Capitulo VIII
Año 137 d. C.
El inicio de aquel año no fue uno que trajera alegría; de nuevo la reina había logrado concebir y de nuevo había perdido aquel embarazo; era el segundo aborto de la reina.
Con dos abortos, un hijo muerto en la cuna y uno nacido muerto, los susurros de que el rey pronto tomaría una amante no se dejaron esperar.
La mayoría hacía sus apuestas. Los hombres de todo el reino traían a sus hijas con la esperanza de que alguna calentara la cama del rey.
Pero para sorpresa del reino, el movimiento del rey fue uno menos escandaloso, pero que aseguraría la línea Targaryen: su hermano, el príncipe Aegon, de ya 17 años, se había mostrado interesado en la joven Daenaera Velaryon. Lady Rhaena solía traer a la joven en sus visitas y una amistad había surgido entre la doncella y el príncipe, así que Jacaerys había decidido unirlos en matrimonio.
Con uno de sus hermanos casado, más aún, aquel que desde que fue coronado era reconocido como su heredero, logró calmar al concejo.
En ocasiones, cuando el rey estaba solo, se permitía pensar en sus hijos muertos y también en aquellos que vivían solo en su mente, los hijos que Maenyra le había dado, en Maegor y en el pequeño en el vientre que había visto una vez. Lamentaba no volver a soñar con ellos; realmente deseaba que los dioses le permitieran visitar aquella vida una vez más.
Un día, ya entrada la noche, con la luna en lo más alto del cielo, mientras el rey revisaba algunos de sus pendientes, los dioses decidieron darle un nuevo sueño:
"El sol caía sobre Red Keep, tiñendo las piedras del castillo con reflejos rojizos que parecían fuego vivo. Jacaerys Targaryen caminaba por los pasillos con pasos medidos, la capa ondeando a su espalda mientras su mente se debatía entre las constantes preocupaciones del reino y el único refugio que le quedaba: su familia.
Al llegar a la puerta de la cámara real, se detuvo por un momento, respirando profundamente. Sabía lo que encontraría al otro lado, pero cada vez que entraba, el peso que llevaba en los hombros parecía más ligero, aunque nunca del todo. Empujó la puerta, y allí estaban ellos.
Maenyra descansaba en el lecho, su cabello dorado cayendo como una cascada sobre las almohadas. Su vientre prominente hablaba del próximo heredero que pronto llegaría, pero también le recordaba lo frágil que era su situación. La fortaleza que siempre había admirado en ella estaba allí, pero empañada por la necesidad de reposo. A sus pies, Maegor, su hijo, corría con su dragón de madera en alto, rugiendo con la alegría desbordante de la infancia.
El sonido de sus risas llenaba la habitación, y Jacaerys sintió un leve tirón en el pecho, una emoción que no se permitía mostrar. Amor, sí, pero también miedo. Un hombre como él, endurecido por la guerra y el deber, no podía permitirse ser vulnerable, excepto en estos momentos.
—Parece que mi pequeño príncipe está entrenando para conquistar el mundo —comentó, su voz grave pero con un tono que apenas dejaba entrever calidez.
Maegor giró hacia él, sosteniendo su dragón con ambas manos como si fuera una espada.
—¡Furia es el dragón más fuerte, padre! ¡Mira cómo ruge! —exclamó con entusiasmo.
Jacaerys avanzó hasta arrodillarse frente al niño, observándolo con una intensidad que podría intimidar a cualquiera, pero no a su hijo.
—¿El más fuerte, dices? —murmuró, su tono bajo pero cargado de intención—Entonces, Furia tiene un deber. Debe proteger a tu madre y a tu hermano. ¿Crees que puede hacerlo?
Maegor asintió con fuerza, sus ojos violetas brillando con determinación. Jacaerys extendió una mano y le revolvió el cabello, un gesto breve, casi torpe, pero lleno de un afecto que solo él entendía.
Se incorporó y se dirigió al lecho, sentándose junto a Maenyra. La miró en silencio, estudiando su rostro. Aunque su sonrisa era serena, él veía el cansancio detrás de sus ojos. La conocía demasiado bien como para que pudiera ocultarle algo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, su voz baja pero firme.
