Capitulo VII
Año 133 d. C.
Aquel año fue recibido con la noticia de que la reina por fin estaba esperando al tan ansiado heredero; la princesa Laena, quien ya tenía 2 días del nombre, se mostraba más cercana y posesiva con su madre.
Si bien el reino parecía celebrar aquel embarazo, la reina no. Luego de que la princesa Maenyra dejara de ser su dama para tomar la tutela de la hija del usurpador y la de sus propios hermanos, el deseo que Jacaerys parecía sentir por ella se había apagado. Eran pocas las veces que la veían, esto a petición de la reina, claro está, pero aun así debía escuchar incansablemente a Aegon y Viserys hablar de su nana.
Las mujeres de la corte y el pequeño concejo decían que era inadecuado que una princesa se encargara de aquella tarea; decían que los jovenes ya no tenian edad de tener una nana y que deberian tener tutores y que la joven princesa de 19 años debería ser desposada inmediatamente, pero cada que el matrimonio era puesto sobre la mesa, el rey se negaba.
"—Los príncipes se niegan a tener tutores —el rey decía—. Cuando mis hermanos dejen de quererla, se casará."
Baela sabía que mentía, sabía que, como lo fue el luto hacía un año, ahora lo serían sus hermanos; sabía que Jacaerys no quería casar a la estúpida hija de Alicent Hightower.
El matrimonio de Baela y Jacaerys, si bien era uno basado en la lealtad y la confianza de aquellos que pelearon una guerra codo a codo, carecía de pasión, una pasión que el rey dejaba ver cuando se negaba a casar a Maenyra.
Baela estaba cansada.
—¿Cómo te sientes? —Como cada mañana desde que su embarazo se anunció, el rey iba a sus aposentos a ver cómo estaba.
—Bien, un poco cansada. —La reina le sonrió a su esposo—. Espero salir de la cama mañana.
—Vendré a verte más tarde; descansa.
Al salir de aquel lugar, el rey se dirigía a desayunar con sus hermanos. Los dos adolecentes de 13 y 11 años entraban tomados de la mano de Maenyra; estaban en edad de ser escuderos y coperos, el rey lo sabía, pero no quería dejar de ver la sonrisa de Maenyra cada mañana.
Detrás de la joven princesa se podía ver de pie a la tímida Jaehaera; la niña de diez años se escondía de la vista del rey, quien la asustaba. Siempre tenía un rostro enojado. Ver a Maenyra ser tan suave y amable con los tres niños lo hacía recordar aquel sueño, ese sueño bendito en el que Maenyra daba a luz a su hijo.
—Los veré después de su entrenamiento para llevarlos a sus lecciones.
Jacaerys vio como los dos adolescentes dejaban un rápido beso en la mejilla de su tía. Viserys incluso se sonrojó. Maenyra besó sus frentes y se dio la vuelta. La vio parlotear con la pequeña niña mientras caminaban al jardín; las dos habían tomado por costumbre desayunar en aquel lugar.
—Vaya, creo que soy invisible. —La voz del rey era rígida, pero había en ella un tinte de diversión que solo podía ser percibido por los dos adolescentes.
—Cualquiera lo es si ella está cerca.—La voz del menor de los presentes mostraba una ilusion propia del primer amor de la infancia.
—Viserys.—Aegon parecio reclamar a su hermnao menor
—¿Qué?
—No seas ridículo, hermano, ¿por qué Maenyra se fijaría en ti?
—¿Y por qué no?
—Eres menor que ella.
—Irrelevante.
—Desayunen.
El rey fue severo en su instrucción y sus hermanos siguieron las órdenes rápidamente.
—¿A qué se refería Egg?
—No es nada, Jace.
—Viserys está enamorado de Maenyra.
—Aegon —el más pequeño de los hijos de Rhaenyra gritó más que enojado.
Aegon se encogió de hombros, se giró a ver a su hermano mayor antes de hablar.
—Dijo que te pediría su mano cuando tenga edad de tener esposa.
—Creo, Viserys, que Maenyra es un poco mayor para ti.
—Yo creo que te gusta a ti.—Dijo Viserys molesto.
—Yo tengo una esposa, Viserys.
—El conquistador tenía dos esposas, Jace.
