Capitulo XII

Año 160 d. C.

Cinco largos años, el rey y la reina habían pasado los últimos años tratando de sobrellevar la pérdida de su hijo; para el rey aún era un gran impacto haber perdido a su hijo, eso solo había endurecido más su corazón y ahora la corte veía a un rey aún más cruel y frío de lo que fue al volver a reclamar su trono.

La reina, por su parte, se había concentrado en ayudar a su pueblo; su presencia en los concejos o asuntos de política, si antes era muy poca, ahora era casi nula. Las únicas veces en las que se podía ver a la reina en la corte era cuando el rey atendía al pueblo llano.

La princesa Laena era otra persona que se había desentendido de la corte desde hacía 10 años ya, molesta por la ejecución de su tía, alegando que la carta de una dama no debía ser suficiente para condenar a un miembro de la casa Targaryen y más molesta aún por el exilio de su pequeño hermano.

El príncipe Daemon, quien había pasado tiempo luchando con la culpa y la tristeza, era ahora preso del miedo y la envidia. Los últimos cinco años, el príncipe Aerys, de 19 años, había cultivado no solo el amor de los nobles, al ser la mezcla perfecta del balance de sus padres, la frialdad y crueldad del rey y la bondad y amabilidad de la reina.

Con el correr de los años, el príncipe Daemon había dejado su culpa y lo había reemplazado con enojo, enojo que se había transformado en un plan malévolo y que le dejaba ver a su hermana mayor en cartas.

"Laena

La furia me consume mientras escribo estas palabras, y solo tú, entre todos, puedes comprender la profundidad de mi frustración. Aquí, en este exilio que me han impuesto, no soy más que un fantasma para la corte, un recuerdo incómodo que prefieren olvidar. Pero lo que más me hiere, hermana, no es el aislamiento ni el desprecio de aquellos que alguna vez me aclamaron, sino la humillación de ver cómo el príncipe Aerys toma el lugar que por sangre y derecho me pertenece.

¿Acaso piensan que pueden reemplazarme tan fácilmente? Aerys, con sus sonrisas perfectas y su falsa bondad, ha logrado ganarse el favor de los nobles, quienes no ven más allá de su fachada. No saben que detrás de su encanto no hay más que debilidad. El reino no necesita un príncipe que inspire amor; necesita un líder que inspire respeto, que no tema ensuciarse las manos para proteger lo que es nuestro.

Sé que estas palabras te incomodarán, pero no puedo quedarme de brazos cruzados mientras ese muchacho usurpa lo que debería ser mío. Aerys no merece el trono, y mucho menos el favor de nuestra casa. Si los dioses son justos, entonces es mi deber corregir esta injusticia.

He tomado una decisión, Laena. Aquí en Rocadragón, en la soledad de estas noches interminables, he planeado lo que debe hacerse. Hay hombres en los Siete Reinos que no tienen amor por los Targaryen, hombres que harían cualquier cosa por el precio adecuado. Mi plan es sencillo, pero efectivo: Aerys debe desaparecer, y su ausencia abrirá el camino para que reclamemos lo que nos pertenece.

Hermana, sé que esto puede parecer extremo, pero te pido que intentes comprender. Todo lo que hago es por nuestra familia, por nuestra sangre. Tú siempre has sido mi aliada, la única que nunca me ha dado la espalda. Te necesito ahora más que nunca. Si este plan debe funcionar, requeriré tu apoyo desde el Norte, ya sea a través de información, recursos o simplemente tu silencio.

No permitamos que los cobardes y los débiles gobiernen lo que nuestros ancestros construyeron con fuego y sangre. Este es nuestro momento, Laena. Juntos, podemos restaurar el verdadero poder de nuestra casa.

Daemon"

La princesa envió 100 dragones de oro a su hermano y todo su apoyo, dejando en claro que ella solo tenía un hermano, el hijo que la difunta reina Baela había dado a luz. Y es que con 28 años la princesa se había endurecido tanto como la misma muralla; lejos de cualquiera que le diera afecto, había dejado de ser la niña dulce que el rey solía llevar en brazos para ser una mujer dura que vivía por y para asegurar que la sangre de su madre prevaleciera.

