Te necesito, Jacaerys —dijo Maenyra, su voz temblando ligeramente, pero llena de esa urgencia que solo podía surgir de un amor tan grande. Sus ojos, fijos en él, brillaban con una mezcla de vulnerabilidad y deseo, como si todo su ser estuviera pidiendo estar completamente con él.

Jacaerys no necesitaba más. Ya lo había sentido, había visto esa chispa en sus ojos, esa necesidad en su voz. Y con una expresión llena de amor, de certeza, respondió de la manera más sincera y tierna:

—Y me tendrás, mi amor. —Sus palabras fueron suaves, pero su tono grave y cálido reflejaba una promesa, una certeza de que nada los separaría, que nada podría interponerse entre ellos en ese momento.

El rey repartio besos por cada lugar del cuerpo de su esposa, en los dias que llevaban encerrados en aquella habitacion habia memorizado su cuerpo con la misma maestria que el mapa de su reino.

Beso el punto sensible en la cadera de Maenyra, se entretuvo cun su lenga en el hombligo de Maenyra causando que ella se arqueara, sus manos se elevaron y cmomezaron a pellizcar los pezones de la reina mientras sus labis seguian subiendo, llego al valle entre sus senos y tomo uno de ellos en sus labios mientras la mano que acariciaba el otro seno viajaba a la intimidad de la reina, un dedo dibujando circulos sobre el clitoris de la reina al mismo tiempo que dos de los dedos del tey penetraban a su esposa quien en ese instante ya era un desastre de gemidos de placer.

—Dioses Jacaerys.

—Me encanta verte asi amor, me encanta verte asi y saber que yo lo provoco.

La reina termino teniendo un orgasmo abrazados y antes de que el rey pudiera hacer cualquier moviemiento ella tomo la mano con la que su esposo le habia dado tanto placer y la lleco a sus labios tomando su ecencia directamente de los dedos de su esposo.

El rey sintio su miembro aun mas erecto tras aquella accion y su esposa parecio notarlo, ya que sonrio y rapidamente se sento sobre el y comenzo a montar al rey, con sus manos lo oblico recostar su espalda contra la cama mientras ella brincaba sobre su miembro y sus pequeños y redondos senos revotaban frente al rostro del rey.

—Dioses Maenyra, eres perfecta mi amor, eres una diosa.

Maenyra no respondio, tomo las manos de Jacaerys y las llevo a sus senos, el rey comenzo a amasarlos entre sus manos.

Paso un largo rato hasta que ambos reyes llegaron al orgasmo y una vez que lo hicieron el rey sin decir palabras y sin salir del calido interior de su esposa les dio la vuelta sobre la cama, la vision de Maenyra debajo de el siendo suficiente para volver a exitarlo.

El comenzo con embestidos fuertes y firmes, un ritmo marcado que habia comprobado ya le encantaba a la reina, Maenyra por su parte solo podia gritar y oedir por mas, nada coherente salia de sus labios al sentir el calor de su esposo dentro de ella.

—Te amo tanto Jace—Grito mientras el orgasmo la alcanzaba.

—Tambien te amo—Dijo el rey mientras se retiraba de ella y se acomodaba subre su pecho para poder dormir.

Cuando el sol habia bajo un poco ya entrada la tarde la reina se removio en los brazos de su esposo, quien aun usaba su pecho desnudo como almhoada.

La reina acaricio el cabello del rey y comenzo a tararear una vieja melodia que habia escuchado en su tiempo en Dorne.

—Jace...amor despierta, tengo hambre Jace—Llamo la reina con voz cantarina.

El pedido de la reina due suficiente para que el rey espavilara, se vistio con rapidez y pidio a los guardias que enviaran a buscar comida para amos.

Mienreas esperaban Maenyra se vistio con una de las camisas de su esposo que le quedaba mas corta de lo que seria aporpiado.

Los sirvientes llegaron con rapidez y dispusieron la mesa.

Una vez solos otra vez, Jacaerys y Maenyrar tomaron asiento en y el rey tomadno los cubiertos alimento a su esposa y la reina imito tal accion.

—Mae—El rey llamo en voz baja—¿Bailarias para mi?

El recuerdo del baile de la reina, el primero que ella realizo para el, era algo que Jacaerys deseaba revivir. Aquel momento había sido el inicio de su unión más profunda, y ahora, en este ambiente íntimo y lleno de afecto, deseaba ver a su esposa moverse una vez más con la gracia que la caracterizaba.

Maenyra sonrió, una sonrisa que era tanto una promesa como una respuesta, y asintió lentamente. Se puso de pie, su figura esbelta tomando elegancia incluso en los gestos más simples. Se acercó a él, y, con una suavidad cautivadora, le besó los labios. El beso fue lento, lleno de la misma dulzura que compartían, un recordatorio del amor profundo que los unía.

Luego, sin decir palabra alguna, Maenyra se alejó unos pasos. La habitación permaneció en silencio, el único sonido era el de sus respiraciones y el suave crujir de la madera bajo sus pies descalzos. Las velas parpadeaban en sus candelabros, proyectando sombras danzantes sobre las paredes, pero era ella quien capturaba toda la atención.

Sin música, el baile comenzó como un susurro. Cada movimiento era lento, deliberado, casi un acto de devoción. Sus pies trazaban patrones invisibles en el suelo, y sus manos, elegantes y expresivas, parecían hablar un idioma antiguo, lleno de ternura y promesas. Sus caderas se balanceaban con la gracia de las olas del mar, mientras su cabello oscuro, suelto, caía como una cascada sobre sus hombros, acompañando sus movimientos.

La camisa que llevaba, demasiado grande para su figura, se movía con ella, dejando entrever fugazmente los contornos de su cuerpo. Cada paso, cada giro, parecía destinado a acercarla a él, no físicamente, sino emocionalmente, como si el baile fuera una confesión silenciosa de lo mucho que lo amaba.

Jacaerys, sentado en su silla, no podía apartar la mirada. El silencio de la habitación hacía que todo fuera más íntimo, más intenso. Cada movimiento de Maenyra era un regalo, una muestra de amor y confianza que lo dejaba sin palabras. El deseo y la admiración se mezclaban en su mirada, y aunque no decía nada, su rostro lo expresaba todo.

Maenyra giró una última vez, acercándose a él con una elegancia que lo dejó sin aliento. Cuando quedó frente a él, apenas a unos pasos, se inclinó ligeramente, sus ojos fijos en los de Jacaerys. La reina sonrió con suavidad, y, con un último gesto lleno de gracia, se inclinó para susurrarle al oído:

—Eso fue solo para ti, mi amor.

El rey, aún sin palabras, la atrajo hacia él, rodeándola con sus brazos, como si quisiera asegurarse de que ese momento no escapara. Su mirada estaba fija en la de ella, ardiente y cargada de emociones. Con una lentitud casi reverente, buscó los labios de su esposa, y lo que comenzó como un beso tierno, suave y lleno de devoción, pronto se transformó en algo mucho más intenso. La pasión emergió entre ellos como un fuego desatado, cálido y devorador.

