Capitulo IX
Primer día de la primera luna del año 138 d.C.
El llamado del rey Jacaerys a cada gran señor del reino había despertado la curiosidad de todo el mundo.
Con el tiempo de luto por la reina ya cumplido y esperando poder poner coronas en las cabezas de sus hijas, cada hombre noble fue hasta la capital para poder tener la mínima oportunidad de que sus hijas pudieran ser reinas.
Cuando los asistentes comenzaron a entrar al salón, del tono se mostraron sorprendidos por la presencia del príncipe Viserys, quien había decidido viajar por Essos hace un año, y también por la presencia del príncipe Aegon, quien se había retirado de la vida pública hacía años. Él y su esposa vivían en un pequeño palacio en una isla cercana a Dragonstone, donde no había más población que ellos y sus siervos, y las provisiones eran enviadas desde el palacio de Dragonstone.
Lady Rhaena, la señora de Drifmark, estaba ahí en compañía de su esposo y sus hijos y sostenía con fuerza la mano de su sobrina; la princesa Laena, de 8 años.
Una vez todos los invitados estuvieron presentes, las puertas del salón fueron abiertas y atravesadas por el rey Jacaerys.
—Rey Jacaerys Targaryen, Primero de Su Nombre, Rey de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino.
El murmullo en la sala se apaga al instante. Desde el otro extremo del pasillo, Jacaerys Targaryen avanza con paso firme. Su capa, de un rojo profundo con bordados dorados en forma de llamas, se extiende tras él como un río de fuego. Lleva la corona del conquistador, reluciente con acero valyrio negro y rubíes que brillan como fuego bajo la luz que entraba por las ventanas del salón.
Mientras el rey sube los escalones del salón del trono, las miradas fijas en él. Durante sus años de reinado Jacaerys había sabido imponer el miedo en los nobles y se había ganado el amor del pueblo llano: Jacaerys, el rey que volvió del mar, el hombre que domó un dragón salvaje y con él conquistó su derecho de nacimiento, ese derecho que su tío creyó que podía quitarle.
Una vez el rey se alza en el trono, todos los presentes se inclinan ante él; los ojos de Jacaerys se pasean por aquella sala antes de tomar asiento.
—Damas y caballeros, fieles de la Corona y protectores de esta tierra, hoy los he convocado para compartir una decisión que, aunque nace de la pena, está destinada a guiar a nuestra casa y nuestro reino hacia un futuro más próspero. — Los murmullos comenzaron a correr por la sala, pero el rey los calló con un gesto de la mano. — Durante el tiempo de luto por la Reina Baela, quien fue para mí una compañera leal, una madre amorosa y una fuerza inquebrantable para nuestra casa, he reflexionado profundamente sobre las responsabilidades que tengo como su rey y como padre y, en mi intento de darle al reino lo que necesita y de satisfacer mis propios deseos, he tomado una decisión... —
La expectación crecía; las doncellas se miraban unas a otras emocionadas, esperando el momento en el que el rey anunciara que estaba buscando una esposa. La mirada del rey, intensa y llena de propósito, recorrió a la multitud.
Tras unos segundos de largo silencio, el rey volvió a hablar, sus palabras resonando en cada rincón del salón.
—Tomaré por esposa a la princesa Maenyra Targaryen, quien, con su virtud, sabiduría y devoción hacia nuestra casa, ha demostrado ser digna de caminar a mi lado como reina. —Un murmullo recorrió la sala; Jacaerys los calló con un gesto de la mano. —La princesa Maenyra no solo es la hija de mi difunto abuelo, el rey Viserys, sino también una mujer cuyo corazón late con la llama del dragón. Juntos, velaremos por los hijos de la reina Baela como propios y por la prosperidad de la Casa Targaryen y el reino entero.
Con esas palabras, Jacaerys extendió su brazo y las puertas fueron abiertas; por estas hizo su aparición la ahora prometida del rey, la princesa Maenyra Targaryen. Ella, vestida con un delicado vestido color rosado, que contrastaba con el negro del rey, avanzó con la gracia de una reina ya coronada. Al llegar junto a él, inclinó la cabeza. El rostro de Jacaerys se suavizó solo por unos segundos mientras veía a la princesa; después su rostro volvió a mostrar aquella frialdad que siempre ponía ante los nobles.
El salón, bajo la mirada del rey, se dispuso a aplaudir, aunque muchos de los nobles lo hacían con la intención de que su cabeza permaneciera sobre sus hombros.