"Daemon

Recibí tu carta, y con cada palabra sentí el peso de tu furia y de la soledad que te consume. No hay nada que justifique lo que han hecho contigo. No hay acto, ni crimen, ni dios que pueda borrar el vínculo que compartimos. Tú, Daemon, siempre serás mi único hermano.

Los príncipes que ahora llenan la corte con sus sonrisas falsas y sus palabras vacías no significan nada para mí. No veo en ellos más que sombras, figuras que no son más que el reflejo distorsionado de lo que deberían ser. Aerys, por más amado que sea por los nobles, no tiene la fuerza para liderar. Él no comprende lo que significa cargar con el peso de nuestra sangre.

Entiendo tu enojo, porque lo comparto. Cada vez que escucho rumores sobre la corte, sobre cómo celebran a Aerys como el príncipe perfecto, siento la misma ira que arde en ti. Ellos han olvidado quién eres, pero yo no. Nunca lo haré.

Si has decidido actuar, entonces no estarás solo. Desde aquí, haré lo que pueda para ayudarte. Aunque las montañas del Norte nos separen, mi lealtad sigue siendo tuya. Haré llegar a tus manos lo que necesites, sean recursos, nombres o información. Pero más que nada, te doy mi confianza y mi silencio. Nadie debe saber lo que planeamos.

Daemon, no permitas que el exilio apague tu fuego. Los débiles y los cobardes podrán ocupar nuestros lugares en la corte por ahora, pero no por siempre. Los Targaryen no fueron hechos para ceder; fuimos hechos para conquistar, para reclamar lo que es nuestro con fuego y sangre.

Recuerda, hermano, que en este mundo traicionero, solo tienes a una verdadera aliada. Yo siempre estaré contigo, así como sé que tú estarás conmigo cuando llegue el momento de actuar. El reino no está perdido mientras tú vivas, y mientras yo respire, haré todo lo posible para verte triunfar.

Laena"

Las lunas transcurrieron y con ellas las conspiraciones de los hijos de la fallecida Baela.

Primer día de la primera luna del año 161 d.C.

La noche era tranquila en la Fortaleza Roja, una calma engañosa que pronto se transformaría en caos. El rey Jacaerys, de 47 años, y su esposa, la reina Maenyra, descansaban en el Gran Salón junto a sus hijos. Era una velada sencilla, una rara ocasión en la que todos los miembros de la familia estaban juntos, compartiendo una cálida conversación bajo la luz de las antorchas que iluminaban los muros de piedra.

Aerys, el mayor de los hijos vivos con 19 años, era el orgullo de su madre. Con su porte majestuoso y su amabilidad, representaba una esperanza para el futuro de la familia. Joffrey, de 17 años, escuchaba con atención mientras su hermano mayor hablaba, deseando aprender de él. Los mellizos Aenar y Rhaegar, de 15 años, intercambiaban bromas, mientras Lucerys, con solo 9 años, jugaba cerca del regazo de su madre.

Sin previo aviso, el grito de un guardia resonó en los pasillos. Una explosión de caos se desató cuando un grupo de hombres armados irrumpió en la sala. Los atacantes, vestidos con ropajes oscuros y emblemas desconocidos, no eran simples bandidos. Estaban bien entrenados, y sus movimientos precisos revelaban que habían planeado este ataque durante mucho tiempo.

El rey Jacaerys se levantó de inmediato, desenfundando su espada con una destreza que no había perdido a pesar de los años. La reina Maenyra retrocedió, colocando a Lucerys detrás de ella mientras sus otros hijos intentaban armarse con lo que tuvieran a su alcance.

Aerys, siempre protector, se colocó frente a su madre y hermanos, blandiendo una espada con determinación. Los atacantes se lanzaron sobre la familia con una ferocidad implacable. Los gritos llenaron el salón mientras los guardias intentaban contener la embestida.

