El nacimiento del príncipe Maegor

Habían pasado exactamente tres semanas desde que la reina finalmente dejó sus aposentos del rey, y un mes desde la boda, el momento en que se selló su unión con Jacaerys. Maenyra había comenzado a asumir sus nuevas responsabilidades con la solemne dignidad de la esposa del rey, aunque no sin cierta incomodidad. Las sonrisas de la corte, las conversaciones vacías llenas de alabanzas, y la constante atención que recibía le resultaban opresivas. Pero lo que más la desconcertaba era la hipocresía que impregnaba esos elogios, sabiendo que, unos meses antes, las mismas mujeres que ahora se deshacían en alabanzas por ella, habían sido testigos de la humillación que sufrió a manos de la fallecida reina Baela. La corte era un lugar extraño para Maenyra, y aunque se había acostumbrado a las normas y protocolos, a menudo sentía que no pertenecía allí.

Su refugio, su única paz, estaba en el cuarto del pequeño Daemon. Tal vez no era su hijo, pero era el hijo de Jacaerys, el hijo del hombre al que amaba con toda su alma. Y eso, más que nada, era suficiente para que ella lo amara profundamente. Cuando no podía soportar más las presiones de la corte, se escapaba a ese cuarto pequeño y lleno de inocencia, donde podía sentir que todavía tenía algo puro por lo que valía la pena luchar. El niño era su conexión con él, una pequeña parte de su amado Jacaerys que la mantenía con vida en medio de la tormenta de su mundo político y familiar.

Esa tarde, después de haber terminado de dormir al pequeño heredero, Maenyra se sintió un poco más tranquila. El niño estaba bien, y aunque el peso de sus pensamientos la oprimía, había algo reconfortante en el ritmo tranquilo de la vida del niño. Pero de repente, mientras se levantaba de la cama para abandonar la habitación, un mareo repentino la sorprendió. El mundo pareció desvanecerse bajo sus pies. Una oleada de náuseas y vértigo la hizo caer al suelo. Karmina, su fiel dama de compañía, la encontró al instante, y con rapidez, llamó a los guardias que la trasladaron de vuelta a su habitación. Maenyra estaba demasiado débil para protestar, y pronto se encontró recostada en su cama, con el maestre examinándola con cuidado y preocupación en su rostro.

La reina se removió incómoda bajo las sábanas, mientras el gran maestre realizaba su revisión. El aire en la habitación se sentía pesado, y aunque no mostraba signos de pánico, Maenyra no pudo evitar sentirse intranquila.

—Llamen al rey —dijo el maestre finalmente, su tono serio, mientras retiraba sus manos con cautela de su abdomen.

—¿Qué pasa? —preguntó Maenyra, su voz apenas un susurro, temiendo lo peor. El maestre la miró con gravedad, sin querer dar una respuesta directa.

—Mi reina, esta es una noticia que debe saber nuestro rey. —El maestre se giró, y con un gesto imperioso, ordenó a Karmina que saliera rápidamente.

Karmina, con la rapidez que la situación exigía, salió corriendo de los aposentos de la reina y fue a buscar al rey Jacaerys. El monarca, que estaba ocupado en su estudio, dejó de trabajar y con un semblante de fingida calma en su rostro, salió hacia los aposentos de Maenyra. Sabía que algo debía haber sucedido, pero aún así trataba de no mostrar ninguna emoción visible. Mientras caminaba, Karmina le explicó lo que había sucedido con la reina y la situación parecía más grave de lo que había anticipado.

—Maestre —la voz de Jacaerys resonó con fuerza en la puerta de los aposentos de la reina, mientras atravesaba el umbral con paso firme.

—Jacaerys —dijo Maenyra con una sonrisa que no pudo ocultar, a pesar de su debilidad. Ver a su esposo la tranquilizó más de lo que hubiera esperado. Los ojos de él, siempre tan decididos y firmes, eran ahora un reflejo de preocupación.

—¿Qué le pasa a la reina? —preguntó él, sin dejar de mirarla, su tono cargado de una ansiedad que no podía disimular.

—Nada grave, mi rey —respondió el maestre, su tono relajado, pero sin ocultar la importancia de lo que había descubierto—. La reina Maenyra está embarazada.