El rey anunció que esa misma noche se daría un baile para celebrar su compromiso con la princesa. Con esas últimas palabras, la sala del trono se comenzó a vaciar; solo la familia del rey, la princesa Laena, los príncipes Viserys y Aegon, con la familia de este último, y lady Rhaena permanecieron en aquella sala, además del monarca y la futura reina.
En ese momento, la nana del príncipe Daemon, el hijo que la reina había dado a luz antes de morir, entró. Maenyra y Rhaena corrieron hasta el pequeño y, con una mirada de enojo e incredulidad, Laena y Rhaena fueron testigos de cómo el pequeño príncipe solo encontró tranquilidad en los brazos de quien próximamente sería la reina.
—Eres un maldito sinvergüenza —La voz de Rhaena se elevó, enojada—. Baela, mi pobre hermana, aun no tiene ni siquiera un año desde que falleció y tú ya has anunciado quién calentará tus sábanas en su lugar.
—Rhaena —la voz de Jace era calmada—. No olvides a quién tienes frente a ti, aun cuando seas la señora de Driftmark y aunque me una a ti un gran cariño; si vuelves a hablarme así, te quedarás sin lengua.
Rhaena miró incrédula al rey; nunca había sido amenazada de aquella manera.
—¿Vas a reemplazar a mi madre? —La voz de Laena es apenas un susurro, delatando las ganas de llorar que tiene— Ella... ella va a ser la madre de Daemon, ¿quieres que Daemon y yo olvidemos a mamá?
Maenyra dejó al príncipe Daemon en brazos de su padre y se arrodilló ante la princesa y, con delicadeza, limpió las lágrimas que comenzaban a salir de sus ojos.
—Claro que no, preciosa. —La suave voz de Maenyra era suave y tranquilizadora—. Nadie va a reemplazar a tu madre; ni su majestad ni yo queremos que tú y Daemon olviden a Baela.
—¿Entonces por qué vas a casarte con ella, papá?
—El reino necesita una reina y...
—Si tu padre no se casa con Maenyra... —Viserys se inclinó ante su sobrina—. El pequeño concejo le conseguirá una esposa, una mujer mala y fea, con verrugas y que sepa de brujería y que no le gusten los niños. Maenyra es buena con los niños; ella cuidaba del tío Aegon y de mí cuando éramos niños.
Maenyra sonrió por el recuerdo de sus días cuidando a los pequeños príncipes; las palabras de su tío parecieron calmar a la princesa, aun así esta no dejaba de pensar en su madre y en las veces en las que, sin que la reina se diera cuenta, esta escuchó lo mucho que odiaba a Maenyra y cuánto la lastimaba su presencia, sumando eso a la reacción de su tía Rhaena, podía concluir en que su madre no estaría nada feliz con aquella unión y por eso ella tampoco lo estaba.
Lady Rhaena se llevó a sus sobrinos de aquel lugar, aun cuando el príncipe Daemon lloraba. La princesa Maenyra trató de ir por él, preocupada por el pequeño. Desde la muerte de la reina, ella lo había cuidado con ayuda de las nanas; el amor que la futura reina sentía por el heredero del rey era uno tan profundo como el que había sentido por la princesa Jaehaera o sus futuros cuñados.
El rey les dio a todos la indicación de retirarse para prepararse para el baile de aquella noche. Una vez solos, el rey dejó un beso casto en los labios de su prometida y se retiró de aquel lugar. Una vez sola, de los ojos de Maenyra una silenciosa y solitaria lágrima surgió; se sentía sola. Jacaerys era su única familia, no había nadie más. No tenía a nadie más que la amara para compartir su felicidad.
Horas después del anuncio del compromiso, la gran sala del castillo resplandecía bajo la luz de los candelabros, que proyectaban destellos dorados en los estandartes con el dragón tricéfalo de la Casa Targaryen. Los asistentes, nobles y señores de los Siete Reinos, se reunían en torno a la pista de baile central, donde la música empezaba a llenar el aire. Este era un momento histórico: la celebración del compromiso entre La última usurpadora con vida y el rey que volvió del mar.
Maenyra avanzó hacia el centro del salón, envuelta en un vestido de suaves tonos pastel, donde el rosa y el blanco se entrelazaban como una metáfora de su juventud y pureza. Los delicados bordados de hilo de oro con forma de flores parecían brillar con la luz de las velas, acentuando la inocencia y gracia de Maenyra. Su cabello dorado estaba recogido en trenzas finas, adornadas con perlas y una diadema sencilla, que realzaba su belleza sin eclipsarla.
