La ira de la reina

La reina Baela había decidido organizar una reunión con las damas de la corte, un evento que solía celebrarse para mantener las apariencias de unidad en el círculo más cercano al trono. Era una ocasión para tomar té, charlar sobre trivialidades y mostrar los mejores atuendos que cada dama podía ofrecer, un espacio donde las mujeres podían demostrar su estatus y virtudes. Sin embargo, para Maenyra, esa ocasión se había convertido en un ejercicio de humillación y sumisión. Aunque Baela, como reina, la consideraba la única dama de honor digna de estar a su lado, muchos decían que era más apropiado llamar a Maenyra "la esclava de la reina", ya que esta jamás le había brindado el respeto que su posición exigía. En ocasiones como aquella, Baela se encargaba de recordarle que, aunque fuera una princesa, su vida estaba determinada por las órdenes de la reina, que no vacilaba en forzarla a cumplir con las tareas más humillantes.

La relación entre ambas mujeres era tensa y cargada de resentimiento, al menos por parte de la reina. Aunque los lazos familiares las unían, el odio que crecía en la reina por Maenyra era tan profundo como el mar, alimentado por la rivalidad y las inseguridades que la princesa proyectaba en la reina 

Baela, como reina, exigía un respeto absoluto, respeto que desde que esa mujer había llegado a su vida su esposo no le brindaba, de todos aquellos que estaban cerca de ella. Su ego, construido sobre el poder y la corona, no toleraba la mínima falta de sumisión.

Maenyra, atrapada en su posición de princesa sin poder real, a pesar de todo, se aferraba a las pocas alegrías que tenía y aceptaba de buen grado su lugar en la corte, cumpliendo con las obligaciones impuestas por el protocolo y soportando sin queja las humillaciones que la reina le imponía.

Aquella tarde, sin embargo, la princesa se veía particularmente hermosa. Maenyra estaba más radiante que de costumbre, un brillo especial que no pasaba desapercibido entre las cortesanas. Llevaba un vestido sencillo de un suave rosa claro, que resaltaba aún más la elegancia de su figura. El tono del vestido contrastaba con la frialdad del salón, donde las risas nerviosas de las damas apenas cubrían la incomodidad del momento. Su cabello plateado, siempre impecable, caía en ondas libres sobre sus hombros, reflejando la luz del sol que se filtraba a través de los altos ventanales. Aunque su semblante era sereno, con un aire de quietud en su rostro, algo en su porte delataba que había encontrado una pequeña paz en su tormentosa vida. Esa paz provenía de las largas horas de conversación que había compartido la noche anterior con el rey Jacaerys. Aunque jamás habían cruzado una línea inapropiada, sus charlas nocturnas se habían convertido en un refugio para ambos. Para Maenyra, representaban un bálsamo en la soledad que sentía en la corte, mientras que para Jacaerys, un alivio frente a las interminables responsabilidades que cargaba como rey y esposo.

Mientras la princesa servía té a la reina, el ambiente se tensó aún más. Un momento de torpeza desató la tormenta. Al extender la taza hacia Baela, unas gotas del líquido oscuro escaparon de su borde y cayeron sobre el regazo de la reina, dejando una mancha visible en el delicado brocado de su vestido. Un golpe que fue tan sutil, pero tan cargado de consecuencias.

—¿Eres estúpida, Maenyra? Mira lo que has hecho —exclamó la reina, su voz afilada como un cuchillo, cortante en la quietud del salón. El eco de su furia reverberó en las paredes, como una daga lanzada al aire.

El rostro de Maenyra se tiñó de vergüenza, y bajó la cabeza en un gesto de sumisión, aunque en su interior las emociones hervían. A pesar de todo, no reaccionó, y la calma que emanaba de su postura parecía más una muralla que una aceptación. Se quedó quieta, con la espalda recta, buscando un equilibrio en su tormenta interna.

—Mis disculpas, mi reina —respondió, con un tono bajo, pero claro, con la voz temblando solo ligeramente.

—No hay disculpa que valga —replicó Baela, su mirada llena de furia y desprecio. El desprecio no solo era hacia Maenyra, sino también hacia sí misma, por tener que compartir el mismo espacio con alguien a quien veía como una amenaza.

Los murmullos entre las damas presentes se transformaron en risitas contenidas, algunas risas suaves, otras más abiertas. Muchas disfrutaban con malicia el espectáculo, pues sabían que la reina, con su temperamento impredecible, podía desatar una tormenta en cualquier momento. Las miradas cómplices entre las cortesanas dejaban claro que la humillación de Maenyra era, para ellas, un espectáculo bienvenido, pues ninguna de ellas tenía la gracia ni el poder que la princesa proyectaba con su sola presencia.

