Capitulo XIII

Los días eran largos y tormentosos; el rey los pasaba en sus aposentos con su esposa. Por primera vez desde que había tomado el trono, dejó el reino en manos de su mano, y se dedicó enteramente a su esposa e hijo.

El recién nombrado heredero había dejado de entrenar, con permiso del rey, para estar al lado de su madre.

El gran maestre, justo como había prometido, con cada luna la reina se debilitaba, pero los esfuerzos no se detenían; había días incluso en los que Maenyra lograba salir a caminar por largas horas al jardín.

Cuando esos días llegaban, el corazón de Jacaerys brillaba de alegría y se llenaba de esperanzas, solo para que días después la reina se debilitara más y pasara días en cama.

Las lunas pasaban una tras otra y no había ninguna mejora en la reina; con cada luna que pasaba, la agonía de la reina se alargaba y el rey se alejaba más de sus responsabilidades.

Cuando la reina tenía 6 meses en cama, se había deslindado totalmente del gobierno, dejando a su hermano Aegon como regente y a su hermano Viserys, que al fin había decidido dejar de viajar como mano del rey.

Los hermanos aceptaron con humildad y respeto sus cargos, orando para que Maenyra se recuperara.

—Issa jorrāelagon.

<<Mi amor>>

El rostro de la reina se iluminó y sonrió tanto como el dolor le permitía al ver a su esposo.

—Issa Dārys

<<Mi rey>>

El rey extendió un pedazo de pergamino a su esposa.

—Léelo para mí—Pidio la reina sabiendo que era un poema que su esposo habia escrito para ella.

Los ojos del rey se abrieron dubitativos, pero si su esposa moría, él no le negaría nada, no, ya había perdido demasiado tiempo negándole cosas a su amor.

"Bajo la luna de plata, tu risa canta,un himno que disipa la sombra y la pena.Maenyra, mi sol, mi estrella encantada,en tu mirar se esconde la esencia serena.

Tu cabello, oro en llamas, danza en el viento,como olas que acarician la espuma del mar.Tu sonrisa, Maenyra, es mi juramento,mi reino, mi corona, mi único altar.

A través del caos, del fuego y la guerra,mi corazón clama solo por tu nombre.Que los dragones ardan, que tiemble la tierra,mi amor por ti, Maenyra, nunca se esconde.

En el cielo oscuro, tú eres mi aurora,la promesa del alba, la luz que me guía.Eres la reina que mi alma atesora,la razón por la cual mi pecho respira.

Juro ante los dioses y el fuego ancestral,que mi amor por ti nunca hallará final.Eres mi destino, mi fe verdadera,mi Maenyra, mi reina, mi vida entera.".

Los ojos de la reina se llenaron de lágrimas mientras escuchaba las palabras que su amado habia escrito y miró a su esposo a los ojos.

—¿Sabes que no quiero dejarte?—Pregunto extendiendo la mano para tomar la del rey.

—Lo sé, mi amor, son los dioses, los dioses que me castigan.

—¿Cómo podrían castigarte a ti, Issa Dārys?

—Lo hacen porque dejaron el mayor de los tesoros del cielo a mi cuidado y no lo valore. —Jacaerys besó el dorso de la mano de su esposa—. Issa jorrāelagon, eres un ángel, Maenyra, y los dioses ahora te reclaman; quieres que vayas al lugar donde perteneces, un lugar donde nadie sufra.

El príncipe entró y, justo detrás de él, los siervos que le servirían el almuerzo. Al final, la pequeña familia comió tranquila hasta que alguien entró a susurrarle al rey algo al oído.

—Tengo que atender algo urgente; Aegon y Viserys no pueden encargarse. Lucerys, cuida de tu madre.

—Sí, mi rey.

En su estudio, su hija, su primogénita esperaba, tan igual a su madre, solo diferente en los ojos verdes que él le había heredado.

Los ojos de Jacaerys la estudiaron, buscando en ellos algo de la niña a la que amaba profundamente pero no habia nada, su niña, su preciosa niña se habia dejado corromper por el odio y el rencor.

"Majestad

Con la más profunda lealtad y respeto, me veo obligado a escribirle en relación con un asunto de sumo cuidado y dolor. Mi corazón está pesado al poner estas palabras sobre el papel, pero la justicia no puede esperar, ni puede ser ignorada, por más amarga que sea la verdad.