El silencio llenó la habitación por un momento, y luego, como si el aire mismo hubiera cambiado, Jacaerys se acercó rápidamente a la cama. El rostro del rey se iluminó, su semblante de preocupación dio paso a una sonrisa que jamás habría imaginado ver en su rostro tan sereno.

—Regalen oro en las calles —ordenó el rey de inmediato, su voz llena de gozo. No había duda de que esa noticia era la que tanto había deseado escuchar. Era el principio de un futuro lleno de esperanza, un futuro que él había soñado durante mucho tiempo.

Todos los presentes en la habitación fueron enviados a salir, y solo entonces, Jacaerys se acercó a la cama de su esposa, con ternura. Besó su mano, luego su rostro, y finalmente sus labios. La habitación quedó sumida en un silencio lleno de cariño, mientras él continuaba besando su rostro y su vientre con una devoción que dejaba claro cuánto la amaba.

—Te dije que no tardaría en tener un hijo mío —dijo el rey, su voz llena de satisfacción, mientras besaba suavemente el abdomen de Maenyra, el mismo que ahora albergaba a su futuro heredero.

La noticia de este embarazo se esparció rápidamente por toda la ciudad, y en King's Landing, el pueblo celebró con alegría. La gente llenó las calles de gritos de felicidad, regalando oro y banquetes en honor a la nueva noticia, al igual que lo harían para un triunfo de guerra. Los rumores comenzaron a extenderse, y los habitantes de la ciudad veían cómo la dinastía Targaryen parecía más fortalecida que nunca.

El rey, sin embargo, no perdió el tiempo. Sabía que este era el momento perfecto para alejarse de la corte y encontrar algo de paz, al menos por un tiempo. Recordando los sueños con los que los dioses lo bendijeron, deseaba que su primer hijo con Maenyra naciera en Dragonstone. Antes de que viajar se volviera imposible debido al avanzado estado de embarazo de su esposa, ordenó que se preparara todo para el viaje.

Jacaerys y Maenyra se prepararon para salir, mientras las pertenencias del rey y la reina se enviaban por el mar hacia Dragonstone. El rey y su esposa volaron hacia su destino en Tempestad Carmesí, el imponente dragón negro de Jacaerys, cuya presencia oscurecía el cielo mientras volaba por encima de la ciudad. Justo detrás de él, Silverwin, el dragón de la reina Maenyra, volaba con igual majestuosidad, siguiendo a su compañero de vuelo. A su vez, Silverwin protegía a su jinete, manteniendo un ojo vigilante sobre el entorno mientras el viaje se desarrollaba, llevando a la reina y al rey hacia su destino, hacia el futuro que, por fin, parecía estar a su alcance.

Los meses en Dragonstone transcurrían tranquilos, un remanso de paz lejos de las intrigas y las hipocresías de la corte. Maenyra se sentía afortunada de poder disfrutar de largos paseos por la playa, siempre acompañada por su esposo y su pequeño bebé. El rey Jacaerys y ella compartían la dicha de ver cómo el vientre de Maenyra crecía día tras día, un recordatorio tangible de la vida que crecía en su interior. A menudo se detenían, tomados de la mano, para sentir los suaves movimientos del niño, un pequeño milagro en cada patadita.

Era una noche tranquila, sin viento, cuando Maenyra despertó abruptamente. Un dolor agudo recorrió su vientre, haciéndole morderse el labio para evitar el grito.

—Jace... —susurró entre dientes, temblando de dolor—, el bebé ya viene.

El rey se despertó de inmediato, su rostro marcado por la preocupación. Sin pensarlo, saltó de la cama y llamó apresuradamente a las parteras y maestres, sabiendo que el momento había llegado. En pocos minutos, la habitación se llenó de figuras apresuradas y serias.

El maestre llegó rápidamente al lado del rey, pero su mirada fija en Maenyra no pasó desapercibida.

—Majestad —comenzó el hombre, sin perder la compostura—. Será mejor que salga, es mejor que esté fuera mientras trabajamos.

El rey no tardó en hacer valer su autoridad.