Jacaerys la esperaba, vestido con los colores de su casa: negro y rojo. Su capa de terciopelo oscuro estaba forrada de escarlata, y el broche que la sujetaba tenía forma del dragón tricéfalo. Su porte era majestuoso, y aunque su rostro mostraba su habitual frialdad, sus ojos se suavizaron al ver a Maenyra acercarse.
La música cambió, marcando el inicio del baile. Jacaerys extendió su mano, y Maenyra la aceptó con una delicada reverencia. Sus dedos se entrelazaron con un cuidado casi reverencial mientras comenzaban a moverse al compás de la melodía. El baile era una tradición Targaryen, lleno de giros gráciles y movimientos que imitaban el vuelo de dragones en el cielo. Cada paso narraba una historia: el fuego que une, la pasión que consume, el equilibrio entre el caos y la armonía.
El vestido de Maenyra giraba a su alrededor, como nubes de colores suaves bajo la luz. Jacaerys la guiaba con una firmeza serena, su capa ondeando detrás de él con cada movimiento. A medida que el ritmo se intensificaba, la conexión entre ellos se volvía palpable, como si el resto de la sala hubiera desaparecido. Cada mirada, cada sonrisa apenas esbozada, era un diálogo silencioso que hablaba de un futuro aún incierto, pero lleno de promesas.
Cuando la música llegó a su clímax, Jacaerys la hizo girar una última vez antes de atraerla suavemente hacia él. Ambos quedaron de pie en el centro de la pista, sus respiraciones sincronizadas, mientras la sala estallaba en aplausos. Pero en sus miradas no había interés por los asistentes ni por la pompa de la celebración; solo estaban el uno para el otro.
En ese instante, bajo los estandartes de su linaje y rodeados por la llama del fuego y la sangre, parecían no solo un rey y su prometida, sino dos dragones destinados a volar juntos.
Antes de finalmente separarse, el rey dejó un beso en la frente de su prometida, la mayor muestra de afecto que el rey había otorgado a alguien que no fueran sus hijos o hermanos jamás; después de eso, la guio de regreso a la mesa.
Una vez sentados en la mesa principal, el rey pidió la palabra; el salón al completo quedó en silencio, esperando las palabras del rey.
—Mis lores —dijo, con su tono grave y calculador—, estamos reunidos aquí esta noche, no solo para celebrar un compromiso, sino para reafirmar lo que todos sabemos. El reino no espera de nosotros gestos de calidez ni palabras de amor. El reino requiere lealtad, obediencia y, sobre todo, estabilidad. Lo que celebramos hoy no es una mera fiesta, sino un compromiso con el futuro del reino. Un futuro en el que la Casa Targaryen, con su fuego y su sangre, prevalecerá sobre aquellos que busquen desestabilizarla. Y todos los presentes aquí tienen un papel que desempeñar en ello, ya sea con su lealtad, su apoyo o su capacidad para mantener el orden.
El salón enmudeció, el rey volvió a tomar asiento y con un gesto pidió que la música volviera.
La comida y el vino comenzaron a fluir de nuevo y con ellos la tensión que las palabras del rey dejaron. Maenyra, sentada a la derecha de su prometido, se inclinó un poco para hablar al oído del Jacaerys.
—Issa dārys, istan ao daor olvie harsh va aōha idañe?
<<Mi rey, ¿no fuiste muy duro con tu pueblo?>>
Jacaerys le dirigió una mirada a su prometida; Maenyra parecía brillar bajo la luz de las antorchas y, aun cuando no se permitió sonreír ni mostrar su debilidad por ella, su pecho se llenó de amor al verla.
—Se mōrī jēda nykeā dārys istan lenient rūsīr zȳhon people, lentor Targaryen bē disappeared, issa prince.
<<La última vez que un rey fue indulgente con su pueblo, la Casa Targaryen casi desapareció, mi princesa.>>
Maenyra asintió y tomó un trago de su copa de vino; por debajo de la mesa, el rey entrelazó sus manos en una muestra de amor.
—Mi rey, princesa —Lord Cregan Stark se acercó a la mesa del rey.
—Cregan, mi buen amigo. —El tono de Jacaerys, aunque frío, dejaba entrever el gran cariño por el lord protector del norte. —Me alegra que estés aquí. ¿Dime qué puede hacer tu rey por ti?