Los pensamientos de Jacaerys volaron, volvieron a aquella vez en la que vio a Maenyra volver, bronceada por el sol de Dorne, y en lo único que pensó fue en ella dándole hijos, en condenarla a darle bastardos. En aquel entonces se dijo que era un castigo para ella, pero ahora podía admitir, al menos ante el mismo, que quería hijos de Maenyra.
Una vida en la que Baela fuera la reina y Maenyra su esposa, eso sonaba casi como un sueño, casi.
Sus pensamientos viajaron. Imaginó a Laena con aquel pequeño niño de su suelo, con Maegor; imaginó a Baela en paz como su reina, mientras él era libre de darle a Maenyra todo de sí mismo. La culpa lo invadió un poco cuando, en su sueño, pensaba en una Maenyra embarazada. Al imaginarse con Maenyra a su lado, como su esposa, no podía imaginar volver a tocar a una mujer que no fuera la enigmática princesa.
Salió de sus pensamientos por el grito alterado de Rhaena; su cuñada corría hasta él con una desesperación que pocas veces había visto antes.
—Rhanea, ¿qué pasó?
—Es Baela, algo pasa con el niño, Jacaerys... —No necesito escucharlo dos veces; corrió hasta los aposentos de la reina, y lo que encontró le rompió el corazón: el banco camisón de seda de Baela estaba cubierto de sangre; Baela había perdido al niño.
Se acercó a su esposa y le dejó llorar todo lo que quiso; después ordenó que trajeran una tina con agua y él mismo la ayudó a darse un baño antes de llevarla a los aposentos del rey mientras la cama de la reina era acomodada con sábanas limpias. La culpa lo cubrió, él soñando con Maenyra y Baela perdiendo a su hijo.
Ese fue el primero de los abortos.
Por la noche, con el negro pintando el cielo, el rey dejó sus aposentos por los pasadizos y recorrió el camino que no había recorrido en meses. Fue a la habitación de Maenyra, entró en ella y, de una manera incontrolable, se dejó caer de rodillas. Maenyra no dudó en abrazarlo contra su pecho y dejarlo llorar.
—Ziry iksos paktot, ao kostagon cry, ao ȳdra daor emagon naejot sagon nykeā dārys sir.
<<Está bien, puedes llorar, no tienes que ser rey ahora>>.
Año 134 d. C.
Luego de aquel trágico primer aborto, la reina había exigido que Maenyra volviera a servirle como dama de honor. Los príncipes protestaron, ella misma protestó, pero el rey, lleno de culpa por los pensamientos de su mente cuando su esposa perdía a aquel infante, le dio lo que quería a Baela. Fue la primera vez que los deseos de Baela tuvieron más peso que los de Maenyra ante Jacaerys.
Aegon era ahora el escudero del rey, mientras Viserys era su copero y, cada que podían, se escapaban para ver a Maenyra. Con el paso de los meses, el infantil enamoramiento de Viserys se había desvanecido; ahora solo quedaba un profundo cariño por ella, cariño que los dos adolescentes mostraban sin pena.
Baela sentía que cada vez soportaba menos a Maenyra; ella tomaba todo lo que era suyo: su esposo, sus hermanos, su vida.
Maenyra.
Maenyra.
Maenyra.
De una u otra manera, el rey y la reina no podían sacar a la princesa de sus mentes; el rey pensaba día y noche en hacerla suya de todas las maneras posibles y la reina pensaba en cómo deshacerse de ella.
Había hablado con miles de nobles y todos ofrecían grandes cosas para tomar a Maenyra como esposa y es que con 20 años era llamada la mujer más hermosa de la corte, pero el rey seguía negándose a bendecir cualquier unión.
A finales de aquel año la reina volvió a quedar embarazada; la noticia dada por el rey en el aniversario de su coronación fue recibida con gran felicidad en la corte, excepto por Maenyra. Los ojos amatistas chocaron con los esmeralda del rey y en ese momento Jacaerys lo supo.
Aun cuando era humillada y tratada como basura por Baela y él no hacía nada, aun cuando dejaba que en la corte fuera rechazada, aun cuando le negaba su libertad, Maenyra lo amaba y él, él solo pudo alegrarse por aquello.
