Capitulo XI

Año 150 D.C

La cámara del rey se había transformado en una del parto; estaba envuelta en una mezcla de tensión y reverencia. Las llamas de las antorchas crepitaban suavemente, iluminando los rostros concentrados de las parteras que rodeaban el lecho de Maenyra Targaryen. La reina, con su cabello de oro desordenado y la frente perlada de sudor, respiraba profundamente mientras soportaba las olas implacables del dolor. Su rostro, a pesar de la fatiga, mantenía una fuerza que solo una verdadera Targaryen podía poseer.

A su lado, Jacaerys permanecía firme. Había insistido en estar presente, ignorando las protestas de los maestres y las viejas tradiciones que decían que los hombres no debían participar en tales momentos. Con un paño húmedo, limpiaba con cuidado el sudor del rostro de su esposa, sus ojos oscuros llenos de preocupación y amor.

—Estás haciendo esto maravillosamente, Maenyra —le susurró con voz grave pero cálida, entrelazando sus dedos con los de ella.

El grito final de Maenyra resonó en la habitación cuando el llanto de un recién nacido rompió la tensión. Una de las parteras sostuvo al niño en alto: un bebé con una melena dorada que brillaba como el sol y ojos violeta profundo, un reflejo perfecto de su madre. Las mujeres en la sala intercambiaron miradas asombradas; este sexto hijo de la reina parecía la reencarnación de la tradición Targaryen, como si el fuego de sus ancestros viviera intensamente en él. Era una diferencia notable con los cinco hijos mayores de Maenyra y Jacaerys, quienes, aunque fuertes y saludables, habían heredado el cabello castaño de su padre y los ojos viletas de su madre. 

El rey dio un paso hacia la partera que sostenía y limpiaba al recien nacido niño, su voz resonando como un trueno controlado.

—Dénmelo —ordenó, extendiendo los brazos.

La mujer, aunque temblorosa bajo la intensidad de su mirada, obedeció sin vacilar. Jacaerys tomó al niño con manos firmes pero delicadas, observándolo con una mezcla de asombro y devoción. El llanto del bebé disminuyó al instante al sentir el calor de su padre.

Jacaerys levantó la mirada hacia las demás mujeres en la habitación.

—Han cumplido su tarea. Ahora pueden retirarse.

Las parteras intercambiaron miradas dubitativas, pero la autoridad en la voz del rey no admitía discusión. Una a una, se retiraron rápidamente, dejando solo a la familia en la intimidad del momento. Cuando la última de ellas cerró la puerta, el silencio en la habitación se llenó de una calma sagrada.

Jacaerys se volvió hacia Maenyra, su expresión suavizándose. Se acercó al lecho y se inclinó para que la reina pudiera ver al niño.

—Es un príncipe —dijo con voz firme, pero sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. — Un hijo fuerte y hermoso, igual que su madre.

Con cuidado, Jacaerys colocó al niño sobre el pecho de Maenyra, que lo recibió con manos temblorosas pero llenas de ternura.

—Creo que al fin ha llegado nuestro Lucerys —dijo con voz suave, acariciando la pequeña cabeza del bebé.

—Es perfecto, Jace —susurró con un hilo de voz, sus ojos humedecidos por las lágrimas.

El rey se arrodilló junto a la cama y tomó su mano con cuidado.

—Este será el último, mi amor —dijo con solemnidad, su voz teñida de una mezcla de determinación y pesar—No permitiré que vuelvas a sufrir como lo hiciste estos últimos años.Dos años de pérdidas, dos años viendo cómo tu corazón y tu cuerpo soportaban un dolor que ninguna madre debería conocer. Nuestra familia está completa ahora. Lo juro.

Maenyra apretó su mano débilmente, pero el brillo en sus ojos no era solo de amor sino tambien de gratitud.

—Cumpliste tu promesa, mi reina, me has devuelto a mis hermanos. —El rey besó la mano de su esposa con adoración y un pinchazo de culpa se instaló en su pecho cuando recordó que había pensado en mantener prisionera a esa mujer, demasiado buena para el mundo, un mundo que le quitaba a los que amaba y ella solo sabía dar y dar y dar.

El rey cerró los ojos por un momento, dejando que sus lágrimas cayeran sin resistencia. Después de aquel momento, tomó asiento en un sofá frente a la cama y se dedicó a observar a su esposa y a su hijo. La reina sonrió débilmente, dejando que el peso de las palabras y el momento la llenaran. Rodeados por el calor del recién nacido, el fuego de las antorchas y el vínculo indomable entre ellos, Maenyra y Jacaerys supieron que, a pesar de las dificultades, el linaje del dragón no solo sobrevivía, sino que brillaba con la fuerza del legado que habían construido juntos.

Horas después, cuando la noche ya había caído profundamente sobre King's Landing, el silencio que envolvía la fortaleza fue interrumpido por los suaves pasos de los hijos mayores del rey. Daemon de doce años lideraba el pequeño grupo, seguido de Maegor, Aerys, Joffrey y los mellizos Rhaegar y Aenar, que caminaban de la mano. Todos habían estado esperando ansiosamente noticias de su madre y su nuevo hermano.

Cuando llegaron a la puerta de la cámara del rey, el guardia apostado allí los miró con cierta vacilación, pero un gesto firme de Daemon bastó para que se les permitiera el paso. Entraron en la habitación con pasos cautelosos, sus rostros iluminados por una mezcla de curiosidad, expectación y algo de timidez.

La escena frente a ellos era casi sacra. Maenyra descansaba sobre el lecho, visiblemente agotada pero con una sonrisa suave en el rostro mientras sostenía al recién nacido. Jacaerys, sentado en un sofá cercano, alzó la mirada al verlos entrar.