—El honor es mío por ser llamado a su presencia, mi rey. Debo decir que me gustaría que habláramos de una boda y un compromiso que no es el suyo, majestad.
—Es el de nuestros hijos. —El rostro de Jacaerys cambió; ya no era el joven de 24 años que, si bien tenso, parecía disfrutar de su fiesta de compromiso; volvía a ser el rey que era desde hacía 7 años. —Tengo la intención de enviar a Laena al norte después de mi boda; tal vez pueda ir contigo. Pretendía que fuera después de su octavo onomástico, pero la niña estaba de luto por su madre.
—Claro, mi rey. —El tono de Cregan era uno neutral. —Espero que en los próximos días usted y yo podamos reunirnos para hablar, princesa Maenyra, es un placer conocerla.
El lord del norte se retiró y en ese momento el joven príncipe Viserys se acercó a su hermano.
—Su Majestad —Jacaerys le dio su atención—. Me parece que ver a una bella dama sentada en un baile, sobre todo uno en su honor, es un desperdicio. ¿Me permitirás bailar con tu hermosa prometida?
Jacaerys miró entre su hermano y Maenyra antes de asentir.
—Si ella acepta.
Maenyra se mostró emocionada por bailar de nuevo. En los 8 años que llevaba en la corte, nunca había bailado, ya que la reina Baela había prohibido que cualquiera bailara con ella; no con palabras ni decretos, claro, pero cualquiera que mostrara un poco de afecto o incluso respeto por la princesa era dejado de lado en la corte y en Red Keep nadie se daría ese lujo.
Para molestia del rey, después del baile con Viserys, muchos otros lores tuvieron el valor de pedirle un baile a su prometida; con una mirada, su amigo más querido, Lord Cregan, tomó el último turno para bailar con la princesa. Después de eso, la llevó de nuevo al lado del rey.
—Me pareció que nuestra futura reina estaba cansada.
—Lo estaba, gracias por rescatarme, Lord Stark.
—Para servirle, milady.
—Pōnta ȳdra daor gīmigon bona mērī nykeā dārys iksos worthy hen aōha gevives —el rey dijo solo para oídos de su prometida.
<<Ellos no saben que sólo un rey es digno de tu belleza.>>
El baile siguió su curso y, ya entrada la noche, al fin terminó y todos pudieron dormir.
Los preparativos de la boda eran extenuantes: el banquete nupcial, el vestido, el torneo, las lunas parecían correr más rápido, o al menos eso le parecía a Maenyra, quien estaba ansiosa por al fin ser la esposa del hombre que amaba.
El día al fin había llegado.
El amanecer aún no había tocado por completo los cielos cuando la ceremonia comenzó en la cámara privada de Jacaerys. La oscuridad de la mañana llenaba la sala, que estaba iluminada únicamente por las llamas titilantes de las antorchas, creando sombras largas y ominosas en las paredes de piedra. El aire estaba cargado de un silencio tenso, como si el mismo castillo contuviera la respiración ante lo que estaba a punto de ocurrir.
En el centro de la sala, un altar de piedra antigua, tallado con símbolos y figuras de dragones, estaba dispuesto con una copa de cristal de dragón y cuchillos rituales, uno de los cuales estaba especialmente afilado para el ritual de unión. Alrededor del altar, figuras de dragones de piedra vigilaban la ceremonia, como guardianes de una tradición que pocos conocían y menos aún practicaban.
Jacaerys, ataviado con su túnica ceremonial roja y crema, la capa adornada con símbolos de la antigua Valyria, se mantenía inmóvil, con la mirada fija en el altar. A su lado, Maenyra, vestida con un elegante vestido claro con detalles que evocaban el fuego y la sangre, esperaba, su rostro tan impasible como el de su futuro esposo. El oro y el rubí de sus vestimentas brillaban débilmente bajo la luz de las antorchas, pero sus ojos eran fríos y serenos, como si supieran que este acto estaba más allá de ellos.
El sacerdote, un hombre de edad avanzada, cuya capa de piel de dragón rozaba el suelo, se acercó al altar. Con un tono grave y solemne, comenzó a recitar las antiguas palabras, las que solo los Targaryen conocían. Su voz, baja pero llena de poder, resonó en la habitación.
—Por los dioses de la antigua Valyria, por la sangre de los dragones y el fuego que nos consume, unimos estas dos almas en una sola.