—Estoy bien, Jace —respondió ella, devolviéndole la mirada. Sus ojos violetas seguían siendo su cosa favorita en todo el mundo; podía perderse en ellos por horas y horas.
Él asintió lentamente, sin apartar la vista.
—Descansa. No tienes que preocuparte por nada más. Lo que sea que necesites, me aseguraré de que lo tengas.
Maenyra sonrió, suave y comprensiva, como siempre. Era esa calma lo que lo desarmaba, lo que lo hacía querer protegerla incluso de cosas que no podía controlar. Extendió una mano y apartó un mechón de cabello que caía sobre su rostro.
El sonido de los pasos de Maegor lo hizo desviar la mirada. Su hijo se había acercado con su dragón en alto.
—¡Furia protegerá a mamá! —proclamó con orgullo.
Jacaerys esbozó una leve sonrisa, apenas un destello que desapareció tan rápido como llegó.
—Furia tiene un buen maestro. Pero recuerda, Maegor, mientras yo esté aquí, nadie les hará daño.
El niño asintió, satisfecho, y volvió a sus juegos. Jacaerys se recostó junto a Maenyra, su mirada fija en el techo de piedra negra mientras sentía su calidez al lado".
El rey despertó; no había notado el momento en que se había quedado dormido, pero agradeció a los dioses ese pequeño regalo: ver la vida que pudo ser suya.
En la tercera luna del año sus visitas nocturnas a Maenyra se habían reanudado y cada vez le resultaba más difícil no tomarla, no arrancar su doncellez; sabía que ella también lo quería, lo sabía por la forma en la que lo miraba, por cómo sus muslos se apretaban cuando él rozaba su piel, pero Maenyra había sido clara: no sería la amante del rey.
La pérdida de sus embarazos había tornado a Baela en alguien cruel, constantemente deseando humillar a Maenyra, pero pareciera que después de perder a Jaehaera, Maenyra era menos complaciente; había decidido que no se dejaría humillar más. Por cada humillación de la reina, la princesa no dudaba en defenderse; solía recordar que ella era la princesa Maenyra Targaryen, hija de un rey, mientras su majestad no era más que la hija del consorte de la reina.
Esto enfurecía a la reina y en una ocasión la llevó a ordenar que la joven fuera azotada y encerrada en las mazmorras.
"—Con esto no vas a lograr que sea menos princesa, prima— La voz de Maenyra había sido firme y decidida."
La noticia de aquel incidente había llegado al rey porque dos noches después la princesa se lo contó entre lágrimas en una de sus visitas nocturnas.
"—Sera castigada por esto—Habia declarado el rey mientras veia los asotes de Maenyra
—Mi rey—La voz de Maenyra era una tan tranquila que calmo un poco la furia de Jacaerys—No es necesario"
El rey había dejado un beso lleno de orgullo en su frente y había curado las marcas de azotes ya casi cicatrizados, aunque aquella noche fue la última en la que se verían de aquella manera.
La culpa era un peso que Maenyra no podía cargar; la joven había confesado entre lágrimas lo sucia que se sentía al hacerle aquello a Baela y había dicho que no quería seguir haciéndolo. El rey la abrazó a su pecho, esperó hasta que se durmió y la dejó sola en su habitación.
Aquella noche, en sus propios aposentos, el rey no había logrado conciliar el sueño; en su mente se repetía una y otra vez la conversación con Maenyra.
"—Tenle paciencia, Baela es una buena persona.
—Lo sé. Somos tú y yo quienes estamos mal.
—Maenyra.
—Ella te ama y es la madre de tu hija. Creo que debemos dejar de vernos.
—¿Es lo que quieres?
—Es lo que debemos hacer".
Habían pasado 4 lunas desde aquel entonces y Jacaerys había pasado cada una de esas noches con su esposa; había pasado cada noche tomando a su esposa, una de las mujeres más hermosas del reino, y aun así no había manera en la que la joven de cabellos dorados, ojo violetas y piel pálida saliera de sus pensamientos.