Esa noche fue a los aposentos de Maenyra; ella estaba despierta.
—Debería estar con su esposa.—La voz de la princesa fue apenas un susurro
—Debería.—Respondio el rey en el mismo tono.
Él se acercó hasta acorralarla y se inclinó para besarla, pero ella corrió el rostro.
—Maenyra.—Era una suplica y una orden al mismo tiempo.
—Nyke jāhor daor sagon aōha aspo issa Dārys.
<<No seré su zorra, mi rey>>.
—Dilo de nuevo. —Escuchar la lengua ancestral en los labios de Maenyra le encantó. —Di que soy tu rey.
— Issa Dārys.
<<Mi rey>>
—Issa jorrāelagonn
<<Mi amor>>
—Debes volver con tu esposa, por favor, por favor.—La voz de Maenyra estaba cargada de un dolor profundo.
El rey, movido por la deseperacion del la voz de la joven princesa, salió de los aposentos y dejó a la princesa sola, quien apresuradamente se metió en la cama y se quedó dormida. Una vez estuvo seguro de que no despertaría, volvio a entrar a quel lugar y se acostó en la cama a su lado y la observó dormir hasta que los primeros rayos del sol despuntaban en el cielo.
Año 135 d. C.
En la séptima luna de aquel año, la reina Baela rompió aguas; lo hizo en medio de una reunión con las damas de la corte. La única de todas las presentes en ayudar rápidamente fue la princesa Maenyra. Todos se sorprendieron por aquel gesto; para nadie era desconocido el que la reina trataba más que mal a su única dama, la humillaba de maneras que hacían a la corte murmurar, pero, aun así, Maenyra nunca dejaba de servir a la reina.
Maenyra era la más servicial de las esclavas, porque había llegado a la conclusión de que eso era. Era esclava de Baela, pero la culpa por las noches que le robaba no la dejaba protestar. Nunca había intimado con el rey, era tan virgen como lo era cuando era niña, pero, una noche, en medio de una pesadilla, vio al rey a su lado en la cama. Desde entonces dormían juntos; mientras ella se cubría del frío con las mantas de su cama, el rey se quedaba sobre estas.
Hablaban de cualquier cosa; ella reía como no lo había hecho desde la muerte de Qyle. Le habló de su estancia en Dorne y cómo, aun cuando se casaría, no había un lazo de amor, sino uno de amistad. Le pidió perdón por no haberle escrito después de que los separaran y por no haber dicho nada cuando su hermano mayor los llamó bastardos en el salón de Lord Corlys. Jacaerys le confesó lo difícil que fue la muerte del anciano para él, diciendo que todo lo que quedaba de Velaryon en él eran solo recuerdos.
Luego de las largas horas de parto, la reina al fin dio a luz un varón, un niño de cabello castaño y ojos violetas. El rey pensó en darle el nombre de Maegor, haciendo honor a sus sueños con Maenyra, pero la reina pidió que lo nombraran Corlys. Tristemente, el pequeño murió 2 semanas después de su nacimiento.
El rey y la reina guardaron un gran luto, pero, para sorpresa de todos, fue por separado.
Mientras la reina no salía de su habitación y hacía que la joven Maenyra trabajara el doble que cualquiera de las sirvientas, el rey no salía de su despacho; los días de Jacaerys se basaban en escribir sus sentimientos.
Sus recuerdos y, cuando los recuerdos de las noches con Maenyra al fin llegaron, no dudó en plasmarlos.
"La escuché hablar de Dorne, de Qyle, y sentí una punzada de tristeza que no esperaba. Maenyra siempre ha tenido una forma única de envolver el dolor en palabras suaves, como si al contarlo pudiera convertirlo en algo menos pesado. Me habló de compromiso, de cómo jamás hubo amor, solo amistad. Dijo que ya no dolía, pero su voz se quebró al final. Y cuando pidió perdón... fue como si el tiempo retrocediera. Sus disculpas eran por cosas que ninguno de los dos pudo controlar: por no haber escrito cuando nos separaron, por no decir nada cuando su hermano me llamó bastardo en Marcaderiva. No era ella quien debía disculparse.