—¿Qué hacen despiertos a esta hora? —preguntó con un tono que mezclaba reproche suave y afecto.

—Queríamos conocerlo, padre —respondió Daemon con la seriedad que le caracterizaba, mientras los más pequeños se apretujaban detrás de él para echar un vistazo al bebé.

El heredero al trono era cada vez más parecido a su difunta madre; Daemon le recordaba a Baela en todo.

Jacaerys esbozó una pequeña sonrisa y asintió.

—Vengan entonces mis príncipes. Conozcan a su hermano.

Los niños avanzaron lentamente hacia el lecho, sus ojos violetas, herencia de su madre, reflejando las llamas titilantes de las antorchas. Daemon fue el primero en inclinarse para mirar al bebé, que dormitaba tranquilo en brazos de Maenyra.

—Es hermoso —murmuró, notando el cabello dorado del niño y los ojos violetas que se abrían apenas un poco bajo la luz tenue.

—Se parece a madre —comentó Maegor, sus cejas fruncidas como si estuviera estudiando al bebé con cuidado.

Aerys, siempre el más efusivo, dejó escapar una risita.

—Es tan pequeño. Nunca pensé que todos hubiéramos sido así alguna vez.

Joffrey, con una sonrisa orgullosa, se acercó más.

—¿Cómo se llama? —preguntó, mirando primero a su madre y luego a su padre.

Fue Maenyra quien respondió, con una voz suave, y extendió una mano para acariciar la cabeza de su hijo antes de responder.

—Lucerys.

El nombre resonó en la habitación, trayendo consigo un silencio cargado de emoción. Los hijos mayores lo entendieron al instante, sabiendo la importancia que tenía para su padre.

—Es un buen nombre —dijo Daemon finalmente, asintiendo con aprobación.

Maegor también asintió, con el semblante solemne.

Los mellizos, que hasta ese momento habían permanecido en silencio, treparon al borde del lecho, acurrucándose junto a su madre quien de inmediato los abrazo, mientras miraban al bebé con ojos brillantes.

Jacaerys se levantó del sofá, caminando hasta el lecho para observar a su familia reunida. En ese momento, la calidez que llenaba la habitación pareció disipar todo el dolor, las pérdidas y los sacrificios que habían marcado los últimos años.

—Bien, niños, ahora Maenyra y su hermano deben descansar igual que ustedes; mañana tienen lecciones.

Los siempre obedientes príncipes salieron de inmediato ante la orden de su padre; los mellizos bajaron de la cama con ayuda de su padre y salieron de la habitación de la mano de su hermano mayor, Daemon.

—Es una lástima que Laena no quiera venir—La reina dijo en un susurro viendo.

—Es comprensible, Rhaena era su último vínculo con Baela. —El rey acarició el cabello dorado de su esposa antes de dejar un beso en su frente y comenzar a vestirse para dormir.

—No lo es, Daemon lo es.

—Daemon es hijo de Baela solo por sangre; tú lo has criado.

—Él sabe que Baela es su madre.— Declaro Maenyra, quien cada día le contaba al príncipe cosas de su difunta madre.

—Sé que se escribe con Laena.

—No quiero que los hijos de Baela estén separados, Jace; moriría de dolor si solo sospechara que mis hijos no pueden estar juntos.

—Rhaena cometió traición, debía ser castigada acorde a su crimen. —El rey estaba ya en la cama—Ahora descansa—Dejo un beso en la frente de su esposa y con el recién nacido entre ellos los monarcas se dispusieron a dormir.

Año 155 d.C.

El amanecer bañaba el patio real en una luz dorada, reflejándose en las piedras del entrenamiento. El viento era suave, pero su frescura no lograba suavizar la tensión que se respiraba en el aire. En la arena, el Príncipe Daemon, de 17 años, ajustaba la empuñadura de su espada con determinación. A su lado, su hermano menor, el príncipe Maegor de 16, adoptaba una postura defensiva, el metal de su armadura brillando bajo el sol.

—¿Estás listo para esto, hermano? —dijo Daemon, con voz baja, pero cargada de una calma que contradecía la furia de sus ojos. Habían entrenado juntos muchas veces, pero hoy había algo distinto. No solo era la presencia del rey Jacaerys, observando desde el balcón cercano con gesto imperturbable, sino también la mirada desafiante de Maegor, que siempre había vivido a la sombra de Daemon, pero que ahora parecía decidido a demostrar que ya no era el hermano menor.

—Te sorprenderé —respondió Maegor, clavando los ojos en Daemon mientras ajustaba su espada.

El rey Jacaerys observaba en silencio, sus ojos siguiendo cada movimiento con una concentración distante. En su rostro no había signos de preocupación, pero su corazón, de padre y monarca, latía con una tensión inexplicable. Sabía que ese combate, aunque amistoso, podía volverse peligroso rápidamente.

El sonido del acero contra el cuero resonó cuando los hermanos se enfrentaron por primera vez. Daemon se movió con agilidad, su espada danzando en el aire mientras ejecutaba un ataque rápido y calculado. Maegor lo esquivó, una sonrisa desafiante curvándose en sus labios mientras respondía con un golpe directo hacia el costado de Daemon.

Ambos se movían con rapidez, cada uno intentando anticipar los movimientos del otro. La batalla era un reflejo de la rivalidad silenciosa entre los dos: Daemon, el heredero legítimo, un joven con una ferocidad refinada; y Maegor, el hermano que deseaba su propio lugar en el mundo, sin importar el costo.