En la octava luna del año, la reina volvió a quedar embarazada; de inmediato se le ordenó reposo absoluto y tenía terminantemente prohibido salir de sus aposentos. Maenyra aún le servía como dama y eso era una garantía para Baela de que la joven sería testigo de lo atento que era el rey con ella; cada que el rey visitaba a su esposa, la princesa bajaba la mirada y una silenciosa lágrima recorría su mejilla. El rey, tan emocionado por un hijo como estaba, no se daba cuenta del dolor que esto causaba en Maenyra y, aunque lo notara, no le importaría; el deseo de un hijo en Jacaerys se había vuelto su principal razón de existir en aquel momento.
Cuando el año finalizó, el príncipe Viserys decidió que viajaría por las ciudades libres. Invitó a su tía con él, diciéndole que tal vez lejos de la corte encontraría el amor, pero la princesa negó, diciendo que en aquel lugar estaba todo lo que amaba. El príncipe Viserys pensó que se refería a los restos de Jaehaera; la princesa hablaba del rey.
Año 138 d. C.
Las lunas pasaron con tortuosa lentitud; la reina seguía en cama y su desesperación era evidente. Había pasado ya 4 lunas confinada en cama, pero también 4 lunas restregando en la cara de Maenyra que Jacaerys era suyo.
La segunda luna del año fue más tolerable, con 6 lunas de embarazo; si bien la reina no podía salir de sus aposentos ni de la cama, había encontrado una rutina agradable.
La tercera luna del año con 7 lunas de embarazo; la reina se mostraba desesperada y ansiosa. Cualquier movimiento del bebé lograba asustarla. Maenyra estaba con ella, calmándola a pesar de los malos tratos que la reina le daba.
Con 8 lunas, Baela se sentía radiante de felicidad, más aún cuando el rey dejó de lado la mayoría de sus responsabilidades para estar con ella. Sumada a la alegría por tener las atenciones de su esposo, también se sentía feliz de que Maenyra lo atestiguara; cada vez que el rey entraba, la princesa bajaba la mirada y su cuerpo parecía más tenso.
La siguiente luna fue un mar de emociones; una noche, mientras el rey cenaba con su esposa, por primera vez la reina le ordenó a Maenyra que se retirara.
—Jace, ¿estás feliz?
—Sí, mucho. —La mano de Jacaerys cayó sobre el abultado y gran vientre de Baela.
—Entonces, si te pido algo, me lo darías.—La voz de la reina reflejaba ilusion y un poco de malicia
—Te daría cualquier cosa que me pidieras. —El rey tomó la mano de su esposa y besó el dorso de esta.
—Compromete a Maenyra, envíala lejos de aquí una vez que te dé un heredero.
El corazón de Jacaerys dio un vuelco. Enviar lejos a Maenyra, el no verla más le resultaba impensable, pero a su vez recuerda que ella quería eso; Maenyra quería un matrimonio, quería hijos, quería alguien que la amara, alguien que fuera libre de amarla.
—Está bien, una vez que nuestro hijo nazca, te juro que ella se irá.—El rey hablo con firmeza aunque por dentro sentia que moriria por tal declaracion.
Baela sonrió y justo en ese momento el parto comenzó, como si el pequeño en el vientre de Baela quisiera hacer a su madre feliz.
—Llamen a la princesa Maenyra. —El rostro de Jacaersy fue de incredulidad ante las palabras de su esposa.
La princesa, siempre diligente con sus responsabilidades, llegó corriendo, su cabello recogido para ayudar en el parto. Corrió hasta la reina y la ayudó a subirse a la cama, preparó toallas y todo lo que las parteras podrían necesitar.
Una vez el parto comenzó, la reina se negó a dejar que Maenyra se le acercara, alegando que de presentarse la oportunidad, la princesa mataría al hijo que daba a luz como lo había hecho con el príncipe Corlys.
La unica razon por la que la reina queria a la joven princesa en aquel lugar era para que fuera testigo del nacimiento de su hijo y que viera como ella, Baela Targaryen era quien le daba hijos a Jacaerys.