Su voz temblaba al recordarlo, pero yo solo podía pensar en lo frágil que se veía en ese momento, como si estuviera rompiéndose frente a mí. ¿Cómo responder a algo así? No tengo el derecho de ofrecerle consuelo, no cuando yo mismo soy parte de lo que la ha herido.
Maenyra cree que es fuerte, y lo es. Pero esa fuerza no borra el daño que le han hecho. Que le he hecho Y, sin embargo, sigue aquí, compartiendo conmigo sus secretos más profundos, abriendo su alma de una forma que yo ya no sé hacer.
Cuando le hablé de mi abuelo, de la muerte de Corlys y de lo que eso significó para mí, no esperé comprensión. Pero ella entendió. Me dijo que sabía lo que era perder a alguien que es más que familia, alguien que define quién eres. Y por un momento, sentí que podía respirar otra vez.
Pero lo más difícil fue la otra confesión. Admitirle que estar con ella me llenaba de culpa fue como arrancarme una parte del alma. Le dije que cada instante juntos era una traición a Baela, aunque mi corazón me dijera lo contrario. Y entonces, pronuncié las palabras que más temía: le dije lo agradecido que estaba por negarse a tener intimidad física, pues de esa manera no era una traición del todo, pero aun así era lo que sentía por ella lo que me pesaba. Al no cruzar esa línea, la línea del deseo, podía fingir que aún tenía algo de honor, que aún quedaba algo de Velaryon en mí.
Pero, ¿es eso verdad? ¿O es solo otra mentira que me cuento para dormir por las noches?
Maenyra es todo lo que el mundo me ha negado desde aquella batalla en el gaznate: luz en medio de la oscuridad, risa en un reino de luto. Y yo... yo soy un hombre que ya no merece nada de eso".
Un mes después, cuando el rey regresó a ver a Maenyra por la noche, esta le rogó que dejaran de verse. Ver las lágrimas en los ojos de Maenyra rompió el corazón del frío y cruel hombre en el que Jacaerys se había transformado; la tomó en brazos y la consoló, cantó para ella hasta que se quedó dormida y después, con un beso en la frente, se fue dejándola sola.
Después de aquella noche, cada que sentía la necesidad de ir a ver a Maenyra, el rey se dirigía a la habitación de su hija, de su Laena, la única persona a la que el rey demostraba libremente su afecto, la única persona capaz de desplazar a Maenyra de su mente.
Año 136 d. C.
El inicio de aquel año se llevó a la última víctima de la fiebre invernal, la princesa Jaehaera; la pequeña niña de 13 años había contraído la enfermedad a mediados del año anterior. La princesa Maenyra la había cuidado día y noche sin descanso.
La reina Baela se había mostrado molesta e incluso la culpó de la muerte de su hijo, diciendo que ella había traído la enfermedad hasta su pequeño.
Aun así, el día en que la noticia fue dada, la fiel dama de la reina le servía; Baela disfrutaba de tener a Maenyra lejos de Jaehaera. Era su castigo por alejar a Jacaerys de ella.
Maenyra recibió la noticia con lo que pareció tranquilidad, pero cuando la reina le negó el permiso para ir a ver el cuerpo de su pequeña sobrina, se derrumbó; sus lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas y, de rodillas, se arrastró hasta los pies de Baela a suplicarle que la dejara ir. Baela disfrutó verla así, verla humillada; Jacaerys, al notar la malicia en las acciones de su esposa, la miró mal; con un gesto le indicó a los guardias que ayudaran a Maenyra a ponerse de pie y le dio permiso de ir.
—Eres cruel con ella.
—Tú lo eres conmigo. —Los ojos de Baela se clavaron en los de Jacaerys.
—Nunca he sido cruel contigo.
—Cada segundo que ella pasa en este palacio muestra tu crueldad conmigo.
El rey se fue de ahí dejando a su esposa sola, caminó hasta su despacho y buscó aquel cuaderno en el que liberaba sus pensamientos.
"Cuando Maenyra cayó de rodillas ante Baela hoy, suplicando ver a Jaehaera una última vez, algo dentro de mí se rompió. Verla así... no podía soportarlo. Cada lágrima que derramaba era un puñal en mi pecho. La amé en ese momento. Lo sé. Lo he sabido siempre, aunque nunca me lo permita. No debo. No puedo. Pero el corazón no entiende de prohibiciones.