He recibido información que, si bien es difícil de creer, es irrefutable en su origen. A través de mis propios medios, y con la constancia que me exige mi deber, he logrado confirmar que su hija, la princesa Laena, patrocinó económicamente el ataque que resultó en la muerte de su propio hijo, el príncipe Aerys.

Sé que estas palabras le causarán un gran dolor, y es un dolor que comparto, pues la princesa Laena es mi nuera. Sin embargo, como Señor de Invernalia y Guardián del Norte, es mi deber anteponer la verdad y la justicia a la lealtad familiar cuando la sangre de los inocentes ha sido derramada. He hablado con testigos confiables que han identificado a Laena como la fuente de los fondos que financiaron a los asesinos de Aerys.

Este acto de traición, si se confirma, no solo deshonra a nuestra familia, sino que pone en peligro la estabilidad de todo nuestro reino. Es por eso que le envío a su hija, la princesa Laena, a su corte, para que enfrente las consecuencias de sus actos. No puedo, ni debo, encubrir lo que ha sucedido, aunque mi corazón me grite lo contrario.

Laena ha sido enviada con todo el respeto que su título merece, pero también con la firme convicción de que deberá rendir cuentas ante usted, Sire, por lo que ha hecho. Esta es una oportunidad para que la justicia se imponga y para que la verdad salga a la luz, por dolorosa que sea para todos nosotros.

Espero que su sabiduría y su imparcialidad guíen su juicio en este caso tan complejo. Laena, como madre y esposa, debe enfrentar el peso de sus decisiones, y debe saber que ningún lazo de sangre está por encima de la justicia.

Con todo el respeto y la fidelidad que le profeso,
Lord Cregan Stark,

Señor de Invernalia y Guardián del Norte".

El rey leyó y releyó aquellas palabras con su hija al frente.

—¿Qué dirás en tu defensa?

—Nada, es cierto cada palabra—La voz de Laena era fria— Daemon está muerto, Rickon está muy enfermo y mi hijo murió; me harías un favor matándome ahora que no tengo familia.

—Tú ya no eres mi hija.

El rey llamó a su maestre de edictos; el hombre entró rápidamente y, ante las palabras del rey, se quedó asombrado, pero no dudó en cumplir sus palabras.

"A todos los súbditos de la Corona,

Con un corazón pesado y el alma desgarrada, me veo obligado a emitir este edicto, un acto que me causa más dolor que cualquier batalla o conflicto que haya enfrentado en toda mi vida. La justicia debe prevalecer, incluso cuando la verdad se presenta en su forma más cruel.

Es con gran pesar que anuncio que mi hija, la princesa Laena Targaryen, ha sido hallada culpable de traicionar la confianza de esta casa real, el honor de nuestra familia y la vida de su propio hermano, el príncipe Aerys, quien murió a manos de los asesinos que ella, con su dinero, patrocinó.

Este acto, tan abominable en su traición, no puede quedar impune. En este momento, despojo a la princesa Laena de todos sus títulos y derechos, y la entrego a las manos de la justicia, sin importar la sangre que corra por sus venas. Ya no es miembro de nuestra familia ni princesa de nuestro reino. La justicia exige que pague por su crimen, y ningún lazo de sangre puede interponerse en el camino de la verdad.

Laena será entregada al pueblo, pues es él quien debe decidir su destino. La balanza de la justicia no puede inclinarse a favor de la nobleza cuando se trata de traición tan vil. La maldad que ha causado a nuestra casa no puede ser perdonada por mí ni por los dioses.

Con gran dolor, dejo que la mano del pueblo se haga cargo de su condena. Como rey, debo cumplir con el deber que me incumbe, pero como padre, el peso de esta decisión es más grande de lo que mis palabras pueden expresar. Mi hija, aunque traidora, sigue siendo mi niña, y este día marca el fin de una era que nunca imaginé que viviría.

Que los dioses me perdonen por lo que debo hacer, y que el pueblo encuentre la justicia que merece.