—Nadie va a tocar a mi esposa si no estoy yo presente —dijo con voz firme, mientras se inclinaba hacia Maenyra y le apretaba la mano, buscando transmitirle algo de calma en medio del dolor. Besó suavemente su frente, limpiando el sudor que perlaba su piel.

Las parteras comenzaron a dar instrucciones a la reina, que aferraba con fuerza la mano de su esposo, entrecerrando los ojos por el dolor. Jacaerys permanecía a su lado, inquebrantable, ayudándola a respirar mientras secaba el sudor que le caía por la frente con un pañuelo. Cada nueva contracción hacía que Maenyra se tensara, pero él estaba allí, inquebrantable.

—Me duele, Jace... —Maenyra sollozó, su voz rota por la tensión—. No puedo hacerlo.

El dolor era insoportable, y aunque sus palabras estaban llenas de temor, el rey no dudó en calmarla con su voz suave pero llena de determinación.

—Claro que puedes, mi amor —le dijo, con una sonrisa que intentaba tranquilizarla—. Eres un dragón, ¿lo recuerdas?

De fondo, la voz de Silverwing, el dragón de Maenyra, resonó en la distancia, un rugido profundo que parecía reflejar el dolor de su jinete. Pero Maenyra se aferró a su esposo, encontrando consuelo en su abrazo.

—Ya veo la cabeza, mi reina, falta poco —dijo la partera más experimentada, su tono profesional pero suavemente alentador.

El tiempo parecía dilatarse mientras las horas pasaban y Maenyra luchaba contra el dolor. A medida que el bebé se acercaba al mundo, su cuerpo se tensaba con cada empuje, pero la presencia de Jacaerys, su mano fuerte y cálida, le daba algo de paz en medio del caos. El sonido de las olas rompiendo contra las rocas de Dragonstone era la única calma que podían encontrar en ese momento, un recordatorio de que la vida continuaba más allá de las paredes del castillo.

Finalmente, después de horas de esfuerzo y agotamiento, la partera experimentada dio la última señal de que el bebé había llegado.

—Un varón —anunció, sosteniendo al recién nacido en sus brazos, con una mirada de orgullo y satisfacción.

Las parteras trabajaron rápidamente, limpiando al pequeño y asegurándose de que estuviera bien antes de entregarlo a Maenyra. Con manos temblorosas, la reina extendió los brazos, deseosa de sostener a su hijo, su pequeño Maegor. Cuando el niño fue colocado en su regazo, Maenyra lo miró, exhalando un suspiro de alivio y amor.

—Maegor —murmuró con una sonrisa extenuada, mirando el rostro de su hijo, ese pequeño ser de cabello castaño y ojos violetas que ya comenzaba a mostrar una conexión profunda con su madre.

Las parteras se apartaron, respetando el momento entre madre e hijo. Jacaerys observó todo desde un costado, con la emoción desbordando su pecho.

—Dejenos —ordenó el rey con suavidad, y los sirvientes y maestres se retiraron de la habitación, dejando a la familia en su intimidad.

La habitación quedó en silencio, solo roto por el susurro de los respiraciones de los nuevos padres y el llanto suave del bebé. Jacaerys se acercó a su esposa, envolviendo su brazo alrededor de su cintura, y recargando su espalda en su pecho. Sentía el calor de ella, la suavidad de su piel aún perlada de sudor. Era un momento perfecto, aunque lleno de esfuerzo.

—Es perfecto —dijo Maenyra, con los ojos brillando al ver a su hijo en sus brazos, admirándolo con una mezcla de asombro y amor infinito. El niño tenía el cabello oscuro, suave como seda, y esos ojos que ya prometían sabiduría.

—Es nuestro —declaró el rey, su voz llena de una felicidad profunda. Besó la frente de su esposa con ternura y luego acarició suavemente la mejilla regordeta de su hijo. Cada caricia parecía un susurro de promesas para el futuro de su familia, un futuro que, por fin, se había hecho realidad.

En la tranquila habitación de Dragonstone, la vida había cambiado de una manera irrevocable. El bebé Maegor había llegado al mundo, y con él, el amor entre Maenyra y Jacaerys se había fortalecido aún más.

Fue así como, en el primer día de la primera luna del año 139 D.C., nació el esperado hijo del rey Jacaerys I Targaryen y su reina Maenyra Targaryen. Un hijo con el que el rey había soñado durante más de seis largos años, desde aquel momento en que vio a Maenyra entrar en el salón del trono.