El enfrentamiento fue brutal. Jacaerys luchó con la furia de un dragón, derribando a uno tras otro de los atacantes, pero la superioridad numérica comenzaba a inclinar la balanza en su contra. Aerys, con el fuego de la juventud y la habilidad adquirida en años de entrenamiento, enfrentó a los asesinos con valentía. Pero en medio del caos, un atacante logró atravesarlo con una daga en el costado.

Maenyra sintió el mundo detenerse. Todo el ruido a su alrededor se desvaneció cuando vio a su hijo mayor caer al suelo. Corrió hacia él, ignorando el peligro que aún la rodeaba. Se arrodilló junto a Aerys, envolviéndolo en sus brazos mientras la sangre brotaba de su herida.

—Madre... —Susurró Aerys, su voz temblorosa mientras intentaba sonreír.

—No hables, mi niño, no hables... —dijo Maenyra, desesperada, presionando su mano contra la herida, como si pudiera detener lo inevitable.

Mientras Aerys cerraba lentamente los ojos, Maenyra no pudo evitar ser transportada a un recuerdo que la atormentaba desde hacía cinco años: la muerte de su primogénito, el príncipe Maegor. La misma sangre, el mismo dolor, el mismo vacío. En aquella ocasión, también había sujetado a su hijo mientras la vida se escapaba de su cuerpo. Había llorado de la misma manera, y ahora la cruel repetición del destino la desgarraba aún más profundamente.

—Aerys... ¡Por favor, no! —gritó Maenyra, abrazándolo con fuerza, las lágrimas cayendo sin cesar.

El vestido de la reina, antes de un blanco que le daba la apariencia casi de un ángel con su cabello dorado y sus ojos violetas, ahora estaba manchado de la sangre de su hijo, el segundo hijo que perdía. ¿Es que acaso el siguiente era Joffrey? ¿Después de Joffrey perdería a sus mellizos? ¿Los dioses se llevarían al inocente y dulce Lucerys?

Los guardias finalmente repelieron a los atacantes, pero la victoria no significó nada para la reina. Aerys estaba muerto, igual que Maegor antes que él. En los brazos de Maenyra, el cuerpo sin vida de su hijo se convirtió en un símbolo de todo lo que había perdido.

Jacaerys, ensangrentado y exhausto, se acercó a su esposa. Se arrodilló junto a ella y envolvió a ambos en sus brazos, incapaz de ocultar sus propias lágrimas. Los otros hijos de la pareja, aunque heridos y aterrados, se acercaron también, buscando consuelo en la unión de su familia destrozada.

En Rocadragón, el príncipe exiliado Daemon recibió la noticia con una mezcla de satisfacción y vacío. Había logrado eliminar al príncipe que amenazaba su derecho al trono.

La noticia de la muerte del bien amado príncipe fue recibida con gran dolor por todo el reino; en cada rincón se lloró al bien amado príncipe Aerys.

Solo los hermanos mayores de este parecieron no sentir pena con la noticia.

El funeral fue rápido, sin más invitados que la familia real; los hijos de la difunta reina Baela no acudieron al llamado de su padre.

La reina, que parecía sumida en una tristeza tan profunda como el mismo océano, estaba maldita; ahora lo sabía, todo lo que amaba le sería arrebatado, era claro.

Los dioses la odiaban. Primero la enviaban lejos de su hogar a Dorne siendo una niña. Después de 5 años de lograr formar amistades, los dioses la regresaban a la corte, lugar donde fue humillada y tratada como menos que nada mientras veía morir a los que amaba y justo cuando parecía que los dioses al fin le darían una vida en paz y tranquila, el rencor de lady Rhaena se cernía sobre ella y le arrebataba a su hijo no nato y después, cuando había logrado volver a ser feliz, Daemon, el dulce niño que crió desde que su madre murió al darlo a luz, mataba a su Maegor y ahora, después de haber aprendido a convivir con el dolor de enterrar a uno de sus hijos, veía a su dulce Aerys morir.