El eco de los gritos de Baela resonaba en las paredes de la cámara real, mezclándose con los cánticos de las parteras y los gemidos ahogados de las sirventas. El aire estaba cargado de incienso, sudor y angustia, mientras la reina luchaba con todas sus fuerzas para traer al mundo al hijo que tanto había deseado. Después de años de pérdida, sufrimiento y desilusión, este momento parecía un capricho cruel de los dioses. Aun en su dolor, Baela no cedía en su carácter mordaz.
—¿Por qué sigues, Maenyra? —jadeó la reina entre contracciones, mirando con desprecio a la princesa que, a pesar de todo, permanecía a su lado con un paño húmedo en las manos—. ¿Vas a matar a mi hijo como lo hiciste con Corlys?
—Estoy aquí para ayudarte, mi reina —respondió Maenyra en voz baja, tratando de mantener la compostura. Su piel pálida reflejaba la tensión del momento, pero su mirada no titubeó.
Baela se rió amargamente, aunque el sonido quedó ahogado por un grito de dolor que hizo estremecer a los presentes. Jacaerys, que permanecía cerca, miraba la escena con el ceño fruncido, sus labios apretados en una línea delgada. No dijo nada, pero sus ojos oscilaban entre su esposa y Maenyra, como si quisiera intervenir, aunque sabía que cualquier palabra no serviría.
Las horas transcurrieron como un castigo interminable. Maenyra no se movió de su puesto, ignorando las miradas de reproche y los murmullos de las sirvientas y parteras. Con cada contracción, secaba el sudor de la frente de Baela, sus manos temblando levemente, aunque su rostro permanecía inexpresivo. Sabía que su presencia era una herida abierta para la reina, pero también sabía que no podía abandonarla en ese momento.
Finalmente, cuando la noche parecía devorar las esperanzas de todos, el llanto agudo de un recién nacido rompió el silencio que se había instaurado en la cámara. El niño, un varón sano y fuerte, fue colocado en los brazos de Baela, cuya piel estaba fría y pálida como el mármol. La reina, exhausta y apenas capaz de sostenerlo, esbozó una sonrisa débil mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
El recién nacido príncipe era la copia exacta de su madre, con un cabello tan blanco como la nieve en contraste con una piel oscura y unos ojos violetas que te perforaban el alma.
—Daemon... —Susurró con su último aliento, antes de que su cabeza cayera hacia un lado, inerte.
El silencio que siguió fue insoportable. Las parteras se apresuraron a retirar al bebé, mientras Jacaerys se arrodillaba junto al cuerpo de su esposa. Sus manos temblaban mientras acariciaba el rostro sin vida de Baela, su expresión de dolor contenida tras una máscara de estoicismo. Las parteras y sirvientas comenzaron a llorar, y Maenyra sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies.
Fue así como el día 20 de la quinta luna del año 138 d.C., la reina Baela murió después de dar a luz al príncipe Daemon Targaryen, heredero al trono de hierro.
El rey se puso de pie y tomó a su hijo en brazos, lo entregó a la única persona presente en quien confiaba, Maenyra; después salió de aquellos aposentos donde su más leal concejera y querida amiga yacía muerta en una cama.
La princesa con el heredero en brazos salió detrás del rey, pudo ver su espalda perderse por el pasillo; aun cuando quería ir con él, se obligó a pedir que buscaran nodrizas para el pequeño principe y fueran enviadas a los aposentos que se habían preparado para el bebé.
Jacaerys se dirigió al cuarto de su hija, Laena. La niña, de apenas siete años, estaba aún despierta en su cama; sus ojos se fijaron en su padre al verlo entrar.
—¿Cómo está mamá? —preguntó con una sonrisa esperanzada. —¿Puedo verla ahora? Mi nana dijo que mi hermanito estaba naciendo. ¿Ellos estan bien?
El corazón de Jacaerys se encogió. Se arrodilló frente a Laena, tomando sus pequeñas manos entre las suyas.
—Laena, mi dulce niña —empezó con voz grave, mirando los ojos violetas que tanto le recordaban a Baela. —Tu madre era muy valiente hoy. Luchó con todas sus fuerzas para que tu hermanito naciera sano.
Los ojos de Laena se iluminaron momentáneamente.