En un momento de distracción, Maegor logró desarmar a Daemon, haciéndole perder momentáneamente el equilibrio. Viendo la oportunidad, el joven príncipe no dudó en lanzar un golpe directo hacia su hermano mayor. Pero Daemon, rápido como un rayo, recuperó su espada con una precisión mortal. En un movimiento instintivo, buscó bloquear el ataque de Maegor, pero el choque de las espadas fue más violento de lo que pretendía.

La hoja de Daemon, en un giro desafortunado, cortó la parte lateral de Maegor. El sonido de la espada perforando la carne fue un eco espantoso en el aire. Maegor cayó al suelo; el grito de dolor se entremezcló con el silencio inmediato que cayó sobre el campo de entrenamiento.

—¡Maegor! —exclamó Daemon, corriendo a su lado, su rostro empalideciendo al ver la herida.

El rey Jacaerys se levantó de su asiento y bajo rápidamente del balcón en el cual veía todo; su rostro palideció al ver la herida profunda que recorría el costado de su hijo. En sus ojos había una tormenta de emociones, pero la preocupación era lo más evidente.

—¡Maegor, hijo! —gritó el rey mientras se apresuraba hacia él, sus manos firmes sobre la herida de su hijo, intentando detener el sangrado. —Daemon, ¡llama a los maestres!

Daemon, con las manos temblorosas, miró a su hermano menor. El dolor y la culpa se reflejaban en su rostro.

—No... no era mi intención —dijo con voz quebrada, pero la disculpa parecía vacía ante lo que había sucedido.

Maegor, pese al dolor, levantó la cabeza, sus ojos brillando con una mezcla de ira y desafío.

—Lo has hecho... a propósito.

—¡No lo hice! —protestó Daemon, con desesperación, pero las palabras ya no podían deshacer lo ocurrido. Maegor se dejó caer sobre el suelo, su respiración entrecortada.

El rey miró a Daemon con severidad, pero también con una tristeza palpable.

—Que alguien le informe de esto a la reina.

El rostro del príncipe de Dragonstone empalideció al escuchar las palabras de su padre, mientras que una de las sirvientas más leales de la reina, y quien siempre estaba en los entrenamientos de los príncipes para informar de inmediato de cualquier herida de alguno de los hijos de Maenyra, corría hasta su señora.

El eco de las botas de la doncella resonó por los pasillos de mármol mientras corría hacia los aposentos de la reina. Maenyra estaba en la gran sala solar, sentada frente a una mesa llena de pergaminos, cuando la sirvienta irrumpió sin aliento.

—Mi reina —jadeó, haciendo una reverencia apresurada. —El príncipe Maegor ha sido herido durante el entrenamiento... por el príncipe Daemon.

Maenyra se puso de pie de golpe, el pergamino cayendo al suelo. Su rostro palideció, pero sus ojos, normalmente cálidos, se llenaron de una furia contenida.

—¿Qué tan grave es? —preguntó con voz temblorosa, aunque su tono no admitía dilación.

—El rey está con él... La herida es profunda, pero los maestres ya han sido llamados.

Sin responder, Maenyra salió de la habitación, el dobladillo de su vestido ondeando tras ella mientras avanzaba con pasos firmes. Los sirvientes y cortesanos que encontró en el camino se apartaron, reconociendo la tormenta en su rostro.

Al llegar al campo de entrenamiento, la escena frente a ella le heló la sangre. Maegor yacía en el suelo, rodeado de maestres que trabajaban frenéticamente para contener el sangrado. Jacaerys estaba arrodillado junto a él, su mano apretando la de su hijo mientras le susurraba palabras tranquilizadoras. Y allí, de pie, estaba Daemon, pálido, con las manos aún manchadas de la sangre de su hermano.

—¿Cómo pudiste? —gritó Maenyra, su voz cargada de una mezcla de dolor y rabia, mientras avanzaba hacia Daemon. Su mirada lo atravesaba como un cuchillo.

Por primera vez en años, la reina parecía verdaderamente enojada; la mujer que siempre podía ver bondad incluso en los peores criminales parecía ver el mundo con los ojos de su esposo por primera vez en más de 10 años de matrimonio.

Daemon alzó los ojos hacia ella, y por primera vez no encontró amor en ellos; apartó la mirada, no pudiendo soportar el peso de su ira.

—Fue un accidente, madre... —empezó a decir, pero las palabras murieron en sus labios al ver la expresión de Maenyra.

—No me vuelvas a llamar madre —replicó ella con frialdad—. Te he criado como a uno de mis propios hijos, Daemon. Nunca hice distinción entre tú y ellos. Cada abrazo, cada noche que velé por tus pesadillas, cada sonrisa... Te di mi amor como si fueras mío, y así me pagas: con la sangre de mi hijo.

Las palabras de Maenyra cayeron como una sentencia, y Daemon dio un paso atrás, su rostro mostrando una mezcla de vergüenza y angustia.

Jacaerys se levantó, intentando calmarla.

—Maenyra, basta. Esto fue un accidente. Daemon no quería lastimar a Maegor. Él mismo está destrozado por lo ocurrido.

Maenyra lo miró con incredulidad.

—¿Accidente? ¿Cómo puedes llamarlo así? Maegor podría morir, Jacaerys. Y si no es él, ¿quién será después? ¿Daemon se volverá contra Aerys? ¿Contra Joffrey? ¿Contra Rhaegar? ¿Contra Aenar? ¿Contra Lucerys? ¿O acaso esperas que yo cierre los ojos hasta que todos mis hijos estén enterrados?

—Daemon también es tu hijo —replicó el rey, en un tono serio, pero no exento de una súplica oculta.