—Estoy maldita, Jacaerys. —El susurro tocó profundamente al rey y a los hijos que compartían—. Nunca podré ser feliz, pagaré cada crimen que mi abuelo, mi padre y mis hermanos cometieron; los dioses descargan su furia contra mí y contra mis hijos.

—No, esto fue traición y los traidores serán castigados.

—Vengaremos a Aerys, madre, así sea lo último que hagamos.

La reina miró a Joffrey con ojos llenos de lágrimas y besó su frente.

—No digas esas cosas, su madre no soportará que algo les pase. —La reina recorrió a sus cuatro hijos restantes, tomó al pequeño Lucerys en brazos, abrazó a los mellizos y dejó un beso en la frente de Joffrey antes de hablar—. Si algo les pasa, moriré.

El rey se encogió de miedo; el pensar en un mundo sin sus hijos y su esposa le atormentaba.

—Nadie está en peligro, la guardia será reforzada y ya se está investigando el asunto.

Las lunas pasaron rápidamente, el dolor era palpable; todos amaban al fallecido príncipe, pero no había nada que hacer. El rey y la reina esperaban noticias de los culpables y solo así podrían castigar a los asesinos y darle justicia a su niño.

Era una mañana gris en la Fortaleza Roja. La atmósfera seguía cargada de luto tras la muerte del príncipe Aerys. Joffrey, ahora de 17 años, no encontraba paz. La pérdida de su hermano mayor, el favorito de la corte y el orgullo de su madre, había dejado una herida abierta en su corazón. Pero más que el dolor, lo consumía la ira.

Una carta llegó a sus manos esa mañana, entregada por un mensajero anónimo. El sobre no llevaba sello, y la letra era irregular, como si el escritor hubiera temido ser reconocido. Joffrey la abrió con manos temblorosas, y las palabras que leyó lo dejaron paralizado.

"Príncipe Joffrey,

La muerte de tu hermano no fue obra del azar ni del odio ciego de un grupo de mercenarios. Fue un golpe planeado, ejecutado con precisión y respaldado por una mente que conoces bien. El príncipe Daemon, desde su exilio en Rocadragón, fue quien ordenó el ataque. El objetivo no era la familia real completa; era Aerys. Él sabía que, mientras Aerys viviera, su camino al trono estaría bloqueado. Daemon envió a esos hombres con un solo propósito: arrebatarle la vida a tu hermano mayor.

Ahora, el peso de esta verdad recae sobre ti. ¿Vas a permanecer en silencio mientras el asesino de tu hermano sigue respirando? ¿O tomarás el acero y reclamarás justicia por tu sangre?

Haz lo que debes hacer, príncipe. Por tu familia. Por tu hermano".

Joffrey cerró la carta con una mano temblorosa, mientras la otra apretaba con fuerza el pomo de su espada. Sus ojos ardían de rabia y determinación. La revelación de que su propio hermano, el príncipe Daemon, había orquestado el ataque era un peso insoportable.

La carta que llegó a manos de Joffrey marcó un antes y un después en la vida de los príncipes Targaryen. La revelación de que el príncipe Daemon, su propio tío, había sido el autor intelectual del ataque en el que murió Aerys era una verdad imposible de ignorar. La ira y la necesidad de justicia quemaban dentro de Joffrey, y sabía que no podía enfrentar esta traición solo.

Reunió a sus hermanos menores, los mellizos Aenar y Rhaegar, en una reunión secreta. Con solemnidad, compartió el contenido de la carta y su decisión.

—No podemos dejar que esto quede impune —dijo Joffrey con voz firme, sus ojos encendidos con determinación. —Debemos volar a Rocadragón y enfrentarlo. Esto no es solo por Aerys, es por nuestra familia, por nuestra sangre.

—Estoy contigo —dijo Aenar, su mirada reflejando la misma furia.

—Y yo también —añadió Rhaegar, siempre fiel a su hermano mayor.