—¿Tengo un hermanito? —preguntó emocionada. —¿Cómo se llama?
—Daemon —respondió él, esbozando una leve sonrisa que pronto se desvaneció. —Pero, hija... tu madre... ella... —Tragó saliva, luchando por mantener la compostura. —Mamá ya no está con nosotros.
Laena parpadeó, confundida.
—¿Qué quieres decir? —susurró.
—Ella está con los dioses ahora, mi amor. Se fue para descansar después de todo lo que hizo por ti y por tu hermanito.
Los labios de Laena comenzaron a temblar mientras el significado de las palabras de su padre se hacía claro. Se lanzó contra su pecho, llorando desconsoladamente.
—¡No! ¡No quiero que esté con los dioses! ¡Quiero que esté aquí conmigo! —gritó entre sollozos.
Jacaerys la abrazó con fuerza, sus propias lágrimas cayendo silenciosamente mientras acariciaba su cabello.
—Lo sé, pequeña. Yo también la quiero aquí. Pero debemos ser fuertes, por ella y por tu hermanito.
Laena continuó llorando, aferrándose a su padre como si temiera que él también pudiera desaparecer. Después de un largo rato, el agotamiento la venció, y se quedó dormida en sus brazos. Jacaerys la recostó en su cama, arropándola con cuidado antes de salir del cuarto con el corazón pesado.
Solo entonces, cuando la luna se elevaba en lo alto del cielo, el rey fue en busca de Maenyra.
La encontró en los aposentos que se habían preparado para el recién nacido, sentada junto a la cuna de su hijo. La luz de las velas iluminaba su rostro, marcando las sombras bajo sus ojos. Ella estaba cantando una suave melodía, una canción en valyrio que parecía tanto un consuelo como un lamento. Al escuchar los pasos de Jacaerys, levantó la vista, sus labios apretándose en una línea delgada.
—Mi rey —dijo con un tono formal, poniéndose de pie con dificultad. No hubo reverencia, solo una inclinación de cabeza.
Jacaerys la miró en silencio durante un momento, sus ojos verdes llenos de una mezcla de emociones que parecía imposible de descifrar. Finalmente, habló, su voz baja y grave.
—Le prometí a Baela que te casaría después de que naciera mi heredero —confesó, sus palabras cayendo como un peso sobre la habitación.
Maenyra lo miró, incrédula.
—¿Qué está diciendo, Majestad? La reina acaba de morir. No puedes—La voz de Maenyra temblaba, no quería una boda, no quería estar con nadie más.—No hay manera en la que se celebre una boda después de que la reina...
—No hay ninguna promesa que cumplir ahora —interrumpió él, dando un paso hacia ella. Su mirada era intensa, como si quisiera atraveserla con sus palabras. —Baela ya no está. Tú serás mi esposa, Maenyra. Después del luto.
Maenyra retrocedió un paso, su respiración acelerándose. Su mente se llenó de imágenes de Baela, de su dolor, de la frialdad con la que la había tratado. Baela, la Baela que había sufrido tanto por su culpa, y ahora el hombre que nunca la amó como se merecía le decía que la tomaría como su esposa.
—No puedo... No debo hacerlo. Esto no está bien. Tú y yo... —Su voz se quebró, y apartó la mirada.
Jacaerys la tomó por los hombros, obligándola a enfrentarlo. Por un momento, la dureza habitual de su expresión pareció desmoronarse, dejando al descubierto algo mucho más humano.
—Te amo, Maenyra —dijo, sus palabras resonando con una intensidad que la dejó sin aliento. —Siempre lo he hecho. Desde el momento en que te vi. No importa cuánto intenté negarlo, cuánto traté de alejarme de ti. Eres la única que llena el vacío que llevo dentro.
Las palabras del rey, habitualmente frío y distante la desarmaron por completo. Maenyra lo miró, sus ojos llenándose de lágrimas que no pudo contener.
—Esto... esto lastimará a todos. Ya lo ha hecho. ¿Qué dirá tu hija? —susurró, su voz temblando.