Jacaerys la levantó en sus brazos con facilidad, como si el peso de su cuerpo no fuera más que el de una pluma. Sus manos fuertes la sostuvieron con firmeza, pero también con un cuidado que demostraba cuánto la valoraba. Sin romper el beso, comenzó a caminar hacia la cama. Cada paso era una declaración de deseo, una promesa de amor eterno que resonaba en el silencio de la habitación.

Una vez junto al lecho, la depositó con suavidad sobre las sábanas, como si estuviera dejando un tesoro en el lugar más seguro. Sus labios apenas se separaron un instante, solo para que él pudiera mirarla, apreciar su figura iluminada por la tenue luz de las velas. La camisa que llevaba, una prenda suya, se ajustaba a su cuerpo de una manera que parecía haber sido hecha para ella. Sin esperar más, volvió a besarla, profundo y hambriento, mientras sus manos comenzaron a explorarla con la misma devoción que siempre había sentido por ella.

Los besos bajaron por su cuello, dejando un rastro de calor que parecía arder en su piel. Sus labios dejaron pequeñas marcas, no solo de pasión, sino de adoración. Cada lugar que tocaba parecía reclamarlo como suyo. Cuando la reina, con movimientos llenos de impaciencia, intentó quitarse la camisa que cubría su desnudez, Jacaerys la detuvo, tomando sus manos entre las suyas y mirándola con una intensidad que la hizo estremecer.

—Quiero hacerte el amor con ella puesta —declaró con voz firme, su tono bajo y cargado de deseo.

Maenyra no respondió, porque las palabras ya no eran necesarias. Todo lo que necesitaba decirle estaba en la forma en que sus cuerpos se entrelazaban, en el modo en que sus respiraciones se aceleraban al unísono. Su respuesta fue un gemido ahogado, provocado cuando Jacaerys inclinó la cabeza y comenzó a besar sus pechos sobre la fina tela. La fricción entre sus labios y la tela provocaba sensaciones que la hacían arquearse de placer, dejando escapar un grito que resonó en las paredes de la habitación.

El rey continuó su recorrido, sus labios bajando por el cuerpo de su esposa. La tela de la camisa no era un obstáculo, sino un elemento que intensificaba cada caricia. Besó su abdomen cubierto, sus labios dejando rastros de calor sobre la tela, como si pudiera atravesarla con la fuerza de su deseo. Continuó su camino hasta llegar a las largas y bien formadas piernas de la reina, su aliento tibio provocando escalofríos en su piel.

Con una paciencia que contrastaba con la pasión desbordante que sentía, recorrió cada centímetro de sus muslos. Sus manos trazaban líneas suaves, mientras sus labios se detenían en la curva de sus caderas, dejando besos en cada lugar que encontraba. Descendió hasta sus pies, besándolos con una ternura inesperada, antes de emprender el camino de regreso.

Esta vez, su atención se centró en la parte interna de los muslos de la reina, donde su piel era más sensible, más suave. Cada beso parecía una promesa, cada caricia un recordatorio de cuánto la amaba. Los suspiros de Maenyra se convirtieron en jadeos, su cuerpo respondiendo a cada estímulo como si estuviera siendo tocada por el mismo fuego. Finalmente, sus labios llegaron al monte de Venus, donde dejó un beso lleno de reverencia, como si estuviera adorando a una diosa.

La reina cerró los ojos, completamente entregada a él. Sus manos se enredaron en su cabello, atrayéndolo aún más cerca a aquella área de su anatomía, la lengua del rey recorrio de arriba a abajo la intimidad de su esposa antes de dedicarle especial atencion a aquel pequeño punto que hacia que la reina gritara y se arqueara de placer, lo tomo entre sus labios y comenzo a chuparlo como si de una golosina se tratase.

Los gritos de la reina se escuchaban hasta el último rincón del castillo, pero aquello era algo que a los monarcas no les importaba en aquel momento.

Maenyra se arqueo cuando la lengua del rey comenzo a penetrarla, saboreando tanto de ella como podia y sentia uno de los dedos de su esposo trazando circulos en su clitoris llevandola a sentir un placer descomunal.

—Dioses, Jacaerys... no pares —la voz de Maenyra era una mezcla de gemido y jadeo, cada palabra entrecortada por el placer que recorría su cuerpo como un torrente incontenible.

El rey, atento a cada reacción de su esposa, obedeció sin dudar, guiado por la devoción y el deseo que sentía por ella. Sus movimientos eran precisos, calculados, pero cargados de una pasión incontrolable. El cuerpo de Maenyra se arqueó contra la cama, sus manos aferrándose a las sábanas mientras su respiración se aceleraba cada vez más, hasta que finalmente un grito ahogado anunció su liberación.

Por un momento, todo quedó en calma, salvo por los jadeos de ambos, sincronizados como si fueran el eco el uno del otro. Maenyra, todavía temblando por la intensidad de su orgasmo, extendió una mano hacia él. Tomó la mano de su esposo, aquella que había estado dentro de ella y que aún conservaba las evidencias de su liberación. Sin apartar la mirada de sus ojos, acercó los dedos de Jacaerys a su boca, su lengua recorriendo lentamente la piel antes de tomar el sabor de su propio placer.

—Dioses, Jacaerys... no pares —la voz de Maenyra era una mezcla de gemido y jadeo, cada palabra entrecortada por el placer que recorría su cuerpo como un torrente incontenible.

El rey, atento a cada reacción de su esposa, obedeció sin dudar, guiado por la devoción y el deseo que sentía por ella. Sus movimientos eran precisos, calculados, pero cargados de una pasión incontrolable. El cuerpo de Maenyra se arqueó contra la cama, sus manos aferrándose a las sábanas mientras su respiración se aceleraba cada vez más, hasta que finalmente un grito ahogado anunció su liberación.

Por un momento, todo quedó en calma, salvo por los jadeos de ambos, sincronizados como si fueran el eco el uno del otro. Maenyra, todavía temblando por la intensidad de su orgasmo, extendió una mano hacia él. Tomó la mano de su esposo, aquella que había estado dentro de ella y que aún conservaba las evidencias de su liberación. Sin apartar la mirada de sus ojos, acercó los dedos de Jacaerys a su boca, su lengua recorriendo lentamente la piel antes de tomar el sabor de su propio placer.

La imagen de su esposa en ese momento, con los labios rozando sus dedos y la mirada encendida de deseo, fue demasiado para el rey. Incapaz de resistirse, se inclinó hacia ella, capturando sus labios en un beso profundo, donde la esencia de Maenyra se mezcló entre ambos, convirtiéndose en un símbolo tangible de su conexión.