Rey Jacaerys I Targaryen

El sol se había puesto sobre la Fortaleza Roja, tiñendo el horizonte de un rojo sangriento cuando Laena fue traída ante la multitud. La gente, que antes la había visto crecer bajo los lujos de su linaje, ahora la miraba con una mezcla de horror y rabia. La noticia de su traición se había extendido como un incendio, y el pueblo, lleno de dolor por la muerte del príncipe Aerys y por la crueldad de la traición, exigía justicia.

Atada de pies y manos, Laena caminó por las calles de la ciudad, su rostro marcado por el desdén, pero también por una tristeza que parecía mucho más profunda que la mera culpabilidad.

A lo lejos, pudo ver el palacio en el que creció hasta que tenía 7 años, como una sombra lejana, pero su mirada se desvió cuando vio las filas de la gente en el mercado y en las plazas, que la observaban, expectantes. Sus ojos, en su mayor parte, estaban vacíos de compasión, llenos de ira.

La princesa, alguna vez noble y llena de promesas, ahora era solo un símbolo de traición.

En la plaza principal, un grueso cordón de soldados la rodeaba, mientras los habitantes de la ciudad, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, gritaban, insultaban y lanzaban todo tipo de objetos a la que alguna vez había sido su princesa. Los murmullos de la multitud se alzaban como un eco feroz: "Traidora". "Asesina". "Deshonra".

Laena no gritó ni pidió piedad. Estaba quebrada, pero el orgullo seguía estando en su pecho, aunque sus ojos mostraban la aceptación del destino que se le venía.

Un verdugo, robusto y sombrío, se adelantó, su hacha brillante bajo la luz de las antorchas. Laena se arrodilló sin resistencia, mirando a la multitud con una última mirada de arrepentimiento y tal vez, solo tal vez, de amor hacia su familia.

El golpe fue certero. La cabeza de Laena cayó al suelo con un sonido sordo, rodando mientras la multitud rugía. La sangre se extendió por las piedras de la plaza como un río oscuro, y la última de los hijos de Baela Targaryen fue consumida por el furor del pueblo, su memoria desterrada junto a su traición.

El rey, incapaz de estar presente, se refugió en su habitación; decidió que guardaría aquel secreto de su esposa.

—¿Puedo confesar un secreto?

—Después de más de 20 años, ¿mi rey guarda secretos para mí?

—Solo uno.

—Dilo entonces.

—Me alegra que nunca dieras a luz a una niña.

—¿Por qué? —La voz de Maenyra fue de dolor.

—Porque la habría amado más que a cualquiera de mis hijos. Mas que a Laena incluso.

—Jace...—Habia un leve reproche en su voz.

—Seria una niña, una hermosa niña identica a su madre, dime ¿Como no la amaria mas que a ningun otro?

El rey se inclinó, besó la frente de su esposa y dejó salir lágrimas, lágrimas que Maenyra secó.

Primer día de la primera luna del año 163 d.C.

Había pasado un año desde que los maestres anunciaron que la reina Maenyra no viviría mucho más. Su salud había empeorado con cada estación que pasaba, y ahora, a sus 46 años, estaba postrada en su lecho, apenas un susurro de la mujer fuerte y decidida que había sido. A su lado, el rey Jacaerys, de 49 años, la miraba con una mezcla de devoción y desesperación. El peso de los años y las tragedias había dejado marcas visibles en su rostro, pero el mayor dolor era ver a su amada consumirse ante sus ojos.

El príncipe Lucerys, ahora de 11 años, permanecía junto a ellos. Aunque era solo un niño, el último año lo había hecho madurar rápidamente. La pérdida de sus hermanos y la inminente partida de su madre le habían enseñado lo cruel que podía ser el mundo, pero también le habían dado un sentido de responsabilidad más allá de su edad.

Maenyra, recostada contra los cojines, abrió los ojos lentamente. La luz del atardecer bañaba su rostro, dándole un aire casi irreal. Su respiración era débil, pero había una paz en su mirada que hizo que Jacaerys se inclinara hacia ella, como si temiera perder sus últimas palabras.

—Lucerys... Jacaerys... —Susurró, su voz apenas un hilo.

Lucerys se apresuró a tomar la mano de su madre, que estaba fría y frágil como el cristal.

—Estoy aquí, madre —dijo, con un esfuerzo por mantener la compostura, aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas.

Jacaerys se arrodilló al otro lado de la cama, tomando la otra mano de Maenyra con una ternura que solo él podía mostrar.