—No, Jacaerys —El fuego que alguna vez el rey dudó que su dulce esposa poseyera estaba ahí ahora—. Es tu hijo, no mío. Traté de dar el mismo amor que a mis niños, pero no fue suficiente y no puedo seguir ignorando lo evidente. Si Daemon se queda aquí, pondrá en peligro a todos. Por el bien de nuestros hijos, debe irse a Dragonstone. No permitiré que vuelva a empuñar una espada cerca de mis hijos.

Daemon, al escuchar estas palabras, sintió un nudo formarse en su garganta. Miró a su padre, esperando alguna defensa, pero Jacaerys solo bajó la mirada, como si supiera que la petición de Maenyra tenía un peso irrefutable.

—Maenyra, no tomaremos decisiones precipitadas —dijo el rey con firmeza, pero su voz estaba teñida de cansancio—. Maegor es mi prioridad ahora. Cuando esté fuera de peligro, decidiré lo que debe hacerse con Daemon.

El silencio cayó sobre el campo de entrenamiento. La declaración de Jacaerys dejó a todos en tensión. Daemon, derrotado, asintió con lentitud, sin levantar la mirada.

Maenyra lo observó un momento más antes de apartar la vista con un suspiro cargado de dolor. Se arrodilló junto a Maegor, sus manos temblorosas apartando un mechón de cabello de la frente sudorosa de su hijo.

—Voy a protegerte, mi niño. Pase lo que pase —susurró, como una promesa, mientras su corazón se desgarraba entre el amor y la furia.

La siempre bondadosa reina no era ahora más que una madre, una madre que clamaba por la cabeza de aquel que había herido a su hijo.

Una vez que los maestres lograron detener la hemorragia, llevaron al príncipe a sus aposentos donde terminaron de atenderlo. Una vez el trabajo de aquellos hombres estuvo hecho, la reina acercó una silla a la cama de su hijo herido y comenzó a acariciar su cabello mientras le cantaba canciones de cuna.

Una semana había transcurrido desde el accidente en el campo de entrenamiento, y la vida de la corte seguía su curso con una pesadez inusitada. Los ecos de la tragedia aún se sentían en cada rincón del palacio, como una sombra implacable que oscurecía todo a su paso. En los aposentos reales, el príncipe Maegor yacía en su lecho, su cuerpo delgado y frágil rodeado por los maestres, quienes luchaban por mantenerlo con vida. Las heridas en su costado, a pesar de los esfuerzos, no cedían; la infección se había apoderado de su joven cuerpo, y su respiración se volvía cada vez más débil, más errática.

Maenyra no se apartó de su lado ni por un momento. Había dejado de atender a los asuntos de la corte, incluso de ver a su esposo. Su única prioridad era Maegor, su hijo. Desde el momento en que había recibido la noticia de la herida de su hijo, había tomado su mano con la firmeza de una madre que no está dispuesta a perder. Había pasado horas a su lado, día y noche, acariciando su cabello, dándole palabras de consuelo que Maegor ya no podía comprender. A menudo, cuando él dormía profundamente, ella susurraba entre lágrimas promesas de que todo estaría bien, aunque la incertidumbre pesaba más que nunca.

La reina nunca se apartaba de su hijo. En los momentos en que los maestres no estaban en la habitación, ella se sentaba junto a la cama, sus manos suaves sobre su frente, su mirada fija en su rostro demacrado, como si de esa forma pudiera transmitirle la fuerza que tanto necesitaba para mantenerse con vida. Su corazón se rompía cada vez que veía que su respiración era más difícil, que su cuerpo se encogía más con cada día que pasaba. Aun así, ella seguía aferrándose a la esperanza, aferrándose a cada uno de los susurros de los maestres que decían que todo estaba bajo control, aunque el peso de sus palabras no era más que un consuelo vacío.

El rey Jacaerys, por su parte, había observado la transformación de su esposa. La dulzura que siempre había acompañado a Maenyra había desaparecido, reemplazada por una furia silenciosa y un dolor tan profundo que podía verse reflejado en cada uno de sus gestos. El príncipe Maegor era su hijo, el hijo que amó desde que soñó con él hacía tantos años; era el primer hijo que Maenyra le había dado. El amor que sentía por él era incalculable, pero el sentimiento de impotencia que le causaba ver a Maenyra sumida en el sufrimiento era aún peor.

La situación empeoró una mañana cuando, al abrir los ojos, Maegor no despertó. Los maestres trabajaron con desesperación, pero pronto la verdad se hizo evidente: el joven príncipe había sucumbido a las heridas que Daemon le había infligido, a las heridas que nadie había podido sanar. Maenyra, al ver la desesperación en los ojos de los maestres, supo que la tragedia ya estaba escrita.

Su grito de dolor atravesó los pasillos del palacio, resonando como una maldición que se colaba entre las piedras. Corrió hacia la cama de su hijo, tomándole la mano con desesperación, llamándolo con una voz rota por el llanto.

—¡Maegor, hijo mío! —gritó, como si al hacerlo pudiera revertir el curso de los acontecimientos. Pero su hijo permanecía inmóvil, su cuerpo frío, su rostro pálido, la luz de la vida apagada.

Jacaerys, al entrar en la habitación, encontró a Maenyra doblada sobre el cuerpo de Maegor, su rostro bañado en lágrimas, sus sollozos ahogados en el aire. Nadie osaba acercarse; el dolor de la reina lo consumía todo, y Jacaerys sabía que nada podría consolarla.

—Maenyra... —Susurró, acercándose con cautela. Su voz estaba llena de dolor, pero también de incertidumbre, como si no supiera qué hacer para aliviar el sufrimiento de su esposa.

La reina levantó la vista hacia él, sus ojos vacíos de esperanza, y su voz, cuando habló, fue fría y firme como el hielo.