Con un gesto, hice lo que mi corazón exigía: le di permiso para ir. No fue un acto de rebeldía contra Baela, aunque sé que así lo verá. Fue justicia. Fue... amor. Aunque nunca sepa la verdad.
Amo a Baela. Lo hago. Pero mi amor por ella es diferente. Es una alianza forjada en el deber, en la responsabilidad. Con Maenyra... es algo más. Algo que me consume en silencio. Algo que nunca podrá ser. Y, sin embargo, está ahí, como una llama que no se apaga.
Esta noche no dormiré. No puedo. Mi mente sigue volviendo a Maenyra, a su dolor, a sus ojos llenos de lágrimas. ¿Qué será de nosotros? ¿De mí?"
El rey permaneció en su despacho, negándose a ver a nadie hasta que cayó la noche. Aegon y Viserys trataron de hablar con él, pero el rey se negó; la culpa lo carcomía, mientras se aseguraba de que a sus hermanos ninguna tragedia les aconteciera decidio descuidar deliberadamente la salud de la hija del usurpador. La adolescente era inocente de los crímenes del padre; ella no debería de pagar por aquello.
Con la luna en lo más alto del cielo, tomó una decisión: rompería la promesa de no volver a los aposentos de Maenyra por las noches; tenía que saber que ella estaba bien, que ella no se dejaría morir.
Al entrar por aquella puerta secreta en la pared, ella corrió hasta sus brazos, la tomó como si del tesoro más delicado del mundo se tratara, su nariz enterrada en su doradada melena. El rey se dio permiso de dejarse envolver por el olor floral de su cabello; la sintió tan frágil y sabia porque la última persona de su familia estaba muerta. No había nada en el mundo para Maenyra ahora; el príncipe Qoren Martell había muerto durante el luto por Corlys y Baela le había prohibido ir a Dorne.
Secó sus lágrimas durante toda la noche y la vio dormir, Maenyra, la dulce Maenyra que daba sin esperar nada a cambio, la gentil princesa que aceptaba lo que se le daba aun consciente de que su mera existencia la hacía merecedora de mucho más.
La princesa llamaba en sueños a la pequeña fallecida, lloraba al tiempo que se disculpaba con Aegon y Helaena por no poder cuidar bien a su hija.
Maenyra, la generosa Maenyra, había dado tanto, había perdido tanto y aun así nunca nadie había pensado en ella jamás, no los verdes cuando la enviaron a Dorne, no los negros cuando regresó de Dorne.
Se recostó en la cama y la atrajo a su pecho, sus dedos jugando con las doradas hebras de su cabello; cantó una canción de cuna y así logró calmarla.
Cuando el sol despuntaba, salió de aquel lugar. Pensó en ir a sus aposentos, pero su cabeza estaba confundida, necesitaba aclarar sus pensamientos, así que fue a su estudio, sacó su diario y comenzó a escribir.
" Mientras lloraba en mi pecho, me sentí consumido por una culpa que no tiene fin. Ella es un alma tan generosa, tan dispuesta a dar sin esperar nada a cambio, y yo he tomado sin devolverle nada. Su sobrina, su prometido, quien fue como su padre, su libertad... ¿Cuántas cosas más le quitará este mundo antes de dejarla en paz?
Culpable. Siempre culpable. Mi amor por Maenyra no puede separarse de mi responsabilidad por su dolor. La amo, pero esa verdad me aplasta porque cada lágrima suya es un recordatorio de que fui yo quien las provocó.
Esta noche canté para ella, no como rey, ni siquiera como hombre, sino como alguien desesperado por aliviar un sufrimiento que no tiene fin. La calmé, o al menos eso me gusta pensar, pero cuando la vi dormir, mi amor y mi culpa se entrelazaron hasta convertirse en una sola cosa".
No noto que se quedó dormido hasta que su esposa lo despertó. Por primera vez no sintió culpa de no poder amar a su esposa y es que Baela había sido tan cruel, tan fría, que lo había sorprendido.
—Padre—La princesa tomada de la mano de su madre corrio hasta el.