La reina, aún tendida sobre la cama, comenzó a desnudar a su esposo con movimientos deliberados pero cargados de urgencia. Sus manos recorrieron cada rincón de su piel, despojándolo de las prendas que lo cubrían, revelando cada línea de su cuerpo bajo la luz tenue de las velas. Cuando Jacaerys estuvo completamente desnudo, Maenyra sonrió con picardía antes de sentarse sobre su regazo, sus caderas moviéndose en círculos lentos y provocativos que lo hicieron contener el aliento.

—Maenyra... —susurró el rey con voz ronca, sus manos encontrando el camino hacia sus caderas, sujetándola con fuerza pero sin perder la ternura.

La reina no necesitó decir más. Su cuerpo invitaba al de su esposo con cada movimiento, y él no se hizo del rogar. En un solo gesto, la tomó, entrando en ella con una mezcla de pasión y devoción que hizo que ambos soltaran gemidos al unísono. La habitación se llenó de los sonidos de su unión, un lenguaje sin palabras que hablaba de amor, deseo y un vínculo que iba más allá de lo físico.

El tiempo pareció detenerse mientras el rey y la reina se entregaban el uno al otro, explorando cada rincón de sus cuerpos y de sus almas. Sus movimientos eran como una danza antigua y sagrada, llena de armonía y compenetración. Jacaerys la sostuvo como si fuera su mayor tesoro, mientras Maenyra respondía a cada caricia, cada beso, con una intensidad que dejaba en claro cuánto lo amaba.

Horas después, cuando el cansancio finalmente los venció, ambos cayeron rendidos en la cama. Jacaerys estaba completamente desnudo, y Maenyra aún llevaba puesta la camisa de su esposo, que ahora parecía parte de ella, como un símbolo de su conexión. Abrazados, compartieron besos suaves y cálidos, casi inocentes, mientras sus respiraciones comenzaban a calmarse.

—Te prometo que haber esperado tanto valdrá la pena, Maenyra —murmuró el rey, su voz suave pero llena de convicción.

La reina lo miró a los ojos, sus dedos acariciando suavemente la línea de su mandíbula.

—Vamos a ser muy felices, Jace.

—Te lo juro, vamos a tener una gran vida juntos, tú y yo, Mae.

Jacaerys la atrajo aún más cerca, envolviéndola con sus brazos como si quisiera protegerla del mundo entero. Sus dedos se enredaron en los cabellos dorados de Maenyra, que caían desordenados sobre su rostro. Inclinándose hacia ella, dejó un beso en su frente, un gesto lleno de ternura que le arrancó una sonrisa.

Maenyra suspiró, acurrucándose contra el pecho de su esposo, mientras el ritmo constante de su respiración comenzaba a arrullarla. Jacaerys la observó por un momento más, grabando en su memoria la imagen de su esposa entre sus brazos, antes de dejarse llevar por el peso del cansancio. Poco a poco, cayó profundamente en el mundo de los sueños, con Maenyra como el centro de su universo incluso en sus pensamientos más inconscientes.Te lo juro, vamos a tener una gran vida juntos, tú y yo, Mae.

Jacaerys la atrajo aún más cerca, envolviéndola con sus brazos como si quisiera protegerla del mundo entero. Sus dedos se enredaron en los cabellos dorados de Maenyra, que caían desordenados sobre su rostro. Inclinándose hacia ella, dejó un beso en su frente, un gesto lleno de ternura que le arrancó una sonrisa.

Maenyra suspiró, acurrucándose contra el pecho de su esposo, mientras el ritmo constante de su respiración comenzaba a arrullarla. Jacaerys la observó por un momento más, grabando en su memoria la imagen de su esposa entre sus brazos, antes de dejarse llevar por el peso del cansancio. Poco a poco, cayó profundamente en el mundo de los sueños, con Maenyra como el centro de su universo incluso en sus pensamientos más inconscientes.

Los primeros rayos del sol comenzaban a teñir el cielo de tonos cálidos cuando el rey despertó. La tenue luz iluminaba la habitación, creando un contraste con las sombras aún presentes en los rincones. Jacaerys giró la cabeza y observó a su esposa, quien seguía dormida junto a él, con su cabello dorado extendido sobre la almohada como un halo. Una sonrisa traviesa apareció en sus labios mientras la contemplaba, hermosa y serena.

No pudo resistir el impulso de acercarse. Con movimientos suaves para no despertarla, comenzó a trazar un camino de besos por todo su cuerpo. Sus labios rozaron su frente, descendieron por sus mejillas y su cuello, y continuaron más abajo, adorando cada centímetro de su piel. Maenyra se removió ligeramente, sus labios entreabriéndose en un suspiro, pero no despertó hasta que sintió su cálido aliento en su oído.

—Buenos días, mi amor —murmuró Jacaerys, su voz baja y cargada de cariño.

Maenyra abrió los ojos, aún somnolienta, pero una sonrisa se dibujó en su rostro al ver a su esposo inclinado sobre ella. Sin decir una palabra, lo atrajo hacia un beso lento, sus manos acariciando la nuca del rey. En un gesto íntimo, lo sintió entrar en ella, y sus cuerpos comenzaron a moverse al unísono.

Aquella ocasión estuvo marcada por movimientos lentos y llenos de ternura. No había prisa, solo la necesidad de disfrutar de su unión. Los ojos verdes del rey se mantenían fijos en los violetas de la reina, creando un vínculo silencioso que hablaba de un amor profundo e inquebrantable. Cuando finalmente el orgasmo los alcanzó, sus cuerpos se tensaron al unísono antes de relajarse, dejando escapar suspiros de satisfacción.

—Sȳz tubis issa dārys —murmuró Maenyra, su voz somnolienta pero satisfecha.

<<Buenos dias mi rey>>

—Sȳz tubis issa jorrāelagon —respondió Jacaerys, dejando un beso en su frente mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

<<Buenos dias mi amor>>

Por un momento, permanecieron abrazados, disfrutando de la calidez del otro y de la tranquilidad de la mañana. Sin embargo, el estómago de Maenyra pronto reclamó su atención, haciendo que ambos rieran.

—Tengo hambre, Jace... —dijo la reina con un puchero que logró que el rey riera suavemente.

—Ordenaré el desayuno. ¿Tartas de fresas?

—Me conoces muy bien, Jacaerys.

El rey se levantó, estirando su cuerpo desnudo antes de vestirse con movimientos fluidos. Se aseguró de abrochar cada botón con precisión antes de abrir un poco la puerta para dar instrucciones a uno de los guardias.

Cuando regresó a la habitación, encontró a su esposa desnuda junto a la cama. La camisa que había usado para dormir, y que pertenecía al rey, estaba doblada cuidadosamente sobre las sábanas. Jacaerys no pudo evitar seguir con la mirada cada movimiento de Maenyra mientras ella cruzaba la habitación hacia el baúl de ropa.

Maenyra se inclinó ligeramente, buscando entre las prendas hasta encontrar un camisón ligero de seda que caía hasta el suelo y una bata para cubrirse. Al sentir la mirada del rey fija en ella, se volvió hacia él con una sonrisa.