—Yo también, Maenyra. Estamos aquí.

Maenyra los miró a ambos, sus labios curvándose en una sonrisa apenas perceptible.

—Mi pequeño dragón... mi luz... Mi dulce niño —susurró, mirando a Lucerys. —Siempre supe que serías fuerte, pero no esperaba que tuvieras que cargar tanto tan pronto. Perdóname por dejarte tan joven.

—No, madre, no... —sollozó Lucerys, su voz rompiéndose. —No te vayas, mamá, te necesito.

—No voy a dejarte; mientras no me olvides, yo nunca te dejaré, hijo mío —dijo Maenyra, esforzándose por hacer su voz más firme.

 Lucerys asintió entre lágrimas, apretando la mano de su madre.

—Te amo, mamá.—El principe beso la el dorso de la mano de la reina

—Maenyra volvió sus ojos hacia Jacaerys, sus pupilas llenas de amor y tristeza.

—Jace... —Su voz se quebró, y una lágrima resbaló por su mejilla.—Mi esposo, mi rey... mi corazón. Has sido mi todo, desde el principio, te he amado antes incluso de entender que lo hacía.

Jacaerys tomó su mano con fuerza, inclinándose hasta que sus frentes se tocaron.

—Está bien, mi amor. —La voz del rey, cargada de dolor, tenía en ella un permiso implícito, un adiós que solo aquellos que aman profundamente son capaces de dar—. Tienes que descansar.

Ella suspiró, agotada pero en paz.

—Cuídense el uno del otro. Juntos... siempre juntos.—Con un último esfuerzo, Maenyra unió las manos de Jacaerys y Lucerys, cerrándolas sobre las suyas.Y entonces, Maenyra Targaryen, la Reina de los Dragones, dejó escapar su último aliento. Sus ojos se cerraron suavemente, y su rostro quedó en una expresión de paz que no había mostrado en años.

Lucerys se lanzó sobre su madre, abrazándola mientras su llanto rompía el silencio de la habitación. Jacaerys, con el corazón destrozado, envolvió a su hijo en un abrazo, sosteniéndolo mientras sus propias lágrimas caían sin control. Esa noche, el fuego de los dragones iluminó el cielo sobre la Fortaleza Roja. Las llamas que consumieron el cuerpo de Maenyra eran un tributo al amor y la fuerza que ella había representado, y el rugido de los dragones resonó como un lamento por la reina caída.

En los aposentos reales, el príncipe Aegon encontró a Jacaerys sentado junto a Lucerys, ambos en silencio, el peso de la pérdida demasiado profundo para expresarlo. El principe colocó una mano en el hombro del rey.

—Hermano... la reina ha partido, pero su legado vive en ti y en Lucerys. Ella fue un faro para este reino.

Jacaerys no respondió de inmediato, su mirada fija en la distancia. Finalmente, susurró:

—El reino no será el mismo sin ella. Nada lo será. Pero prometo que su memoria vivirá. Mientras yo respire, mientras Lucerys respire... el fuego del dragón nunca se apagará.

Lucerys, con lágrimas aún cayendo por sus mejillas, miró a su padre y asintió.

—Nunca, padre. Lo prometo.

Y así, bajo la luz de las llamas, padre e hijo juraron honrar a la reina que los había amado más allá de la vida misma.

Primer día de la primera luna del año 174 d.C.

La Fortaleza Roja se encontraba sumida en un silencio sombrío, solo interrumpido por el lejano rugir de los dragones en las alturas. La sala del trono, usualmente llena de la vida y el bullicio de la corte, estaba vacía, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse ante la inminente partida de su rey.

Jacaerys Targaryen había gobernado con sabiduría, pero también con el peso de la tragedia que había marcado su vida. A los 60 años, su cuerpo ya no respondía como antes. La salud que una vez lo había hecho fuerte se había desvanecido con el paso de los años, y el dolor que lo consumía desde la muerte de su amada esposa, Maenyra, había mermado su fuerza.

Su único hijo vivo, el príncipe Lucerys, ahora de 21 años, estaba a su lado, aferrándose a la esperanza de que su padre aún pudiera resistir, pero sabía en su corazón que el momento se acercaba. Jacaerys había estado luchando contra la enfermedad durante semanas, y cada día parecía acercarlo más al final de su largo reinado.