—Ha muerto. Mi hijo ha muerto. Y no puedo soportarlo, Jacaerys... No puedo soportarlo. —Su mano tembló al señalar a Daemon, que había estado de pie junto a la puerta, su mirada perdida, su rostro demacrado por la culpa. La ira de Maenyra estalló en su pecho como un torrente incontrolable. — ¡Es su culpa! ¡Daemon lo ha matado! ¡Ha matado a mi hijo!

Jacaerys miró a su esposa con ojos llenos de comprensión, aunque no pudo evitar la culpa que le carcomía por dentro. Sabía que, como rey, su deber era tomar una decisión, pero Daemon también era su hijo lo amaba y no queria condenarlo,no sabiendo del amor que este tenia por su hermano desde la niñez aun y cuando el dolor que sentía al ver el sufrimiento de Maenyra no podía medirse.

—Maenyra... —dijo con voz grave. — Sé que lo que ha sucedido es un golpe devastador, pero necesitamos tiempo. Yo... no puedo tomar decisiones precipitadas. Daemon no lo hizo a propósito. Lo sé.

Pero Maenyra no lo escuchaba. Su dolor la cegaba, y su corazón ardía de rabia.

—¡Mentiras! ¡Esas son mentiras, Jacaerys! Daemon es culpable. Y si tú no lo haces pagar, yo misma me encargaré de él. ¡No voy a permitir que sigas protegiendo al asesino de mi hijo! —El título le heló la sangre tanto al rey como al heredero.

La furia de Maenyra hizo que todo en la habitación se helara. El rey Jacaerys sintió que se le estrujaba el corazón, pero también comprendió la verdad de las palabras de su esposa. Maegor ya no estaba, y todo lo que quedaba era la necesidad de justicia.

La reina no se apartó de la cama de su hijo durante días, ni siquiera cuando el cuerpo de Maegor fue preparado para su entierro. No lloraba, ya no podía, pero su ira y su dolor eran palpables. Cada vez que alguien mencionaba a Daemon, su furia crecía.

Finalmente, Jacaerys, con el corazón destrozado y los ojos llenos de pesar, convocó una audiencia con su consejo real. El reino entero esperaba una decisión, pero lo que nadie sabía era que Maenyra, en su desesperación, había decidido que no quedaría nada que pudiera salvar a Daemon. Él debía pagar por lo que había hecho, por la vida de su hijo, por el dolor que le había causado.

Mientras Jacaerys tomaba su lugar en la cabecera de la mesa de la sala del concejo privado, Maenyra se adelantó, sus ojos ardiendo de furia, con la cabeza erguida y la resolución de una madre dispuesta a todo por vengar a su hijo.

—Mi hijo está muerto. Y él es el responsable —dijo con voz grave y clara, cada palabra cargada de veneno y promesa. —Quiero que Daemon sea condenado a muerte. Y no me importan las consecuencias.

La tensión en la sala del consejo era palpable. La reina Maenyra había hablado con voz firme, pero las palabras de condena que salieron de su boca no calaron en el rey como ella había esperado. Jacaerys, aún devastado por la muerte de su hijo, no se dejó llevar por la ira de su esposa, ni por el dolor que ambos compartían. El amor por Maegor seguía en su corazón, pero la decisión que ahora debía tomar era mucho más difícil que cualquier batalla que hubiera librado antes.

El silencio llenó la sala mientras Jacaerys, con el rostro marcado por el sufrimiento y el peso de su posición, miraba a Maenyra con ojos que no podían ocultar su tristeza.

—Maenyra... —dijo con voz baja, pero clara. — Yo también he perdido a un hijo, pero no seré un matasangre. No puedo. —La mirada del rey se endureció mientras continuaba. — No voy a condenar a Daemon a muerte. No lo haré. Lo enviaré a Dragonstone, donde permanecerá apartado por su propio bien y por el bienestar de todos. Pero no será ejecutado, ni habrá juicio de sangre. No lo haré, Maenyra.

Maenyra lo miró con incredulidad; sus ojos se agrandaron, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. Su corazón se encogió al ver el dolor reflejado en los ojos de Jacaerys, pero la rabia y la desesperación en su interior no la dejaban escuchar con claridad. Daemon, el hombre que había matado a su hijo, seguiría con vida, y eso, para ella, era inconcebible.

—¿Y qué quieres que haga? —gritó, sus palabras cargadas de dolor—. ¿Quieres que simplemente olvide lo que ha hecho? ¿Quieres que cierre los ojos y permita que siga respirando mientras yo cargo con la muerte de mi hijo?

Jacaerys cerró los ojos; un suspiro pesado escapó de sus labios. Sabía que la tormenta en el corazón de Maenyra no se apaciguaría con palabras, pero era lo único que podía ofrecerle.

—Lo siento, Maenyra. Pero no puedo hacer lo que pides. —Se levantó de su asiento, caminando hacia ella, su rostro marcado por el cansancio de días sin descanso.— No seré el rey que condena a su propio hijo a muerte. Daemon será enviado a Dragonstone, y ahí se quedará, aislado. Espero que eso sea suficiente.

La reina no respondió, sus ojos fijos en el suelo, luchando con la furia que aún hervía en su pecho. No era suficiente. No era lo que ella necesitaba, lo que su corazón exigía, pero no podía cambiarlo. La decisión ya estaba tomada, y ahora solo quedaba aprender a vivir con ello.

Maenyra, llena de furia, dio media vuelta y salió del salón sin mirar atrás, sin dejar que Jacaerys pudiera explicarse más. El eco de sus pasos resonó en las frías paredes del palacio mientras avanzaba, cada uno de ellos marcando la distancia creciente entre ella y su esposo.