—Te quedaba mejor mi camisa —comentó Jacaerys, cruzando los brazos mientras apoyaba el hombro contra la pared, con una expresión traviesa.

Maenyra alzó una ceja, aunque el rubor en sus mejillas la delató.

—No quiero que pase lo que pasó la última vez.

Ambos recordaron, casi al mismo tiempo, aquella ocasión en la que se habían enredado en la capa del rey frente a la chimenea, solo para ser interrumpidos por las mucamas que entraron inesperadamente. El recuerdo seguía atormentando a Maenyra, pero Jacaerys lo encontraba encantador.

—Sigues hermosa incluso cuando te sonrojas —dijo él, acercándose para besar su frente.

Antes de que Maenyra pudiera replicar, el sonido de pasos anunció la llegada de los sirvientes. Con eficiencia, comenzaron a desfilar por la habitación, llevando bandejas llenas de comida y disponiéndolas sobre la mesa con esmero.

Una vez que estuvieron solos nuevamente, el rey y la reina tomaron asiento en la mesa del gran salón privado que se les había dispuesto. Los rayos del sol entraaba e iluminaban el lugar con una calidez acogedora, reflejándose en los tonos dorados de sus cabellos. Jacaerys, como siempre, se aseguró de que Maenyra tuviera todo lo que necesitaba, acercándole una copa de vino con un gesto atento, mientras su mirada descansaba suavemente en ella.

—¿Es suficiente? —preguntó él, su tono lleno de consideración.

Maenyra levantó la copa, sus ojos violetas encontrándose con los de su esposo, y le dedicó una sonrisa que hablaba más que cualquier palabra.

—Es perfecto, Jace —respondió con un leve rubor, que él encontró encantador.

Durante toda la comida, compartieron palabras de amor en susurros apenas audibles, pequeñas confesiones y promesas que los acercaban aún más. De vez en cuando, sus manos se encontraban bajo la mesa, entrelazándose en un gesto íntimo que hablaba de la cercanía que ya habían forjado en tan poco tiempo. Los roces eran deliberados pero suaves, llenos de un cariño palpable que llenaba la habitación, creando un ambiente que parecía casi sacado de un sueño.

El aire estaba impregnado de tranquilidad y calidez, una representación perfecta de la vida que habían comenzado a construir juntos. Sin embargo, aquella paz fue abruptamente interrumpida cuando las grandes puertas del salón se abrieron de par en par. Entraron los miembros del pequeño consejo al completo, sus rostros graves y sus capas arrastrando un peso de formalidad que parecía fuera de lugar en aquel momento.

Jacaerys dejó escapar un leve suspiro, poniéndose de pie de inmediato al verlos avanzar hacia él. Su actitud cambió, de esposo cariñoso a rey firme, pero sus ojos seguían desviándose hacia Maenyra, que permanecía tensa en su asiento.

El primero en hablar fue el Gran Maestre, inclinando ligeramente la cabeza antes de comenzar con su tono característico de cautela.

—Majestad, creo que todos estamos preocupados por usted ya...

—Lo que el maestre quiere decir, mi rey —interrumpió el Maestro de Barcos con menos delicadeza— es que mientras la reina Baela...

La mención de la fallecida reina tensó aún más a Maenyra, cuyo rostro mostró una mezcla de incomodidad y dolor. Jacaerys notó su reacción al instante, y sus ojos, antes cálidos, se endurecieron al dirigirse hacia los consejeros. Cuando vio a su esposa levantarse silenciosamente de su asiento y alejarse unos pasos, su preocupación fue evidente.

—Mis lores, esta es mi noche de bodas —dijo con una voz que no admitía discusión.

El consejero de edictos, un hombre menudo pero con un temple que solía incomodar a muchos, dio un paso adelante.

—Lleva una semana aquí dentro, mi señor —señaló con cierta severidad, aunque tratando de mantener el respeto.

—Tal vez una mujer criada en Dorne... —intentó añadir nuevamente el Gran Maestre, aunque sus palabras no llegaron a completarse.

—Mi esposa, su reina, es una Targaryen, criada bajo el mismo techo que yo hasta que su madre la envió lejos. Y si quiere seguir hablando tan libremente de la reina Maenyra, perderá la lengua.

La voz del rey fue firme, cortando el aire con una autoridad que dejó a los consejeros en completo silencio. Ninguno osó contradecirlo, y su expresión dejó claro que no estaba dispuesto a soportar ni una sola falta de respeto hacia su esposa.

La Mano del Rey, un hombre experimentado en manejar situaciones tensas, dio un paso adelante para intentar calmar los ánimos.

—Mi rey, solo queremos mostrar nuestra preocupación y dejar en claro que el reino lo necesita.

Jacaerys mantuvo su postura rígida, pero asintió después de unos instantes de reflexión.

—Estaré en la reunión mañana —dijo finalmente, su tono algo más moderado—, y espero que haya un asiento para mi esposa, mis lores.

Los hombres se inclinaron al unísono.

—Sí, majestad —respondieron, conscientes de que no había lugar para objeciones.

Uno a uno los hombres salieron de la recamara real y solo cuando no quedaba ningun intruso el rey se giró hacia su esposa, que había permanecido de pie a unos pasos de la mesa. Caminó hasta ella con determinación, dejando a los consejeros atrás. Con ternura, tomó su rostro entre las manos y besó su frente antes de inclinarse para besar la coronilla de su cabeza.

—Bueno... tenía que terminar —dijo Maenyra en voz baja, su tristeza evidente ante la perspectiva de abandonar aquella burbuja de tranquilidad que habían creado.

Jacaerys se inclinó hacia ella, llevando sus labios cerca de su oído mientras sus manos descendían a sus brazos, dándole consuelo.

—Aún tenemos todo el día de hoy, Maenyra —susurró, su voz un susurro cálido que prometía robarle al menos unas horas más de paz antes de enfrentar las responsabilidades que los esperaban.

Ella levantó la vista hacia él, un destello de determinación iluminando sus ojos.

—¿Y si visitamos a los huérfanos y las viudas? —preguntó de pronto, con una nota de seriedad en su voz.

Jacaerys arqueó una ceja, sorprendido, pero no dudó en asentir.

—¿Es eso lo que deseas? —inquirió, buscando entenderla mejor.

—Sí, Jace. Hemos disfrutado de días de paz y felicidad, pero ellos no tienen la misma fortuna. Muchos han perdido todo debido a la guerra y las tragedias de este reino. Quiero verlos, escucharlos... hacer algo por ellos, aunque sea pequeño.

El rey tomó su mano, sus dedos apretándola con calidez.

—Eres mejor de lo que merezco, Maenyra. Está decidido entonces. Visitaremos a los huérfanos y las viudas. Y llevaremos algo para ellos, comida, mantas, lo que necesiten.