Lucerys, el menor de los hermanos, quien se escondió en la habitación de su hermano mayor para saber qué pasaba, insistió en acompañarlos. A pesar de sus 9 años, su espíritu era fuerte, pero Joffrey lo detuvo.

—Lucerys, no. Alguien debe quedarse para proteger a nuestra madre. Si algo nos sucede, tú serás su fortaleza.

Aunque las palabras de Joffrey eran duras, Lucerys entendió. Con lágrimas en los ojos, abrazó a sus hermanos uno por uno.

—Vuelvan a casa —susurró mientras los príncipes salían por los pasadizos del palacio.

Cuando el sol comenzó a ocultarse, tres dragones surcaron los cielos hacia Rocadragón. Cada uno de los príncipes llevaba el peso de su linaje y el juramento de vengar a su hermano.

Al llegar a la isla, fueron recibidos por la figura imponente de su hermano mayor Daemon, quien los esperaba con su dragón, Tormenta, al fondo. Sus ojos brillaban con la mezcla de desprecio y respeto que solo podía sentir por miembros de su propia sangre.

—¿Venís buscando justicia, hermanitos? —preguntó Daemon, su voz teñida de burla.

Joffrey descendió de su dragón, mirando fijamente a quien alguna vez fue su hermano.

—Venimos por ti, traidor.

Daemon desenvainó su espada, con una sonrisa peligrosa.

—Entonces vengan.

El viento en Rocadragón silbaba como si los propios dioses lloraran por lo que estaba a punto de ocurrir. El cielo se teñía de tonos rojos y naranjas, reflejo del fuego de los dragones que rodeaban el campo. Daemon y Joffrey se enfrentaron primero, las espadas desenvainadas reluciendo bajo la luz menguante. Detrás de Joffrey, Rhaegar y Aenar aguardaban con determinación, listos para unirse al combate si fuera necesario.

Daemon era un guerrero curtido por los años y las batallas. Joffrey, joven pero decidido, cargó contra su tío con una furia que solo el dolor y la traición podían alimentar. Sus espadas chocaron con fuerza, el sonido resonando como un trueno. Daemon retrocedió apenas, analizando los movimientos impulsivos de su medio hermano.

—Eres valiente, muchacho, pero la valentía no te salvará esta noche —gruñó Daemon, desviando un golpe y lanzando un contrataque que rasgó la armadura de Joffrey.

—Y tú, traidor, pagarás por lo que hiciste a Aerys —respondió Joffrey, su espada buscando el cuello de Daemon con un movimiento rápido.

Rhaegar y Aenar no podían esperar más. Viendo a su hermano en peligro, se unieron al combate. Ahora, tres espadas se alzaban contra Daemon, pero él era como una tormenta desatada. Su destreza y experiencia le permitieron mantener a raya a los tres príncipes. Cada golpe suyo era calculado, mortal, pero los hijos de la reina Maenyra peleaban con la fuerza de la ira y el dolor.

Aenar intentó un movimiento desesperado, lanzándose hacia un costado para atacar a Daemon desde un ángulo ciego. El príncipe exiliado lo vio venir y, con un giro brutal, clavó su espada en el abdomen de su hermano. Aenar cayó al suelo, su sangre tiñendo las piedras negras.

—¡No! —gritó Joffrey, la rabia renovando su ataque.

Daemon, agotado pero implacable, continuó luchando. Un golpe de Rhaegar logró cortar su mejilla, y por un instante, pareció que los hermanos podían ganar. Pero Daemon desarmó a Rhaegar con un giro maestro, empujándolo hacia el borde del acantilado. Antes de que pudiera reaccionar, un empujón lo arrojó al vacío, su grito desapareciendo en el rugido de las olas.

Joffrey, herido y jadeante, se enfrentó a Daemon por última vez. Con un último esfuerzo, logró herirlo en el costado, pero el golpe no fue suficiente. Daemon, con una mirada de respeto mezclada con lástima, hundió su espada en el corazón de quien fue su hermano en algún tiempo lejano. Joffrey cayó de rodillas antes de desplomarse, la vida abandonándolo.