En la quietud de su aposento, Jacaerys y Lucerys compartían un silencio pesado. El rey, recostado sobre los cojines, miraba a su hijo con ojos cansados pero llenos de amor. La puerta se cerró con suavidad cuando el maestre salió, dejando padre e hijo en la soledad de lo inevitable.

—Lucerys... —dijo Jacaerys con voz débil, pero clara, llamando a su hijo con un susurro de cariño.

Lucerys se acercó rápidamente a su lado, tomando la mano de su padre, tan frágil y fría como la del anciano que se había convertido.

—Estoy aquí, padre —respondió Lucerys, su voz quebrada por la preocupación, pero también por la tristeza que ya se había asentado en su pecho.

El rey cerró los ojos por un momento, respirando con dificultad. A lo lejos, parecía escuchar la suave risa de Maenyra, esa risa que había sido su consuelo durante tantos años, una risa que, en su mente, nunca se desvanecería.

—Mi tiempo... se acaba, Lucerys —dijo Jacaerys con una calma inquietante, mirando a su hijo por última vez. Su tono era firme, como si hubiera aceptado su destino, pero la tristeza seguía vibrando en sus palabras. —La vida me ha arrebatado mucho, pero aún me queda un último deseo... reunirme con tu madre.

Lucerys tragó con dificultad, sintiendo el nudo en su garganta. Las palabras de su padre le atravesaron el alma, porque él sabía que nunca estaría preparado para decir adiós.

—Padre, por favor, no me dejes —suplicó Lucerys, sintiendo cómo sus lágrimas caían por su rostro, aunque trataba de contenerlas.

Jacaerys sonrió débilmente, levantando su mano temblorosa para acariciar la mejilla de su hijo.

—Tu madre y yo... nos reuniremos en los dioses antiguos, Lucerys. Tú... serás el rey que este reino necesita. Yo he hecho lo que pude, pero ahora es tu turno. De ti depende mantener el fuego del dragón encendido. No dejes que el reino se apague, hijo mío. Eres mi orgullo, mi legado... y el futuro de nuestra casa.

El príncipe, con lágrimas en los ojos, asintió. Sabía lo que debía hacer, pero el dolor de la pérdida era demasiado grande.

—Prometo que te haré sentir orgulloso, padre. No dejaré que nuestra familia se desvanezca. Y... y te llevaré siempre en mi corazón.

Jacaerys dejó escapar un suspiro, una mezcla de alivio y tristeza. Alzó la vista una última vez, mirando el techo de la sala como si viera algo más allá, algo que solo él podía ver.

—Te amo, Lucerys... siempre lo haré. Y no importa dónde esté... siempre estaré contigo.

Con esas palabras, el rey Jacaerys cerró los ojos, dejando escapar su último aliento. En ese momento, Lucerys, con el corazón roto, se inclinó sobre su padre, abrazándolo en su último adiós. El peso de la corona, ahora más cercano que nunca, recaía sobre sus hombros. Pero por encima de todo, sentía el dolor de perder a su rey, a su padre, a su guía.

El rey Jacaerys Targaryen, el último de una era de dragones, había partido para reunirse con su amada Maenyra, dejando su reino en manos de su hijo, quien tendría que cargar con la pesada responsabilidad de continuar su legado. En el aire se sentía el murmullo de los dragones, como un lamento distante que resonaba en los pasillos de la Fortaleza Roja.

Lucerys, alzando la mirada hacia el cielo, juró en silencio que su padre y madre nunca serían olvidados, y que el fuego de su linaje jamás se extinguiría.

Una semana después

La Fortaleza Roja estaba envuelta en un silencio solemne, un lamento profundo que resonaba por cada pasillo, como si los mismos muros lloraran la pérdida del rey Jacaerys. Había pasado solo una semana desde su muerte, y el reino aún se encontraba sumido en el duelo. Sin embargo, el ciclo de la vida, aunque marcado por la tragedia, no podía detenerse. Los tronos debían ser ocupados, y las coronas, aún cubiertas de luto, debían ser entregadas.