—Gracias, Jacaerys —dijo ella, conmovida por su disposición.

—No me des las gracias. Es nuestro deber como rey y reina... pero también nuestro honor.

Ella sonrió, asintiendo.

—Y después, si aún tenemos tiempo, volaremos juntos en nuestros dragones.

Jacaerys le devolvió la sonrisa, inclinándose para besar su frente una vez más.

—Así será, mi reina. Hoy será un día para ellos... y para nosotros.

Tal como lo prometió el rey, la reina y él se dirigieron a varios orfanatos, recorriendo aquellos lugares donde la sombra de la guerra aún parecía extenderse, dejando tras de sí huérfanos y viudas. Maenyra, como siempre, mostró su bondad y su calidez natural. Jugó con los niños, riendo con ellos y compartiendo momentos de alegría que parecían hacer olvidar, aunque fuera por un instante, el sufrimiento que habían vivido. Su inocencia y generosidad brillaban en cada gesto, en cada sonrisa, mientras se sentaba con ellos en el suelo o los alzaba para darles vueltas en el aire, un gesto que los hacía estallar en carcajadas.

Por su parte, Jacaerys, siempre serio y atento, no dejaba de supervisar la distribución de los regalos. Se aseguraba de que todos los niños recibieran algo: ropa nueva, juguetes, dulces, o cualquier cosa que pudiera aliviar un poco sus vidas. Observaba el comportamiento de Maenyra desde lejos, un brillo suave en sus ojos al verla con los pequeños. En su mente, recordaba momentos de su propia niñez, cuando su madre, la Reina, le daba su cariño de manera similar.

En un momento, la reina se acercó a él, llevando entre sus brazos a un pequeño bebé rubio, con ojos verdes que brillaban con curiosidad. Jacaerys no pudo evitar sonreír al ver la imagen, su corazón se llenó de ternura. Otras veces habia visto a Maenyra cuidar de Daemon, el hijo de Baela, pero verla con un niño tan fisicamente similar a ambos lo hizo recordar a los sueños sobre Maegor.  Durante unos segundos, Jacaerys se perdió en ese pensamiento, deseando que ese sueño algún día se hiciera realidad. Su mirada se suavizó, el amor por su reina y la idea de un futuro lleno de hijos comunes se hicieron aún más tangibles en su corazón.

Finalmente, después de un rato, se despidieron de los huérfanos y se dirigieron al pozo, donde Tormenta Carmesí y Silverwing ya les esperaban, descansando pacíficamente bajo el sol. Jacaerys se montó en su dragón con una mirada reflexiva, pero siempre atento a su esposa, que se encontraba cerca. Maenyra le sonrió, sus ojos brillando con emoción y energía. Cuando ambos estuvieron en el aire, surcaron los cielos durante un buen rato, disfrutando de la libertad que les ofrecía el volar sobre los paisajes de Westeros.

Finalmente, llegaron a un prado apartado, donde el viento soplaba suavemente y un pequeño riachuelo corría tranquilo entre las rocas. El paisaje era sereno y perfecto, un refugio alejado de las responsabilidades y de las preocupaciones del reino. Al ver el agua cristalina, Maenyra no dudó en desnudarse, dejando que su cuerpo se sumergiera en el agua fresca. Con cada movimiento, su figura se volvía más etérea, más grácil, y desde el agua parecía una ninfa que emergía de un cuento antiguo.

Jacaerys la observó desde la orilla, su mirada fija en la belleza que emanaba de su esposa. La naturaleza parecía haberse detenido en el tiempo, el lugar perfecto para desconectar del mundo.

—Ven conmigo, Jace —le dijo Maenyra, con una voz suave y melodiosa que llamaba a su esposo.

Sin dudarlo, Jacaerys dejó atrás la orilla y comenzó a despojarse de su armadura, dejando que sus ropas cayeran al suelo antes de adentrarse en el agua para unirse a ella. Su cuerpo se sumergió en el agua fresca, y al llegar junto a Maenyra, se abrazaron, dejando que el corriente del agua los rodeara.

Jugaron juntos como niños, riendo y nadando alrededor, ella alejándose de él solo para ser perseguida. Jacaerys la buscaba, nadando con fuerza mientras la reina se burlaba juguetonamente de él. Pero finalmente, en un movimiento rápido, él la alcanzó, rodeándola con sus brazos y sujetándola contra su pecho. Con un suave suspiro, la besó, un beso lleno de pasión que hizo que la atmósfera se volviera más intensa, más cálida. Bajo el agua, rodeados solo por la tranquilidad de la naturaleza, Jacaerys no pudo evitar perderse en ella, en su amor y en la necesidad de conectarse de manera más profunda. Ahí, en ese rincón apartado del mundo, hizo el amor con su esposa, un momento de intimidad tan profundo que parecía detener el tiempo.

Cuando terminaron, se quedaron en el agua, flotando juntos, respirando con calma. El sonido del riachuelo que fluía a su lado y el susurro del viento entre los árboles les envolvían, creando una sensación de paz absoluta. La reina se recostó suavemente sobre el pecho de su esposo, y él la rodeó con sus brazos, como si no quisiera dejarla ir nunca, como si ese momento pudiera durar para siempre.

El calor de su cuerpo, la suavidad de su piel, todo se fundía en un abrazo tan cercano que parecía que el resto del mundo ya no existía.

—¿Me amas, Maenyra? —preguntó Jacaerys, su voz grave y suave, con un tono que denotaba una necesidad profunda de escucharla.

Maenyra levantó la mirada hacia él, sus ojos violetas brillando con una luz que solo él conocía. Sonrió con dulzura, una sonrisa tranquila, pero llena de amor. Era una sonrisa que nacía de lo más profundo de su corazón, una sonrisa que solo él lograba arrancarle. Se giró para mirarlo fijamente, como si quisiera que sus palabras quedaran grabadas en su alma.

—Más que a nada, Jacaerys —respondió ella, sus palabras claras, sinceras, llenas de un cariño tan inmenso que parecía envolverlos en su totalidad, como si los dos pudieran disolverse en el abrazo de su amor.

El rey suspiró profundamente, su pecho hinchado por la emoción que sentía, como si el aire mismo le faltara. No necesitaba más que esas palabras para sentirse completo, para saber que todo lo que había hecho hasta ahora, todas las decisiones que había tomado, valían la pena. Estaba con ella, y nada más importaba.

Finalmente, salieron del agua, el sol comenzando a brillar más intensamente sobre ellos mientras se deshacían de las gotas que aún cubrían sus cuerpos. El aire fresco acariciaba su piel, pero Maenyra, aunque mojada y desnuda, parecía no notar la temperatura. Ella caminó hacia el claro cercano, su cuerpo moviéndose con una gracia natural, como si fuera una criatura de la naturaleza misma. Jacaerys la observó en silencio, admirando cada uno de sus gestos, la manera en que se movía con tal belleza, como si la tierra misma estuviera a sus pies.