—Laena estará feliz —respondió él con una determinación que parecía inquebrantable. —Pero la verdad es que no puedo vivir sin ti. No puedo vivir sabiendo que alguien más te tenga, no puedo imaginar que tengas los hijos de alguien más.
—No podemos —susurró.
—Si podemos, soy el rey.
El corazón de Maenyra latía con fuerza, su mente dividida entre el deber y el deseo. Finalmente, tras un largo silencio, asintió con la cabeza, aunque sus ojos seguían reflejando la lucha interna que libraba.
—¿Después del luto? —dijo con voz apenas audible, mientrasa sus ojos se elevaban hasta el rey
Jacaerys asintió con la cabeza firmemente, pero no dejó de mirarla, como si temiera que pudiera cambiar de opinión en cualquier momento. Entonces, sin previo aviso, la abrazó con una intensidad que la tomó por sorpresa, sus brazos envolviéndola como si quisiera protegerla de todo lo que el mundo les lanzaría. Su rostro se enterró en su cabello; el perfume de rosas de Maenyra llenó los pulmones de Jacaerys.
—Oye, vamos a estar bien ¿Si? soy el rey; le arrancaré la lengua a cualquiera que diga algo contra esto.
—¿Lo prometes? —La voz de Maenyra era apenas un susurro
—Por mi vida, Maenyra.
La princesa se abrazó al cuerpo del rey y entonces comenzó a llorar.
—Oye —Maenyra miró a Jacaerys—. Ve a tus aposentos, te veré ahí.
—¿Quién se quedará con el príncipe?
—Las nanas y nodrizas tienen orden de no dejarlo solo.
Maenyra dudó, pero aun así asintió. Caminó hasta sus aposentos con el corazón acelerado; sería la esposa de Jacaerys, al fin sería la esposa de Jacaerys.
La culpa era un eco lejano ahora. La culpa de amar a un hombre casado, la culpa de verlo, la culpa por el sufrimiento de Baela y, por egoísta que fuera, Maenyra se sentía aliviada de dejar de cargar ese peso en sus hombros; se sentía liberada y una creciente alegría al imaginar la vida que tendría con Jacaerys la llenaba.
Maenyra atravesó la puerta de sus aposentos y comenzó a quitarse el intrincado peinado y cambio su vestido por algo más cómodo, se sentó en uno de los sofás de la habitación con la vista fija en la puerta por donde sabía que su Jace entraría.
El rey entró en los aposentos de Maenyra por aquella puerta secreta y la vio esperando por él; se recostaron en la cama, la cabeza de Maenyra en el pecho de Jacaerys, hablaron de miles de cosas hasta que se quedaron dormidos.
Por la noche, Maenyra cayó en un profundo sueño, el sueño de una vida perfecta, donde los hijos que le daría a su rey y los hijos que Baela le había dado antes de morir eran felices y se amaban como solo los hermanos podian hacerlo, donde ella y Jacaerys tenian una familia.
"El calor del sol bañaba los muros de piedra del castillo, y los jardines resonaban con risas infantiles. Maenyra caminaba descalza sobre la hierba húmeda, sus manos acariciando suavemente su vientre redondeado. Una cálida brisa acariciaba su cabello plateado, y a su alrededor, la vida parecía irradiar alegría. Jacaerys estaba junto a ella, sosteniendo su mano, con su expresión tranquila y llena de amor.
A lo lejos, Daemon corría con Laena, sus risas llenando el aire. Daemon, el hijo que Baela había muerto por dar a luz, el niño había desarrollado una confianza y fortaleza que lo hacían parecer años más grande de lo que era. Su porte orgulloso reflejaba tanto a su madre como a su padre, aunque su trato hacia Maenyra era cálido y respetuoso.
—¡Madrastra, mírame! —gritó Laena desde un columpio que había atado a un viejo árbol.
—¡Ten cuidado, pequeña! —respondió Maenyra con una sonrisa, su voz llena de ternura.
A su lado, Maegor, el mayor de sus hijos, jugaba con una espada de madera. A pesar de su corta edad, ya mostraba la determinación de los Targaryen, aunque su naturaleza era más tranquila que la de su hermano mayor. Lucerys y Joffrey, los otros hijos de Maenyra, corrían cerca, persiguiéndose entre risas.