Al día siguiente, el príncipe Daemon, con poco más de un año de edad, exigía conocer a su hermano. Su voz, aún infantil, resonaba con una curiosidad natural, ansioso por acercarse al niño que había llegado al mundo y que, de algún modo, cambiaría la dinámica de la familia. El rey Jacaerys, con una sonrisa llena de ternura, lo levantó en sus brazos y lo acercó a la cuna de Maegor. Mientras observaba al hijo de la fallecida Baela junto a su propio hijo, el corazón de Maenyra se contrajo de una forma que le dolió más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Era un dolor sutil, pero profundo, como un agujero en su pecho. Maenyra, al mirarlos, descubrió una verdad que la dejó sin palabras: a pesar de todo su esfuerzo, de todo su amor por Jacaerys y su deseo de aceptar a todos sus hijos por igual, nunca podría amar a Daemon con la misma intensidad con la que amaba a su hijo Maegor. No importaba lo que intentara, el amor que sentía por Maegor era irremediablemente distinto, como si un vínculo invisible y más profundo lo uniera a ella, algo que no podía compartir con Daemon, aunque lo deseara.

La reina podía jurar por su vida misma que amaba a Daemon. Sabía que era hijo de Jacaerys, su rey, su compañero, y que, aunque Baela ya no estuviera, el niño era una parte de su historia. Pero al mirarlo, una copia exacta de su madre, Baela, con esos ojos tan brillantes, tan familiares, algo en su pecho se resistía. El amor por Maegor, el amor por su hijo recién nacido era puro y sencillo, un amor que había crecido dentro de ella desde el primer momento en que lo sintió en su vientre. Pero por más que lo intentara, no podía pensar en Daemon de la misma manera.

La culpa se instaló en su alma. Maenyra se sentía una traidora, una madre que no podía brindar el mismo amor incondicional a todos sus hijos. Sabía que Daemon no era responsable de lo que su corazón sentía, que él no tenía culpa de que el amor que ella sentía por él estuviera teñido por el dolor del pasado. Pero no podía evitarlo. Al verlo, era como si cada vez que miraba esos ojos, tan similares a los de Baela, su corazón se cerrara un poco más, como si no pudiera superar la sombra de su memoria.

—Mamá —, escuchó la vocecita de Daemon, y su atención se desvió inmediatamente hacia él. Maenyra se giró con rapidez, como si el sonido de su nombre le hiciera despertar de su ensoñación, de esa angustiosa lucha interna que llevaba consigo. El niño, con sus pequeñas manos extendidas hacia ella, esperaba ser tomado en brazos, buscando el calor y la seguridad que su madre ofrecía. La reina no dudó ni un segundo en obedecer su petición. Con un suspiro, lo levantó en sus brazos, sus manos rodeando su pequeño cuerpo. Lo sostuvo con cariño, con un amor que, aunque no alcanzaba las alturas que sentía por Maegor, era sincero. Sin embargo, ese amor estaba marcado por una culpa tan amarga que casi la asfixiaba.

Mientras sostenía a Daemon, Maenyra no podía evitar mirar a Jacaerys, que, con una sonrisa de orgullo, sostenía a Maegor. El bebé lloraba suavemente, como pidiendo a su madre. Era el momento de alimentarlo, el momento de sentir a su hijo cerca, de alimentar no solo su cuerpo, sino también el lazo que los unía. Y en ese instante, Maenyra solo deseaba tener a Maegor en sus brazos. Ese deseo la golpeó con una intensidad que la hizo sentir aún más culpable, como si estuviera traicionando a Daemon, a Jacaerys, a ella misma.

Con un suspiro cargado de dolor, Maenyra le dio un beso en la cabeza a Daemon y, con el corazón lleno de una contradicción aplastante, pidió que le trajeran a su hijo. Jacaerys, comprendiendo en silencio la necesidad de su esposa, asintió y, con una mirada suave, envió a Daemon con sus niñeras para que la reina pudiera tener el momento que tanto anhelaba con Maegor.