El sacerdote alzó un cuchillo y lo entregó al rey, quien dejó una herida en el labio de su futura esposa; después se lo entregó a ella para que repitiera la acción con él. Después de eso, el rey dejó un corte en su mano y su prometida hizo lo mismo. Dejaron que sus manos ahora sangrientas gotearan sobre la copa, la copa de cristal de dragón que había estado esperando, antes de entrelazar sus manos heridas.
—La sangre de los Targaryen es uno, y en su unión, la fuerza de nuestros ancestros se renueva —dijo el sacerdote.
El vino, de un color rojo oscuro, fue vertido lentamente en la copa. El líquido se mezcló con la sangre de ambos, creando una mezcla espesa y simbólica. El sacerdote levantó la copa, que ahora contenía tanto la sangre de los Targaryen como el vino de la tierra. Jacaerys y Maenyra se miraron a los ojos, y en un gesto sincronizado, bebieron del cáliz, compartiendo no solo el licor, sino también el compromiso con su linaje, con el fuego y la sangre.
El ritual continuó. Sin pronunciar palabra alguna, Jacaerys y Maenyra tomaron los cuchillos rituales que habían usado para cortar sus manos y, en un gesto mudo, cortaron sus labios. La sangre, ahora fresca, goteó de sus bocas, y el sacerdote recitó más antiguos versos mientras ambos tomaban la sangre de los labios del contrario y trazaban runas ancestrales en sus frentes. Las runas, llenas de símbolos de poder y fuego, fueron dibujadas con precisión en la piel de Jacaerys y Maenyra. El calor de la sangre, mezclada con el arte de la escritura ancestral, parecía llenar la sala de una energía palpable.
Finalmente, el sacerdote levantó las manos hacia el techo, dejando que las runas de sangre se quedaran marcadas en sus frentes, un símbolo de la unión no solo física, sino espiritual. La sala, impregnada por el aire denso del ritual, parecía resonar con el eco de los antiguos dragones que habían visto este mismo acto siglos antes.
—Por el fuego y la sangre, el destino de los Targaryen queda sellado —dijo el sacerdote con voz profunda.
Con estas palabras, los novios se miraron en silencio, sus frentes marcadas con la sangre de su linaje y la mezcla de vino y sangre en sus venas. No había necesidad de palabras ni de juramentos solemnes, pues el ritual lo había dicho todo: en sus cuerpos y en sus almas, la unión era irrevocable. El rey se inclinó y besó a quien por fin era su esposa.
—Debo ir a vestirme.
—No necesitamos esa boda.
—Tu pueblo la necesita, mi rey.
Con un último beso, la ahora esposa del rey dejó a su esposo. Al llegar a sus aposentos, rápidamente fue recibida por Karmina, quien era la única de las damas que ahora le servían que tenía su confianza.
Después de horas de arreglarse, la futura reina al fin estaba lista para salir camino al septo, donde su boda se llevaría a cabo.
El septo estaba adornada con guirnaldas de flores blancas y doradas, símbolo de pureza y lealtad, y grandes candelabros de cristal proyectaban su luz cálida sobre los asistentes. Los representantes de las grandes casas de Poniente se encontraban presentes, vestidos con sus mejores galas, sus estandartes ondeando junto a los de la casa Targaryen, el dragón tricéfalo que parecía rugir en aprobación.
Maenyra, ataviada con un vestido blanco que reflejaba la luz como las escamas de un dragón, caminaba por el pasillo central acompañada por el suave murmullo del coro septón. Su cabello dorado, suelto y brillante, caía en cascada sobre sus hombros, mientras portaba en su cuello un colgante de rubí que destellaba como llamas vivas. Detrás de ella, sus damas de compañía llevaban la larga cola de su vestido, tan etérea como el fuego valyrio.
En el altar la esperaba Jacaerys, vestido con una túnica negra bordada en hilo de oro, con una capa de terciopelo rojo que caía sobre sus hombros, decorada con la insignia del dragón; en su cabeza portaba la corona de Aegon el Conquistador. Su mirada, llena de orgullo y afecto, no se apartó de Maenyra mientras esta avanzaba hacia él. Cuando finalmente llegaron al altar, el septón mayor alzó sus manos, invocando la bendición de los Siete.