En ese instante, una idea cruzó la mente de la reina. Desde que la princesa había regresado de Dorne, hacía años ya, la mera presencia de Maenyra le resultaba una tortura. En ese momento, Baela se sentía más que justificada al humillar a la princesa, al recordar los viejos rencores que la atormentaban. Esta era su oportunidad para torturarla, para hacerla pagar por lo que representaba, por ocupar el lugar que por derecho era suyo en la mente y el corazon de  Jacaerys.

Baela, con una sonrisa cruel en el rostro, se volvió hacia los guardias que custodiaban el salón, que hasta ese momento se habían mantenido al margen de la conversación, pero ahora, al ver la mirada fulgurante de la reina, sabían que debían actuar.

—Guardias, llévense a esta inútil y denle diez azotes. Que pase la noche en los calabozos —ordenó, su voz fría y autoritaria, como un látigo.

Los hombres intercambiaron miradas de incertidumbre. Castigar físicamente a una princesa, aunque fuera por orden de la reina, era una decisión que podría desatar problemas. Pero más allá de la preocupación por las consecuencias, estaba el profundo respeto y aprecio que los guardias sentían por Maenyra. A diferencia de muchos nobles que trataban a los soldados con desprecio o indiferencia, la princesa siempre se había dirigido a ellos con amabilidad. Era conocida por recordar los nombres de los hombres que custodiaban su puerta, por preguntarles por sus familias y ofrecerles palabras de gratitud cuando cumplían con su deber. Pero la expresión helada de Baela los obligó a obedecer, aunque a regañadientes.

Antes de que pudieran actuar, Maenyra alzó el rostro, y su mirada desafiante se clavó en la de la reina. No se dejó intimidar.

—Esto no me hará menos princesa... Prima —dijo, con voz firme y tranquila, a pesar de la creciente tensión en el aire.

Aquella respuesta encendió aún más la ira de Baela, quien se levantó de su asiento de golpe y cruzó el espacio que las separaba. La distancia entre ambas desapareció en un instante, y, sin previo aviso, su mano abierta impactó contra el rostro de Maenyra. El sonido seco del golpe resonó en la sala, como un estallido que marcó el punto de no retorno. La princesa cayó al suelo, y uno de los guardias trató de ayudarla, pero fue detenido por la mirada fulminante de la reina.

—¿Qué es esta insolencia? —gritó la reina, su rostro enrojecido por la furia. — Que sean veinte azotes.

—¿Es que la reina no fue clara? —Lady Rhaena, la hermana de la reina, intervino con una voz tan maliciosa como la de su hermana—Cumplan con lo que se les ha ordenado.

La atmósfera en el salón se volvió opresiva. Incluso los guardias, que habían intentado mantenerse neutrales, sintieron cómo la injusticia de la situación les carcomía el alma. El jefe de la guardia apretó los labios, incapaz de ocultar su malestar, mientras algunos soldados apartaban la mirada, incapaces de observar la humillación de la princesa a la que tanto respetaban. Aun así, seguían las órdenes, pues su lealtad al trono no les permitía hacer otra cosa.

Maenyra, con una dignidad que sorprendió a todos, se puso de pie sin ayuda y caminó por su cuenta hacia el patio de torturas. Su porte, altivo a pesar de la humillación, fue una muestra de su fortaleza interior, como si cada paso fuera una victoria en sí misma.

El patio de torturas, rodeado por altos muros de piedra oscura, había sido testigo de innumerables sufrimientos a lo largo de los años. Allí, bajo la mirada impasible de algunos testigos, Maenyra fue obligada a quitarse su vestido, quedando únicamente con un camisón blanco, delicado y semitransparente. El aire frío de la noche se coló por la delgada tela, erizando su piel y recordándole la vulnerabilidad de su posición, pero también su resistencia.

El verdugo, un hombre corpulento de rostro adusto, tomó posición con el látigo en mano. Sin preámbulos, el cuero cortó el aire y cayó sobre la espalda de la princesa. El primer golpe la hizo arquearse involuntariamente, pero no emitió sonido alguno. A pesar del dolor, comenzó a contar en voz alta, con los dientes apretados para ocultar el dolor.

—Uno —dijo, con la voz tensa, mientras su espalda se tensaba como un resorte.

El segundo golpe fue aún más fuerte, y el camisón, incapaz de resistir el impacto, comenzó a desgarrarse. La piel de Maenyra pronto se tiñó de rojo, y cada nuevo golpe arrancaba pequeños jadeos ahogados de sus labios. Su voz, aunque temblorosa, siguió contando, sin dejar de mostrar la fortaleza que la caracterizaba.

—Dos... Tres...