—Maenyra—El rey llamó a su esposa mientras la observaba amamantar a su hijo, el pequeño Maegor, que descansaba tranquilamente en sus brazos. La reina, con los ojos llenos de ternura, veía a su hijo mientras lo alimentaba, pero algo en la atmósfera había cambiado. El rey, al verla tan absorta en su tarea de madre, entendió que su corazón también estaba dividido de una manera que no había anticipado.

—No espero que ames a Daemon como sé que amarás a Maegor—dijo Jacaerys, con una mirada profunda que reflejaba una mezcla de comprensión y preocupación. Sus palabras eran suaves, pero llenas de una verdad que ambos conocían muy bien.

Maenyra, sorprendida por las palabras de su esposo, levantó la mirada y se encontró con los ojos de Jacaerys. En esos ojos no había reproche, solo una silenciosa aceptación de lo que su corazón ya sabía. La reina trató de contener las lágrimas que se acumulaban en sus ojos, pero al escuchar las palabras de su amado, algo dentro de ella se quebró.

—Jacaerys—dijo ella, su voz apenas un susurro, cargada de dolor y de amor. La culpa seguía latente, una sombra que no podía disiparse. Los ojos de la reina se llenaron de lágrimas que caían lentamente sobre sus mejillas, revelando la lucha interna que había estado librando en silencio.

Jacaerys la miró, sin decir una palabra más, pero su mirada hablaba por él. Él la conocía demasiado bien, sabía que el amor que ella sentía por Maegor era incondicional, y que la distancia emocional con Daemon no era algo que ella eligiera. A veces, el corazón simplemente no podía forzarse a seguir caminos que no estaba preparado para recorrer.

—Está bien, Daemon es hijo de Baela y mío, no tuyo, mi amor—expresó el rey con suavidad, sus palabras buscando no solo liberar a Maenyra de la carga de la culpa, sino también darle un espacio para respirar. Sabía que no podía esperar que su esposa sintiera por Daemon lo que sentía por Maegor. Y lo entendía.

La reina cerró los ojos un momento, respirando profundamente. Las palabras de Jacaerys, aunque llenas de comprensión, no pudieron calmar por completo el remordimiento que la envolvía. A pesar de que su esposo le daba permiso para sentirse de la manera en que lo hacía, ella seguía siendo su propia enemiga, culpándose por un amor que no podía controlar.

—Daemon es mi hijo, Jace, yo lo he cuidado desde que nació—dijo Maenyra, con la voz quebrada, pero firme. Sabía que lo había aceptado en su vida desde el principio. Aunque el amor que sentía por él no era el mismo que por Maegor, nunca lo había rechazado. Había sido su madre desde el primer día que el niño había llegado al mundo, y su corazón lo había acogido con la misma dedicación con la que cuidaría a cualquier otro hijo suyo.

—Y yo te amo por decir eso—declaró Jacaerys con una sonrisa sincera. Sus palabras fueron un bálsamo para el alma de Maenyra, que sentía que su amor por Daemon siempre estaría marcado por una sombra que no podía controlar. Sin embargo, al escuchar a Jacaerys, comprendió que él no la veía como una madre imperfecta, sino como una mujer que hacía lo mejor que podía en circunstancias difíciles.

Jacaerys sabía que el amor que su esposa sentía por Daemon, aunque verdadero, no era el mismo que el amor por Maegor. Sabía, además, que si alguna vez el amor que Maenyra sentía por su hijo recién nacido se enfrentaba al que sentía por el hijo de su anterior esposa, el amor por Maegor ganaría sin duda. Maegor era el hijo de ambos, el futuro del reino, y el vínculo que existía entre madre e hijo era tan fuerte, tan profundo, que nada podría destruirlo.

Y aunque él deseaba que Maenyra pudiera amar a Daemon con la misma intensidad, Jacaerys entendía que no se podía forzar el corazón. Lo que importaba era que Maenyra amaba a Daemon, a su manera, y que ella lo había aceptado en su vida con un amor lleno de dedicación, incluso si no era el amor absoluto que sentía por Maegor. La culpa que ella sentía era natural, pero no necesitaba cargar con ella por más tiempo. Lo que ellos tenían era suficiente, y juntos sabían que, aunque las sombras del pasado seguían presentes, su familia seguiría adelante, unida.

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