Daemon se tambaleó, sangrando y al borde del colapso, pero antes de que pudiera celebrar su victoria, el dragón de Aenar, furioso por la muerte de su jinete, desató una ráfaga de fuego. Las llamas consumieron a Daemon y a su dragón, dejando solo cenizas.

Cuando Jacaerys y Maenyra llegaron, el espectáculo que los recibió fue devastador. Tres cuerpos yacían en el suelo, irreconocibles para cualquiera salvo para una madre y un padre que los conocían mejor que nadie. Jacaerys se arrodilló junto a ellos, la tristeza reflejada en cada movimiento. Maenyra, al ver a sus hijos muertos, dejó escapar un grito desgarrador antes de desplomarse.

El funeral fue un evento silencioso, roto solo por el llanto de los dragones. Maenyra despertó días después, en su cama, con Jacaerys a su lado. Lucerys, el único hijo que les quedaba, permanecía sentado cerca, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.

—Madre —susurró, tomando su mano. — Estoy aquí.

Maenyra lo miró con ojos llenos de tristeza, pero también de una determinación renovada. A pesar de todo, aún quedaba una razón para seguir adelante.

—Mi Lucerys, mi dulce niño—Hablo mientras abrazaba a su hijo contra su pecho— Mientras yo viva nadie te va a hacer daño —dijo con voz rota.

Lucerys asintió, abrazando a su madre con más fuerza mientras el peso de su linaje se posaba sobre él. Era joven, pero ahora era la esperanza de su casa.

Año 162 d. C.

El Salón del Trono estaba en completo silencio. Las antorchas ardían en las paredes, proyectando sombras largas que bailaban al ritmo del viento que se colaba por las ventanas altas. La atmósfera era solemne y cargada de expectación. Jacaerys Velaryon, ahora rey de los Siete Reinos, se encontraba en el trono de hierro, vestido con los colores negros y rojos de su casa. A su lado, la reina Maenyra Targaryen permanecía erguida, su rostro hermoso marcado por las cicatrices del dolor. El príncipe Lucerys, ahora de apenas diez años, esperaba en el centro del salón, vestido con ropajes reales, nervioso pero determinado.

El rey Jacaerys levantó una mano, llamando al silencio absoluto. Su voz resonó con fuerza en la vasta sala.

—Hoy, como muestra de nuestra fortaleza y del linaje inquebrantable de la Casa Targaryen, proclamamos a mi hijo, Lucerys Targaryen, como Príncipe de Rocadragón y heredero legítimo del Trono de Hierro.

Los nobles se inclinaron en reverencia, mientras el Gran Maestre se acercaba para colocar la corona sobre la cabeza de Lucerys. Antes de hacerlo, el joven príncipe miró a su madre, buscando su aprobación. Maenyra, con una sonrisa tenue y lágrimas acumulándose en sus ojos, asintió con suavidad.

El corazón de Maenyra se rompió al recordar el sueño que había tenido años atrás, el sueño en el que veía a su Lucerys ser nombrado heredero al trono. Hacía todos esos años, nunca imaginó que los dioses le darían una visión del futuro y menos que para que aquella visión se cumpliera tuviera que haber llorado a 5 hijos.

La sala estalló en aplausos y vítores, pero el sonido parecía distante para Maenyra. Mientras su hijo daba un paso hacia el trono para inclinarse ante su padre, la reina comenzó a tambalearse. Su respiración se volvió irregular y, antes de que alguien pudiera reaccionar, se desmayó. Jacaerys fue el primero en llegar a su lado, con el príncipe Lucerys siguiéndolo rápidamente, llamándola entre sollozos.

—¡Madre! ¡Madre! —gritó el niño mientras corría para llegar hasta su madre.

El rey tomó a su esposa en sus brazos y la llevó hasta sus aposentos, donde la dejó en la cama. Su rostro pálido le recordó los días de luto de su esposa, su dulce esposa que había perdido tanto: familia, amigos, padres, hermanos, pero sobre todo hijos, su amada Maenyra que le había dado 6 hermosos hijos y ahora solo tenía a uno.