Pero cuando llegó a sus aposentos, algo en su corazón empezó a quebrarse. En el silencio de la habitación, rodeada por los lujos de los tejidos y los adornos, su furia comenzó a desmoronarse, dejando paso a la culpa.

Al cerrarse la puerta tras ella, Maenyra se dejó caer de rodillas al suelo; las lágrimas brotaron de sus ojos con una fuerza que ni siquiera ella esperaba. Su corazón ya no podía cargar con más dolor, y la culpabilidad comenzó a aplastarla con la misma fuerza que había llevado a la rabia.

—¿Qué he hecho? —susurró entre sollozos, mientras sus manos se cubrían el rostro.— ¿Qué he pedido? ¿Cómo pude pedirle a Jacaerys que condenara a Daemon a muerte?

En ese momento, Jacaerys entró en la habitación. Sus ojos, también empañados por las lágrimas, buscaban la presencia de su esposa, sabiendo que algo había cambiado en ella. La encontró en el suelo, llorando con una desesperación que él nunca había visto en ella. Se arrodilló junto a ella, sus brazos envolviendo su figura temblorosa; las palabras de su esposa lo golpearon como nunca antes: Maenyra, siempre tan buena, siempre tan bondadosa. Su amor, su pequeña, su dulce Maenyra, su Maenyra que lo alejaba de la crueldad, ahora le pedía que la usara contra su hijo y lloraba por haber hecho aquel pedido.

—Maenyra... —Susurró, su voz cargada de una tristeza profunda, que era casi insoportable de escuchar. Nunca antes había visto a su esposa tan quebrada. —No lo hiciste por maldad. Estás sufriendo, y eso no te convierte en una villana. Eres una madre que ha perdido a su hijo. Yo también lo he perdido, y comparto tu dolor. Pero no podemos dejarnos arrastrar por la ira.

—No sé qué hacer, Jacaerys... —murmuró entre sollozos. —No sé cómo perdonarme por pedirte que matara a Daemon... Él es tu hijo; también lo es. Y, sin embargo... ¿Cómo podría dejar que viviera después de lo que ha hecho? ¿Cómo puedo seguir siendo madre de los demás si no puedo castigar al culpable de la muerte de Maegor?

El rey abrazó a Maenyra con fuerza, dejando que su propia angustia se mezclara con la de ella, sabiendo que su amor por ella y por Maegor nunca desaparecería, pero que esa culpa era algo que ambos debían aprender a llevar.

—Vamos a llorar por nuestro hijo, Maenyra —dijo con voz quebrada—. Vamos a honrar su memoria. Aún somos los padres de Maegor, siempre lo seremos.

El funeral de Maegor había llegado al momento más solemne de todos: la quema de su cuerpo. La ceremonia estaba rodeada por la majestuosidad de los dragones, que eran los encargados de llevar a cabo la última voluntad de los Targaryen. Silverwing, el dragón de la reina Maenyra, y Tormenta Carmesí, el dragón del rey Jacaerys, estaban en el cielo, esperando el momento preciso para arrojar su fuego.

La colina real, normalmente llena de vida y movimiento, estaba ahora en un silencio sepulcral. La familia real estaba reunida, todos con el rostro marcado por la pena. Maenyra, visiblemente destrozada, miraba a lo lejos, donde los dos dragones se preparaban. Jacaerys estaba a su lado, sus manos entrelazadas con las de ella, pero el dolor reflejado en su rostro no encontraba consuelo.

Los hijos de los reyes se encontraban presentes, sus ojos llenos de incertidumbre y tristeza. Aerys, el mayor, de 14 años, se mantenía estoico, pero su mirada perdida en la distancia traicionaba la angustia que sentía por la muerte de su hermano. Joffrey, de 12, estaba al lado de Aerys, su rostro enrojecido por el llanto contenido, mientras miraba con incredulidad el altar donde estaba el cuerpo de Maegor, envuelto en telas blancas. Aenar y Rhaegar, los mellizos de 9 años, apenas comprendían la magnitud de la pérdida, pero sentían la tristeza que emanaba de su madre, y su corazón se apretaba por la tristeza ajena. Lucerys, el más pequeño, de tan solo 5 años, estaba en brazos de una sirvienta, incapaz de entender completamente lo que ocurría, pero su pequeño rostro reflejaba la tristeza general.

El viento comenzaba a soplar suavemente cuando Maenyra, con un gesto de dolor extremo, miró al cielo.

—Dracarys.

—Dracarys.

La voz del rey y la reina resonó por todo el lugar.

Silverwing, con sus escamas plateadas brillando al sol, se alzó sobre la multitud, su rugido resonando por todo el campo. Tormenta Carmesí, con su majestuoso color negro y profundos ojos rojos, la siguió de cerca. Ambos dragones sobrevolaron la colina, sus ojos llenos de inteligencia, entendiendo el dolor de sus amos. Era un momento solemne para ellos también, y el fuego que arrojaban no era solo para incinerar el cuerpo de Maegor, sino también para purificar el dolor de la familia real.

Los dos dragones descendieron al mismo tiempo, abriendo sus mandíbulas en un rugido ensordecedor. Silverwing, con un aliento de fuego que parecía nublar el aire, lanzó una llamarada azul y blanca sobre el cuerpo de Maegor. Tormenta Carmesí, con un rugido de furia y dolor, lanzó una llamarada roja, abarcando el mismo objetivo. El fuego de ambos dragones se entrelazó sobre el altar, y el cadáver de Maegor fue consumido en segundos.