Ella se detuvo, dejando que el viento jugara con su cabello mojado, y comenzó a deshacer su ostentoso peinado, las trenzas caían con suavidad, y con delicadeza empezó a tejer una sencilla trenza en su cabello. Mientras lo hacía, fue colocando flores silvestres que había recogido del prado, adornando su trenza con ellas. La imagen que ofrecía era celestial, casi etérea, como un ángel que había descendido a la tierra para robarle al mundo una pequeña porción de belleza.

Jacaerys no pudo evitar sonreír al verla. Se quedó en silencio, observando cómo ella se transformaba ante sus ojos en algo aún más hermoso. En ese instante, ella no era solo su esposa, no era solo la reina; era algo más grande, algo inmortal, como si el mismo aire que la rodeaba hubiera decidido rendirse ante su presencia.

A lo lejos, Tempestad Carmesí y Silverwing volaban con la misma libertad que sus jinetes. Los dragones se movían como sombras en el cielo, una danza perfecta de negro y plateado, girando en círculos y entrelazando sus colas en un espectáculo de fuerza y belleza. Parecía que todo el mundo, incluso las criaturas más grandes y poderosas, se alineaban para celebrar la unión de los dos.

Maenyra, con una risa juguetona, vio a su esposo desde lejos, y levantó la mano para saludarlo. El rey le respondió con una sonrisa cálida y un gesto de la mano, indicándole que se acercara. Al ver su señal, la reina no pudo contener la emoción. Corrió hacia él con rapidez, con una energía que era casi juvenil, dejando que el viento jugara con su cabello mientras avanzaba.

Jacaerys se levantó al verla acercarse y, con un movimiento seguro, la tomó entre sus brazos, levantándola ligeramente del suelo antes de besarla. Fue un beso suave, lleno de afecto, de cariño, pero también de una necesidad compartida que no se podía expresar solo con palabras.

—¿Alguna vez te he dicho que pareces un ángel? —preguntó Jacaerys, con una voz cargada de amor y asombro.

Maenyra sonrió con suavidad, rozando sus labios con los de él en un gesto de complicidad antes de responder.

—Nunca, mi amor.

El rey la miró profundamente, sus ojos fijos en los de ella, mientras las palabras salían de su boca sin pensarlo.

—Pues lo pareces —declaró Jacaerys, sus palabras firmes y llenas de emoción, como si él mismo no pudiera creer la suerte que había tenido al encontrarla.

Antes de que pudiera añadir algo más, la besó de nuevo, esta vez con mayor fervor, un beso que hablaba de la pasión contenida, de todo lo que no se había dicho en palabras pero que estaba en el aire entre ellos. Sin dejar de besarse, el rey llevó a su esposa de nuevo al prado, extendiéndola sobre la suave hierba bajo el cielo despejado.

El sol brillaba con fuerza ahora, pero el calor no era nada en comparación con el ardor que sentían al estar el uno junto al otro. En ese momento, el tiempo dejó de existir, y solo quedaban ellos, flotando en una burbuja de amor y deseo, lejos de las responsabilidades, lejos del mundo.

Jacaerys, decidido a hacerle sentir todo el amor que le profesaba, la besó nuevamente antes de perderse en la sensación de su cuerpo, mientras la reina respondía con la misma pasión, dejándose llevar por él y por el deseo que crecía entre ellos. Allí, sobre la hierba, en la calidez del prado alejado de todo, hicieron el amor una vez más, una vez más bajo la promesa silenciosa de que nada ni nadie podría romper lo que habían creado juntos.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo con tonos cálidos y dorados, la reina se sentó sobre la cadera de su esposo, su cuerpo desnudo resplandeciendo a la luz del atardecer. Jacaerys la miró, sus ojos llenos de admiración y deseo, pero también con una ternura profunda. La veía como algo sagrado, un tesoro invaluable que tenía en sus brazos, y en ese momento, no deseaba que nada ni nadie los separara.

—Tenemos que irnos —declaró ella con tristeza, sintiendo que la burbuja de su felicidad estaba a punto de romperse.

—Tenemos —respondió él, su voz grave y suave, con una melancolía que coincidía con la de ella. Se sentó, envolviendo a su esposa con sus brazos alrededor de la cintura, acercándola aún más hacia él. Luego, la besó con ternura, como si ese beso pudiera sellar ese momento para siempre.

El silencio se alargó entre ellos, solo roto por el suave susurro de las hojas movidas por el viento, y por un breve instante, parecía que el mundo entero estaba detenido, solo ellos dos existían.

Se pusieron de pie lentamente, ambos conscientes de que el día debía terminar, pero deseando que el tiempo se alargara un poco más. Se ayudaron mutuamente a vestirse, cada uno con una delicadeza y un cariño que reflejaban el profundo amor que compartían. Cuando estuvieron listos, montaron a sus dragones, y partieron hacia Pozo Dragón, donde un carruaje ya los esperaba para llevarlos de vuelta a la Fortaleza Roja.

El viaje fue tranquilo, pero la serenidad del aire no pudo borrar la sensación de que todo estaba a punto de cambiar. Al llegar a la Fortaleza Roja, entraron y caminaron rápidamente por los pasillos, en dirección a la cámara del rey. Allí, los esperaba un baño preparado, listo para librarlos del olor a dragón y, al mismo tiempo, una cena que les aguardaba. Era la última cena sin responsabilidades, el último momento de calma antes de volver al mundo real, el mundo en el que las coronas pesaban sobre sus cabezas.

Jacaerys y Maenyra entraron juntos en la tina, el agua caliente abrazándolos mientras se bañaban mutuamente, con los dedos de ambos recorriendo la piel del otro con delicadeza. Los movimientos eran lentos, casi como un ritual, como si quisieran prolongar cada momento de intimidad antes de regresar a la realidad. El calor del agua y la cercanía de sus cuerpos parecía desvanecer todas las tensiones, dejando solo el amor que compartían.

Una vez terminados, se sentaron a la mesa, ambos totalmente desnudos, pero sin vergüenza. La cena era ligera, pero cada bocado era un acto de comunión entre ellos, un último disfrute antes de que el deber los reclamara de nuevo. Mientras comían, se miraban, y en sus ojos se reflejaba el amor, la gratitud y la tristeza de que su noche llegaba a su fin.

—¿Sabes? —dijo la reina, su voz suave, pero llena de una firme resolución—. Si esta es la última noche de nuestra noche de bodas, quiero disfrutarla al máximo.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó el rey, sus ojos brillando con anticipación, sabiendo que, si algo podía hacerle olvidar el peso de la corona por un momento, era ella. Maenyra tenía una forma especial de hacer que todo lo demás pareciera insignificante.

La reina sonrió, una sonrisa traviesa, y se levantó lentamente. Sus movimientos eran fluidos, sensuales, y con una gracia que hipnotizaba. Comenzó a bailar para él, una danza lenta, llena de insinuaciones y promesas. Sus caderas se movían con suavidad, y su mirada no dejaba de encontrar la de él, desafiándole a acercarse.