La sangre empezó a teñir la tela de su camisón, pero ella no dejó de contar, como si cada número fuera una afirmación de su dignidad. Los golpes eran secos y profundos, y el dolor era una carga insoportable que recorría su cuerpo en cada latigazo. A pesar de los intentos del verdugo por acelerar la tortura, Maenyra no cedió. La tensión en su cuerpo creció con cada golpe, y su mente comenzó a nublarse por el dolor, pero nunca dejó de contar.

—Ocho... Nueve...Diez

Con el castigo por la mitad la atmósfera en el patio de torturas era tensa, y los guardias, con el rostro impasible, seguían el mandato sin cuestionarlo. Sin embargo, en el silencio pesado de la noche, uno de ellos, el jefe de la guardia se atrevió a mirar a Maenyra con una expresión de dolor y preocupación. A su lado, varios de los soldados intercambiaron miradas, todos compartían el mismo sentimiento de desdén por lo que estaba sucediendo, aunque sabían que no podían intervenir.

—Mi princesa... —dijo uno de los guardias, con voz baja, mientras su mirada se dirigía al verdugo—. Si nos lo permites, podríamos tomar nosotros el castigo. Permítenos ser los que sufran en tu lugar.

Los otros guardias, aunque con la misma sensación de malestar, asintieron en silencio. No solo respetaban a Maenyra, sino que la admiraban profundamente por su dignidad. La princesa, sin embargo, no desvió la mirada, aunque el sufrimiento que comenzaba a mermar su cuerpo era evidente.

Maenyra, con voz firme, respondió sin titubear, a pesar del dolor que la envolvía.

—No... No permitiré que se derrame su sangre por un capricho de la reina, este es mi castigo y lo voy a tomar—En el fondo de su corazón Maenyra sentía que merecía aquel castigo, después de todo ella deseaba profundamente al esposo de la reina.

Su respuesta, llena de fuerza, dejó a los guardias en silencio. Nadie más se atrevió a hablar. El único sonido que llenaba el aire era el crujido del látigo al caer sobre su espalda. El dolor era insoportable, pero la princesa mantenía su postura, con la mirada fija en el horizonte, como si al mirar algo más allá del sufrimiento, pudiera encontrar su fuerza.

El tiempo parecía detenerse. Cada golpe era un recordatorio de su vulnerabilidad, pero también de su resistencia. Las heridas en su espalda ya eran visibles, un mapa de sufrimiento, pero Maenyra mantenía la calma.

Cuando el vigésimo golpe cayó, la princesa no pudo mantenerse en pie por más tiempo. Sus rodillas se doblaron y cayó al suelo, exhausta y cubierta de sangre. El aire frío la rodeaba, pero no le importaba. Con el cuerpo destrozado y la dignidad intacta, Maenyra se aferró a su propia fortaleza.

—Esto es suficiente —ordenó el jefe de la guardia, su voz cargada de firmeza—. No podemos permitir que pase la noche en una celda, no se humillara de esa manera a una princesa.

Enviaron a buscar a Karmina, la doncella personal de Maenyra, quien llegó rápidamente al lugar. Al verla, cubierta por la capa de un guardia y con el camisón destrozado, Karmina no pudo contener las lágrimas.

—Mi señora... —susurró, mientras ayudaba a la princesa a levantarse, su voz temblorosa con la angustia acumulada.

Con cuidado, escoltaron a Maenyra hasta sus aposentos. Una vez allí, Karmina limpió las heridas de su espalda con manos temblorosas. Cada contacto con el ungüento hacía que Maenyra tensara los músculos, pero no emitió queja alguna. Cuando finalmente quedó arropada, su respiración se volvió más pausada, y el agotamiento la sumió en un sueño profundo, una calma que parecía huir de su alma.

Horas más tarde, Jacaerys entró silenciosamente en la habitación, como siempre, para hablar con Maenyra. Pero al verla dormir, decidió no despertarla. Se acercó con cuidado, observando su rostro pálido y su cabello desordenado.

Acarició su cabello con infinito cariño y acercó sus labios a su mejilla.

—Duerme bien, mi princesa —Un "te amo" se atoro en la garganta del rey, la culpa nunca lo dejaría confesar sus verdaderos sentimientos.

Giró la cabeza y dejó un beso en su cabello dorado. Buscó en la habitación y encontró tinta y papel.

"Mañana no podremos vernos J.T."

Dejó la nota en la mesilla de noche de la princesa y salió de la habitación.

La imagen de Maenyra quedó grabada en su mente mientras regresaba a su alcoba, preguntándose qué sería de él sin ella, aun con el amor que sentía por su hija y el cariño que tenía por su esposa. Maenyra era, sin duda, su ancla a tierra, ella le ayudaba a no perderse en la crueldad que la pérdida de su familia había sembrado en su corazón. Maenyra, con su sonrisa dulce y ojos soñadores, le regresaba algo de la humanidad que pensaba que había perdido en el gaznate

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