Maenyra descansaba en el gran lecho que compartía con Jacaerys. Su rostro estaba pálido, y sus manos descansaban inmóviles sobre la sábana de seda. El Gran Maestre, quien había acudido tan rápido como su avanzada edad le permitió, inspeccionaba a la reina mientras el rey observaba con el ceño fruncido y los labios apretados.

Finalmente, el anciano se volvió hacia el rey, con una expresión grave.

—Mi señor... la salud de la reina ha sido delicada desde la pérdida de los príncipes. Su cuerpo está débil, y la pena ha agravado sus males. Aunque intentaremos aliviar su dolor, temo que no le queda mucho tiempo.

Jacaerys apretó los puños, luchando contra la desesperación que amenazaba con desbordarlo. Se acercó a la cama y tomó la mano de Maenyra, que aún dormía.

—Haga todo lo posible. Todo. No escatimen en nada, traigan a los mejores maestres de la ciudadela, los más experimentados hagan lo que sea necesario.

El Gran Maestre asintió con solemnidad antes de retirarse. En cuanto estuvieron solos, Lucerys, que había permanecido cerca, se acercó a su padre.

—Padre, ¿madre estará bien? —preguntó con una voz temblorosa.

Jacaerys miró a su hijo con lágrimas contenidas y lo abrazó, escondiendo su rostro en los rizos dorados del niño.

—Haremos todo lo posible, Lucerys. Lo juro por los dioses y por la memoria de tus hermanos. Tu madre es fuerte... pero si el destino no está de nuestro lado, seremos fuertes también. Por ella. Por nuestra familia.

Lucerys, entre lágrimas, asintió y apretó con fuerza la mano de su padre, mientras el peso de su nuevo título comenzaba a hundirse en sus pequeños hombros.

La reina despertó y su hijo inmediatamente se lanzó a sus brazos llorando desconsoladamente. Maenyra buscó los ojos del rey; las esmeraldas que ella tanto amaba estaban cubiertas de lágrimas que el rey se negaba a derramar frente a su esposa e hijo.

—Issa Dārys

<<Mi rey>>

—Issa jorrāelagon.

<<Mi amor>>

Pasaron horas hasta que el cansancio vencio a la reina quien se quedo dormida, su hijo se nego a dejarla y declaro que dormiria con ella esa noche, para cuidarla, el rey arropó a su hijo y a su esposa juntos y después él mismo se acostó a su lado: Maenyra en el centro de la cama, rodeada de su Lucerys y Jacaerys. Al final, a pesar de dar vueltas y vueltas, no logró conciliar el sueño. El rey buscó su diario y comenzó a escribir.

"Hoy, mientras estaba a su lado, vi la sombra de la mujer que solía ser. Sus ojos apenas se abrieron, pero cuando lo hicieron, me miraron como si quisieran pedirme perdón. ¿Perdón por qué? Ella no tiene la culpa de nada. Es el mundo el que nos ha fallado, la crueldad del destino, la maldición que parece perseguir a nuestra casa. Lucerys... mi pobre Lucerys. Apenas es un niño, y ahora carga con un peso que yo mismo apenas puedo soportar. Lo vi hoy al pie de su cama, sujetando su mano como si con ello pudiera mantenerla aquí, con nosotros. Es tan parecido a ella, no solo en apariencia, sino en su corazón. Tiene su fuerza, su determinación, pero también su fragilidad, esa vulnerabilidad que ella siempre escondió tras una fachada de fuego y acero. ¿Qué será de nosotros si ella se va? ¿Qué será de mí? No sé cómo enfrentar un mundo sin Maenyra a mi lado. Ella ha sido mi todo: mi reina, mi consejera, mi amante, la madre de mis hijos".

Las letras fluyeron con facilidad y en algún momento las lágrimas también lo hicieron; el rey Jacaerys lloró. Lloró las lágrimas que había retenido desde hacía más de 30 años.

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