Jacaerys no pudo resistir. Se levantó de inmediato, y sin decir palabra, la tomó de la mano, llevándola hacia él. Se unieron en un baile que, aunque no seguía ninguna melodía, parecía estar en perfecta armonía con sus corazones. Sus cuerpos se movían al ritmo de un deseo compartido, mientras sus manos recorrían la piel del otro, buscando la cercanía, el calor que solo se encuentra cuando el amor es tan profundo.

El beso que siguió fue inevitable. El deseo que había crecido en sus corazones durante todo el día estalló en ese momento, llevándolos a la cama. Se tumbó con ella sobre la suave tela, sus cuerpos desnudos y entrelazados, con las sábanas deshechas a su alrededor. Jacaerys besó su cuello, sus hombros, su pecho, mientras Maenyra respondía con la misma intensidad, explorando su cuerpo con manos y labios. Cada beso, cada caricia, era una reafirmación de lo que compartían, algo que solo ellos podían entender.

Sus cuerpos se conocían de memoria, y, a pesar de eso, cada vez parecía que lo redescubrían, como si cada encuentro fuera una nueva promesa de amor y placer. El tiempo se desvaneció, y solo quedaba el fuego que ardía entre ellos, sin prisas, sin preocupaciones. Solo existían el uno para el otro, sumidos en la pasión, el deseo y el amor que nunca dejarían de sentir.

El mas que firme y listo miembro del rey entro en la reina quien lo reibio llena de regocigo por unirse a su esposo una vez mas, los movimientos marcados mientras las manos del rey jugaban con los pechos de la reina, retorciendo sus pezones entre sus dedos como di de jugetes se tratara llenando a la reina de mas placer aun.

Llegaron juntos al orgasmo, pero la reina que era codiciosa cuando del cuerpo de su esposo se trataba no estaba dispuesta a parar, tomo el miembro entre sus labios y llevo al rey a un orgasmo más.

Después, aun con la esencia del rey en los labios, se puso de pie en la cama, dejando que la suave tela de la sábana se deslizara por su piel. Su cuerpo se movía con gracia y desmesurada sensualidad mientras volvía a bailar para su esposo. Cada movimiento era una promesa, un juego que solo ellos comprendían, una danza cargada de una pasión que lo hacía sentirse invadido por el deseo. El ritmo lento y provocador de su baile hacía que su corazón se acelerara, y a medida que su cuerpo giraba y se deslizaba ante él, sentía la necesidad de tocarla, de acercarse más, de no dejar que esa distancia entre ellos existiera ni un segundo más.

El rey observaba con fascinación, incapaz de apartar la mirada de su reina. La veía moverse como si estuviera danzando en un sueño, como si todo lo que existiera en ese momento fuera ella. La seducción en sus ojos, en cada uno de sus gestos, lo volvía loco. Ya no podía soportarlo. No pudo más que suplicar, su voz rasposa, cargada de deseo, llena de anhelo.

—Estas volviéndome loco, Maenyra —dijo, la necesidad en su tono evidente, casi desesperada.

Ella sonrió de manera traviesa, disfrutando del efecto que causaba en él, de la forma en que lo tenía rendido a su voluntad. Su mirada se suavizó, y sin perder el ritmo de la danza, se acercó un poco más, sentándose lentamente en el regazo de su esposo. La cercanía entre ellos aumentaba, y la tensión en el aire se volvía casi insoportable.

—Esa es la idea, mi amor —declaró la reina, con voz suave, pero cargada de un poder que solo ella podía tener, mientras sus dedos rozaban ligeramente su rostro, dibujando suaves trayectorias en su piel.

Maenyra sentada sobre el miembro del rey comenzo a dar pequeños brinquitos, saltos que hacian que sus pechos saltaran al mismo ritmo y que llevaron al rey a prenderse de los pechos de su esposa una vez mas.

—Dime cuánto me deseas, Jace —dijo Maenyra, su voz baja y cargada de deseo, perdida en el éxtasis del momento, mientras sus dedos recorrían lentamente su pecho, como si quisiera marcar cada centímetro de él, cada rincón de su ser. Sus ojos brillaban con una intensidad que desbordaba, y su respiración era profunda, entrecortada por la pasión que compartían.

El rey la miró fijamente, sus ojos reflejando una mezcla de deseo y devoción que solo ella podía inspirar. Cada palabra que salía de sus labios era un testimonio de lo que sentía por ella, de lo que había dado y estaría dispuesto a entregar sin pensarlo dos veces. La tocaba, pero no lo suficiente, siempre deseando más, siempre queriendo estar más cerca de ella, como si su presencia fuera la única que pudiera calmar el fuego que ardía en su interior.

—Maenyra... si para tenerte tuviera que renunciar a mi corona, lo haría, mi amor —declaró el rey con voz grave, llena de una sinceridad que provenía del fondo de su alma. Cada palabra parecía estar cargada de la misma intensidad que el deseo que lo envolvía. No le importaba el poder ni el trono, no cuando estaba frente a ella, cuando ella lo miraba de esa manera, cuando su cuerpo y su alma le pedían solo una cosa: ella. La corona no significaba nada comparado con lo que su corazón sentía por Maenyra.

La reina sonrio ante aquella declaracion y siguio brincando sobre el rey, dandose placer muto hasta que el orgasmo llego, el rey la tendio sobre la cama y comenzo a entrar y salir de ella rapidamente, arrancando gritos de placer de sus labios.

—Jace... —la voz de la reina fue de súplica, cargada de deseo y desesperación. Sus ojos se cerraron un instante, disfrutando del ritmo, pero también anhelando algo más, algo que solo él podía darle. Su cuerpo, envuelto en la ardiente necesidad de él, temblaba ligeramente, y su respiración se volvió más rápida, más profunda, como si las palabras que estaba a punto de decir fueran la única forma de expresar lo que su corazón deseaba.

El monarca no detuvo sus embestidas, moviéndose con una intensidad que reflejaba no solo su pasión, sino también su amor inquebrantable por ella. Sintió el estremecimiento de su cuerpo, vio cómo su rostro se llenaba de una mezcla de éxtasis y ansias, y eso solo aumentaba su deseo por ella. La mirada de Maenyra, perdida en el placer, lo mantenía cautivo, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera ella.

—¿Qué pasa, mi amor? —preguntó Jacaerys, su voz grave, llena de inquietud, pero sin dejar de moverse con ella, sin apartarse ni un momento de su cuerpo, como si su conexión no pudiera romperse por nada en el mundo.

La reina, con dificultad, intentó hablar, su voz entrecortada por la pasión que la consumía. Cada palabra le costaba, pero al mismo tiempo, cada una la acercaba más a lo que deseaba.