Los pasos de Laena de 5 años lo traen de regreso a la realidad y una nueva culpa se adentra en él: su amor por Maenyra, su amor por el único ser junto a su hija y sus pequeños hermanos que era inocente en aquel palacio; ese amor había corrompido a Baela y la había transformado en alguien cruel.
—Papi —la pequeña Laena tomó su rostro—. Tendré un hermano, padre.
Los ojos del rey se elevaron hasta su esposa, quien asintió y se sintió feliz, tan feliz que olvidó a la llorosa Maenyra en sus aposentos.
—Eso es maravilloso.
—Ordene que se haga el anuncio; con la muerte de Jaehaera no me parece prudente un baile y si a eso sumamos que no soy muy buena en esto de los embarazos...
El rey se puso de pie, besó la frente de Baela con cariño infinito; la dulzura de Baela aún estaba ahí, él no la había arruinado del todo.
—Eres un ángel, que se haga como quieras.
—Gracias, esposo. —Baela le sonrió—. Llegarás tarde a las audiencias.
El rey salió rápidamente con dirección al gran salón del trono, escuchó cada una de las peticiones hasta cansarse y cuando estaba por retirarse, 5 de sus más leales hombres se pusieron de rodillas.
—Mi rey —Lord Manderly tomó la palabra—. Mi señor, los cinco hemos tratado de hablar con usted de esto desde hace años y siempre es la reina quien nos atiende sobre este asunto.
—Hable ya, milord.
—Esperamos que se nos permita cortejar a la princesa Maenyra; cualquiera de nosotros que elija estará bien para nosotros y...
—¿Cómo se atreven? La princesa está de luto y nadie interrumpirá tal luto; cuando la hija de mi difunto abuelo decida contraer nupcias, será porque ella así lo quiere.
—Majestad, si es el luto, estoy seguro de que un cortejo logrará.
—He dicho que no. —Jacaerys lo calló con un gesto—. Si cualquiera sigue insistiendo, tendré sus lenguas por contradecir a su rey.
Se puso de pie y salió de aquel lugar en búsqueda de su esposa; la encontró con 12 damas de la corte, todas atendiéndola, y su cariño por ella volvió un poco más.
Los días pasaban sin que Maenyra quisiera salir de su habitación; los días se volvieron semanas y las semanas meses. Para nadie era una novedad, la hija del usurpador había sido más que querida por su tía, dos inocentes, cuyo único crimen era compartir sangre con el bando perdedor de una guerra.
Karmina, la doncella que ayudaba a Maenyra a prepararse y la única persona que había entrado a los aposentos, pasó corriendo por un pasillo pidiendo por el maestre. Cuando este le pidió una explicación de su estado tan alterado, la joven dijo que Maenyra se había desvanecido, confesó también que la princesa no había ingerido bocado desde hacía 8 semanas cuando su sobrina falleció. El corazón de Jacaerys dio un vuelco.
Baela tomó su brazo y comenzaron a caminar hasta los aposentos de la joven. El corazón de Jacaerys pendía de un hilo. Luego de desesperantes horas, el maestre al fin salió de los aposentos; dijo que estaba despierta y que Karmina ya se encargaba de alimentarla.
Por la noche, en sus aposentos, el rey no dejaba de dar vuelta en su cama, decidido que no le bastaban las palabras del hombre; él necesitaba asegurar que Maenyra no moriría.
Camino por las entrañas del palacio hasta aquella puerta prohibida, aquella puerta que debería mantenerse cerrada.
La vio ahí, tendida en la cama; no dormía, pero por su expresión le habían sacado el alma. No lloraba, sus ojos no mostraban su profunda tristeza; no había nada en sus ojos.
Con paso lento se acercó a la cama y se sentó a su lado; ella lo vio sin mirarlo y su corazón dolió. Acarició su cabello, tomó su mano y besó su dorso.
Ella lo miró, el reconocimiento en sus ojos.
Se sorprendió cuando ella lo besó, se dejó llevar por el beso, pero se detuvo cuando vio que ella tenía intenciones de desnudarse.
—¿Por qué paras?
—Porque no es correcto.
—Eres tú quien vino aquí.
—No es correcto porque sé que cuando te recuperes de tu duelo lo lamentarás y porque cuando te diga lo que te diré, te odiarías por haberlo hecho.
—Dilo y vete entonces.