El calor abrasador del fuego parecía hacer que todo el mundo diera un paso atrás. La familia real observaba, sus ojos fijos en la llama que devoraba el cuerpo de Maegor, sin poder apartar la vista. Aerys, con sus 14 años, estaba completamente en silencio, los ojos vidriosos mientras intentaba comprender lo que estaba sucediendo. Joffrey, a su lado, no podía contener más las lágrimas y, con el rostro distorsionado por el dolor, se arrodilló junto a su madre, que observaba la escena con la mirada fija, aunque vacía, como si todo su ser se hubiera desmoronado en ese instante.

Aenar y Rhaegar, los mellizos, se aferraban a las manos de su madre, temblando sin entender completamente la tragedia que los rodeaba, pero la tristeza era algo que no podían ignorar. Sus corazones pequeños, sensibles, sabían que algo terrible había sucedido, y la imagen de su madre rota por el dolor los marcó profundamente.

Lucerys, en brazos de una sirvienta, también miraba hacia el altar donde el fuego consumía el cuerpo de su hermano mayor. Sus ojos, inocentes pero tristes, captaban la angustia de los adultos, aunque no entendía del todo la razón. Su pequeño corazón palpitaba por la tensión en el aire; la tristeza se le filtraba por las venas sin poder nombrarla.

La quema del cuerpo de Maegor, sin embargo, no fue solo una ceremonia en la que los dragones entregaban el último rito a un príncipe caído. Para Daemon, que en ese momento se encontraba en Dragonstone cumpliendo su castigo, el impacto de lo ocurrido era devastador. Estaba en sus aposentos, mirando el horizonte, pero su mente estaba mucho más allá. No podía dejar de pensar en Maegor. No podía dejar de pensar que, de alguna manera, su rabia, su ira contenida, su rivalidad, había conducido a ese fatídico día.

"¿Qué he hecho?", se preguntaba una y otra vez. Aunque estaba apartado, aislado en Dragonstone, el peso de la culpa lo aplastaba con la misma intensidad que el fuego había consumido a su hermano. Había sido un accidente, sí, pero el hecho de que Maegor estuviera muerto y él estuviera en exilio era una condena que no le permitiría escapar, sin importar cuántos días pasaran.

En Dragonstone, Daemon estaba sumido en la oscuridad de su propio dolor. No era un castigo físico el que más le lastimaba, sino la tormenta dentro de su alma. El rencor hacia su hermano, que siempre había sentido, había cegado su juicio, y aunque la rabia se había calmado, ahora solo quedaba el remordimiento.

En el palacio real, la quema de Maegor continuó, el fuego transformando su cuerpo en humo y cenizas. La familia real observó en silencio, las lágrimas ya secas en sus rostros. Maenyra había guardado silencio durante toda la ceremonia, pero ahora, al ver cómo el fuego se llevaba a su hijo, su dolor volvió con una intensidad inhumana.

De rodillas, con los ojos llenos de lágrimas, Maenyra observó cómo el último vestigio de su hijo se desvanecía. Jacaerys se arrodilló junto a ella, sosteniéndola mientras el dolor que compartían parecía engullirlos por completo.

—Hemos perdido a Maegor... —dijo Maenyra, su voz apenas un susurro, pero cargada con una desesperación infinita.

Jacaerys la abrazó con fuerza, sus lágrimas cayendo sobre ella mientras intentaba calmarla, aunque sabía que no había consuelo para el sufrimiento que ambos vivían.

—Lo hemos perdido, Maenyra. Pero siempre será nuestro hijo. Y nunca olvidaremos su memoria.

El humo de la cremación se elevaba al cielo, llevándose con él el alma de Maegor Targaryen, el príncipe caído.

Tras el funeral, la atmósfera en la familia real era sombría, pesada con la tristeza y la desolación. El sol ya se había puesto, dejando el palacio bajo una tenue luz anaranjada que contrastaba con la penumbra que envolvía los corazones de los reyes y sus hijos. Maenyra y Jacaerys, agotados por el dolor y la tensión de todo lo ocurrido, guiaron a sus hijos a través de los pasillos, intentando encontrar algo de consuelo, aunque sabían que la herida era demasiado profunda para sanar con simples palabras.

Al llegar a sus aposentos, los niños se acomodaron en el gran salón, cada uno absorbido en su propio dolor. Aerys, el mayor, se mantenía en silencio, pero su postura rígida y su mirada sombría indicaban que estaba luchando contra algo mucho más grande que su tristeza. Joffrey, de 12 años, lloraba en silencio, mirando el vacío, mientras Aenar y Rhaegar, de 9, se sentaban a los pies de su madre, sintiendo el dolor que se reflejaba en ella.

Lucerys, el pequeño de 5 años, estaba en brazos de Maenyra, su pequeño rostro marcado por la confusión, los ojos llenos de temor. La reina lo acarició con ternura, intentando calmarlo, pero el niño, con su ingenuidad intacta, levantó los ojos hacia ella y, con una vocecita temblorosa, hizo una pregunta que heló el alma de todos en la habitación.

—¿Daemon nos hará daño a nosotros también, madre? —preguntó Lucerys, con un temor genuino en sus ojos.

El corazón de Maenyra se detuvo por un momento. Miró a su hijo, buscando en su rostro la pureza de su inocencia, y luego miró a Jacaerys, que también había oído la pregunta. Ambos sabían que la preocupación de Lucerys era válida; la sombra de Daemon, hijo del primer matrimonio de Jacaerys, aún pesaba sobre ellos, incluso en su exilio.

Antes de que pudiera responder, Aerys, el hijo mayor de 14 años, intervino con una dureza que sorprendió a todos en la sala.