—¡Padre, mira! —gritó Daemon, sosteniendo una espada de verdad que había tomado prestada de un caballero de la guardia. —Estoy listo para montar.
Jacaerys rió, inclinándose hacia él.
—Primero dominarás la espada, hijo, y luego veremos qué dicen los dragones.
Maenyra observó la interacción entre ellos, su corazón lleno de calidez. Aunque Daemon no era su hijo de sangre, lo sentía como propio, y él parecía aceptar su cuidado sin reservas.
Cerca de ellos, Maegor intentaba imitar a Daemon, su espada de madera chocando contra un tronco.
—¡Algún día seré tan fuerte como Daemon! —exclamó con entusiasmo.
—Y lo serás, hijo mío —respondió Maenyra, inclinándose para besar su frente.
Jacaerys se volvió hacia ella, colocando una mano protectora sobre su vientre.
—¿Crees que será una niña esta vez? —preguntó con una sonrisa.
—No lo sé —respondió ella, con un brillo en los ojos. —Pero si lo es, será tan valiente como su padre.
Él rió suavemente, inclinándose para besarla en la frente".
Maenyra abrió los ojos con una sensación de calidez en su cuerpo. Jacaerys sintió el cuerpo de la princesa removerse y despertó.
—¿Estás bien?
—Sí, solo tuve un sueño.
—¿Uno bueno?
—Sí, fue un buen sueño, uno muy bueno.
—¿Quieres contarme?
—No. —Maenyra le sonrió a Jacaerys, quien besó su frente.
—Vamos, cuéntame.
—Vas a reírte de mí.
—No.
—No voy a contarte mis sueños —Jacaerys frunció el ceño—, pero voy a proponerte un trato.
—Eso me gusta.
—Cuando tengamos a nuestros hijos... —Los ojos del rey brillaron al escuchar a Maenyra hablar de hijos—. Uno de ellos, el mayor, se llamará Maegor y después vamos a tener un hijo llamado Lucerys y otro llamado Joffrey.
Los ojos de Jacaerys se llenaron de lágrimas que ocultó rápidamente.
Recordo su primer pensamiento sobre Maenyra cuando regresó de Dorne. Ella le regresaría a la familia que los verdes le quitaron.
Recuerdo los sueños con un pequeño niño llamado Maegor.
Los dioses se lo daban todo sin pedirle nada.
—Esos nombres suenan perfectos.
Rey y princesa volvieron a dormir.
Durante las siguientes 6 lunas, el rey se mantuvo ocupado; pasaba sus días entre los deberes del reino y sus hijos, decidido a darles la mayor atención posible.
Cuando en la luna número 11 de aquel año su pequeño concejo lo presionó para comenzar a elegir esposa, dijo con voz firme que ya había una elegida para ser reina. Esto decepcionó al concejo. También dejó claro que, por petición de quien sería la reina, el anuncio del compromiso se llevaría a cabo la primera luna del siguiente año.
Cuando el último día de la última luna del año llegó, el rey entró a los aposentos de la futura reina.
—Issa Dārys
"Mi rey".
—Issa jorrāelagon.
<<Mi amor>>
El rey besó la frente de quien sería su esposa.
—Tengo algo para ti.
—¿Qué es?
El rey sacó un anillo precioso y se puso de rodillas, besó la mano de la princesa y esta lo miró asombrada.
—Ya que mañana al fin anunciaré que serás mi esposa, creo que mi prometida merece un anillo de compromiso.
—Issa dārys
La voz de Maenyra estaba cargada de sentimiento; se arrodilló, tomó las mejillas de Jacaerys y lo besó, antes de dejar que él pusiera el anillo en su dedo.
Siguieron besándose hasta que Maenyra comenzó a desnudarse.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—No así, mi amor.
—Jacaerys, hemos esperado años.
—Podemos esperar hasta que seas mi esposa.
El rey besó la frente de quien era oficialmente su prometida, la ayudó a vestirse, la arropó en su cama y besó su frente antes de comenzar a cantar una canción de cuna para ella.
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