—Ante los ojos de los dioses, los hombres y los dragones, hoy unimos a estos dos corazones —declaró el septón. Jacaerys tomó la mano de Maenyra, y juntos repitieron los votos sagrados. La promesa de ser leales y fuertes, de amarse en la salud y la enfermedad, resonó en la septa, un eco que parecía llegar hasta el cielo. El septón extendió su vara de cristal y la tocó sobre sus cabezas. —Que la Madre los bendiga con fertilidad, que el Guerrero los haga fuertes, que el Padre los guíe con justicia —proclamó, mientras el murmullo de aprobación se extendía entre los invitados.
Cuando finalmente se declararon esposo y esposa, el septo estalló en aplausos. Jacaerys inclinó su rostro hacia el de Maenyra y selló el momento con un casto beso, apenas un roce de labios; el contacto no fue más que para cumplir el protocolo.
Los invitados fueron dirigidos nuevamente a la fortaleza roja, donde el rey había preparado una sorpresa para su esposa, la única de las ceremonias en las que la ahora esposa del rey no había participado.
—¿Estás feliz?—El rey hablo
—Lo estoy, Issa Daryrs, siempre que estoy contigo estoy feliz.—Maenyra se permitio ser mas cariñosa ahora que estaban en la privacidad de un carruaje lejos de las miradas de la corte.
—También estoy feliz. —Jacaerys se inclinó hacia su esposa y la besó, un beso más profundo que el que habían compartido minutos antes.
—Tengo una sorpresa para ti, ve con los guardias. —El rey murmuró sobre los labios de su esposa una vez volvieron a la fortaleza.
Maenyra fue guiada por la guardia real hasta la entrada del salón del trono. Una vez que las puertas fueron abiertas, pudo ver el lugar lleno; sus ojos se fijaron en los de su marido, que estaba parado a los pies del trono y, como siempre que veía a Jacaerys, su corazón se calentó de amor.
Maenyra caminó hasta llegar al lado de su marido; este le tomó la mano y la invitó a subir con él las escaleras del trono.
En el centro del estrado, junto al Trono de Hierro, descansaba una corona que Maenyra no había visto antes. Era una obra maestra de los herreros de la Fortaleza Roja, diseñada en secreto bajo las órdenes de Jacaerys. Inspirada en la corona de Aegon el Conquistador, esta era más ligera y refinada, con dragones entrelazados que parecían moverse entre llamas de oro. Las gemas incrustadas que incluían zafiros y rubíes brillaban como si contuvieran el fuego valyrio. Maenyra se detuvo en seco al ver la corona. Sus ojos se encontraron con los de Jacaerys, llenos de afecto y determinación.
—¿Qué es esto? —murmuró.
Jacaerys le tomó ambas manos y, frente a los nobles reunidos, habló con voz clara y solemne:
—Hoy, ante los dioses y los hombres, no solo he tomado a Maenyra como mi esposa, sino como mi reina. Maenyra Targaryen, es mi deseo y mi honor proclamarte Reina Consorte de los Siete Reinos.
Los murmullos de sorpresa llenaron el salón, pero rápidamente se transformaron en aplausos y vítores. Los nobles se levantaron de sus asientos, y las trompetas resonaron en señal de celebración.
Jacaerys caminó hacia la corona y la sostuvo en alto, permitiendo que todos la admiraran. Luego, con la misma reverencia que un hombre podría mostrar a los dioses, se acercó a Maenyra y se inclinó levemente.
—Si aceptas esta responsabilidad, permíteme colocarte esta corona como símbolo de tu lugar en el reino.
Con los ojos brillantes de emoción, Maenyra asintió.
—Acepto, mi Rey. No hay mayor honor que servir a este reino a tu lado.
Con cuidado, Jacaerys colocó la corona sobre su cabeza. La sala estalló en vítores mientras los dragones del rey y la reina, Tormenta Carmesí y Silverwing, sobrevolaban Red Keep, rugiendo como si aprobaran la proclamación.
Después de la coronación, el rey invitó a cada noble al jardín donde el banquete nupcial esperaba. Fueron horas y horas de diversión, bailes, comida y bebida, pero lo que el rey realmente esperaba era la ceremonia de encamamiento. Cuando esto al fin pasó, el rey se tensó al ver cómo hombres tocaban a su esposa lesivamente; se prometió que después les daría su merecido castigo.
Una vez en los aposentos, el rey y la reina dejaron desbordar la pasión que habían contenido desde hacía años, y es que incluso los siervos más viejos del palacio dijeron que ni siquiera los propios príncipes Alyssa y Baelon habían sido tan escandalosos como sus majestades en su noche de bodas, noche de bodas que duró 7 días, ya que el rey se negaba a dejar ir a su esposa de su lecho.
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