—Sí —dijo Aerys, con voz firme, aunque fría. —Si no lo hace ahora, lo hará cuando sea rey. Sigue siendo el heredero, madre. ¿Acaso no lo sabes?

Maenyra se tensó al escuchar esas palabras, pero Jacaerys, aunque sorprendido por la franqueza de Aerys, no desmintió lo que su hijo había dicho. El rey miró a sus hijos y su esposa; la culpa lo llenó, pero, ¿cómo le quitaría su derecho a Daemon? ¿No era eso lo que le habían hecho a su madre?

—Daemon, no... —comenzó a decir Jacaerys, pero su voz se quebró, y al final, no dijo más. La mirada culpable que dirigió a Maenyra lo decía todo.

Aerys continuó con una determinación fría, como si hablara desde un lugar más allá del dolor.

—Y seguro que Daemon matará a madre cuando sea rey. Él creció creyendo que el trono era su derecho. ¿Qué creen que harán si alguien se lo niega?

Las palabras de Aerys cayeron como una losa sobre el ambiente. Maenyra sintió el nudo de la preocupación apretarse en su garganta, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Miró a Jacaerys, esperando que él desmintiera a su hijo, pero el rey se mantuvo en silencio, absorto en sus propios pensamientos, luchando contra los fantasmas de su pasado.

Aenar y Rhaegar, los mellizos, miraban a su hermano mayor, Aerys, con rostros marcados por el miedo, sin comprender completamente lo que se decía, pero sintiendo la inquietud en el aire. Las palabras de Aerys, con su dureza, les habían calado hondo, y comenzaron a temblar sin poder evitarlo.

Joffrey permaneció cerca de su madre con sus ojos clavados en su padre. Sabía que el rey los protegería, pero ¿sería capaz de protegerlos si en su corazón había un amor tan profundo por quien quería hacerles daño?

Lucerys, abrazado por su madre, no entendía bien la conversación, pero el miedo reflejado en los ojos de sus hermanos mayores y la intensidad de la conversación lo inquietaron. El pequeño se acurrucó más cerca de Maenyra, buscando refugio en su calor.

Maenyra, con una expresión de angustia, abrazó a Lucerys y luego miró a los otros niños. Su corazón se partió en dos, sin saber cómo protegerlos de lo que ya no podía controlar. Era madre, y su principal instinto era cuidar de ellos, pero ahora se encontraba atrapada en una maraña de incertidumbres y temores que no podía despejar.

—No... No permitiremos que eso pase —respondió finalmente Maenyra, con una voz temblorosa pero decidida.— No dejare que nadie les haga daño. Yo... yo los protegeré a todos ustedes, pase lo que pase.

Jacaerys se acercó a Maenyra, poniéndole la mano sobre el hombro con una mezcla de consuelo y tristeza.

—Lo prometo —dijo él, con una voz grave, pero llena de amor.— Ninguno de ustedes estará solo. Nadie más nos separara. Nimguno de ustedes corre peligro alguno.

Sin embargo, las palabras, aunque bien intencionadas, no pudieron despejar el miedo de los niños. Aerys, con su visión de la inevitabilidad, se levantó, decidido a irse de la habitación.

—El tiempo dirá quién tiene razón —dijo, con un tono sombrío—. Pero no me sorprendería si Daemon busca vengarse de nosotros cuando sea el rey. El mato a Maegor y tarde o temprano lo hara con nosotros, Laena le lleno la cabeza de odio hacia madre y hacia nosotros. Y ese odio ya dio frutos.

Joffrey miro entre su padre y la puerta por la que su hermano mayor habia salido momentos antes, se acercó a su madre beso su mejilla y despues siguio los pasos de Aerys.

Maenyra, incapaz de soportar más la angustia, se desplomó de nuevo sobre el sillón pues se habia puesto de pie para tratar de llegar hasta Aerys, sus manos temblando al abrazar a Lucerys, con lágrimas cayendo libremente por su rostro.

Jacaerys se quedó allí, mirando a Aerys alejarse, su corazón dividido entre su hijo Daemon en Dragonstone, su primer varón, su niño amado, y su familia en la fortaleza, en los hijos que le dio su Maenyra, su dulce Maenyra.

Maenyra, quien, aunque no lo admitiera, hacía duelo no solo por un hijo, sino por dos; ella había criado a Daemon, ella lo había amado y ahora lo había perdido.

La vio ponerse de pie para acomodar a Lucerys y los mellizos en su cama, que ya se habían quedado dormidos, y después la vio comenzar a escribir en su viejo diario.

"Mi hijo, Maegor, ya no está. La herida que dejó su partida es tan profunda que no sé si alguna vez podré sanar. ¿Cómo podría? Lo vi nacer, lo crié entre mis brazos, lo vi dar sus primeros pasos y pronunciar sus primeras palabras. Me esforcé por darle lo mejor de mí, por verlo crecer con amor y protección. Y ahora, ese amor se ha transformado en dolor, porque el responsable de su muerte no es un enemigo ajeno, sino el hombre que alguna vez consideré como hijo: Daemon... El niño que tomé en mis brazos desde su primer aliento, el niño al que crié junto a mis propios hijos. Lo amé, lo alimenté, lo acuné en mis noches solitarias. Le di lo que nunca pudo recibir de su madre, el amor incondicional que toda criatura merece. Lo miré crecer, como cualquier madre lo haría con sus hijos. Y aunque sabía que Daemon tenía un fuego en su interior, una furia que no podía controlar, jamás imaginé que ese fuego podría convertirse en una llama que quemaría a mi propio hijo".

—Ve a dormir, Issa Jorrāelagon.

Maenyra no obedeció, se puso de pie y se abrazó a él, dejando caer lágrimas silenciosas.

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