Lucerys Targaryen, ahora de 21 años, se encontraba en la sala del trono, ante la mirada atenta de nobles, consejeros y dignatarios, quienes habían venido desde todos los rincones del reino para presenciar la coronación del nuevo rey. El joven príncipe, que apenas unos días antes había perdido a su padre y a su madre, se encontraba de pie, con los ojos rojos de tanto llorar, pero la determinación brillando en su mirada.

El peso de la corona de hierro ya lo asfixiaba, aunque aún no la había recibido. En su pecho, sentía el calor de la llama del dragón, esa misma que había heredado de su linaje. Pero al mismo tiempo, en su corazón, un frío profundo lo envolvía; la falta de su familia, la ausencia de su madre y su padre era algo que ningún poder podría mitigar.

Los miembros de la corte se habían reunido para presenciar este momento crucial, y el Gran Maestre, con su bastón en la mano, se acercó al joven príncipe, quien lo esperaba en el umbral del Trono de Hierro, el mismo trono que su padre, el rey Jacaerys, había ocupado hasta su último suspiro.

El Gran Maestre, en su voz grave y respetuosa, pronunció las palabras que todos esperaban oír:

—Rey Lucerys Targaryen, Rey de los Ándalos y los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino.

Lucerys, con la respiración contenida, miró hacia el Trono de Hierro. Cada espina, cada brazo de hierro que lo formaba, representaba el sufrimiento y la lucha de generaciones pasadas. Su padre había sido un hombre sabio y justo, y ahora él debía seguir sus pasos.

Alzando la mirada hacia la multitud, Lucerys vio a las figuras más importantes de la corte. La nobleza del reino, los guerreros de la Guardia Real, los representantes de las casas más poderosas del reino, todos aguardaban la coronación. 

Sus ojos chocaron con los de los príncipes Aegon y Viserys, los dos hombres le sonreían a su sobrino, sonrisas que hicieron que Lucerys se sintiera apoyado.

El Gran Maestre levantó la corona dorada, rica en piedras preciosas y metales, y la acercó lentamente a la cabeza de Lucerys. La corona, pesada con el significado de siglos de historia, cayó finalmente sobre su cabeza. El joven príncipe cerró los ojos un momento, sintiendo el peso de sus ancestros, el peso de su reino y la carga de la justicia que su familia había defendido por generaciones.

—¡Larga vida al rey! —exclamó el Gran Maestre, y la sala estalló en vítores y aplausos. El sonido de la multitud se elevó como un rugido, pero en el corazón de Lucerys solo había una profunda quietud, como si su alma aún estuviera buscando el calor que había perdido.

Lucerys, ahora rey, abrió los ojos y se levantó con determinación. Sus pasos fueron firmes, y por un breve momento, su rostro reflejó la vulnerabilidad de un joven que no estaba listo para asumir todo lo que el trono significaba. Pero la mirada de su padre parecía guiándolo, y su madre parecía estar allí, en espíritu, dándole fuerzas.

El príncipe, convertido en rey, subió las escaleras hacia el Trono de Hierro. Cada escalón que subía, sentía cómo el peso de la responsabilidad lo aplastaba un poco más, pero también cómo el fuego de su linaje lo impulsaba. Al llegar finalmente al trono, se sentó, mirando a la corte, y pronunció las palabras que sellaron su destino como monarca:

—Yo, Lucerys Targaryen, rey de los Siete Reinos, juro ante los dioses y ante todos ustedes que protegeré este reino con mi vida. Mi corazón estará siempre con la casa Targaryen y con cada uno de sus habitantes.

El silencio que siguió a esas palabras fue casi sagrado. El joven rey, por primera vez en su vida, sentía que su destino estaba sellado. Ya no era solo un hijo, ya no era solo un príncipe; ahora era el rey de los Siete Reinos, y su reino estaba bajo su responsabilidad.

Un fuerte grito de "¡Larga vida al rey!" resonó por la sala, esta vez con mayor fuerza y convicción. Y mientras la multitud aplaudía, Lucerys, con el corazón apesadumbrado por la pérdida de su familia, miraba hacia las puertas de la sala, como si esperara ver a su madre y su padre regresar.

En el fondo de su alma, sabía que no podían volver. Pero prometió, con cada fibra de su ser, que nunca olvidaría el legado que habían dejado, y que haría todo lo posible para mantener vivo el fuego de su familia.

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