—Dame un hijo, Jace... —dijo, su voz suave pero firme, suplicante. Era más que una petición; era un deseo profundo, una necesidad de ver en su futuro un reflejo de lo que compartían, un vínculo aún más fuerte entre ellos. —Dame a nuestro Maegor.

Al escuchar esas palabras, el rey sintió que su corazón latía más rápido, como si las mismas venas que recorrían su cuerpo se conectaran directamente con el deseo que ella había expresado. Maenyra no solo le pedía un hijo, le pedía un futuro juntos, una vida llena de significado, y él no podía negarse a eso. A pesar de todo lo que significaba, de las dificultades que enfrentaban, estaba dispuesto a darle lo que más deseaba.

—Lo haré, mi amor, lo prometo —dijo Jacaerys, con un tono lleno de convicción. No era solo una promesa de concebir un hijo; era una promesa de futuro, de amor, de compartir todo lo que tenía con ella, de darla a su reina todo lo que ella deseaba.

Las embestidas fueron aún más dedicadas tras aquella declaración, llenas de una pasión que no conocía límites. Cada movimiento de Jacaerys parecía intensificar el deseo entre ellos, y el tiempo parecía desvanecerse en una sucesión interminable de sensaciones. Orgasmó tras orgasmo, uno tras otro, hasta que finalmente, agotados pero satisfechos, ambos cayeron rendidos en la cama. El sudor brillaba en sus cuerpos, y la atmósfera a su alrededor se impregnaba con la sensación de haber compartido algo tan profundo que ni las palabras podían capturar.

Con los primeros indicios del amanecer filtrándose a través de las cortinas, la mano del rey viajó lentamente hasta el vientre de su esposa, su gesto suave, pero lleno de ternura. Se entrelazó con la delicada mano de Maenyra en ese lugar, como si el simple contacto entre ellos pudiera transmitir todo lo que sentían, todo lo que deseaban compartir.

—Hay un hijo nuestro en este lugar —declaró el rey, con una sonrisa en su rostro mientras besaba la mejilla de su esposa, un beso cargado de dulzura y amor.

Maenyra lo miró, su expresión ligeramente sorprendida, pero también llena de un amor profundo. Su mente estaba aún envuelta en la calidez de los momentos que habían compartido y aunque ella lo hubiera pedido, la posibilidad de ser madre esta vez propuesta por el hombre al que amaba, de crear una vida con él, le trajo una nueva emoción, un latido diferente en su pecho.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó, su voz suave y curiosa, como si aún no pudiera comprender del todo lo que acababan de compartir.

Jacaerys, sin apartar la mirada de ella, sonrió con una mezcla de satisfacción y amor. Tomó un respiro, su tono grave y seguro, reflejando la certeza que solo él podía tener.

—Maenyra —comenzó Jacaerys, dejando que sus palabras se asentaran entre ellos, como si esa fuera la declaración más importante de todas—. Te he tomado de tantas formas y en tantos lugares esta semana que no hay forma en que no esperes ya a nuestro hijo. Cada momento que compartimos, cada rincón que hemos explorado juntos, nos ha acercado aún más a esta posibilidad.

La reina sonrió con picardía, sintiendo un calor en sus mejillas al recordar todos esos momentos. Cada lugar en el que habían hecho el amor, cada rincón de la Fortaleza Roja y de Dragonstone, parecía estar impregnado de su amor, como si el mismo aire hubiera quedado marcado por su pasión. Cada uno de esos espacios había sido testigo de su conexión, y ahora, al pensarlo, se sentía como si cada uno de esos lugares tuviera vida propia, recordando lo que compartieron, lo que se dieron el uno al otro.

El trono de hierro, tan frío y distante para muchos, para ella había adquirido una nueva esencia. La imagen de su cuerpo sobre él, con Jacaerys cerca, envueltos en el deseo, había transformado ese asiento de poder en algo íntimo, un lugar donde la corona no importaba, donde solo existían ellos. Recordaba la sensación del metal, la dureza del trono, y cómo, en ese momento, todo lo que importaba era la entrega y la pasión que los envolvía. Un símbolo de dominio que había sido transformado por su amor, por su deseo mutuo.

La mesa pintada en Dragonstone, en ese rincón apartado de la fortaleza, también guardaba sus propios recuerdos. Las marcas en la madera, los pequeños detalles de ese lugar, parecían contar una historia que solo ellos comprendían. Sobre esa mesa, compartieron risas, susurros, caricias. Allí, el mundo se reducía a ellos dos, y todo lo demás desaparecía. El frío de la piedra que los rodeaba se desvanecía con cada roce de piel, con cada mirada cargada de promesas.

Y luego estaba el dragón de Jacaerys, ese imponente ser que, aunque solo era un animal, parecía ser un reflejo de la pasión que compartían. Sobre su lomo, el viento les acariciaba la piel mientras volaban por los cielos de Westeros. Aquel prado, donde el sol bañaba su cuerpo y el viento se llevaba todo lo demás, era un espacio donde podían ser libres, donde su amor no tenía barreras. El cielo se convertía en su testigo, el vasto horizonte les ofrecía su silencio mientras sus cuerpos se entregaban con total devoción.

El calor del prado, ese lugar de libertad y deseo, se fusionaba con la inmensidad del cielo, creando una experiencia tan intensa que ningún rincón de Dragonstone o de la Fortaleza Roja podía compararse. Cada lugar, desde el más privado hasta el más expuesto, ahora llevaba consigo un recuerdo imborrable. Y, al pensarlo, Maenyra no podía evitar sonreír, sabiendo que, sin importar cuántos lugares más explorarían, cada rincón de su vida juntos estaría marcado por esa pasión inquebrantable que los unía.

—Tienes razón —concedió Maenyra, su voz cargada de afecto, mientras se inclinaba hacia él para dejar un suave beso en su mandíbula, un gesto de amor tierno, casi reverente.

Jacaerys sonrió, su mirada llena de admiración por la mujer que tenía a su lado. Sabía que cada uno de esos momentos era una construcción de lo que serían, un reflejo de todo lo que podrían llegar a ser. La conexión entre ellos no era solo física; era profunda, espiritual, y eso lo entendía con cada fibra de su ser.

—Ahora vamos a dormir un poco, mi reina —dijo él, su tono suave, pero con la autoridad que siempre ejercía cuando estaba con ella, un líder que, incluso en esos momentos de intimidad, sabía que lo que más deseaba era su bienestar.

—Como mi rey ordene —respondió Maenyra con cariño, una sonrisa en sus labios y los ojos brillando de ternura. Recostándose junto a él, dejó que el peso de sus cuerpos descansara en la cama, disfrutando de la paz que solo su esposo podía ofrecerle. Sus manos entrelazadas, su respiración acompasada, y el suave murmullo del viento matutino fueron los últimos sonidos que escucharon antes de caer en un sueño tranquilo, un sueño que reflejaba la promesa de lo que vendría: un futuro juntos, un futuro con un hijo de ambos.

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