—Baela está embarazada.
La vio derramar lágrimas y, besando su frente, se puso de pie, dispuesto a irse.
—Jacaerys. —La voz era apenas audible.
El rey regresó los pocos pasos que había dado y la miró atentamente; tenía tanto que no escuchaba su nombre salir de sus labios, no desde aquel roce infantil de labios.
—Maenyra.
—¿Me harías un favor?
—Sí está en mi poder. —Era un sí, todo estaba en su poder, era el rey, bueno, casi todo estaba en su poder.
—Ordena que me case.
—¿Qué?
—Tal vez así tenga hijos y alguien me ame. No hay nadie vivo que me ame.
Las lágrimas bajaron de los ojos de Maenyra al pronunciar aquellas palabras y, como un reflejo, las del rey también. Se arrodilló junto a la cama y besó incontables veces la mano de la princesa.
—Yo te amo, Maenyra, te amo desde el primer momento en que te vi siendo un niño y he pasado mi vida amándote, aun si no lo sabía o si me negaba a aceptarlo.
Ella lloró y él lo hizo: besó sus labios con castidad y le cantó hasta que se quedó dormida. El rey salió de la alcoba, pero su corazón no.
Fue a su estudio dispuesto a escribir en su diario.
"Esta noche no fui rey, ni esposo, ni señor de nada. Fui un hombre quebrado. Me arrodillé junto a su lecho y le confesé lo que he ocultado incluso en los rincones más profundos de mi alma. Le dije que la amo, que siempre la he amado, y que ese amor no ha cambiado, ni por los años ni por las circunstancias que nos separaron".
Cerró el libro y decidió que le daría a Maenyra su petición; solo necesitaba tiempo y fuerza. Baela estaba embarazada y, aunque quisiera que fuera diferente, no la dejaría. Era su reina, la madre de su hija, su esposa y de una manera u otra él la amaba. Porque lo hacía, amaba a Baela.
Unos cuantos meses después, mientras la reina daba uno de sus paseos habituales por el jardín, el príncipe Aegon, de 16 años por aquel entonces, quien siguiendo los pasos de su padre ya era un caballero nombrado, le hacía compañía a su hermana. A lo lejos, la princesa Laena jugaba con su tío, el príncipe Viserys.
La niña de 5 años era tan enérgica como sus padres lo fueron en su niñez, aunque el que su huevo de cuna aún no eclosionara era un pesar en el corazón de la niña. Su padre le prometió que algún día lograría reclamar un dragón, pero la niña se encogía de hombros y decía que de cualquier manera a los dragones no les gustaba el frío y ella viviría en el norte. Laena volvía a sus juegos infantiles y dejaba el tema de lado.
Mientras la reina caminaba del brazo de su hermano menor, un dolor agudo la atravesó. Baela reconocía ese dolor; eran los dolores del parto, pero era imposible, aún faltaban 2 vueltas de luna para su alumbramiento. Aun así, el pequeño dragón que llevaba en su vientre parecía decidido a nacer.
Fue llevada a sus aposentos y el rey informado; mientras la reina sufría para dar a luz, el rey esperaba fuera.
Ese mismo día la princesa Maenyra, quien había permanecido encerrada y de luto en sus aposentos, decidió salir.
Mientras caminaba, el alboroto llamó su atención, se acercó y rápidamente escuchó los gritos de la reina mientras daba a luz.
La princesa aún era la dama principal de la reina y, al ver a las mujeres inmóviles sin hacer nada, entró a los aposentos donde maestres y parteras hacían todo para ayudar a la reina.
—¿Qué haces aquí?
—Sigo siendo su dama, mi señora, y es mi deber ayudarla.
—Princesa, toallas —La voz de la partera no dejó lugar a réplicas e inmediatamente la princesa comenzó a traer toallas. Mientras las parteras se encargaban junto a los maestres de esperar al bebé, Maenyra limpiaba el sudor de la reina, quitaba su cabello rizado de su rostro y le tendía la mano para que cada vez que el dolor fuera demasiado, la apretara.
Después de horas de un largo parto, la reina al fin logró dar a luz; el niño nació muerto.
El rey, la reina y la princesa Laena lamentaron profundamente aquella pérdida.
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